Capítulo 1

Supo que había sentido miedo cuando miró hacia atrás sin que ninguna causa lo justificara. Ninguna sombra, ningún ruido, ningún olor turbaba la placidez de su paseo, pero algo que no sabía definir la había asustado y le había hecho volver la cabeza. Solos por el bosque, un lobo acecha siempre en el horizonte, pensó, sorprendida de su propio recelo. Era la primera vez que aquello le ocurría en sus caminatas por El Paternóster. Conocía bien esa zona de la Reserva y aunque había sufrido en ella pequeños incidentes —un fuego que a punto estuvo de escapárseles de las manos a ella y a Marcos un día de viento, una herida en la pierna producida por una caída, el descubrimiento de un ciervo ahorcado y de un perro que le lamía el semen—, todos habían sido fruto de la casualidad, la imprudencia o la brutalidad de las costumbres, nunca de una voluntad ajena y decidida a hacer daño. De modo que detuvo sus pasos, respiró hondo durante medio minuto, escuchó el profundo silencio que acuchillaba el bosque y habló en voz alta por primera vez desde que una hora y media antes saliera caminando del hotel:

—No hay nada, no hay nadie. No hay nada que temer.

Su voz le sonó poco convincente. Advirtió sorprendida que su corazón comenzaba a latir más deprisa y que la palabra miedo se instalaba en su cabeza, como un inquilino indeseable al que no lograba desalojar. Recordó lo que tres semanas antes había escrito en su diario: «Pero el miedo no es un sentimiento inocente», y supo que en la soledad del bosque no le iba a ser fácil expulsarlo.

Había iniciado la marcha después del desayuno, con el tiempo programado para subir hasta las cornisas de las pinturas rupestres en el Yunque, tomar allí la comida fría que le habían preparado en el hotel y que llevaba en la pequeña mochila y estudiar los últimos detalles que aún necesitaba para completar sus cuadros. Antes de regresar tendría tiempo todavía para pensar en su relación con Marcos, serenamente, ante aquel horizonte irrepetible donde se podía creer que no existen los ríos contaminados ni hay humo negro en el cielo ni basuras ensuciando los campos. Se había calzado las cómodas botas de goretex, se había vestido el pantalón de loneta, una camisa clara de corte masculino y una gorra, y había comenzado a caminar. Todo estaba tan bien como otras veces, así que no podía ahora dejarse influir por aquel absurdo temor. Sabía que en medio del bosque y en completa soledad puede aparecer el miedo, pero ella era una chica fuerte, se dijo, independiente, que vivía sola en Madrid desde la muerte de su padre y abría la puerta sin preguntar antes quién era, que había demostrado ser inmune a esa pusilanimidad de dobles cerrojos y temor a las sombras, de miradas de desconfianza y de derrota que solían tener muchas de las mujeres que viven solas y tristes y piensan que el timbre de la puerta sólo suena para anunciar amenazas. Llevaba más de noventa minutos de marcha y podría regresar sin arrepentirse demasiado, pero de algún modo adivinaba que si ahora retrocedía hacia el hotel ya nunca más iba a atreverse a salir sola a caminar, porque sabía de la maldad con que a menudo actúa la memoria. Se ajustó sobre los hombros los tirantes de la pequeña mochila, bebió un poco de agua de la cantimplora y reemprendió la marcha con paso decidido.

Cinco minutos más tarde, el camino, hasta entonces una pista forestal por la que podían circular vehículos, desembocó en un claro. A partir de allí se bifurcaba en dos vías. La de la izquierda, más ancha, bajaba hacia el pantano. Sin detenerse tomó la de la derecha, que ascendía a las cuevas con las pinturas. Al salir del claro y reanudar el paso por el sendero estrecho y empinado volvió a notar en la nuca la sensación de silencio, como si alguien la estuviera observando desde muy cerca para confirmar que tomaba el camino que desde un tiempo antes, desde que salió del hotel, había previsto. De nuevo volvió a dudar si debía regresar y de nuevo apretó el paso hacia arriba, aun sabiendo que a partir de allí ya era muy improbable que pudiera ver o cruzarse con alguien, que muy poca gente y en contadas ocasiones tomaba aquella vereda difícil y solitaria, porque preferían merodear por las navas y colinas para contemplar la abundante caza mayor de la Reserva que pacía por las cercanías del pantano y se dejaba fotografiar desde lejos, casi doméstica, sin asustarse demasiado. Una gota de sudor le bajó por la frente y se deslizó entre sus cejas buscando la nariz. Se la limpió con la manga y, sin saber por qué, quizá para observar la posición del sol, miró hacia el cielo. Bajo el limpio azul de la mañana dos milanos planeaban muy altos en el aire, lentos y satisfechos, digiriendo la caza de ratones o serpientes o carroña que ya habrían hecho al amanecer. Siempre la había sorprendido y admirado la riqueza y variedad de aves —el milano con cola de pez y falsa indolencia, el águila tripona y mayestática, el pulcro alimoche con una servilleta blanca al cuello, la esquiva cigüeña negra con el pico lleno de ranas, el buitre que hace de cada carroña un festín lujurioso e higiénico, el halcón de hierro que siempre ataca el cráneo de sus víctimas, el veloz y elegante vencejo, la urraca insolente, el azor silencioso cortando el tul del cielo con la afilada tijera de sus alas, la oropéndola que agita una campanilla en su garganta, la perdiz que mueve sus alas a chasquidos, como si al volar se le rompieran los huesos…— que allí encontraba, mucho más que la flora o los animales de tierra. Siempre las había considerado la mejor prueba de que aquella comarca era la que se conservaba más pura, más limpia a pesar de todo, menos contaminada. A las aves nadie las podía acotar en el cielo y si permanecían en El Paternóster era porque todavía tenían un hábitat que en casi todos los demás lugares había desaparecido. Se podía crear artificialmente una reserva para los jabalíes o los ciervos cerrando un espacio con alambre, pero nadie podía acotar el aire para que allí vivieran y se reprodujeran las rapaces. Era una suerte, pensó, que todavía no fuera tan conocida que se llenara cada domingo de excursionistas, aunque en aquel momento seguía sintiendo miedo y le hubiera gustado oír unas voces cerca, gritos de niños, risas, incluso el borboteo de una radio transmitiendo un partido de fútbol. Había oído decir que la Reserva estaba a punto de ser declarada parque natural o algo parecido, y se preguntó si entre las futuras ventajas se mantendría aquel privilegio de caminar por los senderos, sola y libre, sin excesivas trabas ni rutas impuestas. Oyó un pequeño ruido a sus espaldas y sintió cómo se intensificaba su temor. Le pareció como el chasquido de una ramita seca al romperse, pero se repitió que tampoco aquello era un motivo para creer en el peligro. Al contrario, el bosque se volvía amenazador cuando lo envolvía un silencio total, no cuando se llenaba de sonidos. Tenía de nuevo seca la garganta y se detuvo para beber otro trago de la cantimplora anatómica que llevaba colgada al cinturón, adaptada a la forma de la cadera. Notó el agua aún fresca y agradable deslizándose por su garganta, arrastrando las partículas de polvo tragadas en la caminata. De los prodigios del bosque aquél era sin duda el mejor: la sensibilización de todos los sentidos aletargados en la ciudad, la consciencia de todas las partes de su cuerpo, aun las más íntimas o pequeñas. Mientras cerraba la cantimplora recordó que en ningún otro sitio había gozado tanto haciendo el amor como en mitad del bosque, sobre la hierba o en la tienda plantada junto a cualquier escondido brazo del pantano donde se bañaba desnuda al terminar, cada poro erguido como un volcán sintiendo el contraste del agua fresca. Se acordó de él, de su negativa a acompañarla aquel fin de semana para hablar ellos dos solos de todo lo que no funcionaba, sin hacerse reproches, sin pedir consuelo. Agachó la cabeza para colgar la cantimplora en el cinturón y al levantarla vio la figura surgida del horror que se abalanzaba hacia ella con un cuchillo en la mano, una de esas oscuras navajas de pastores que siempre parecen recién afiladas sobre una piedra de granito y que al cabo del tiempo pierden la línea recta de su filo para ahondarse allí donde han tenido más uso, adquiriendo así una terrible eficacia para hacer daño. Dio un grito e intentó defenderse levantando los antebrazos. El dolor en la muñeca le llegó a su cabeza una décima de segundo antes que el dolor en el pecho izquierdo, donde sintió con nitidez cómo se clavaba el acero rasgando la carne tierna y esponjosa. Un escalofrío de angustia y de dentera le hizo estremecerse. La navaja salió de su pecho para tomar empuje y buscar la base del cuello. Oyó el roce del metal contra los tendones y cartílagos de la tráquea y notó cómo unos hilos se le cortaban dentro, al tiempo que su segundo grito quedaba convertido en un gorgoteo animal. La sorprendió el calor que la inundaba, humedeciendo la piel de su pecho y abrasando su garganta como si hubiera tomado algo muy caliente y viscoso, muy distinto del agua que había bebido un minuto antes, y que le provocó unos deseos irresistibles de vomitar. Entonces supo que iba a morir y que lo había sabido desde que abandonó el claro y tomó el sendero hacia las cuevas. Estiró los brazos hacia su verdugo y agarró su ropa con sus últimas fuerzas, aunque de aquel modo dejaba definitivamente al descubierto su pecho para nuevas heridas del cuchillo. Le hizo daño el pinchazo del alfiler en el dedo corazón de la mano y, sin saber por qué, lo apretó aún más, como si aquel dolor pequeño y tan definido pudiera hacerle olvidar el dolor de la garganta. Sintió que caía hacia atrás y que se iba hundiendo en un río escarlata y luego ya no sintió nada.

Había oído un disparo aquella mañana y desde que vivía en el bosque sabía que los disparos eran sinónimo de sangre. Desde su madriguera había escuchado también el grito de una mujer y, un poco más tarde, alejándose, el ruido entrecortado de aquella máquina en la que se subían los humanos. Luego se quedó quieta, comprobando el silencio, la ausencia de toda vibración en la superficie de la tierra. Durante varias horas permaneció inmóvil en su oscuridad, resistiendo el hambre que le producía saber que no muy lejos de allí había carne.

La rata asomó por la hura el hocico negro, espiando el paisaje solitario que contemplaban sus pupilas diminutas.

Todo seguía en su sitio, los árboles y el sol, los insectos y el polvo. Avanzó un paso hacia fuera y levantó la cabeza. Hasta su nariz llegó el levísimo y perfumado olor a sangre con el que había estado soñando desde que oyó los disparos. Sin embargo, todavía no se decidió a avanzar. Un eco de voces humanas que debían de estar más abajo, en el claro del bosque, le llegaba con nitidez, pero desde aquella distancia no la inquietaban demasiado. Al hombre le temía por las máquinas de matar que utilizaba, no por su presencia. Desarmado, era el depredador más torpe de todos los depredadores, con una vista de topo, un olfato muy corto y una ridícula lentitud en sus movimientos. Recordó un perro de la ciudad donde había vivido: siempre era más rápido que sus congéneres, a las que desnucaba de un golpe seco contra el suelo. Luego, ni siquiera se las comía. Mientras los hombres del claro no la descubrieran no tendría por qué preocuparse.

Volvió a observar alrededor y luego miró al cielo. Sabía que allí estaban sus principales enemigos, el buitre puntual con los cadáveres y las rapaces siempre hambrientas. Sin embargo, nada volaba arriba. Con un impulso decidido salió de la madriguera y se deslizó hasta el tronco de un pino. No podía esperar a la noche. Como ella, una legión de depredadores nocturnos habrían escuchado el disparo y olido la sangre y estarían en sus refugios esperando la llegada de la oscuridad para abalanzarse sobre los restos de la presa o sobre los animales más pequeños que acudirían a su reclamo.

Una ráfaga de brisa le trajo más intenso el olor. Ahora venía mezclado con un aroma a mil flores que ya había olfateado en algunas de las ropas y en restos que abandonaban los humanos en su paso por el bosque. Volvió a mirar hacia el cielo antes de llegar con una rápida carrera hasta las cercanías de la comida. Se agazapó entre unas jaras y observó. Allí estaba el cuerpo, inmenso y tierno, suficiente para alimentarla durante todo un año si no fuera porque los cadáveres de los humanos se descomponían con excesiva rapidez, exhalando un tufo que ni ellas mismas eran capaces de soportar. Ninguna palpitación delataba la vida, no podía ser una trampa. Las moscas, las mejores emisarias de la muerte, ya estaban procreando sobre sus labios. Ante la visión de la comida y el intenso olor a sangre, el hambre se le hizo insoportable. Confiada, avanzó hasta el cuerpo y dio una vuelta a su alrededor, estremecida de gula y de placer, como un mendigo invitado a comer a palacio que ante la visión de tantos manjares no supiera por dónde comenzar.

Se alzó sobre sus patas traseras y apoyó las manos sobre la frente del cadáver, hasta que los pelos del bigote rozaron las pupilas frías y dilatadas por el espanto, pero se retiró enseguida, asustada por la insoportable fijeza de los ojos abiertos tan cerca de los suyos. Sobre la piel quedó la huella de tierra de sus tres diminutos dedos.

Agazapada junto al cuello volvió a espiar alrededor, temerosa de la llegada de rivales más fuertes. Segura entonces de que aquel botín no tenía que compartirlo aún con nadie, corrió hasta los pies, que habían quedado ligeramente abiertos. Se detuvo en la suela y despreció el olor a lagartijas que desprendía. Trepó a una de las botas, contemplando desde allí la perspectiva del cuerpo inmenso que tenía para ella sola. Si pudiera, lo arrastraría hasta esconderlo en su madriguera. Durante un segundo envidió a las hormigas, no por su fuerza, sino por su tenaz y organizada colaboración en grupo para llenar sus despensas. Pero aquél era un atributo de su raza, la feroz lucha entre ellas para arrebatarse el territorio y la comida. De un brinco saltó hasta las rodillas y avanzó lentamente sintiendo bajo sus patas los muslos tersos y carnosos que ya hubiera mordido si no se lo impidiera la fuerte tela de loneta. Un olor a orina tiró de ella hacia arriba. Avanzó unos pasos y olisqueó la entrepierna, donde una mancha oscura le acentuó la salivación. Aquél era el olor de su anterior casa en la ciudad antes de ser expulsada por la ferocidad del perro y por las máquinas de acero. Lamió la humedad del pantalón y rozó la panza contra él, borracha de placer. Luego continuó su recorrido. Llegó hasta el pecho, empapó su hocico en la sangre de la primera herida y levantó la cabeza saboreándola. Era menos densa que la de los ciervos, más dulce. Iba a comenzar su festín cuando vio el cuchillo clavado en el cuello, un poco más arriba. Ciega de deseo, sin mirar nada más, sin atender otra llamada que la desordenada voz de su barriga, hundió los dientes afilados en la carne desgarrada junto al acero y mordió un pequeño trozo. Nunca había comido una carne tan suave, tan tierna. Tragó sin masticar y volvió a desgarrar como un carnívoro, apoyándose en las ensangrentadas patas delanteras para arrancar mejor su comida. Todo aquello era suyo, su descubrimiento y su propiedad. Sintió un odio de glotón contra las moscas que se posaban en las heridas para robarle su minúscula ración de alimento. Entonces escuchó los pasos que venían hacia allí y, sin dejar de masticar, se irguió sobre las patas posteriores. Desde que salió de la madriguera había oído sus voces, lejanas, pero ahora uno de ellos se estaba acercando. Vio la figura inmensa y enemiga que dudaba en su trayectoria y se detenía con la cabeza agachada, seguramente también buscando algo con que alimentarse. Pero luego miró al frente y continuó avanzando. Ya no cabía duda: venía hacia ella y la obligaría a huir abandonando su festín. Siempre era lo mismo. Como la lucha por el alimento, aquél era el permanente destino de su raza: tocar el paraíso para ser inmediatamente expulsadas de él; querer ser como las águilas y vivir como los topos. Mordió con avidez dos pedazos y llenó con ellos las bolsas interiores de sus mejillas. Luego, con los carrillos hinchados, dio un brinco y corrió a esconderse de nuevo bajo la tierra.

El grupo de muchachos de doce a catorce años llegó al claro con las bicicletas de montaña. Allí se detuvieron, las dejaron tiradas en la tierra sedienta tras cuatro años de sequía y entre risas y exclamaciones buscaron la sombra de los pinos para comer los bocadillos que traían en sus pequeñas mochilas multicolores. Estaba muy avanzado octubre y quedaban pocas tardes largas para hacer una excursión así por el monte. Comieron entre bromas y bebieron —disimulando el desagrado— un vino duro como madera que uno de ellos había sustraído de su casa. Al terminar la merienda alguien sacó un paquete de cigarrillos y algunos fumaron reteniendo la tos en la garganta. Durante unos minutos discutieron sobre la posibilidad de reemprender enseguida la marcha para intentar llegar a las cuevas o esperar un tiempo para digerir la comida. Y como en igualdad de condiciones es más fácil que triunfe la pereza, los más diligentes aceptaron media hora de descanso para dedicarla a esas diversiones de la infancia donde tan a menudo se mezcla y confunde la crueldad con el juego. Sacaron un tubo de pegamento que llevaban para arreglar los pinchazos y tres de ellos fueron a buscar dos palos que terminaran en horquilla. Otros limpiaron de hierbas y piedras un círculo de medio metro de radio que rodearon con pasto y palitos secos.

Sólo entonces se dispersaron alrededor para buscar los escorpiones bajo las piedras. Era una hora temprana de la tarde, un buen momento para descubrirlos, pero también el más arriesgado en el caso de que alguien sufriera una picadura, porque con el calor aumentaba la virulencia del veneno. Poco después trajeron los dos primeros alacranes metidos en dos jarros de cristal vaciados en la comida y los arrojaron dentro del círculo. Los escorpiones, más asustados que enfurecidos, iniciaron una carrera loca para salir de la pista, limpia de piedras y de hierbas, donde les era imposible encontrar una sombra o un refugio frente a aquellas inmensas figuras que los miraban desde lo alto. Sus intentos de huir eran infructuosos, porque con los palos ahorquillados los devolvían una y otra vez al centro del círculo. Además, uno de los muchachos prendió fuego —a pesar de la expresa prohibición de las señales— a la pequeña barrera de pasto y ramitas secas que habían hecho alrededor. Asustados por el humo, los animales se quedaron quietos, en actitud engañosamente sumisa. Bajo su inmovilidad era fácil adivinar que todo su sistema de vísceras y glándulas estaba frenéticamente trabajando para estimular y producir mayores dosis de veneno.

Era el momento de comenzar el juego. Los dos chicos que tenían los palos inmovilizaron a los escorpiones contra el suelo sujetándolos con las horquillas. Un tercero destapó el tubo de pegamento y con todo cuidado —pero con una precisión y un pulso que indicaban que no era la primera vez que lo hacía— les puso en el aguijón afilado y curvo una gota de cola que no tardó en solidificarse. Levantaron los palos y los dejaron libres. Los animales permanecieron en aquella quietud de araña, calculando qué estrategia era necesaria, todavía asustados por los movimientos de aquellas figuras gigantes y por el olor a quemado que salía de la barrera del círculo, pero sin duda confiando en el poder de su veneno y en la inquebrantable decisión de su carácter. El muchacho que había usado el pegamento acercó entonces la mano hacia ellos. Los dos escorpiones se pusieron en formación de defensa, aguijón junto a aguijón, para cubrirse las espaldas contra un enemigo inmenso y sustentado por huesos y tendones mil veces más poderosos que su frágil caparazón. Cuando el dedo llegó junto a ellos levantaron el vientre del suelo y lanzaron contra él los aguijones, que, como esos peculiares garrotes de algunos pastores que terminan en una pesada bola, no podían herir como aguja y sólo golpear como un diminuto puño. Golpearon varias veces contra el dedo, entre las risas nerviosas que venían de lo alto, antes de detenerse a descansar, desconcertados por la dura protuberancia que estorbaba en su telson. Otros muchachos se atrevieron entonces a excitarlos con el dedo, a jalearlos, a desafiarlos hasta que estuvieron exhaustos, uno junto a otro, conscientes ya de la burla a la que habían sido sometidos. Dos chicos los cogieron en la palma de la mano, los acercaron a su rostro y luego los dejaron caer contra la tierra para reventarlos de un pisotón. No satisfechos todavía con el juego, como si se hubieran enfrentado a dos adversarios poco fieros, fueron a buscar bajo las piedras a otra pareja. Se dispersaron alrededor del claro y dos minutos más tarde resonó el grito de uno de ellos y la carrera precipitada hacia el refugio contra el miedo que siempre otorga el grupo. Los demás pensaron que le habrían picado al introducir la mano bajo una piedra, pero al llegar junto a ellos dijo:

—Hay una mujer muerta.

Estaba tan pálido que todos supieron que no era una broma.

Luego, llevándose una mano a su cuello, explicó:

—Tiene un cuchillo clavado en la garganta.

Hacía algún tiempo que el sol se había hundido tras la cresta del Yunque y la ausencia de luz obligaba a encender los grupos electrógenos. De vez en cuando estallaban los flases de las cámaras fotográficas inmovilizando un cuadro abigarrado e irreal para las pupilas de los pájaros desvelados en mitad de la noche. Una docena de hombres, casi todos con uniforme de la Guardia Civil, avisados tres horas antes por los muchachos que habían encontrado el cuerpo, se movían entre los árboles observando cada detalle, cada hierba seca pisoteada, cada rama rota, cada piedra removida.

Un hombre con uniforme de sargento se acercó a otro más alto y más joven, vestido de paisano, que hablaba con el juez y el médico forense que habían subido a levantar el cadáver.

—Lo hemos mirado todo alrededor tres veces, mi teniente. Con esta luz no podemos hacer mucho más.

El hombre vestido de paisano miró hacia el juez esperando su aprobación. Asintió con la cabeza y sólo entonces el sargento permitió que se acercaran los dos camilleros vestidos de blanco. La ambulancia había quedado más abajo, en la bifurcación de donde partía la vereda. Levantaron con cuidado el cuerpo y lo colocaron sobre la camilla de lona. Los tubos redondos de aluminio brillaron reflejando las luces de los focos.

—Es como si alguien hubiera esperado este momento para hacerlo. Hasta el fin de semana anterior daba vueltas por el cielo el helicóptero del SEPEI —dijo el teniente observando el rostro lívido, el cuchillo de mango de madera clavado en la carne que nadie podía tocar hasta que lo examinaran los expertos que vendrían de Madrid, las pequeñas huellas de tierra y de sangre que la rata en su itinerario había ido dejando en la frente y en la camisa clara.

Los camilleros se apresuraron a cubrirlo con una tela. Hasta ellos mismos, acostumbrados a recoger cadáveres destrozados en las carreteras, parecían aturdidos por la violencia seca y aterradora de aquella muerte.

—Esperen —dijo el juez inclinándose sobre la camilla—. Creo que ya podemos abrirle la mano.

Habían transcurrido más de doce horas y el rigor mortis había actuado sobre los miembros, sobre las falanges de los dedos, endurecidas y apretadas en el puño cerrado. Los nudillos, un poco más blancos que el resto de la piel, indicaban que había algo entre los dedos.

—Una pista, sólo una pista, cualquier cosa —susurró el teniente, como si hablara consigo mismo.

Con esfuerzo, el médico forense fue abriéndolos uno a uno, comenzando por el meñique. Al llegar al corazón vieron clavado en la yema el pequeño objeto metálico que brillaba a la luz de los focos y de las linternas dirigidas hacia él. Era un pin. El sargento lo cogió con una pinza y lo mostró al juez y al teniente antes de guardarlo en una pequeña bolsa de plástico. Tenía forma circular, delimitada por una señal roja de prohibido. Dentro de ella se veía la palabra MURUROA bajo el dibujo del pequeño atolón del Pacífico, sobre el que se levantaba una gran seta radiactiva. El pin representaba una protesta contra las pruebas de explosiones atómicas realizadas unos meses antes por los franceses.

El teniente se inclinó sobre el cadáver y observó los dos lados de la camisa ensangrentada buscando la chincheta o la huella que hubiera dejado en el tejido, aunque intuía que no iba a encontrar nada.

—Creo que ya tenemos algo —dijo.

—Sí —contestó el sargento, escéptico y viejo—. Algo.

A una señal del médico los dos auxiliares levantaron la camilla y recorrieron la vereda hasta el claro donde esperaba la ambulancia. Todavía el fotógrafo disparó algunas tomas sobre el lugar donde había estado, sobre las hierbas secas y las ramas aplastadas por el cuerpo cuya silueta quedó marcada con una fina línea de cal blanca.

—Creo que podemos irnos —dijo el teniente—. Que se queden aquí tres hombres. Mañana por la mañana, con la luz del día, habrá que revisarlo todo de nuevo. A fondo. Habrá que traer el detector de metales y pasarlo por los alrededores.

Se dirigieron hacia abajo, hacia el todoterreno. La ambulancia había partido. Sacó de la guantera la documentación de la víctima que ya había ordenado recoger en el hotel en el que se había alojado la noche anterior, el Europa. Desde la pequeña fotografía del DNI una chica sonriente y atractiva, con el pelo claro caído en mechones sobre la frente, lo miraba directamente a los ojos. Leyó otra vez su nombre, Gloria García Carvajal, y la fecha y el lugar de expedición. Pensó con alivio que esta vez no tendría que elegir las palabras para comunicar la desgracia a los padres cuyos nombres aparecían en el reverso, junto al domicilio de Madrid. Esta vez serían sus engreídos colegas de la capital quienes tendrían que quitarse la gorra, agachar la cabeza y componer el gesto de condolencia. No dejó que el sargento condujera. Él mismo se puso al volante y comenzaron a bajar por el camino de tierra.