Capítulo 15
Cuando le llegaron los detalles de la muerte de Molina —la primera noticia se la había dado el teniente por teléfono—, que como un vendaval de comentarios recorrió Breda aquella misma tarde, Cupido lamentó no seguir en el caso. Tuvo que resistir la tentación de retomar las riendas y volver a hablar con todas las personas que se relacionaron en algún momento con Gloria.
Aunque seguía decretado el secreto sumarial, a las pocas horas todo el mundo en la villa conocía los detalles de la muerte y sabía que no se debía a un accidente. Todos adivinaban que aquel asesinato estaba vinculado con la muerte de las dos muchachas. Aquel domingo, a Molina no le había tocado acompañar a ningún cazador, iba solo y su coche había quedado abierto en medio de la pista. Las manchas de sangre en el camino indicaban que había sido herido allí mismo y luego perseguido hasta ser rematado con dos tiros que le volaron la mitad de la cabeza. La sangre en el camino, descubierta por unos cazadores, había hecho que lo buscaran y lo encontraran pronto.
El detective recordó con una tristeza más agria de lo que hubiera imaginado las palabras del guarda: «Esa chica no debió venir nunca sola a la Reserva. Ni ella ni la que vino después ni ninguna otra mujer. El monte no está hecho para ellas. El monte no es de quienes lo contemplan, el monte es de quienes lo pisotean… ¿Cree que a un hombre lo hubieran matado?». A él lo habían matado. Molina no era una mujer contemplando el monte y lo habían matado.
Todo había ocurrido cerca de la valla que separaba la Reserva de la carretera, muy cerca de donde él había pasado aquella misma mañana pedaleando en bicicleta. Dedujo que los disparos que había oído —y atribuido a los cazadores— eran los mismos que habían acabado con la vida del guarda. Hasta la coincidencia en la hora le parecía una señal para decirle que aquel caso le concernía personalmente, que era suyo y que sólo él podría resolverlo. Además, ahora estaba seguro de que Molina había muerto por algo que había visto y oído, por algo que sabía, acaso relacionado con el disparo que había sonado la mañana en que mataron a Gloria. Un dato trascendental que el teniente Gallardo ignoraba y que no podía contarle, sujeto a la promesa hecha al Alkalino. A Cupido todos los indicios lo conducían a aquella hipótesis. Tampoco él creía que un furtivo fuera el autor del último homicidio: un furtivo no se hubiera dejado sorprender en medio de la pista de tierra por un coche con un motor ruidoso ni se habría encarnizado luego en una persecución tan larga y sistemática. Alguien había ido a matar intencionadamente al guarda, lo había esperado en el sitio preciso, lo que dotaba al caso de una nueva dimensión.
Curiosamente, Breda se había turbado más con el último crimen que con los dos anteriores, a pesar de la inocencia, la juventud y el sexo de las primeras víctimas. Pero al fin y al cabo ellas eran desconocidas, y Molina había nacido entre ellos. Además, en su asesinato parecían reconocer su misma forma de matar, más proclive al disparo que al uso de una navaja cortando un cuello femenino. Nadie se atrevía a confesarlo, pero muchos tenían miedo. Desde la muerte de la segunda chica nadie salía solo a los campos limítrofes con El Paternóster, nadie paseaba por el bosque, nadie hablaba demasiado alto.
Aparecieron también quienes amenazaban con salir en patrullas armadas a recorrer la Reserva —poniendo como excusa la seguridad de sus hijas y sus novias y la necesidad de una venganza ejemplar y sumaria— hasta sorprender al culpable y colgarlo sin más trámites de la rama de una encina, como a un perro. Y tal vez lo hubieran hecho si se hubiera presentado la ocasión, porque el desdén anterior hacia las muertes de dos muchachas jóvenes, hermosas e inocentes, pero forasteras, había dado paso a un sentimiento de ofensa por la muerte de uno de los suyos. Era la otra cara del viejo carácter de la villa, el gusto por la hoz en detrimento de la espiga, que renacía en cuanto una débil coartada lo justificaba. Pero si se escuchaba bien, por las noches se oían los cautelosos chirridos de candados y cerrojos. Tras la muerte del guarda todos estaban convencidos de que el autor era uno de ellos.
—Déjalo en la mesita. Y sírveme un oporto.
—Sí, señora.
La doncella, bonita, bien peinado el pelo negro y con el uniforme blanco sin una mancha, pero con ese tipo de limpieza exterior que en algunas personas se sospecha que no alcanza también al interior, dejó la infusión de manzanilla en la mesa baja, se acercó a la credencia y regresó con una copita y la botella de oporto. Escanció el líquido untuoso hasta llenarla, volvió a guardarlo todo en su sitio y salió de la sala sin hacer ningún ruido. La anciana no le dio las gracias ni murmuró una aceptación. Estaba muy cansada.
Cuando aquella mañana, tras una noche de insomnio y jaqueca, se había mirado al espejo, se encontró con un rostro vacío de sangre que parecía haber envejecido dos años en aquellas dos semanas. Había adelgazado tanto que le ordenó a la doncella que metiera dos centímetros las costuras laterales de sus invariables vestidos negros. Desde hacía algún tiempo venía notando que disminuía el tallo de sus huesos al compás que se inflamaban sus articulaciones, y aunque hasta ahora había cerrado los ojos a las molestias, ya no podía seguir ignorando las mordeduras de la artrosis.
Vio los jirones de humo saliendo cada vez más débiles de la infusión. Se dijo que debía tomarla antes de que se enfriara más, pero inclinarse hacia delante y coger con las dos manos la taza y el platito —como le habían enseñado desde niña— le exigía un esfuerzo enorme. Cerró los ojos, suspiró y al fin se decidió a moverse. La manzanilla le pareció insípida, y pasada y la dejó a un lado para alzar hasta su boca la copita de oporto. La bebió de un trago lento y lleno de fruición, sin hacer ruido, como beben los sacerdotes en misa. El licor le dio enseguida un confortante calor interno. Entonces se levantó despacio del sillón, mirándose con desconfianza los tobillos hinchados por la artrosis, los pies embutidos en los zapatos negros, y fue hasta su buró, un hermoso mueble de madera de castaño. Abrió un álbum de fotos en blanco y negro, hojeó algunas páginas —un niño que no llegó a cumplir un año tomado en diversas posturas, un hombre de aspecto débil, con bigote y traje oscuro, que siempre mira al objetivo, una mujer muy hermosa llevando en brazos al mismo bebé que asoma la cabecita por encima del arrullo mientras el hombre pasa sobre sus hombros el brazo derecho, en ademán protector— y de entre ellas extrajo un sobre timbrado con sello extranjero en cuyo membrete se veía la bandera azul de estrellas de la Unión Europea. Volvió con paso cansino hasta el sillón, frente a la ventana, se sentó y puso la carta en su regazo. Hacía tres días que había llegado, el viernes, y la había leído tantas veces que podía recitarla de memoria. Al menos la memoria todavía no le fallaba. Tenía verdadero pánico a esas enfermedades que respetan el cuerpo y van acabando con la lucidez de la mente. No la asustaba el dolor físico, pero temía lo que ocurriría con su cuerpo cuando ella ya no estuviera dentro, cuando su alma se hubiera ido y sólo quedaran unos pedazos de carne y de vísceras todavía vivas que, si desaparecía Octavio, nadie sabría de verdad a quién pertenecían. «No, la memoria no la he perdido. Todo está en la memoria», se dijo en voz baja. Pero ya no era el desafío el sentimiento que empujaba las palabras, sino la duda y la resignación. Aún no se la había enseñado a Octavio porque sabía que a él le causaría más daño que el que le había causado a ella. Al fin y al cabo, ella lo había destinado a aquella lucha, lo había entrenado para soportar las derrotas parciales en espera de la victoria definitiva, lo había obsesionado con aquel único combate. Ahora se daba cuenta de cuánto mal le había hecho, de a cuánto lo había obligado a renunciar, de hasta qué profundidades lo había forzado a bajar, hasta donde le faltaba el aire. Demasiado tarde había descubierto que si una vida se destina exclusivamente a una única obsesión y esa obsesión fracasa, es como si fracasara la vida entera. «Pobre Octavio, cuánto te he exigido», susurró. Bajó los ojos hacia la carta y leyó: «Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas», sin mover los labios finos y apretados, sin hacer un gesto con el rostro. Desde el principio supo que iba a ser una lucha difícil y larga, pero nunca dudó de la victoria final. Había seguido con atención otras sentencias del Tribunal Supremo, como la de la finca de La Encomienda, favorable a la Duquesa de Alba, o la ridícula sucesión de dictámenes sobre Rumasa, generadas durante más de tres lustros y todavía sin cerrar, y en los que siempre había encontrado motivos para la esperanza. Por el contrario, había hecho oídos sordos a aquellas noticias que de vez en cuando aparecían en las páginas de sucesos sobre ancianas que ganaban un juicio a un ministerio cuando llevaban ya varios años enterradas. En todo aquel tiempo se había blindado contra el desaliento, aun sabiendo que en un contencioso así la lucha siempre es desigual, que la Administración es la última en cansarse porque son muchos los funcionarios que pueden relevarse durante el conflicto y es sólo uno el particular que resiste frente a todos ellos. Octavio se lo había repetido muchas veces, que iban a ganar, que al final iban a ganar. Y, sin embargo, ahora, después de la última derrota, ya no quedaba nadie ante quien recurrir. Creyó que sus ojos iban a humedecerse, pero no soltaron ninguna lágrima. Hacía tiempo que se había olvidado de llorar. Desde la muerte de su hijo pequeño, cuando aún no había cumplido un año, se había quedado vacía, seca. Fue un dolor tan intenso que a partir de entonces llorar por cualquier otra causa le hubiera parecido un impudor, un despilfarro, la manera más cobarde de engañar y posponer un daño que no desaparecería con las lágrimas. Ni siquiera volvió a llorar cuando al poco tiempo murió su marido, incapaz de superar el infortunio. Sintió una mano que se apoyaba con dulzura en su hombro y otra que le acariciaba la cabeza, el pelo fino y claro como el de una telaraña que lavaba y peinaba reiteradamente cada mañana, recogido con esmero en un moño de impecable limpieza. No necesitó mirar para reconocerlo ni necesitó oír sus palabras para saber que ya había leído el membrete de la carta que reposaba en su regazo y que había adivinado su contenido. De ahí la lentitud de su caricia, la dulzura con que la mano se posaba en su hombro, en los huesos que en las últimas semanas parecían haberse afilado.
—Nos vencieron —dijo en voz baja, procurando disimular la tristeza insoportable, con la mirada perdida más allá de los visillos, en la claridad con que el mediodía inundaba la plaza.
Octavio se inclinó a coger la carta y ella vio entonces muy cerca de sus ojos el rostro pálido y un poco sudoroso, los ojos hundidos por los años de constante estudio tras los gruesos cristales de las gafas, los hinchados párpados de seminarista, las aletas de la nariz palpitando por la ansiedad, los últimos restos de los estragos del herpes cicatrizando en el labio inferior. Oyó luego el leve ruido del papel desplegándose para mostrar la noticia que en un puñado de líneas no sólo arrasaba con todas sus esperanzas sino que también, de repente, le revelaba con dolorosa claridad la deuda a la que estaba obligada, tanto más cuanto que Octavio nunca se la exigiría. Porque ella había podido elegir, pero a él le había marcado aquel camino como el único posible.
—Nos vencieron —repitió—. Al final nos vencieron.
Lo vio dejar la carta en la mesita, avanzar hacia la ventana y quedarse mirando hacia fuera, dándole la espalda. Eso era lo que había hecho de él, un hombre prematuramente envejecido, cargado de espaldas por las excesivas horas encorvado sobre papeles; un hombre triste y solitario, con una incapacidad casi irrecuperable para conquistar a una mujer. Debía estar viviendo con una muchacha y vivía con una vieja; debía acostarse cada noche junto a un regazo femenino y se acostaba solo. Las doncellas que contrataba para la casona de Breda no eran sino un remedio vicario que nunca podría sustituir lo que de verdad necesitaba. El primer día en que la golpeó como un rayo la evidencia de su error fue cuando lo vio turbarse y quedar mudo como un adolescente en presencia de Gloria. Aquel día comprendió a qué tipo de mutilación lo estaba sometiendo. Y el hecho de que hasta entonces no hubiera sido consciente de ello no la eximía de la culpa.
—Ya no queda nada que hacer —dijo tan de repente que doña Victoria casi tuvo un estremecimiento.
Ella no respondió enseguida. Se demoró en la elección de las únicas palabras que demostraran esperanza.
—Algo queda por hacer —negó—. Conservar lo que aún tenemos.
Lo vio volverse y mirarla fijamente a través de los gruesos cristales de las gafas, sorprendido de que aceptara con tanta entereza la derrota. Como solía hacer desde que tenía el herpes, había montado el labio inferior sobre el superior —para evitar el contacto o las molestias—, lo que acentuaba su gesto de amargura o de enfado. Al observarla pensó que si ella accedía a firmar las cédulas de rendición, era porque imaginaba que la derrota podía ser aún mucho más dolorosa. «Tiene miedo por mí», se dijo.
—Nos iremos de esta ciudad. Nos iremos y no volveremos nunca —susurró doña Victoria. Había regresado el tono de odio y las palabras volvían a brotar con energía, como si la lucha fuera lo único que la mantenía viva.
—Aquí nos atan demasiadas cosas —protestó él con suavidad, haciendo un gesto circular con las manos que señalaban la casa que ocupaban (los forjados arrancados antes de que los cubrieran las aguas, los adornos tan cargados de recuerdos, las sutiles adherencias que se establecen entre una bella casa y sus inquilinos), pero que también querían abarcar las tumbas cavadas en la pequeña loma de El Paternóster.
—Volveremos un día al año, para visitarlos —dijo la anciana adivinando su pensamiento—. Pero nos iremos para siempre de aquí. De esta ciudad de enemigos.