Capítulo 22

La vida se le estaba haciendo terriblemente larga. Ahora que ya no tenía nada por lo que luchar, los días le parecían interminables; las noches, eternas. La sentencia definitiva del Tribunal de Luxemburgo había cerrado la última puerta a su esperanza. Podría morir ahora mismo, podría caer fulminada al suelo de baldosas antiguas y enceradas y nada cambiaría en el mundo. Sólo Octavio la echaría de menos y durante algún tiempo sentiría dolor y tal vez desamparo, pero también a él terminaría favoreciéndolo su muerte, libre de las obligaciones con que lo había cargado. Sentada ante el tocador de su habitación, se miró al espejo ovalado. Seguía avanzando el radical envejecimiento que había comenzado tres semanas antes, el día en que supo que habían matado a Gloria. El cristal le devolvía la imagen de una enferma. Se le había acentuado la palidez de la piel y la negrura de las manchas. Era curioso, pensó, que las mismas pecas que en la infancia son signos de salud, bronceado y energía, en la vejez se convirtieran en agoreros heraldos de la necrosis y el cáncer. Además, tenía dificultades para mantener simétricos los párpados y los labios le temblaban como los de un perro viejo. ¡Qué poco quedaba de aquella mujer de hacía cuarenta años, fuerte y combativa, dispuesta a saltarse la ridícula convención de la dictadura de que el único ámbito público donde podía intervenir activamente una mujer era en la iglesia! Puso en los lóbulos de sus orejas la media gota del perfume francés que había usado desde los quince años y por primera vez se preguntó si aquello no era ya superfluo, una coquetería vana y sin destinatarios. «No, todavía no. Todavía está Octavio», susurró en voz baja. Por él debía mantener lo poco que aún quedaba. ¡Le había hecho prescindir de tantas cosas en todos aquellos años! Le había hecho sufrir una penosa travesía del desierto con la promesa de una lejana Tierra Prometida y cuando habían llegado a ella descubrían que las granadas y los racimos de uvas eran sólo un espejismo, que avispas estériles y venenosas habían invadido las colmenas. Desde niño lo había obligado a caminar descalzo por la arena cuando debían haberse detenido en todos los oasis cuyas aguas es necesario beber en esa edad. Ella era ahora la única culpable de su sed.

Agitó la campanilla de plata y esperó la llegada de la doncella para que la ayudara a bajar al salón. No estaba segura de la fortaleza de sus rodillas al descender cada escalón, de sus tobillos hinchados, embutidos en los zapatos que había usado desde siempre, estrechos y con un apunte de tacón, porque ni en casa se había permitido nunca vestir zapatillas de paño ni cubrirse los hombros con una de esas horribles toquillas de vieja, negras, grises o marrones, que van acumulando el polvo y la caspa. Pasó su brazo por debajo del de la muchacha y sintió la seguridad que le transmitían sus músculos frescos y tensos. Al mismo tiempo, le llegó la erótica calidez de sus pechos y el tierno temblor que los agitaba al apoyar el pie sobre cada escalón. Era una chica de veintidós años, de pelo y ojos negros, de rostro bonito y una consistente voluptuosidad en sus formas. En aquella casa ninguna de las doncellas duraba mucho más de dos años y la aceptación de ese tiempo máximo era una de las condiciones que se les imponía a todas cuantas solicitaban el trabajo. Estaba segura de que la otra condición ya la intuían antes de aceptar, de modo que ni siquiera era necesario comentarla. Por lo demás, se les pagaba un magnífico sueldo y no tenían excesivo trabajo: mantener cerrada, pero en orden, la casa cuando ellos estaban en Madrid; hacer el servicio doméstico; guardar rigurosamente las rancias fórmulas del tratamiento, y estar presentes las veinticuatro horas del día para cualquier necesidad cuando venían los fines de semana o las temporadas que nunca llegaban a suponer más de cien días al año. Pronto se agotaría el plazo y la muchacha había comenzado a manifestar algunos indicios de impaciencia: ya no se demoraba ante Octavio al servir el aperitivo y comenzaba a demostrar pereza en sus labores. Al irse a Madrid uno de los últimos domingos había puesto una moneda bajo su cama y al regresar el viernes siguiente la había encontrado en el mismo sitio, a pesar de haberle ordenado expresamente que hiciera una limpieza a fondo de su dormitorio. La imaginaba, cuando ellos estaban ausentes, deambulando por las habitaciones con toda la casa para ella sola, tumbándose en su cama con un ensueño de molicie y propiedad, probándose sus joyas y gastando unas gotas de su perfume, hurgando en todos los cajones y observando todos los objetos en busca de algún indicio que confirmara aquel rumor que corría en Breda afirmando que la mitad de las cosas de la casa eran usurpadas. Además, había comenzado a sonreír demasiado a los visitantes, sobre todo al detective alto, y desde niña había aprendido que cuanto más simpáticas eran sus doncellas con las visitas, menos valoraban a sus patronos. Pronto habría que comenzar a buscar.

La vejez le había dado sabiduría y tiempo para observar y sabía que el primero en mostrar indiferencia había sido el propio Octavio. Desde que había aparecido Gloria por la Reserva había comenzado su desdén hacia la chica y desde su muerte había manifestado un franco rechazo a cualquier presencia femenina. Ella no era su madre, pero al cabo de tantos años junto a él conocía sus gustos, sus miedos y sus deseos, sus debilidades. Por eso era ella quien mejor podía protegerlo. Por eso no se había negado a recibir a aquel detective de nombre tan extraño, Cupido, y le había abierto las puertas de su casa. Era mejor que lo interrogara en su presencia que sorprendiéndolo a solas en cualquier calle. De aquel hombre venía el peligro, no del teniente de la Guardia Civil, porque éste hablaba y preguntaba como les han enseñado a todos los agentes de la ley y contra ese frío lenguaje de juzgados Octavio sabía defenderse perfectamente. El peligro estaba en el detective, en su forma tan humana de hacer preguntas que nunca parecían llevar dentro un cepo, una amenaza.

Llegaron a la sala y la doncella la ayudó a sentarse en su sillón.

—¿Quiere que le traiga algo? —le preguntó con una solicitud que ya no mostraba en las últimas semanas, como si también la muchacha advirtiera la inquietud y el miedo que flotaba sobre la casa.

—Sí, ponme un vasito de oporto —ordenó.

La doncella se acercó a la credencia y sacó el tuiyó y la botella. Llenó un vaso y luego se retiró en silencio.

Sólo se inclinó para cogerlo cuando oyó que cerraba la puerta, porque no quería que advirtiera cómo le temblaba el pulso. Fue bebiendo despacio, sin despegarlo de los labios, dándose tiempo para humedecerlos con el vino dulce y aromático, a tragos breves y gustosos, como si fuera una medicina sumamente agradable. Lo devolvió a la mesa, vacío, y se recostó hacia atrás en el sillón, mirando la luz de la tarde que al colarse por los visillos adquiría una tonalidad amarillenta. «Como el color de una mortaja», susurró. Escuchó los ruidos de la calle: los gritos lejanos de unos niños jugando, el murmullo de dos mujeres, posiblemente viejas, que pasaban conversando, de cuando en cuando el runruneo del motor de un automóvil. Sabía que llegaría el detective, pero no sabía cuánto tiempo tendría aún que esperarlo. Sintió picor en los ojos por tenerlos tanto rato fijos en la claridad de la ventana y cerró los párpados, con las manos ante ellos, protegiéndose de la luz. Comenzaba a olvidar cosas que habían ocurrido ese mismo día, pero recordaba con precisión detalles del pasado. Ahora, sin que supiera por qué, su memoria eligió para atormentarla la imagen de los ojos desorbitados de un ciervo colgado por el cuello como se cuelga a los perros rabiosos. Tampoco aquella crueldad había servido para nada, ni de amenaza ni de escándalo. Recordó el rostro de Gloria recorrido por dos expresiones simultáneas: de piedad hacia el animal y de rabia hacia los autores de su muerte. Todos se habían puesto de su lado. Hasta Octavio había comenzado a dudar de la eficacia de aquella estrategia, turbado por las protestas de Gloria y por la simpatía que suelen despertar los herbívoros, y sólo ella tuvo fuerzas para romper la decisión de la muchacha que quería descolgar al animal, como si aún pudiera devolverle la vida. ¡Todo había sido tan desagradable! Además, estaba aquel perro, un chucho de ojos hambrientos y huesos afilados al que nadie se atrevía a espantar, desconfiando de las reacciones de esos animales cuando se les aparta de la comida. Ella nunca había consentido tener animales de compañía dentro de su casa. Siempre le habían parecido una debilidad de mujeres histéricas y una fuente añadida de trabajo y de suciedad, de pulgas y de garrapatas. Creía que cada animal, como las personas, debía ganarse el sustento con su sudor o con la producción de alimentos. Despreciaba a esa gente que ama más a sus mascotas que a sus vecinos…

Se había quedado dormida, aunque no sabía durante cuánto tiempo. Al menos el suficiente para haber tenido un sueño en el que se veía a sí misma paralizada en el sillón, con la cabeza pegada al respaldo, sin poder abrir los párpados. Pero se veía desde fuera, como si sus ojos se hubieran despegado del cuerpo para contemplarla desde lejos. Respiró profundamente y se preguntó si aquel tipo de visiones que últimamente la asaltaban no serían los primeros avisos de alguna enfermedad, acaso de la muerte. Le ocurrían cada vez con más frecuencia. Se quedaba dormida durante el día y luego, por la noche, le costaba mucho conciliar el sueño. Otras veces, en cambio, se dormía en cuanto se acostaba en la cama, pero se despertaba a las pocas horas, desconcertada, para pasar toda la noche en vela, sorprendida de que aún faltaran tantas horas hasta el amanecer, como si su dolorido cuerpo tuviera un excedente de descanso. Eso le había ocurrido aquel sábado en que mataron a Gloria. Estaban en Madrid y había oído a Octavio salir muy temprano, antes de lo habitual. Había mirado el reloj y eran las seis y media. Ella se había quedado en la cama, con los ojos abiertos, pensando que acaso tuviera trabajo atrasado en su despacho que debía resolver antes de ir al laboratorio donde aquella mañana iba a hacerse unos análisis médicos; o que tal vez tampoco él lograra dormir bien: el insomnio no es un flagelo exclusivo de los viejos. No le había dado importancia hasta que el lunes siguiente conoció que habían matado a una chica en la Reserva, a doscientos cincuenta kilómetros de Madrid. Entonces supo que vendrían a interrogarlos, porque nada de lo que ocurría en El Paternóster les era ajeno. Ella le había preguntado a qué hora había salido de casa y Octavio le había contado que a las ocho y media, como todos los días. Lo oyó mentir sin contradecirlo, porque estaba segura de que nunca se hubiera atrevido a matar a nadie. No sólo le faltaba maldad, también el valor suficiente. Además, al día siguiente le enseñó los resultados de los análisis, limpios de cualquier enfermedad, y ella se fijó en la hora de recogida de la muestra: las diez y media. Aquel dato confirmó su seguridad, porque no hubiera tenido tiempo de ir y volver de Breda, aunque le quedó la sombra de la mentira sobre aquellas dos horas matinales. Acreditó su horario ante el teniente de la Guardia Civil y ante el detective, para evitarle complicaciones si no tenía una coartada, aquella fea palabra, pero se dijo que no hubiera sido necesario mentirle a ella. Su inquietud había aumentado cuando supo quién era la víctima: Gloria, la hermosa muchacha que tanto lo había turbado en sus fugaces encuentros. Sin embargo, no quiso preguntarle más. Pasara lo que pasara, ella lo protegería contra el mundo. Era como su hijo y no estaba dispuesta a entregarlo a los lobos.

La luz había perdido intensidad en la ventana. Un moscardón se había colado dentro buscando el calor de la casa, pero no tardó en zumbar contra los cristales intentando huir de la creciente penumbra. «No tardará en llegar el invierno. Ya deberías estar muerto», susurró al verlo quedarse inmóvil y agotado en un rincón. Miró la hora en el ovalado reloj de oro que la había acompañado durante cuarenta años. Era demasiado tarde para que Octavio no hubiera llegado todavía. Pronto se pondría el sol, y él sólo salía a tomar un café después de su siesta. Apenas conocía a gente en Breda y no había razones para tanto retraso. Apoyó los codos arrugados en los brazos del sillón y se irguió un poco intentando escuchar algún ruido en la casa. Tal vez había regresado mientras ella dormía y no había querido despertarla. Pero no se oía nada. Cogió la campanilla de la mesa y la agitó varias veces. La doncella apareció enseguida.

—¿Ha llegado el señor? —le preguntó. Todavía usaba las viejas fórmulas que había aprendido antes de que todo cambiara y no estaba dispuesta a sustituirlas por la vulgaridad de los tuteos.

—No, señora.

Temía aquella respuesta y se quedó en silencio, sin saber qué añadir. La muchacha esperaba junto a la puerta.

—Está bien, puedes retirarte. Que venga a verme en cuanto llegue.

El temor fue agrandándose en su cabeza al mismo tiempo que crecían las sombras en la sala. No quiso encender ninguna bombilla, como si en la oscuridad se afinara su capacidad para captar los pasos que se acercaban por la calle y el ruido de la puerta cuando se abriera. «Pobre hijo mío», murmuró. Hacía tanto tiempo que no lloraba que la sorprendieron las dos lágrimas que sintió correr por sus mejillas. Se las limpió rápidamente, porque Octavio podría llegar en cualquier momento y no quería que la viera así. O tal vez no llegara. Tal vez el único que apareciera por la puerta sería aquel odioso teniente de la Guardia Civil para comunicarle que lo habían detenido como sospechoso de las muertes. «No, eso es imposible», volvió a susurrar. El miércoles en que mataron a la segunda chica Octavio estuvo toda la tarde en Madrid. Sin embargo, aquellas dos horas… Le gustaría saber toda la verdad, pero no quería preguntárselo porque cualquier duda entre ellos dos sería peor que una acusación.