Capítulo 17
Golpeó tres veces el cincel e introdujo la arista biselada y brillante entre la carne del tronco y la corteza. Siempre era un momento especial el primer movimiento para hacer una escultura, como debían ser para un músico los primeros acordes de una sinfonía o para un escritor las primeras palabras de una novela. La rapidez y profundidad de los golpes marcaban ya el ritmo de la inspiración, la elección de las herramientas marcaba los futuros trazos y la de la materia prima marcaba la textura final que tendría la obra. Unos días antes había visto la encina caída en un terreno de regadíos. Debía de haber muerto hacía algún tiempo por exceso de agua en sus raíces y estaba en un momento perfecto para trabajar con ella: lo suficientemente seca para no sufrir modificaciones ni grietas ni curvaturas posteriores, pero aún no erosionada por la humedad, el sol o los escatófilos. Había buscado al dueño y la había comprado por un precio excesivo para un simple tronco, pero ínfimo si lo que se pagaba eran sus posibilidades: la base ancha, la parte central que se estrechaba, con una leve torsión, sugiriendo la cintura, y la parte superior, en el arranque de las ramas, que sin mucha necesidad de poda señalaba el lugar de la cabeza inclinada y de los hombros. Se había alegrado por el hallazgo, pero también por el retorno de la intuición, sin cuya ayuda tal vez hubiera pasado al lado del tronco sin descubrir nada en él. Aquel regreso había coincidido con la desaparición de Gloria, como si al morir se hubiera visto liberado de su influencia. Recordó que durante el trabajo con ella, utilizando el hierro, nunca se preguntaba si lo que estaba haciendo le gustaba a él, sino si le gustaría a ella. Y aquella forma condicionada de crear lo había conducido al fracaso. Por primera vez se dijo que no le importaría reconocerlo ante los demás. En general, había hecho una obra mediocre con el hierro. Pero con Gloria había aprendido a ver sus limitaciones. Él era incapaz de crear sobre la nada y el vacío, necesitaba unos volúmenes previos sobre los que moverse. No sabía inventar, sólo sacar a la luz y hacer variaciones sobre lo que ya existía esbozado en una obra anterior, en un tronco, en una piedra. Se dijo que aquélla era la verdadera diferencia entre un artista lleno de talento para levantar un mundo y un estilo propios y un artesano más o menos hábil. Él pertenecía a la segunda categoría, la de los que van formando con sus cadáveres el humus sobre el que de cuando en cuando surge el resplandor de los verdaderos genios. Gloria sí hubiera podido ser así. Con su entusiasmo había intentado arrastrarlo hacia una nueva altura donde el vértigo le anulaba toda lucidez. Ella lo convenció para utilizar el hierro cuando él hubiera querido la piedra; ella lo empujó a trabajar el vacío en los volúmenes cuando él sólo sabía sacar partido a la talla. Así que lo que hubiera debido ser un fructífero paso hacia el talento sólo le había supuesto una tortura. Ahora que estaba muerta se sentía solo y libre y había tardado poco más de dos semanas en encontrarse de nuevo a gusto con el cincel entre los dedos. La primera tira de la corteza se desprendió bajo la presión de la afilada arista del acero con un ruido que pareció un quejido casi humano. Sintió un leve estremecimiento de placer al descubrir la madera limpia, la carne del árbol que hubiera sangrado savia si hubiera estado vivo. Acarició la superficie interior, un poco porosa, todavía con fibras oscuras y aferradas como los tendones a los huesos, y a través de las yemas de los dedos le llegó una agradable sensación de poder que nunca había sentido trabajando el metal. Aquel tronco había madurado en la tierra durante tres o cuatro siglos, lleno de vida y fortaleza, para que ahora él lo modificara a su gusto, lo puliera y lo mutilara hasta convertirlo en algo diferente a su naturaleza. Tan distinto del hierro, se repitió. Y tan distinto de lo que quería Gloria. Durante un año la había cortejado sin conseguir de ella más que una comprensiva amabilidad y un cariño afectuoso que, lejos de calmarlo, siempre lo dejaba más insatisfecho. Hubiera preferido, ya entonces, una negativa rotunda y para siempre, en lugar de aquellas vagas frases —«No puede ser», «Está Marcos», «Creo que lo estropearíamos todo»… — que parecían dejar una puerta abierta a la esperanza en el futuro y que a él lo llenaban de incertidumbre, porque no se basaban en un rechazo frontal a su persona, sino en las circunstancias que los rodeaban. Sólo una vez, durante unos minutos, creía haber tenido la posibilidad de saltar aquella amistosa barrera que ella interponía entre ambos. Había sido en la fragua, tres semanas antes de su muerte, una tarde en que lo acompañó para forjar las últimas piezas de la exposición. Había llegado al taller a la hora acordada y ya estaba allí Luzdivina, la dueña, esperándolos. El fogón estaba encendido y chisporroteaba con tonos rojos, azules y verdosos, como una camada de luciérnagas. Era una mujer alta, todavía fuerte a pesar de su avanzada edad, con un punto de obesidad que el ejercicio con el hierro y el sudor permanente ante el fuego mantenían a raya. Le habían puesto aquel nombre porque había nacido la noche en que llegó la luz eléctrica por primera vez a Breda. Su padre, el herrero por el que pasaban las patas de la mitad de las caballerías de la villa, había asistido fascinado a la eclosión de luz en aquellos pequeños globos de cristal con forma de peras, mientras la mitad de sus paisanos, comandados por un fanático militar lleno de miedo que había conocido los efectos de las bombas de gas diez años antes, en las trincheras de la línea Maginot, había huido al monte en el momento anunciado, convencidos de que aquellas bombillas explotarían lanzando sus cristales contra todos los incautos que se quedaran a presenciarlo. Había sido el abuelo de Sierra quien hizo las gestiones necesarias en Madrid para levantar la fábrica de luz y desde entonces habían quedado anudados entre las dos familias —la del político exiliado y la de un simple herrero deslumbrado por el resplandor del progreso— unos lazos de estima y admiración que al nieto escultor le habían sido fáciles de reanudar cuando necesitó usar la fragua para sus esculturas. Luzdivina lo trataba como a un hijo —que nunca tuvo— y al verlo llegar aquella tarde acompañado de una muchacha tan hermosa, los ojos le habían brillado con un chispazo de alegría. Sin preocuparse del sudor que comenzaba a mancharle la cara, la había besado mientras la cogía por los hombros para observarla mejor. Luzdivina se acercaba a los setenta años, pero no los aparentaba, como si el calor y el trabajo la hubieran mantenido más joven, siempre con un punto de color en las mejillas. Aunque debía recibir ya una pensión de jubilación, seguía haciendo pequeños trabajos en el taller —soldar el brazo roto de una lámpara antigua, reparar pequeñas herramientas agrícolas, afilar los podones—, no tanto por dinero cuanto por fidelidad a un oficio condenado a desaparecer, con ese contradictorio tesón de algunos partidarios de antiguas innovaciones que siguen defendiendo su eficacia cuando ya la herramienta o la técnica que en su momento introdujeron se ha quedado totalmente obsoleta. «Hoy has traído ayuda», le había dicho, mirando a Gloria con una sonrisa. «Sí, y creo que hoy saldrá mejor el trabajo», respondió él mientras pensaba que de todos los oficios artesanos, es el del herrero el más proclive a hacerse en compañía, quizá porque el calor del fogón en el invierno atrae a todos los frioleros, o porque la ayuda necesaria para levantar una pesada pieza de hierro convoca al lugar a quienes no tienen nada que hacer con la seguridad de que siempre serán bien recibidos. «El carbón está a punto y ahí tienes todas las herramientas», había dicho Luzdivina despidiéndose. Luego, ellos dos, ya solos, se habían puesto los guantes, habían cogido los hierros —las barras redondas usadas para rejerías y las láminas de diferentes anchuras— y fijándose en los bocetos habían comenzado a trabajar. A Gloria los guantes le quedaban demasiado grandes, pero él insistió en que se cubriera las manos para evitar los dolorosos cortes que siempre provocan las limaduras y para que el polvo de coque no se introdujera tan tenazmente entre sus uñas que luego necesitara una semana entera para eliminarlo. Había hundido el hierro en el carbón caliente que chisporroteaba a un millar de grados y ella, admirada, le había visto sacar las primeras piezas, antes negras y grises y luego de un vivo color rojo cereza, para ponerlas sobre los cuernos del yunque y a golpes de martillo moldearlas según las formas de los bocetos, provocando siempre un pequeño rebote entre golpe y golpe de modo que evitara las vibraciones y tuviera la mitad de un segundo de tiempo para pensar sobre qué parte de la pieza y con qué intensidad debía ejecutar el siguiente movimiento. Ella lo había ayudado a medir la curvatura deseada para una figura, a avivar el carbón abriendo la espita del aire, a sujetar con las tenazas una lámina mientras él golpeaba. Al mirarla había visto cómo las vibraciones llegaban hasta su cara provocando un mínimo y delicioso estremecimiento en sus mejillas y en sus labios. El rostro se le había enrojecido con el calor y el esfuerzo y estaba tan hermosa con el peto vaquero y una camiseta gris que apenas pudo contener el deseo de abrazarla. Más tarde se había arrepentido de no haberlo hecho, porque si tuvo una oportunidad con ella en todo el tiempo fue durante aquella tarde de trabajo común con las esculturas, aquella tarde de humo, de hierro y de carbón elevando la temperatura de todos los sentidos; fue en aquellos instantes pasajeros en que ella lo observaba admirando la certidumbre con que moldeaba sobre el yunque el hierro rojo como una cereza y maleable como plastilina. Las cuatro piezas que forjó, que soldó, que mandriló, fueron también las únicas de la exposición que él consideraba, ahora, unas semanas después, como válidas, como si su presencia y sus sugerencias lo hubieran llenado por una única vez de inspiración. Pero no le propuso nada porque temía debilitarse en las palabras, por cobardía y por miedo a oír la misma y amable negativa que ya había oído de sus labios varias veces antes. Se concentró en el trabajo y dejó que el deseo se fuera disolviendo en cada uno de los golpes que daba con el martillo sobre el yunque, sintiendo cómo las vibraciones trepaban por sus brazos, recorrían su cuello y su rostro y rebotaban contra el techo de su cráneo para ir a morir en alguna parte de su cerebro donde habitaba la desesperanza. En aquel momento final supo definitivamente que ya nunca lograría tenerla entre sus brazos y, mientras golpeaba el último trozo de metal para estirarlo en una lámina fina que debía convertirse en un ciervo, se había dicho que tenía que hacer algo para comenzar a olvidarla, para que su imagen no estuviera nunca más emboscada detrás de cada uno de sus pensamientos, de cada una de sus palabras, de cada uno de sus sueños. Del hierro saltaban nerviosas chispas rojas y creyó que ella había dado un paso atrás para evitarlas, pero cuando levantó la vista vio que lo estaba mirando a los ojos y que era de él de quien se había separado, como si de repente se hubiera asustado de la furia injustificada con que había comenzado a golpear. Él detuvo su brazo, por el que corrían desde la axila hasta la muñeca gotas de sudor, y con la tenaza había hundido el hierro candente en el bidón para detener el proceso de forja. Aquella brusca detención del fuego le pareció similar a la que ocurría dentro de su alma al tomar repentina consciencia de que Gloria nunca sería suya. Del mismo modo que el hierro había sido cortado por el agua cuando estaba más dulce y proclive a dejarse moldear por la voluntad del forjador, así su esperanza había muerto aquella tarde al comprender el engaño en que había estado viviendo. Pasó un manojo de hilos de acero por la pieza limpiando la escoria mientras intentaba explicarse dónde estaba el origen de la oscura satisfacción que había sentido al verla asustada.
Al terminar se habían sentado en un banco de hierro casi oxidado y se habían quedado un momento en silencio, cansados y tensos, contemplando los hierros que ya no eran hierros sino cuatro formas estilizadas que parecían haber sido extraídas de las paredes de la cueva. Había querido decir algo sobre ellas, sobre el resultado del trabajo, pero no se le había ocurrido nada, se había quedado vacío de pensamientos. Sólo exclamó: «¡No me bebería menos de un litro de cerveza!», mientras se quitaba los guantes y se levantaba para lavarse las manos y salir a un bar cercano del que regresó con varias latas heladas que arrojaron a sus bocas para limpiar el humo y el polvo de coque y el sabor a hierro que había penetrado en sus gargantas. Poco después comenzó a oscurecer. A su alrededor, la fragua se estaba llenando de sombras de objetos duros y agresivos, capaces de hacer daño.
Habían vuelto a mirar las figuras. Faltaba soldar algunas piezas sueltas, pero aquello era un trabajo para el que ya no necesitaba ninguna ayuda ni consejo. Las láminas y los tubos de hierro ya le habían dado su lección. Sólo en el terreno de la ejecución él podía establecer sobre Gloria una transitoria supremacía. Se había sentido fuerte y lleno de eficacia y precisión con el martillo en la mano, aceptando sus sugerencias para acentuar una curva o alargar un estiramiento. Pero la invención de formas inéditas, la creación, era el territorio de ella, donde él tenía vedado el paso. Le había costado reconocerlo y, sentado en el banco de hierro y bebiendo cerveza fría, se había preguntado si el simultáneo silencio de Gloria no se debía a esa misma revelación. Quizá ella había estado arrepintiéndose de haber propuesto un trabajo en común a alguien incapaz de acompañarla. Había notado cómo le llegaba a la boca un ramalazo de humillación. Estaba sorprendido de haber pasado por tantos repentinos descubrimientos en tan poco tiempo. Unas pocas horas dentro de una tarde para recorrer el largo itinerario que va desde el deseo y la ilusión hasta la aceptación y la renuncia. Le pareció que habían transcurrido semanas.