Capítulo 12

Abrió el grifo y en cuanto el agua comenzó a salir templada se metió bajo la ducha dejando que el chorro le cayera en la frente. Se demoró unos minutos antes de coger el gel y el champú para limpiar a fondo toda la suciedad que se le adhería al cuerpo durante el trabajo en el campo y de la que se desprendía cada noche como las serpientes de la piel en primavera. También aquella costumbre de la limpieza completa y diaria la había aprendido de Gloria, una de las tardes en que le había servido de ayudante cargando con el caballete hasta uno de los profundos recodos del pantano donde Molina, el guarda, le había dicho que los ciervos y gamos acudían a beber a la llegada del crepúsculo. Durante una hora la había visto distribuir el espacio en la tela, ajustar la proporción de agua, tierra y cielo, dejando huecos en blanco, sin definir, a la espera de la visión de los animales que debían ocuparlos. Los tendrían solamente unos minutos ante sus ojos, al otro lado del recodo, y la pupila de Gloria debía aprisionar su imagen para desordenarla y volver luego a recomponerla en la tela según las leyes con la que los habían dibujado en las paredes de las cuevas los primeros habitantes de la comarca. Él la había estado observando en silencio, sin interrumpirla, vencido por su belleza recortada al fondo por el agua y por las pequeñas islas que hacía el pantano ahora que estaba tan vacío, dolorosamente enamorado de ella, de sus manos capaces de pintar lo que él nunca lograría, de los pelos rebeldes en la nuca que no había podido atrapar la cinta de la coleta, alta y un poco desordenada, de la suave línea de las caderas que el pantalón claro y suelto no lograba disimular, de su sonrisa las veces en que volvía el rostro para mirarlo con simpatía y agradecimiento por su ayuda, siempre en silencio, porque no querían que ningún ruido turbara el sigilo necesario para la llegada de los animales. Sin embargo, porque los habían venteado, porque no habían tenido la paciencia de los cazadores para no moverse en sus escondrijos o por cualquier otra causa ajena a ellos, los ciervos no habían aparecido aquella tarde.

Si hubiera podido, habría ido a buscarlos y a sacarlos de sus escondrijos para empujarlos hacia donde esperaba Gloria. Cualquier cosa con tal de que se fijara en él, en el primo adolescente a quien debía mirar con simpatía y un poco de compasión por su rudimentaria pobreza, por su falta de oportunidades para desarrollar su talento, por la hosquedad del padre. Esa compasión tibia y pasiva que nunca se decide a llegar a la generosidad. Cansada de esperar y con la decepción en el rostro, Gloria le había dicho: «Creo que hoy ya no vendrán. No hemos tenido mucha suerte». Él no supo qué contestar ni ella esperó su respuesta para plegar el caballete, recoger los pinceles y acercarse hasta la orilla, unos quince metros más allá. La vio sentarse en una piedra junto al agua, descalzarse los mocasines de cuero crudo y quedar así durante unos minutos, inmóvil, dándole la espalda, abstraída por el silencio del atardecer y por la luz que el último sol lanzaba hacia ellos saltando las crestas del Volcán y del Yunque. Nunca había visto a una mujer tan hermosa, nunca había imaginado que el amor tuviera poder para estremecerlo de aquel modo. Supo que toda su vida, pasara lo que pasara, conservaría la imagen de su prima sentada sobre la piedra, con las rodillas abrazadas, con el agua cerca de sus pies descalzos y el atardecer con las montañas al fondo. Hasta el cielo contribuía a completar aquel escenario que oscilaba entre la realidad y el espejismo: unos jirones de nubes con forma de caballos, tintados de violeta, cruzaron por delante del sol para darle a aquellos momentos un carácter onírico. Si algún día fuera capaz de pintar lo que ahora veía, en un único cuadro, de una sola vez, ya no necesitaría volver a pintar ninguna otra cosa.

Como si de repente recordara que él estaba allí, Gloria había vuelto la cabeza y le había dicho: «Voy a darme un baño. No soporto el sudor. ¿Te apetece o me esperas?». Tal vez si ella sólo hubiera hecho la primera mitad de la pregunta él se hubiera atrevido a acompañarla en el agua gris, espesa y profunda del pantano, tal vez se hubiera decidido a vencer la cobardía y la timidez, a romper su propensión al mutismo, a no mostrar pudor ni turbación ante el cuerpo desnudo y dolorosamente deseado de Gloria y a no tener miedo de lo que ella pudiera pensar de su cuerpo, ya saliendo de la pubertad, pero todavía sin entrar en la madurez, en ese punto de vértigo, el tramo final, mucho más pavoroso que la propia adolescencia, donde uno ya no se siente adolescente y sin embargo sabe que aún no tiene la fuerza ni la decisión de quien ha completado su evolución. «Espero por aquí», le respondió, y ya en ese momento estaba arrepentido, maldiciendo su timidez y su falta de arrojo para lanzarse de cabeza contra la tersa superficie líquida y nadar tras ella, bajo ella, bajo su cuerpo desnudo en el agua plomiza, inmóvil y silenciosa, casi amenazadora, los dos en medio de un pantano donde no había nadie más, sólo la mancha clara de su espalda y todas las razones para iniciar como un juego las caricias, el único medio posible de acercamiento a una prima vetada de amor por el parentesco de la sangre.

Giró el rostro cuando vio su decidido movimiento para sacarse la camiseta por la cabeza, pero aún tuvo una décima de segundo para columbrar su espalda morena, desnuda y recta. No sabía qué hacer y por eso, de espaldas a ella, dijo: «Voy a dar una vuelta, a ver si todavía veo algún ciervo», aunque sabía que ya era demasiado tarde, que los animales se habrían tumbado en sus escondites dispuestos al descanso y la rumia, y que sus palabras sólo eran una excusa para ocultar la turbación que su desnudez le producía. «De acuerdo», aceptó Gloria. Mientras se alejaba hacia la primera línea de pinos oyó el ruido del agua al romperse. Debía de haberse lanzado ya desde la roca. Entonces sí se atrevió a mirar hacia atrás y vio su cabeza que emergía para respirar y sus brazos más claros que el agua batiendo rítmica y tranquilamente la superficie. Todavía estaba a tiempo de volver, pensó, de quitarse le ropa aprovechando la lejanía y encontrarse con ella más allá de la orilla que se interponía entre ambos como una frontera de miedo y de pudor. Todo sería más fácil allí dentro, los dos mojados y desnudos en el corazón del agua, sumergidos hasta tocar con los dedos de los pies los tejados llenos de limo de las casas hundidas, los dos acariciados por la misma materia líquida que los mecería como un colchón. Pero continuó alejándose. Los ojos se le humedecieron con dos lágrimas de rabia, contra sí mismo y —por una repentina reacción del antiguo y fiero orgullo heredado del padre— contra ella, por haberse desnudado frente a él como si aún fuera un niño. Dejó que las lágrimas le resbalasen por la cara y luego, decidido, comenzó a retroceder dando un pequeño rodeo, agachado, ocultándose entre las matas y los troncos hasta tumbarse tras la primera línea de arbustos, unos metros a la izquierda del lugar donde había estado. Las raíces sedientas de los pinos habían ascendido hasta la superficie y vivoreaban bajo la primera capa de tierra reseca, como las venas bajo la piel de los viejos.

Todavía quedaba esa última claridad que el crepúsculo otorga como una moratoria cuando ya debía haber caído la noche. Y nacía una luna casi llena que comenzaba a derramar su luz de leche. Apartó los rancios matojos que crecían ante sus ojos y miró hacia el agua. Gloria descansaba haciendo el muerto, inmóvil sobre la tersa superficie oscura, abierta de brazos, casi dándole la espalda. Por un momento tuvo la sensación de que estaba esperándolo, de que hacía todo aquello para que él llegara con sigilo junto a ella para asustarla o gastarle una broma, porque no podía ignorar su presencia. Pero ya sabía que no se atrevería a hacerlo. Se estaba bien allí, escondido, contemplándola desde la impunidad, sintiendo los duros olores de la tierra reseca, los pequeños ruidos del monte que se encogía con la llegada de la noche y los crecientes reflejos de la luna en la superficie. Todos los sentidos despiertos y el corazón crepitando entre sus costillas.

Era la hora en que las moscas beben y los peces suben a cazar. Una carpa dio un gran salto para atrapar algún insecto y cayó luego sobre el agua rompiendo con violencia su tersura y su silencio. Como si de repente hubiera tenido miedo, Gloria dio media vuelta y comenzó a nadar hacia la orilla. Él no se movió. Podía sentir sus acelerados latidos en todas las partes de su cuerpo que estaban en contacto con la tierra. Gloria salió del agua por el mismo lugar por donde había entrado, junto a la piedra donde había dejado su ropa, sin exhibir, pero sin esconder, su portentosa desnudez, sólo cubierta con una pequeña braga clara que al mojarse dejaba entrever la mancha oscura del pubis. Se agachó y comenzó a secarse con una pequeña toalla que llevaba, recorrida por un leve estremecimiento de frío. Había tenido tiempo para verla y no olvidar ya nunca más los muslos largos y un poco brillantes, los pechos que temblaban con cada paso que daba descalza, el triángulo oscuro y mágico del vientre, toda la piel mojada.

Bajo la ducha, el placer le recorrió todo el cuerpo en un nuevo orgasmo. Casi se asustó cuando oyó la voz cansada y cariñosa de su madre que desde fuera le decía: «Hijo, termina ya, que necesito el agua caliente», para devolverlo al mundo de pobreza, escasez y ahorro miserable en que vivían. Pero siguió bajo el chorro unos minutos más, dejándose limpiar mientras procuraba que no se perdieran de la memoria de sus ojos las últimas imágenes de aquella tarde: Gloria vistiéndose en la piedra, llamándolo luego y él dejándose llamar sin moverse de su escondite. No sabía bien por qué, pero sintió la necesidad y el placer de inquietarla, de asustarla, de dejar que se imaginara que no estaba allí, que había desaparecido: hacerse, en fin, imprescindible para ella, aunque sólo fuera durante unos minutos. La vio peinarse y luego encender un cigarrillo, cada vez más inquieta, cada vez llamándolo con más fuerza.

Cuando creyó que ya era suficiente, retrocedió a rastras procurando que no se moviera ningún arbusto que lo delatara y sólo se irguió cuando estaba fuera de su vista. Comprobó que no se le notaban las manchas de tierra en la ropa ni las lágrimas en la cara y avanzó hacia la orilla. «¿Dónde estabas? Te has ido muy lejos», le dijo al verlo aparecer. Lo defraudó que hubiera más reproche que alegría en su voz, pero contestó con amabilidad que había visto algunos ciervos allí dentro y que se le había pasado el tiempo contemplándolos. Recogieron los pinceles y el caballete y regresaron hacia donde habían dejado el coche. Para evitar una discusión inútil, él ocultó a su padre que había estado ayudándola.

Cerró el grifo, se puso el albornoz y fue a encerrarse en su habitación, un cuarto en el piso alto de la casa, frío y pobre de mobiliario, pero que le daba independencia y soledad al alejarlo de la planta donde estaban la cocina y el comedor. Cerró la puerta desde dentro. Se vistió con ropa limpia y, antes de sentarse a la pequeña mesa, redonda, cubierta con un tapete de plástico, se subió en una silla y cogió de encima del alto armario un álbum de pintura en el que había hecho algunos dibujos a carboncillo. De entre sus páginas extrajo una lámina suelta con el rostro de un muchacho: era el retrato que le había hecho y dedicado Gloria una de las últimas tardes en que estuvo con ella. La había ayudado a colocar algunas cosas en la vieja casa familiar mientras hablaban de pintura. Ella le preguntó si ya había agotado la caja de óleos que le había regalado y él había contestado que no, que si bien se sentía cómodo en el dibujo, tenía muchas dificultades para encontrar el tono exacto de los colores que quería. En agradecimiento a su ayuda, en un momento en el que él se había sentado a descansar junto a la ventana, su cara iluminada en escorzo, Gloria le pidió que no se moviera. Había cogido un lápiz y una hoja y con trazos rápidos y firmes le había hecho aquel retrato que guardaba como un tesoro. Lo había ocultado a sus padres, pero a menudo lo sacaba para contemplarlo, con la puerta cerrada, como un adinerado coleccionista contempla en soledad una obra maestra que no puede mostrar a nadie porque ha sido robada de un museo. Se pasaba largos ratos frente a él, estudiando la longitud y frecuencia de los trazos, la intensidad del punteado, la hondura de las sombras. Le parecía que aquella sencilla lámina tenía esa capacidad de las obras de arte para reflejar al modelo con más veracidad que los espejos. Gloria había sabido captar sus labios finos y casi enfadados, a la defensiva, el pelo que le caía sobre la frente sudorosa desde una raya demasiado alta, la nariz de aletas tensas, como oliéndola mientras lo retrataba. Hasta las pequeñas huellas del acné habían encontrado su sitio exacto en el papel. Se fijó en los ojos, llenos al mismo tiempo de timidez, de asombro y de anhelo. Se preguntó si ella sabía hasta qué punto estaba enamorado. Sin duda adivinaba algo, porque en el retrato había puesto esas gotas de ansiedad que da la conjunción del deseo y su insatisfacción. ¿Cuándo aprendería él a dibujar así?, se preguntó. ¿Tendría tiempo todavía para recuperar los años perdidos? Quizá ahora, con todo aquel dinero de la herencia. De la herencia de Gloria. Dio la vuelta a la lámina y leyó la dedicatoria con la que ella se la había regalado: «No busques más por ahí afuera. Todos los colores están dentro de tus ojos». Levantó de pronto la cabeza para escuchar el eco dormido que la dedicatoria había despertado, como una lejanísima campana en una ermita abandonada. Volvió a leerla y entonces recordó las palabras de Gloria relativas al escondite del diario la tarde en que lo había sorprendido hojeándolo. Al comprobar que no estaba enfadada por su curiosidad, él se había atrevido a decirle que debía guardarlo mejor y no dejarlo abierto encima de una mesa. A su cabeza volvieron las palabras exactas de su respuesta: «Nadie podría encontrarlo. Aunque abran o cierren las puertas del escondite nunca lo verían. Seguiría oculto». Él se había quedado pensando qué quería decir, pero no encontró respuestas y había terminado olvidándolo. Ahora regresaba con el recuerdo prendido en las palabras de la dedicatoria que no había vuelto a leer desde antes de su muerte.

Aunque era tarde, se puso los zapatos y salió en sigilo a la calle, sin decir nada a sus padres. Cinco minutos después llamó al timbre del apartamento de Cupido. El detective estaba comenzando a cenar sobre una bandeja y lo imitó a pasar. Le ofreció una cerveza.

—He recordado algo sobre el diario —dijo. Le temblaba un poco la voz por el nerviosismo o por la rapidez con que había recorrido el trayecto hasta su casa.

—¿Sí? —preguntó el detective. Durante todo el día, sábado, no había movido un dedo en la investigación. La mañana la había dedicado a hacer algunos recados pendientes y había pasado la tarde leyendo y viendo un partido de fútbol en el televisor, a la espera de los resultados del laboratorio que el lunes tendría el teniente. Se sentía incómodo por el día perdido y la inesperada visita de David era el antídoto adecuado contra sus escrúpulos.

—Estaba en casa mirando un retrato que Gloria me había hecho y al leer la dedicatoria lo recordé de pronto. Se refería al lugar donde lo escondía. Dijo: «Nadie podría encontrarlo. Aunque abran o cierren las puertas del escondite nunca lo verían. Seguiría oculto».

Se quedó mirando a Cupido como si esperara de él la solución a un enigma que no había logrado resolver. Pero al detective las palabras lo dejaron igualmente confuso. Las palabras y la casi entusiasta colaboración del muchacho, que había vencido de nuevo su adusta timidez para venir a contarle algo que había recordado. Otra vez se preguntó si todo era tan espontáneo como parecía o si había algún interés especial en que él encontrara el diario.

—¿Estás seguro?

—Sí. Fue eso lo que dijo. «Nadie podría encontrarlo. Aunque abran o cierren las puertas del escondite nunca lo verían. Seguiría oculto».

—¿Qué quería decir?

—No lo sé, eso no lo sé.

De repente tuvo una idea que no entendía por qué no se le había ocurrido antes.

—¿Podríamos entrar en la casa?

—¿En la casa, aquí?

—Sí.

David lo miró un poco desconcertado, como si hubiera ido demasiado lejos y la visita al detective pudiera acarrearle unas consecuencias que no había previsto. Desde la muerte de Gloria no había vuelto a entrar allí. No había pensado que posiblemente sería suya, porque su ambición y su anhelo se dirigían hacia el piso y el estudio de Madrid que lo habían deslumbrado en su única visita, cuando el entierro del tío militar, el estudio con manchas de pintura en el suelo, con las ventanas redondas a cuya luz no sería difícil encontrar la inspiración, el espacio diáfano y las paredes donde se apilaban los lienzos, las colecciones de pinceles y los grandes botes de óleo y de acuarela que podría utilizar hasta agotarlos.

—Creo que sí. En casa tenemos una copia de las llaves.

—¿Podrías conseguirlas?

—¿Ahora mismo?

—Es un buen momento —dijo, aunque sabía que ya era tarde. Pero temía que se arrepintiera si le dejaba tiempo para pensar.

—De acuerdo —aceptó.

Salieron juntos del apartamento y subieron en el coche de Cupido. Lo esperó junto a la casa de Gloria unos diez minutos. Estaba en una de esas calles que no se encuentran lo suficientemente cerca del centro como para convertirse en zonas comerciales, pero tampoco lo suficientemente alejadas como para ser derribadas en aras de nuevas urbanizaciones. Dedujo que, una vez habilitada, tendría un valor respetable.

David apareció por la esquina mirando hacia atrás, como si temiera que lo hubieran seguido.

—Las tengo —dijo.

Abrió las cerraduras sin necesidad de probar antes cada llave, lo que indicaba que había venido allí con alguna frecuencia. Sin dudar, fue encendiendo las luces y mostrándole las habitaciones de la planta baja. Como en muchas casas de décadas pasadas, se entraba directamente a un zaguán alargado que al fondo tenía una puerta que se abría sobre un amplio patio trasero, del que tomaban su luz los cuartos interiores. No era una vivienda grande, pero todas sus habitaciones eran luminosas. Cupido comprendió el interés de Gloria en rehabilitarla: era un lugar idóneo para alguien a quien le gustara pintar. A la izquierda se abrían dos habitaciones, cada una con una ventana, dando a la calle o al patio. La exterior estaba pintada de blanco y casi amueblada por entero. Se veía una chaise longue, una mesa rodeada de cuatro sillas y una estantería con pequeñas figuras de adorno y libros. También había algunos cuadros con la sencilla firma de Gloria colgados en las paredes, aunque su estilo parecía más indeciso y tosco que los que Cupido había visto en su estudio en Madrid. David y él buscaron detenidamente y abrieron cada uno de los libros, pero ninguno era un diario. La habitación interior había sido destinada como almacén donde guardar bocetos que no cuajaron, dos caballetes, pinceles y todo tipo de tubos y botes de pintura. Tampoco allí estaba el diario. Subieron a la segunda planta. Sólo una de las cuatro habitaciones, con un balcón sobre la puerta de la calle, estaba siendo acondicionada como dormitorio. Una antigua y amplia cama, con cabecero de barrotes metálicos y redondas manzanillas de mármol, pero todavía sin colchón, ocupaba el centro y distribuía el resto del espacio para un armario de madera vista, de dos cuerpos, dos mesillas y una cómoda. Pronto se podría vivir en la casa, pero aún faltaba mobiliario, electrodomésticos y ese calor que dan el uso y los días habitándola. Miraron en el armario, casi vacío, con alguna ropa de verano y ropa para el campo y, en una de las cajoneras, algunas prendas interiores que David contempló casi turbado, sin atreverse a tocarlas, como si fueran algo sagrado. Bajaron las escaleras y salieron al patio.

—¿Quiere? —le preguntó el muchacho ofreciéndole un cigarrillo. Lo había sacado de la cajetilla y lo agarraba por el filtro, por donde nunca lo ofrecería un fumador experto.

—No, gracias —respondió—. Desde que había dejado el tabaco le parecía que todo el mundo fumaba y le ofrecía fumar, hombres y mujeres, viejos y adolescentes como el que tenía frente a él, sin pensar que ese mecanismo automático de cortesía le hacía más difícil olvidarse del vacío que todavía sentía en el centro del estómago, de la saliva que le llenaba la boca cada vez que oía la palabra tabaco. David estaba en ese momento inicial en que aún podría dejarlo sin esfuerzo, pensó el detective, pero no quiso decirle nada para no parecerse a un tutor, sin duda lo último que el muchacho esperaría de él. Se empieza a fumar por imitar a un modelo a quien se admira. La trampa del tabaco es que cuando ya ha desaparecido la pulsión que generó el hábito —y cuando el modelo antaño admirado nos parece ridículo—, la adicción, sin embargo, permanece.

En la puerta de la calle, cerrada con llave, sonaron de repente cuatro o cinco golpes rápidos, tercos, perentorios. David miró a Cupido; luego, alarmado, pisó el cigarrillo recién encendido y miró su reloj.

—¿Quién sabía que estábamos aquí? —preguntó el detective.

—Nadie. Pero debe de ser mi padre, si ha visto que las llaves no estaban en su sitio. Es muy tarde.

Cupido fue hasta la puerta y abrió el cerrojo. Clotario se quedó un segundo desconcertado antes de comprobar, por encima de su hombro, que su hijo estaba allí detrás.

—¿Qué hace usted aquí? ¿Quién le dio permiso para entrar?

—Le pedí a su hijo que me permitiera echar un vistazo. Esperaba encontrar algo que me ayudara a aclarar la muerte de su sobrina —respondió, conciliador.

—¿Y lo encontró? —preguntó con ironía.

—No.

—No tenía que haber acudido al chico. Tenía que haberse dirigido a mí.

—¿Me hubiera dejado la llave?

—No —respondió Clotario mirándolo a los ojos.

—¡Padre…! —intervino David desde atrás.

Cupido no se volvió a mirarlo, observando únicamente la furiosa mirada del viejo que aún se negaba a ceder el testigo generacional de la autoridad y la toma de decisiones.

—¡Tú te callas! —dijo—. Vete ahora a casa, ya hablaremos de todo esto.

David tardó varios segundos en moverse, pero al fin salió a la semioscuridad de la calle, con la cabeza agachada, sin mirar al padre que le había hecho un pequeño hueco para pasar. Cupido adivinó el calibre de su vergüenza, porque a la humillación de recibir los reproches se añadía que habían sido hechos ante él.

—Ya le dije una vez que buscara en otro sitio, que nosotros no sabemos nada de su muerte. A usted le paga ese señorito de Madrid que estaba con ella buscando su dote y su dinero. Si no, no hubiera permitido lo que Gloria le hacía —dijo el viejo cuando se quedaron solos—. Sabe que se va a quedar sin nada y sólo intenta mezclarnos en su muerte para evitarlo.

—No, creo que no es verdad. No ganaría nada con eso —replicó Cupido, pero enseguida se preguntó si el abogado no tendría alguna posibilidad de herencia arguyendo alguna normativa de parejas de hecho.

Clotario lo observó unos segundos antes de replicar:

—Quizá a usted también lo engañó. Todos ellos parecen ser especialistas. Del mismo modo que Gloria lo engañaba a él.

Metió una mano en el bolsillo del pantalón y escarbó en un paquete de Kruger, un tabaco tan agrio y tan fuerte que Cupido creía que ya había sido retirado de la venta. Luego sacó una caja de cerillas, tomó una y la frotó contra la lija. El detective se fijó en sus manos: eran anchas y fuertes como dos garras y el fósforo brillaba entre ellas como un hilo inofensivo cuya llama no podría dañarlas.

Su oficio era observar. Y la observación le había enseñado que a pesar de la ocultación y el disimulo, siempre hay una parte rebelde del cuerpo donde se manifiesta el alma. En Clotario, aquella parte eran las manos, que a fuerza de empuñar utensilios agrícolas apenas podían mantenerse totalmente abiertas, siempre los dedos tendiendo a cerrarse en un puño, los dedos romos y cortos que tendrían dificultades para marcar un número en uno de aquellos teléfonos antiguos de rueda giratoria.

Las manos del viejo le trajeron a la memoria unas imágenes que creía enterradas en el olvido desde hacía mucho tiempo: veinte años atrás, un grupo de muchachos detenidos ante una cancela de hierro, sin atreverse a abrirla porque las avispas habían puesto un nido entre las jambas, atraídas por el calor del hierro oscuro cuando le daba el sol. Un campesino que pasaba en aquel momento por allí, llevando de las riendas un burro en el que va montado un niño, se detiene a escuchar a los muchachos que no se atreven a mover la puerta y con una mano agarrotada y encallecida aplasta el avispero caliente entre sus dedos sin que los insectos puedan dañarlos. Cuando abre el puño les muestra una pequeña y pastosa bola de cera, sangre y veneno.

Cupido siguió los movimientos de la mano devolviendo el tabaco y las cerillas al bolsillo. Tuvo que esforzarse para no pensar en cómo manejarían un cuchillo y concentrarse en las palabras que el viejo le decía:

—… no nos lo quitarán, ¿lo oyó?, no nos lo quitarán.

El detective, antes de responder, le dio tiempo para que se apaciguara. Conocía bien a ese tipo de campesinos de sangre caliente y orgullosa que se endurecen en la discusión, pero que pueden ser aplacados con unas palabras amables de respuesta a las que no están acostumbrados.

—No es mi trabajo privar a nadie de lo que le corresponda en una herencia.

Su tono tuvo una inmediata eficacia. Clotario suavizó todos sus movimientos, pensativo, mientras daba una profunda bocanada al Kruger sin inmutar un gesto de su cara.

—Mire, Gloria no era una mala muchacha —reconoció—, pero su tipo de vida era muy diferente al nuestro. En eso le estaba haciendo mucho daño a David. Desde que la veía, había comenzado a protestar cada vez que salíamos al campo. Una vez, en una discusión, llegó a decirme que se escaparía de casa para irse por ahí a vivir de la pintura, como si eso fuera fácil. A él solo nunca se le hubiera ocurrido esa idea. Era Gloria quien estaba detrás.

Cupido recordó el pasado del viejo, dos décadas atrás, cuando su hija pequeña se fugó con un torerillo que apareció en Breda en las fiestas del verano y Clotario salió tras ellos, armado con una escopeta y montado en un mulo, con la firme intención de recuperarla. Y el regreso al cabo de diez días, solo, desarmado, sin mulo y sin orgullo. Pero conservaba el espíritu protector de su clan, una cierta fiereza de padre de familia que haría todo lo posible para que una historia como aquélla no volviera a repetirse.

—David es mi único hijo varón y él debe continuar con el trabajo de la tierra. Todas mis otras hijas se marcharon. David ahora podrá hacer todo lo que yo no conseguí. Con el dinero podrá ampliar tres veces lo que ya tenemos. Váyase a dar un paseo por el campo: todo se vende, todo está sin cultivar. Él podrá comprar ahora una finca hermosa y grande y la maquinaria para hacer las labores más pesadas. Es el momento adecuado, cuando todos han huido y antes de que regresen. Dentro de poco tiempo volverán de nuevo, tendrán que volver de las ciudades. Porque todo lo necesario sale de la tierra, la comida, el agua, el vestido. Todo. Sólo se necesita una guerra para saber que es imprescindible.

Cupido pensó que su absurdo y entrecortado discurso podría tener sentido en un futuro lejano, no ahora. El campo seguiría allí, paciente e inmutable, como un viejo y glorioso general que confía en la llamada de la Corte en cuanto suenen los primeros tambores de guerra. Mientras tanto, descansa abandonado, en el olvido, sólo acompañado por las visitas cada vez más frecuentes de los nostálgicos o de los hijos de sus viejos soldados que vienen a caminar por él para calmar una antigua añoranza y para recordar lo que sus padres están olvidando. Pensó que la afición al senderismo crecía en la misma medida en que desaparecía la vida rural.

Clotario se había callado. Durante un minuto había rebrotado en él el gusto por hablar en el tono didáctico y grandilocuente que en otros tiempos le había valido el irónico apodo de Don Notario.

—Pero su hijo no piensa así.

—Pensaba así hasta hace un año, hasta que Gloria comenzó a venir con más frecuencia y dijo que le gustaría volver a habilitar la casa de sus padres. Al principio me gustaba que David fuera con ella a ayudarla a colocar sus cosas. Hasta que me di cuenta de que a veces también se iban a pintar en la Reserva. Lo estaba haciendo cambiar, metiéndole en la cabeza todas esas locas fantasías de ser artista y marcharse a la ciudad. Mis otras hijas se marcharon, y no crea que les va bien. David es de aquí. Lo conozco, es mi hijo y sé bien lo que le conviene, porque yo también, cuando tenía su edad, cometí el error de querer escapar de todo esto. Cuando me fui no tenía el permiso de mi padre. Y tuve que regresar unos años después, arrepentido de haberme ido. A Breda siempre se regresa.

Cupido, atónito, escuchó en una boca tan distinta a la suya las mismas palabras que, como una maldición, él mismo se había dicho muchas veces antes.

—Además —continuó—, ¿cree que David triunfaría como pintor en la ciudad?, ¿que no lo mirarían como a un advenedizo? Incluso para él es demasiado tarde. Ya lleva la marca del campo. Uno puede huir de la tierra, pero la marca de la tierra no abandona a nadie.

Apuró el cigarro de dos caladas profundas y se acercó a la puerta para arrojarlo a la calle. La diminuta colilla, sin embargo, cayó en el umbral y el viejo la aplastó con un movimiento giratorio de la bota llena de polvo. Cuando la levantó no se veía más que una pequeña mancha negra rodeada de briznas trituradas.

—No voy a dejar que mi hijo cometa el mismo error que yo cometí. En este momento lo tiene todo a su favor para conseguir lo que necesita. Ni voy a permitir que nos quiten lo que nos corresponde —dijo de nuevo en tono firme—. Mi sobrina podría haber elegido a otros para heredarla, pero murió sin hacer testamento. Mi sobrina podía ser una puta, pero también las putas tienen herederos.

Y como para remarcar sus palabras, se hizo a un lado y le señaló al detective la puerta de la calle, como si ya fuese el dueño de la casa.

Estaba abriendo la puerta de su apartamento cuando oyó el repiqueteo del teléfono.

—¿Ricardo Cupido?

—Sí.

—Soy Marcos Anglada.

—Reconocí su voz —dijo. Al fondo se oía el rumor de un televisor encendido.

—Tal vez no debería hablar esto por teléfono, pero durante unos días no podré moverme de Madrid. He pensado mucho sobre la muerte de esa otra chica, diez días después de la de Gloria y en las mismas circunstancias. Según parece, con un arma igual.

—Sí, y tal vez cometida por el mismo autor.

—Todo indica que se trata de un loco, de un maníaco, de asesinatos en cadena sin que haya ninguna causa personal para cometerlos. Le tocó a Gloria porque estaba allí, sola, en el lugar preciso en el momento preciso.

—Quizá sea así —reconoció Cupido. Adivinaba lo que Anglada iba a decirle. Él lo había pensado cuarenta y ocho horas antes, pero no quería facilitarle la decisión.

—Creo que no tiene sentido continuar con su investigación. Quiero que lo deje. Personalmente estoy satisfecho con usted, con su forma de abordar el trabajo y con su tacto para desarrollarlo.

Al detective sus palabras le sonaron a algo frío y conocido, a argot de ejecutivos eficientes con el discurso adecuado para cada situación concreta. Pero eso no era ninguna razón para no ser cortés.

—Gracias —dijo.

—Sólo cabe esperar que la policía haga bien su labor y que tengan suerte. Cuando encuentren al culpable, intervendré como acusación particular. Mientras tanto, prepáreme la cuenta de sus honorarios. Puede enviármela a mi dirección con un número de banco donde ingresarla. Ese mismo día tendrá el dinero.

—Muy bien —dijo secamente. Aunque él había llegado a la misma conclusión e incluso había previsto la posibilidad de proponerle a Anglada dejar la investigación, sentía un cierto malestar.

Anglada debió de captar su tono porque enseguida añadió:

—Comprendo que después de todo lo que ha hecho, abandonar ahora no sea una decisión muy agradable. Pero creo que es la mejor solución.

—Lo comprendo.

—Ha sido un placer trabajar con usted. Un buen detective —repitió, despidiéndose—. Lástima que haya sido en estas circunstancias.

A Cupido le hubiera gustado hablarle de algunos detalles que quedaban sueltos: el pin que Gloria tenía en la mano, clavado en el dedo corazón, casi con seguridad arrancado de la ropa de su agresor, y que vinculaba su muerte a alguien cercano a su entorno. Y del disparo que había sonado aquella misma mañana. Pero era evidente que cuando Anglada lo había llamado ya tenía tomada una decisión y no era el tipo de hombre a quien unos argumentos tan vagos harían cambiar de opinión. De modo que no le dijo nada. Dejaría la redacción de la minuta para el día siguiente.

Por la mañana, sin embargo, se levantó temprano, contra su costumbre. Desayunó fuerte, porque la noche anterior la visita de David y la llamada de Anglada le habían impedido la cena. Se puso la culotte y la sudadera y sacó la bicicleta de la habitación de los contadores de la luz donde la guardaba, en el garaje. Era una hermosa máquina, con un cuadro muy ligero y todos los componentes de aluminio. La había tenido abandonada en el último mes y se notaba el polvo en el sillín negro y en la barra. Subió a ella y comenzó a pedalear con suavidad, estirando los músculos, buscando el equilibrio entre los dientes de los piñones y la fuerza de sus piernas. Llevaba un mes sin practicar y le costaba coger el ritmo. Pero poco a poco fue dejando atrás la ciudad, los últimos chalets, los barracones industriales del extrarradio. Metió el plato grande aprovechando la llanura y comprobó que lo movía con cierta facilidad. Respiraba bien, mejor de lo que había supuesto, y era capaz de mantener prolongado aquel primer esfuerzo. «Es por no fumar», se dijo. Animado, enfiló por la carretera que bordeaba la Reserva durante cuatro o cinco kilómetros, dejándola a su izquierda.

Había subido los primeros repechos, muy suaves, cuando oyó el eco de dos disparos, no demasiado lejanos. Pensó en los cazadores, porque era domingo.

Siempre le había gustado el ciclismo y nunca dejó de practicarlo, aunque de forma esporádica y en recorridos cortos, de cuarenta o cincuenta kilómetros. Ahora que había dejado de fumar estaba dispuesto a disfrutar más con aquellos paseos. Era un deporte lleno de atractivos que enseguida convertía en adeptos a quienes lo practicaban. Por una parte, no era aburrido como el footing, exigía menos intensidad y tenía un recorrido espacial más largo que permitía mayor movilidad, gozar de más variedad de paisajes. Y no había que estar siempre moviendo las piernas. En toda ruta siempre hay una bajada, un descanso. Por otra parte, no requería el largo y tedioso aprendizaje de una técnica hasta llegar al momento de disfrutarlo, como le había ocurrido con el tenis. Montar en bicicleta le parecía algo tan sencillo como caminar. Además, no se necesitaba a alguien más para practicarlo: era un placer que se podía gozar solo o en compañía. Por último, pensó cambiando a un piñón más pequeño, al no ser un deporte de enfrentamiento directo con un adversario, no era necesaria la aplicación de todo el brío y la potencia que el tú a tú del fútbol, del baloncesto o del tenis exigían. Cada cual podía dosificarse, ponerse su ritmo y su meta y llegar a ella cuando quisiera: cada cual podía darse la vuelta y regresar en cuanto advirtiera que el esfuerzo era superior a sus fuerzas.

Le molestaban el trasero y las muñecas y sentía cargadas las piernas dos horas y media después, cuando regresó a casa. Pero estaba lleno de bienestar. Se tumbó unos minutos a recuperarse tomando algo de líquido. Había hecho casi sesenta kilómetros y sentía ese cansancio que implica al cuerpo en la misma medida en que distiende el alma. Advirtió que en las tres últimas horas no había pensado ni una sola vez en su trabajo, y que eso le había hecho mucho bien. Hablaría con el teniente para comunicarle que Anglada había dejado de pagarle y que abandonaba la investigación. Se prometió que las próximas noticias que tuviera del caso serían las que leyera en la prensa. Abrió la ducha para limpiarse el polvo y el sudor adheridos a su cuerpo y, sin ninguna prisa, se demoró quince minutos bajo el agua muy caliente, sin atender a los consejos que en todos los medios de comunicación recomendaban su ahorro. Cerró el grifo del agua, se vistió y se dispuso a preparar una comida suculenta. Entonces oyó otra vez el insistente repiqueteo del teléfono. Después de las malas noticias que le habían traído las últimas llamadas, su timbre le pareció un sonido agorero.