Capítulo 3

El detective atravesó caminando la pequeña ciudad en que se había convertido Breda en un corto plazo de quince años. La reapertura del viejo balneario y la expansión turística de la Reserva le habían dado un impulso importante que había ido acompañado por la creación de una docena de medianas industrias que, sin dar trabajo a más de tres o cuatro centenares de empleados, habían alcanzado una sólida estabilidad y competencia. Así, había conseguido asentarse en una tranquila equidistancia entre la vieja villa anclada en sus costumbres y ascendencia rural y la mediana urbe de servicios a que aspiraban sus ediles.

Había regresado hacía cinco años y había desfilado durante los tres primeros por varios trabajos donde nunca pudo hallarse a gusto, bien por su incapacidad para soportar los rigores de las jerarquías laborales, bien porque ya era demasiado tarde para que se acostumbrara a madrugar y a repetir durante ocho horas una labor mecánica, él, que siempre había vivido huyendo de cualquier monotonía. Al fin había sacado una licencia fiscal y había puesto una placa en la puerta de su apartamento donde se leía: «Ricardo Cupido. Investigaciones». Como los detectives privados que había conocido, tampoco él había llegado a aquel trabajo por una decisión vocada. También Cupido provenía de una vida turbia y rota y de un oficio anterior que no supo ejercer. Había llegado a la conclusión de que a esa profesión se llega siempre desde el fracaso. Una profesión que aquella ciudad no le perdonaría nunca. Hacía tiempo que se había desmarcado y sabía que Breda no le otorgaría la redención con un trabajo que pretendía devolver a la luz asuntos que muchos hubieran preferido que permanecieran en la sombra. El Alkalino se lo había dicho en una ocasión: «Nunca te harás rico en esta ciudad con ese oficio. Un oficio tan poco respetable, aquí sólo podría desempeñarlo alguien muy respetado. Y tú, desde que ocurrió todo aquello, ya no lo eres». Pero ya no le importaba tanto, se decía. Había comenzado a asumir que el derrotero hacia el que derivaba su vida era el de la soledad. Con su trabajo ganaba lo suficiente para vivir haciendo todo tipo de gestiones. Al principio le parecía increíble la heterogeneidad de la gente que lo contrataba y de los encargos que recibía, todo el repertorio de odios, inquietudes, venganzas, mínimos y rastreros delitos que aclarar, desde descubrir al autor de pequeños robos de ganado a encontrar a un pariente que tres décadas antes se marchó a Costa Rica, desde cobrar deudas de morosos recalcitrantes a aportar las pruebas tristes y vulgares de un adulterio, desde eliminar una amenaza a localizar a una adolescente escapada de casa, con rapidez y en secreto, antes de que la noticia de la huida acarreara la vergüenza y la deshonra. Se había acostumbrado, también, a la soledad de su pequeño apartamento, donde —no sabía exactamente por qué, no sabía qué tipo de atractivo emanaba— de vez en cuando aparecía una mujer que solía marcharse al cabo de algún tiempo, cuando comprobaba su rechazo a cualquier compromiso y su incapacidad para dar algo más que afecto y sexo; cuando descubrían que el interior de la cabeza que acariciaban y del pecho que abrazaban nunca serían de su entera propiedad.

Sin apenas darse cuenta estaba llegando al nuevo cuartel de la Guardia Civil. Por una de esas ironías de la expansión urbanística, había sido edificado en un solar vacío, junto a una de aquellas rancias casas de prostitución con mesa camilla en la sala y armarios de luna en las habitaciones, situada extramuros de la villa. En cuanto se echaron los primeros cimientos, el burdel fue sumariamente trasladado a la parte opuesta de Breda, lo más lejos posible de los nuevos vecinos uniformados. Hacía ya varios años de su traslado, pero Cupido recordó con una sonrisa las certeras palabras del Alkalino una madrugada en que se empeñó en llevarlo con él a hacerles una visita y se quejaba de lo lejos que se habían mudado: «Las putas no debieron irse nunca de aquella casa. El primero y el segundo oficio más viejos del mundo deberían estar juntos. Al fin y al cabo, en sus nacimientos sólo los separan unas horas. El primero surgió para que cualquiera pudiera satisfacer las exigencias del amor; el segundo, para que nadie intentara satisfacer por su cuenta las exigencias del odio».

Vio frente a él el sólido y feo edificio de ladrillos rojos levantado a mitad de los ochenta y no pudo dejar de pensar qué porcentaje del dinero destinado a su construcción se había llevado aquel hombrecillo bajo cuyo mandato fue edificado, Luis Roldán; cuánto habría ganado por cada ladrillo, cuánto por cada saco de cemento, cuánto por cada chincheta de las que lo rodeaban impidiendo el aparcamiento de vehículos, en previsión de un improbable atentado, aquí, tan lejos del norte y del centro del país. Se acordó del viejo cuartel, cuando Breda era sólo una villa grande y extendida por las alas y el pico, con su extraña forma de paloma. Estaba casi en el centro, en una calle no demasiado ancha, y tenía unas amplias cuadras para estabular los caballos con los que hacían la ronda y perseguían a los contrabandistas con Portugal, pero a todas luces insuficientes para albergar el nuevo parque de motocicletas y automóviles del que ahora disponían para desarrollar su doble labor de vigilancia de tráfico y vigilancia rural en la Reserva. La vieja casa cuartel había sido derribada y el solar era un aparcamiento público que ya nadie evitaba dando un rodeo. Con él había desaparecido el silencio que siempre tenía aquella calle, como si en ella no hubieran estado permitidos los perros y la gente que la habitaba hablara en un tono más bajo que el resto de la población. Veinticinco años antes a los niños también les impresionaba la mezcla de miedo y de respeto que, como una carpa, cubría el edificio y a sus ocupantes. Si en alguno de sus juegos infantiles Breda entera se convertía en cancha, la calle del cuartel —sin decirlo nadie, sin haberlo acordado— quedaba acotada como un territorio prohibido, como una burbuja que no convenía tocar y donde los muchachos no debían adentrarse. Cupido suponía que la causa final de todo aquello era la prevención de los mayores al contacto con sus ocupantes, un temor que se contagiaba a sus hijos y a los propios hijos de los guardias que vivían dentro, aquel compacto grupo de muchachos de diferentes edades que acudían todos juntos a la escuela como si fueran miembros de una secta y que no hacían amigos fuera de su círculo, tal vez porque sentían el rechazo que emanaban y que se manifestaba hasta en los juegos.

El número que hacía guardia en la puerta, un muchacho de apenas veinte años, de impecable uniforme, se llevó la mano derecha a la gorra.

—Quisiera hablar con el teniente —le dijo.

—¿Me deja su documentación?

Cupido le entregó el DNI y el muchacho fue hacia la garita. A través del cristal vio cómo descolgaba un teléfono y dictaba los datos. Le hicieron esperar unos minutos hasta que llegó un cabo que sin preguntarle nada más lo condujo al interior. Era una cita que hubiera deseado retrasar, que no le apetecía en absoluto afrontar en primer término, pero sabía que si quería disponer de la colaboración y la benevolencia de los representantes de la ley, debía dirigirse a ellos en primer lugar, antes de que supieran por otro conducto que estaba investigando el mismo crimen. Siempre habían sido muy susceptibles al intrusismo. Además, todavía no tenía nada y aquél era un buen sitio para adquirir los primeros datos. Aunque los jueces se habían acostumbrado últimamente a decretar demasiados secretos de sumario —violados al día siguiente por la colaboración entre una prensa ávida de carroña y unos funcionarios proclives al soborno, cuando no por los mismos acusados, interesados en provocar confusión pública aventando sus propios delitos con medias verdades que sugirieran tanto su culpabilidad como su inocencia—, en esta ocasión no había oído nada al respecto.

El teniente estaba sentado tras una mesa de madera, esperándolo, las manos cruzadas sobre una carpeta negra, la alianza de casado bien visible en el dedo anular. Un teléfono de color blanco, un ordenador y una figura con los símbolos de la Guardia Civil eran todo lo demás. El despacho daba una sensación de limpieza y eficacia acorde con la impresión que ofrecía el teniente, uno de esos jóvenes oficiales que ya no vieron en todas las paredes de la Academia el retrato de Franco. Tenía la piel bronceada y el cabello moreno, aunque comenzaba a escasearle y la calvicie avanzaba bifurcándose por encima de sus sienes como una herradura. En un primer momento daba la sensación de que no llevaba uniforme, ambiguo en aquel doble perfil que los miembros de la Benemérita habían desarrollado en las dos últimas décadas: grises funcionarios en las calles procurando el camuflaje, uniformados y orgullosos en las paradas militares y dentro de los cuarteles. Era difícil imaginarlo con un tricornio sobre la cabeza. Cupido intentó recordar su nombre, que había oído citar varias veces, pero no lo consiguió. Sí le vino a la memoria, en cambio, la historia que se contaba sobre él. Al parecer había estado a punto de echar por la borda toda su carrera, apenas un año atrás, por un incidente ocurrido en su anterior destino en el Campo de Gibraltar. Se contaba con detalle que una noche en la que no estaba de servicio había ido a una discoteca a tomar alguna copa. Desde la barra había visto cómo varios chicos muy delgados, con el aspecto huidizo que tan bien conocía, habían desfilado frente a un individuo sentado en una mesa casi escondida en un rincón, acompañado de una muchacha muy joven, casi una niña. Cada vez que llegaba uno de ellos, el tipo aquel se levantaba y hacía que lo siguieran hasta los servicios. El teniente no necesitó mucho más para adivinar de qué se trataba. Su carácter le impedía asistir a un tráfico así sin hacer nada para impedirlo. Se acercó hasta la mesa del rincón, se identificó y le dijo al tipo que iba a registrarlo. El otro no protestó ni alegó nada sobre su traje de paisano. Sólo puso una condición: que no lo registrara allí, delante de la chica, que se prestaba a ir con él hasta el cuartel. El teniente había mirado a la muchacha, tan joven y con los ojos asustados, y aunque dudó un momento, sintió pudor y no quiso endurecerla un poco más haciéndole asistir a un cacheo en toda regla y a una detención. Seguro de haberlo sorprendido cargado, condujo al tipo al cuartel sin ningún miramiento. En algún momento del trayecto, de algún modo —o es que él no la llevaba encima, tal vez la muchacha de ojos asustados— debió deshacerse de lo que estaba distribuyendo, porque cuando lo registraron en una celda no tenía nada, estaba limpio. Tuvo que dejar que se marchara sin ningún cargo y sin más trámites, pero su firma y la nota de su detención ya habían quedado registradas. Cinco días más tarde el teniente se encontró con la citación de un capitán de Asuntos Internos hipersensibilizado por una maligna nota de prensa y por la presión social: pesaba sobre él una denuncia por detención ilegal y malos tratos. Todos los indicios apuntaban en su contra: había actuado dentro de un local privado sin una orden judicial, no había testigos de ningún tráfico y el tipo no llevaba nada encima. La sentencia provisional le cayó poco más tarde: un mes suspendido de empleo y sueldo por extralimitarse en sus funciones. El teniente había recurrido y al final se revisó todo el asunto y se revocó el castigo. Pero su carrera había quedado paralizada y se le cambió de destino.

Cupido lo miró y se preguntó cuánto habría aprendido de aquel conflicto, cuánto habrían aumentado sus dosis de prudencia y desconfianza, cuánto le urgía un éxito profesional que le devolviera el prestigio ante sus superiores.

Se levantó al verlo entrar, pero no rodeó la mesa para acercarse a él, sino que mantuvo una distancia de esgrima; desde allí lo saludó con un apretón de manos y le indicó una silla para sentarse.

—¿Sí?

—Me llamo Ricardo Cupido…

—Lo conocemos —interrumpió—. Nunca hemos hablado, pero lo hemos visto por ahí intentando solucionar esos pequeños conflictos que la gente de aquí intenta mantener ocultos. Como si al final no nos enteráramos —añadió burlón, casi insolente.

—Ayer vino a verme un hombre, Marcos Anglada, el novio de la chica que mataron en la Reserva —dijo Cupido, sin responder a su comentario.

—Sí, el abogado. Nos ayudó a identificar el cadáver.

—Me contrató para buscar a quien la mató —explicó.

Temía una reacción molesta del teniente —Gallardo, recordó el nombre de repente—, pero lo vio asentir con la cabeza, como si confirmara lo que había supuesto al verlo entrar por la puerta.

—Él no confía en nosotros, pero usted sí viene a vernos —dijo en un tono seco, refractario a concederle al detective una colaboración que Anglada no había tenido con ellos.

—Sí. Podría comenzar preguntando en el hotel donde se alojó la muchacha si habían visto a alguien rondándola. O a los guardas de la Reserva. Pero nunca sacaría en limpio más de lo que ustedes ya han sacado.

—En concreto, ¿qué quiere saber?

—Si ya tienen algo. No me gustaría perder el tiempo en un trabajo que otros ya han resuelto.

—Tenemos algo —respondió el teniente, y dejó que Cupido se preguntara durante unos segundos qué era. Luego añadió—: Sospechosos.

Cupido sonrió apreciando su ironía.

—Eso mismo lo he leído los tres últimos días en la prensa —replicó.

—¿Por qué tendría que darle a usted una información que no le doy a los periodistas?

—Porque yo no la publicaría.

Gallardo dudó un momento. Cupido temía que arguyera cualquiera de las fórmulas oficiales para terminar la conversación y ofreció lo único que podía ofrecer, aun sabiendo que era muy poco:

—Le comunicaré lo que averigüe por mi cuenta.

—No hay trato. Usted no podría vendernos nada que no consiguiéramos gratis en otro sitio. Usted y sus paisanos, sus rumores y sus viejas historias de pequeños odios, están al margen de este asunto. Ahora se trata de un crimen.

En ese instante sonó el teléfono. El teniente lo descolgó y escuchó medio minuto, girando la silla para ponerse de perfil y ocultar el auricular, como si el detective pudiera adivinar lo que alguien le decía. Era evidente que la noticia no le agradaba, porque su gesto se fue endureciendo y Cupido vio cómo se le tensaban los tendones del rostro.

—¿Un hombre, un solo hombre? —preguntó irritado—. ¿Qué quieren, que abandone el cuartel y vaya yo a interrogarlos?

Levantó los ojos e hizo un gesto de despedida al detective, que se había puesto en pie y comenzaba a salir del despacho. Cupido caminó por el pasillo sin ver a nadie y atravesó el patio en cuyo fondo se veía abierta una de las puertas del garaje donde guardaban los automóviles. Llegó a la garita de la entrada y mientras el guardia le entregaba el DNI oyó el teléfono interior. Había caminado unos pocos pasos cuando el número lo llamó:

—El teniente quiere hablar de nuevo con usted.

Gallardo tamborileaba impaciente sobre la mesa.

—Vamos a hacer un trato.

Cupido supuso que aquel repentino cambio tenía algo que ver con la llamada de teléfono, pero no se atrevió a preguntar nada, esperando su propuesta.

—Pedí gente para trabajar en Madrid y sólo me dan un hombre —explicó, como para demostrar que su cambio de opinión no era un capricho ni venía motivado por ninguna simpatía personal, sino por confusas complicaciones burocráticas—. Dicen que tampoco ellos llegan con los que tienen. Mentira. Allí creen que sólo lo que ocurre en la capital es importante; que un asesinato en provincias es un asesinato de segunda clase, que no les concierne ni amenaza a sus familias. Quiero que hagamos un trato —repitió.

—¿Sí?

—Usted quiere saber qué es lo que tenemos. Yo necesito a alguien que sepa hablar con los amigos de la víctima que viven en Madrid. A usted lo ha contratado el novio de la muchacha y todos se sentirán obligados a responderle con más precisión y datos que a nosotros. Quiero que me cuente todo lo que le digan.

—Hasta ahí, de acuerdo.

—Por otra parte, usted es de esta ciudad —dijo haciendo un gesto vago hacia la ventana.

—Sí —respondió Cupido. Por los cristales vio encima del tejado una gran antena parabólica sobre la que se posaron dos palomas.

—Quiero que me vaya informando de todo lo que se cuenta por ahí, ese tipo de comentarios que todo el mundo conoce, excepto nosotros; las habladurías y los rumores que no llegan a ser denuncias. Esta ciudad nunca colaboró con nosotros, siempre nos ha visto como extraños. Siempre están mintiendo y, lo que es peor, creen que aceptamos sus mentiras.

—De acuerdo —repitió el detective. Enseguida supo que le convenía la alianza, porque concordaba con sus mismos propósitos. Aunque era consciente de que Gallardo podría hacer trampas con más facilidad que él.

—Antes de ir a Madrid necesito conocer todos los detalles.

—¿Ha hablado ya con alguien?

—Sólo con Anglada.

—Olvídese de él —dijo sacando unos papeles de la carpeta—. Estaba en Madrid aquella mañana, representando a un cliente ante un juez. Ya lo hemos comprobado y no hay ninguna duda. Tendrá que buscar alrededor de la muchacha. Aunque conocía a mucha gente, su círculo de amistades íntimas, que pudieran saber que este fin de semana iba a venir a la Reserva, era muy reducido. Hay un amigo, Emilio Sierra, un tipo raro. Escultor —añadió, como si su profesión fuera ya un indicio de sospecha—. Este fin de semana también estaba aquí, en Breda, en una vieja casona de la familia.

—Anglada ya me habló de él —dijo Cupido.

—Nos dijo que estuvo trabajando en unas esculturas, aunque nadie lo vio. Tendrá que volver a preguntárselo.

—Lo haré.

—También hay una mujer que trabajaba con Gloria. Eran socias. Quizá a usted pueda decirle algo más que a nosotros.

—Resulta difícil imaginar a una mujer empuñando una navaja de pastores —dijo Cupido. Aquél era uno de los datos publicados sobre los que la prensa regional había hecho más hincapié, dejándose llevar por la tendencia a lo cruento que recorría muchos medios de comunicación del país.

La foto del arma había aparecido en portada: ese tipo de cuchillos corvos que sirven tanto para cortar el pan como para degollar a un cordero.

—He visto cosas más increíbles —refutó Gallardo mirándolo con alguna ironía, como si fuera un aficionado demasiado ingenuo para su oficio—. También hemos sabido que hace algún tiempo la chica tuvo relación con un tipo bastante mayor que ella, un profesor de un instituto que poco después se separó de su mujer —añadió, acumulando las pequeñas historias de fracasos, los motivos de desconfianza sobre todo lo que no fuera orden, rutina, apariencia de felicidad—. Se llama Manuel Armengol. Podrá ver más detalles en los papeles que le dejaré estudiar.

—La chica tenía familia en Breda. Anglada sugirió que heredarán sus propiedades.

—De la gente de aquí nos encargaremos nosotros. Además, yo no buscaría en esa dirección. Encontramos algo en la mano de la víctima que apunta hacia otro lado. Lo que voy a enseñarle no lo sabe la prensa, porque nos parece una pista importante.

El teniente hizo un silencio esperando la pregunta de Cupido que no llegó. Sin embargo, el detective estaba lleno de impaciencia. Todo lo que habían hablado hasta entonces era rutinario, datos que él mismo hubiera podido adquirir sin demasiado esfuerzo.

—La víctima tenía apretado en el puño uno de esos pequeños adornos que tanto gustan a los adolescentes, un pin. Sabemos ya que se hizo una tirada de mil en una campaña para protestar contra las pruebas atómicas de los franceses en Mururoa, en el verano del noventa y cinco. Los vendieron en Madrid, uno de esos grupos ecologistas que recogían firmas y organizaban manifestaciones contra las explosiones.

—¿No podría ser de ella?

—No. No apareció la chincheta con la que se prende a la ropa. Y tampoco había ninguna señal de que ella lo hubiera llevado. En ese aspecto los del laboratorio han sido tajantes. Tampoco lo pudo recoger del suelo porque no tenía la mínima partícula de tierra. Todo indica que se lo arrancó a su agresor: lo tenía fuertemente clavado en la yema del dedo corazón. No es mucho, al apretarlo tanto ella misma borró una posible huella dactilar, pero es nuestra única pista. En el corto equipaje que tenía en el hotel no había ni una agenda ni un solo papel que nos diera un nuevo dato. En la cartera tenía su documentación, un albarán de artículos de pintura, dos billetes de metro, un poco de dinero y sus tarjetas de crédito. No hubo violación ni señales de violencia anteriores a su muerte. La chica no estaba embarazada ni hay huellas de que fumara ni consumiera drogas —continuó con su informe, exponiendo la dificultad del caso—. Debía ser de las que cuidan su forma física.

—¿Puedo ver el pin?

—Sí.

Abrió un cajón de su mesa y extrajo una bolsita transparente que contenía el adorno. Cupido observó su dibujo a través del plástico: dentro de un círculo con la señal roja de prohibición aparecía una base de color verde donde se leía MURUROA y sobre ella la superficie del mar azul y el atolón en cuyo centro se elevaba el hongo nuclear.

—¿Cuándo va a ir? —le preguntó el teniente mientras volvía a guardarlo.

—Mañana.

—Espero sus noticias —dijo. Se levantó de la silla, dio la vuelta a la mesa y salió hasta la puerta del despacho para acompañarlo. Le tendió la mano al despedirse y se dieron un apretón breve y enérgico.

Cupido abandonó aquel recinto todavía cerrado al mundo exterior. Si era cierto que había desaparecido el miedo, aún quedaba latente la desconfianza, el recelo. Pensó que el teniente había sido franco al proponerle el pacto, pero sólo era una excepción motivada por las circunstancias y el mutuo interés. Sería muy difícil que se llevara bien con ellos. Los separaban el riguroso concepto de la disciplina y el sentido de pertenecer a un clan regido por leyes inquebrantables de adhesión, una pertenencia que Cupido, con su sentido de la independencia, nunca podría aceptar. Sin embargo, en el desarrollo de su oficio había aprendido la conveniencia de contar con su colaboración.

Antes de ir a su apartamento pasó por el Casino. La muerte de la muchacha, transcurridos tres días, debía de ser aún el principal tema de conversación en todas las tertulias. Allí encontraría al Alkalino. A él podría preguntarle todas las hipótesis —las más fantasiosas y las más razonables, las más inconsistentes y las más elaboradas— que los montesinos hubieran imaginado sobre el crimen. Entre tantos nombres de posibles culpables como saldrían de su boca tal vez hubiera alguna verdad, alguna certeza, algún dato basado en lo que hubiera visto un pastor, o un cazador reacio a hablar con la Guardia Civil, o un conductor de paso que circulara por el hotel la mañana del sábado.

El Casino ocupaba la planta baja de una vieja casona deshabitada que cerraba sus ventanas superiores frente a la principal iglesia de la villa. Fundado por una Sociedad de Amigos del País, durante un siglo había sido el más prestigioso local de reuniones y partidas de chinchón y dominó para la burguesía montesina, pero ya sus mesas art déco, con encimeras de alabastro y soportes de hierro forjado con un diseño exclusivo donde destacaba la letra C, estaban casi todas desocupadas. Los profundos armarios empotrados donde dormían bajo el polvo varios centenares de libros viejos no eran abiertos ni por el servicio de limpieza. Incluso la sala posterior, independiente, de techos más bajos y familiares, con salida a un jardín con tres palmeras y plátanos, habilitada a principios de los setenta por unos socios envejecidos que intentaban en vano que sus hijos —de largas melenas y costumbres que no entendían, impregnados de olores que no habían olido nunca— continuaran, si no sus mismas diversiones, sí el apego al lugar de diversión, había sido abandonada enseguida por la nueva generación que buscaba otra luz y otro color en las paredes y otras posturas indolentes que no permitían las rígidas sillas del Casino. Sólo los martes, con la celebración de lo que se había denominado Lonja, utilizando una palabra demasiado ampulosa para definir una actividad y un lugar de encuentro para las tres docenas de ganaderos de la zona rodeando a cuatro o cinco intermediarios confabulados en secreto para abaratar los precios de las reses, el Casino adquiría una vitalidad desconocida durante el resto de la semana.

El Alkalino estaba jugando una partida de dominó con tres hombres con aspecto de jubilados. Siempre atento a todo lo que se movía a su alrededor, vio entrar a Cupido y con un gesto de la mano le indicó que esperara. El detective pidió un café y comprobó que no había cambiado, que era el mejor de la ciudad, mezclando el de tueste natural con las dosis exactas de torrefacto portugués. Poco después lo vio recoger algunas monedas de la mesa, dejar su puesto a un sustituto y acercarse hasta él.

—Son quienes más dinero tienen —dijo haciendo un gesto hacia atrás, por encima de su hombro—. Todo está al revés. Hoy son los viejos quienes mantienen a los jóvenes.

Cupido sonrió. Con él era siempre igual, hablaría aunque estuviera bajo el agua. Por eso había venido a buscarlo.

—Querías verme —dijo.

—Sí.

Siempre habían congeniado, porque su charla incansable y sus insólitas teorías cuajaban bien con la capacidad para la escucha que tenía el detective. Era muy moreno, pequeño, nervioso, con los dientes algo picados y dos ojos vivaces entre unas pestañas cortas, como quemadas de tanto mirar alrededor. Todos lo llamaban Alkalino porque no se agotaba nunca. Una vez aceptado el apodo, él había impuesto que al menos se escribiera con la K que aportaba resonancias libertarias. Podía beber vitriolo y nadie lo tumbaba. Podía permanecer tres días despierto sin demostrar cansancio. Podía estar hablando una semana sin que se le agotaran las palabras y, lo que era más difícil, sin que se aburrieran sus interlocutores. Opinaba de todo el mundo y de todo lo que veía, pero sin imponer sus opiniones. Se decía de él —a veces con admiración, a veces con temor o con odio— que sabía todo lo que ocurría en Breda y que guardaba memoria de cuantos forasteros habían vivido algún tiempo en la ciudad. A nadie ocultaba su simpatía por el Partido Comunista, al que había estado afiliado durante años, y sin embargo confraternizaba y se movía bien en el ambiente tradicional y decadente del Casino.

—Me han encargado un trabajo importante —dijo Cupido cuando el camarero terminó de servir la invariable copa de coñac.

—Enhorabuena.

—El novio de la chica que mataron.

El Alkalino lo miró sin ninguna sorpresa y esperó a beber un trago para responder.

—Para que encuentres a quien lo hizo. Y aquí, en Breda.

—En Breda o en Madrid.

—Si ha sido como dicen, vas a tener mucho trabajo.

—¿Qué dicen?

—Cada uno da su versión y saca sus conclusiones. En esta ciudad todo el mundo está convencido de ser el mejor detective y de que si les dejaran las manos libres para actuar, encontrarían al culpable en unas pocas horas. Unos aseguran que el asesino es el propio novio, otros que el amante de la chica, otros…

—¿El amante?

El Alkalino alzó las cejas, extrañado de que pudiera iniciar aquella búsqueda con tan poca información.

—El escultor. La familia Sierra. ¿Nunca has entrado en la casa?

—No.

—Cuando viene por aquí deja las puertas abiertas y en ocasiones nos ha invitado a algunos.

—He oído hablar de él. Un tipo un poco escandaloso —recordó Cupido. Tenía fama de organizar fiestas con gente que venía de fuera, veladas donde corría de todo, en una hermosa casona familiar que se levantaba en la margen derecha del río. Algunas veces que había pasado frente a ella había visto algún coche aparcado y las puertas abiertas, pero sin duda él tenía acceso a muchos menos sitios que el Alkalino—. ¿Es cierto que era amante de la chica?

Hizo un gesto de duda, sin atreverse a confirmarlo. En una pequeña comunidad provinciana como Breda había determinadas conductas que siempre se interpretarían mal, aunque no hubiera nada raro en ellas.

—Se dice que eran amantes porque algunas veces se les veía juntos, pero yo no pondría la mano en el fuego. Aquí estamos acostumbrados a creer que si un hombre y una mujer entran solos en una casa es para irse corriendo a la cama. Será que jodemos muy poco y por eso estamos pensando siempre en lo mismo.

El detective sonrió, aunque el Alkalino lo había dicho con toda seriedad.

—Otros aseguran que es una cuestión de herencias familiares —continuó—. Pero unos pocos pensamos en otra gente.

Volvió a beber un largo trago de coñac, chasqueó suavemente la lengua y se acercó un poco más al detective, susurrando:

—Unos pocos pensamos en doña Victoria.

—¿Doña Victoria?

—Sí. La Doña. ¿La conoces?

—¿Quién no la conoce? Pero dicen que está un poco loca.

El Alkalino levantó el codo y vació el resto de la copa dentro de su boca. Dio la impresión de que el cristal no había llegado a tocarle los labios. Con un gesto, le pidió al camarero que la llenara.

—No, no está loca. A menos que se llame locura a luchar durante veinte años contra un enemigo mucho más poderoso que al final siempre terminará venciendo.

—Eso también es una forma de locura —insistió.

—Tú estuviste fuera unos cuantos años —dijo el Alkalino con suavidad, sin citar el lugar donde había estado—, cuando más enconado estaba el conflicto entre ella y la nueva administración autonómica. Habían decretado oficialmente la creación de la Reserva y la ampliación de sus límites. Fue una pelea tensa, llevada con bravura por la Doña. ¿No te contaron nada?

—Me llegaron los ecos. Pero me gustaría volver a oírla desde el principio.

—Una historia larga y rocambolesca. El conflicto comenzó hace más de veinte años, todavía en tiempos de la dictadura, cuando uno de aquellos últimos ministros de la hornada tecnócrata declaró Reserva Natural todas las tierras de las serranías del Volcán y del Yunque y las que rodean el pantano. No creo que por entonces su decisión obedeciera a los principios ecologistas que ahora están tan de moda. Fíjate que ni siquiera nosotros, el Partido, que éramos la avanzadilla del pensamiento —dijo con un tono de ironía—, teníamos en nuestro programa tal concepto. Más bien se trataba de un deseo de mantener virgen un territorio privilegiado para la caza. No sé si recuerdas que Franco vino alguna vez a cazar.

—Sí. Recuerdo que en una ocasión nos sacaron de la escuela y nos pusieron un banderín de España en la mano para ondearlo al paso de unos enormes coches negros en los que ni siquiera se veían los pasajeros.

—Se dice siempre que a Franco le gustaban mucho los pantanos. Era mentira. Le importaba un carajo la sed de este país. Si no, hubiera llevado el agua sobrante en Asturias a los desiertos de Almería. Él pudo hacerlo, porque nadie se hubiera atrevido a protestarle con la mezquina avaricia con que el norte se opone ahora. A Franco lo que en realidad le entusiasmaban eran las reservas de caza que, de paso, se creaban en las cuencas altas de los pantanos. Si te fijas, verás que, en la mitad de ellos, de la presa para abajo hay electricidad o regadíos y de la presa para arriba hay cotos de caza. Pues bien, doña Victoria tenía por allí unos terrenos de pastos en unas navas hondas y fértiles que le expropiaron cuando los invadieron las aguas. En ese primer momento aceptó la decisión y no protestó. El bien común exige cada cierto tiempo sacrificios de los particulares. Pero como la caza mayor necesita un territorio grande para procrear y el coto original era insuficiente, se amplió el diámetro de expropiación con un decreto ley de los de entonces. La Doña no aceptó aquella segunda decisión ni la forma chapucera de ejecutarla. Ella era la última heredera de un apellido unido desde siempre a aquellas tierras y tenía sobre sus espaldas una responsabilidad histórica, si se puede decir así, utilizando las palabras que usábamos en el Partido. Se dice que ni siquiera aceptó la sustanciosa suma de dinero que luego le ofrecieron al comprobar su tozudez, una suma que pagaba con justicia el valor real de lo expropiado. Y es que había un componente sentimental en todo aquel enfrentamiento. ¿Conociste El Paternóster?

—Sí —respondió Cupido. Eran los restos de la diminuta aldea que le había dado su nombre a la Reserva y hasta cuyos umbrales habían llegado las aguas. Quedaba una península de tierra, una loma en la que estaba el pequeño y antiguo cementerio, al que sólo se permitía acceder un día al año, el Día de los Muertos.

—Ya entonces quedaban allí muy pocos habitantes, la mayoría había emigrado en los sesenta, y enviaron a los pocos vecinos restantes a vivir a Breda y a cultivar unas tierras de regadío que les dieron en propiedad. Doña Victoria era ya viuda, un poco mayor, pero rica y atractiva para su edad, un buen partido que más de uno quiso apropiarse. Pero la Doña es una mujer muy especial. En aquel cementerio reposaban los restos de su marido, muerto muy poco tiempo después de casados, y de un hijo pequeño que no llegó a cumplir un año. Su único hijo. Por una parte, la ley dice que no se puede levantar una tumba hasta no sé cuántos años después de sellada. Por otra, desde Madrid tenían prisa por prepararle el coto al general. Todo el mundo sabía que era uno de sus últimos caprichos, y por eso había que arreglarlo pronto: la última cena de los condenados. Cada año que pasaba debía de tener peor puntería, le temblaría más el pulso y necesitaría piezas mayores y colocadas más cerca de su mira. No podían esperar el tiempo legal y querían vallar los límites. Pero doña Victoria no iba a permitir que le impidieran el paso hasta las tumbas de su esposo y de su hijo ni que las pisotearan las botas de los cazadores. Al parecer era algo morboso verla acudir cada domingo hasta el pequeño cementerio para ponerles unas flores y estar un rato a su lado, susurrando palabras en voz baja.

—Morboso y estremecedor —dijo Cupido. Recordaba haberla visto siempre de negro, alta la barbilla, con algún adorno brillante de oro antiguo en la garganta o en las orejas que remarcaba aún más el luto.

—Sí, quizá estremecedor hace veinticinco años. Ahora ya esas cosas no ocurren. Las viudas no tardan en dejar de serlo. Lo cierto es que la Doña inició un proceso contra el propio ministerio para anular la segunda expropiación de sus tierras. Se dijo que en todo el procedimiento hubo además un grave defecto de forma, que no se respetaron los plazos para ejecutar los desahucios y que ella aprovechó con habilidad aquel error del ministerio (seguramente confiado en el ordeno y mando con que se hacían todas las cosas y en la sumisión con que eran acatadas) para alargar un conflicto que había de ir pasando de tribunal en tribunal agotando todos los plazos. En Madrid debían esperar que dimitiera de su afán por cansancio. O que se muriera. Pero la Doña no estaba dispuesta a morirse. Al contrario, sabía que Franco era treinta años más viejo que ella. Lo sabía bien, porque le había servido personalmente el café en su primera y breve estancia en Breda, en los inicios de la guerra, de paso hacia Salamanca, cuando era una adolescente de Falange y varias de ellas fueron elegidas para habilitar su servicio en su fugaz visita. He llegado a ver una fotografía de aquel acto. Si no ocurría nada extraordinario, a él le llegaría antes la hora. Y debía adivinar que sin él, la dictadura y sus decretos caerían como fruta madura. Ya habían comenzado a sonar muchas voces en contra y, dicho sea de paso, la que gritaba más fuerte era la nuestra, la del Partido. Con el proceso inmovilizado, doña Victoria se preparó pacientemente para la revancha. Supo que había un niño huérfano de entre los expulsados de El Paternóster, de unos ocho o diez años, que destacaba en la escuela por una extraordinaria inteligencia. A los cuatro años lo rodeaban los viejos para que les leyera los periódicos, a los siete les daba clases a muchachos que le doblaban la edad. Fue a hablar con sus familiares, pidió amadrinarlo y se lo llevó a Madrid a estudiar en uno de esos colegios tan caros donde han estudiado la mitad de los diputados que ahora tenemos en el Parlamento. Ya entonces sabía que iba a ser una lucha larga, y para no perderla necesitaba contar con las mejores armas.

—Es extraña esa dosis de cálculo para un proyecto tan largo —dijo Cupido.

—Pero no estaba equivocada —replicó el Alkalino poniéndole una mano en el brazo, él mismo contagiado de su relato—. Lo que la Doña había vaticinado se fue cumpliendo con una exactitud prodigiosa. Murió Franco al poco tiempo, cayó la dictadura y se votó en un referéndum la aceptación de la democracia. Pero el proceso no se había resuelto ocho o diez años después de comenzado, rodando de juez en juez a la espera de las nuevas leyes que permitieran salir de aquel callejón sin salida. El caso no es tan raro en este país. Fíjate en los años que duraron los juicios del aceite de colza o de la presa de Tous.

—El de Rumasa todavía sigue abierto —apostilló el detective.

—Mientras tanto, el niño a quien había amadrinado terminó Derecho. Salió una fotografía suya en la prensa regional porque fue el número uno de su promoción y el más joven de edad. Tenía un único objetivo en su trabajo futuro y en su vida: recuperar para la vieja señora las tierras confiscadas y aquel pedazo de suelo donde reposaban los huesos de sus muertos. Lo había contagiado de su misma obsesión. Ella podría descansar un poco de tantos años de incertidumbre. No conozco bien los entresijos legales de la historia, pero con la llegada de la democracia sé que se anularon algunas disposiciones anteriores. Borrón y cuenta nueva para entrar en el siguiente capítulo. Doña Victoria, ahora ya asesorada por su nuevo y brillante abogado, de nombre Octavio Expósito, debió de creer que todo iba a ser fácil, que le iban a devolver lo que le arrebataron de forma fraudulenta, que había merecido la pena sostener el pulso tanto tiempo. Pero esta vez se equivocó. Durante dos o tres años el asunto siguió en punto muerto, hasta que se determinaron las transferencias autonómicas, entre ellas las de Medio Ambiente. En Madrid debieron de respirar cuando soltaron de las manos aquella patata caliente que nunca terminaba de enfriarse. Pero cuando llegaron, en lugar de un cambio, la Doña debió de ver en los nuevos políticos viejas actitudes que le recordarían los tiempos pasados. Se lanzó entonces a la acción directa, sin miedo y sin tapujos, y entraba y salía de la Reserva sin que los guardas, tan severos con los furtivos, se atrevieran a impedírselo, asustados ante aquella mujer que llevaba en el brazo un ramo de flores para ponerlo en unas viejas tumbas y que exhibía rancios títulos de propiedad que nunca habían podido ser definitivamente derogados.

—La recuerdo de aquella época —dijo Cupido—. Teníamos intención de rodar un documental de la Reserva, con las pinturas rupestres y la fauna, en un formato amateur. Un día que buscábamos los lugares adecuados se presentó ella con un empleado, nos interrogó sobre la causa de nuestra presencia allí y nos dijo que era a ella a quien teníamos que pedirle permiso para rodar, no a los gobernantes autonómicos. Después de aquel primer momento y una vez aceptada su jerarquía, fue muy amable con nosotros.

—Recordarás también que por entonces, al comprobar que la democracia le hacía lo mismo que le había hecho la dictadura, llegó a quemar un coche todoterreno de los guardas. Nadie la vio encender la cerilla, pero todos sabían que había sido ella. Al final, hace menos de un año, pareció que se liquidaba el proceso: el Tribunal Superior de Justicia decretaba la expropiación definitiva de las tierras en litigio y doña Victoria no podría volver a campear libremente por allí como hasta entonces. Ni sus esfuerzos ni los recursos de Expósito habían servido para nada. Una lucha de veinte años los declaraba a los dos definitivamente derrotados. Pero no se resignaron y todavía apelaron al Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, en Luxemburgo. La sentencia final debe de estar a punto de pronunciarse.

—Pero todo esto, ¿qué tiene que ver con la muerte de la chica? —preguntó Cupido, aunque ya adivinaba la respuesta.

—Desde que se hizo pública la penúltima sentencia se procedió a una mayor dinamización de la Reserva. Había estado contenida, sin explotar todas sus posibilidades, durante demasiado tiempo. Enseguida se puso en marcha un nuevo proyecto de turismo rural, se abrieron rutas a caballo y a pie por zonas antes acotadas, se permitió la entrada a lugares sin demasiada importancia ecológica, habilitando nuevos puestos de observación de las rapaces y los ciervos. La moda del turismo rural estaba llamando a la puerta con el puño lleno de dinero y la Reserva es tan hermosa y está tan llena de atractivos que cada fin de semana aumentan los visitantes. Se vuelven locos por fotografiar los venados, las puestas de sol sobre el pantano y las tumbas del cementerio abandonado —dijo con un gesto de desdén—. En una de las rutas apareció asesinada la muchacha. ¿Crees que doña Victoria lamentará mucho su muerte si sirve de escarmiento contra la invasión de un territorio que nunca dejará de considerar como propio?

—No, no lo lamentará mucho. Pero tampoco la imagino ordenando un asesinato para evitar esa invasión.

El Alkalino movió la cabeza como si estuviera ante un defecto de Cupido, tan conocido como irremediable.

—Los jóvenes de hoy día sois muy poco imaginativos —protestó. Pero ni él era tan viejo ni Cupido era tan joven. Seis u ocho años los separaban.

—Quizá tengas razón.

—La tengo, la tengo. El tiempo lo dirá —concluyó vaciando el resto del coñac.

El detective pensó que si seguía bebiendo así no tardaría mucho en tener el hígado arrumado. Pagó las consumiciones mientras lo veía regresar a la mesa de juego.