Capítulo 11

Quizá ni el mismo detective fuera consciente de cuán certero había sido al hablar de Gloria: «Todos recuerdan muy bien los momentos en que estuvieron junto a ella». Él mismo recordaba con precisión cada uno de sus gestos, cada una de sus palabras, cada una de sus miradas. La primera vez la había visto como víctima de una situación; la segunda, como la parte irritada y acusadora. La tarde del pequeño incendio, Gloria estaba en medio de un grupo de empleados de la Reserva que, cuando ellos dos llegaron, les reprochaban la temeridad de haber hecho fuego un día de viento y en una zona peligrosa. Él había dado dos pasos atrás, negándose a participar de aquel coro acusador que en pocos minutos, según ella pedía disculpas por la imprudencia, había ido diluyéndose hasta desaparecer como una ola en un estanque tranquilo. Desde su posición había pensado en lo que habría ocurrido si hubiera sido él quien hubiera provocado el incendio. Hacía ya tiempo que sabía que algo íntimo suyo —su sola presencia física, su actitud, su amargura, ese indisimulable y contagioso desaliento de la gente que ha dejado de creer que un día llegarán a ser felices—, algo que no podía dominar, porque no sabía bien qué era, ponía inmediatamente en su contra a aquellos con quienes trataba. Esa creencia lo obligaba a actuar siempre a la defensiva, convencido de la predisposición del género humano a convertirse en su enemigo. «Tal vez hubieran llegado a golpearme, a mí no me hubieran perdonado ese fuego», pensó recordando el todoterreno propiedad de la Reserva que había incendiado una noche con ayuda de Gabino. Observándola mientras hacía cambiar la actitud de los guardas y de los hombres del retén contra incendios que no lograban apartar los ojos de ella, había sentido hacia Gloria un doble y contradictorio sentimiento de admiración y de odio. Admiración porque todo en ella —su belleza, su actitud, las ganas de vivir que irradiaba— parecía predisponerla hacia la felicidad; odio porque hacía resaltar todo lo que a él le faltaba.

Como cada vez que pasaba varios días de negociaciones o de intensos contactos con los demás, al regresar aquel jueves desde Madrid a la casona de Breda, se había sentido especialmente solo. La excesiva compañía y el trato con sus clientes terminaba provocándole un cansancio y una tensión que luego tardaba varios días en lograr despejar. Al marcharse el detective, se había encerrado en su habitación repitiendo sus palabras: «Todos recuerdan muy bien los momentos en que estuvieron junto a ella».

Una semana después de aquel primer encuentro no había logrado olvidarla. Hasta entonces su experiencia con mujeres se limitaba a fugaces visitas a prostitutas que recibían en discretos apartamentos, porque entrar en un prostíbulo donde tuviera que alternar o competir codo con codo con otros hombres tensos de deseo y excitados por el alcohol lo llenaba de terror. Salía de allí insatisfecho y triste y con la sensación de haber malgastado su dinero, porque se dejaba hacer y nunca se atrevía a pedir todo lo que le apetecía, porque todo era rápido y profesional y turbio y no había sido capaz de imponer silencio a las sucias palabras de la mujer arrodillada, ni de exigir un poco de amabilidad, no lentitud ni cariño, sólo silencio y amabilidad. El encuentro con Gloria, sin embargo, había dado una nueva dimensión a lo que él podía esperar de una mujer. Por un lado, deseaba fervientemente volver a verla; por otro, no tenía ninguna prisa en reavivar el sufrimiento que ya sabía que le iba a ocasionar. Por las noches, antes de dormirse, se detenía a pensar en aquella contradicción. Se sentía lleno de posibilidades —tenía una memoria prodigiosa y una extraordinaria habilidad para organizar su tiempo, podía aplicar a cualquier área del conocimiento una inteligencia privilegiada y era capaz de mantener una constancia en el trabajo que hubiera rendido a un jugador profesional de ajedrez—, pero se daba cuenta de que no tenía una mujer a quien ofrecérselas. Aparte, claro, de su entrega a doña Victoria en su lucha por recuperar las tierras usurpadas. Algunas veces se veía a sí mismo como un ciclista con las mejores piernas, con los pulmones de una ballena y un corazón como el corazón de los caballos, pero perdido en un solitario cruce de carreteras de montaña porque no había a su alrededor nadie que lo guiara ni tenía un libro de ruta que le indicara el camino a seguir entre unas sierras llenas de bruma y de barrancos. Otras veces, cuando lograba dormirse, soñaba que estaba sumergido en un pozo negro y profundo, a varios metros bajo la superficie del agua, y que no había tocado todavía el fondo. Allí manoteaba desesperado por salir hacia arriba, aunque era plenamente consciente de que sólo lograría emerger si previamente se hundía hasta el barro, donde encontraría algo —una escala, una soga con un garfio— que después le permitiría alcanzar el brocal.

No había logrado estar de nuevo junto a Gloria hasta dos meses después, en las postrimerías del anterior otoño. Por entonces, en espera de las últimas sentencias judiciales, la batalla entre ellos y la Administración había llegado a su mayor encarnizamiento y a un grado tal de confusión que ningún guarda se atrevía a impedirles el paso cuando decidían recorrer las tierras en litigio, siempre acompañados por Gabino, el antiguo y fiel aparcero que no había tenido otro patrón que doña Victoria, un hombre cercano ya a los sesenta años, invisible furtivo y excelente conocedor de la áspera orografía de El Paternóster desde antes de la construcción del pantano. Tenía todavía una fortaleza imposible y era capaz de engullir en una merienda un pan de libra y un kilo de cecina y digerirlo luego como una boa. Él guardaba de Gabino un recuerdo imborrable, un día en que, siendo todavía niño, el aparcero lo llevaba montado en su burro: ante la amenaza de un nido de avispas en el quicio de una cancela que un grupo de muchachos intentaba abrir, lo había visto aplastar con su mano el avispero sin que un solo aguijón venenoso fuera capaz de atravesar la dermis encallecida por treinta años de brutales trabajos.

Habían sabido que aquel fin de semana, el último de la temporada cinegética, el expresidente francés Giscard d’Estaing —un hombre muy aficionado a la caza mayor— llegaría a la Reserva, atraído por la calidad de los trofeos conseguidos en los últimos años. Doña Victoria había decidido que no podían dejar pasar aquella oportunidad para elevar un poco más la tensión y ganar posiciones de cara a una improbable negociación final. Había ideado una sorpresa que destrozara todo el protocolo alrededor del político y tuviera cierta resonancia.

La víspera del día previsto, Gabino y él habían penetrado en la Reserva poco después de la medianoche, a la misma hora en que los lobos salen en busca de sangre. El viejo lo había llevado por un antiguo camino olvidado desde la inundación de las vegas, por el que entonces era posible transitar debido al mínimo nivel de las aguas. Tal como habían previsto, un ciervo de gran envergadura había caído en una de las trampas de lazo que el aparcero había colocado la noche anterior en lugares apropiados, buen conocedor de las querencias y dormideros de los animales. El ciervo estaba tendido en la tierra y no hizo intención de levantarse cuando se acercaron. Pensaron que debía de estar agotado tras un día entero intentando soltarse, pero enseguida comprobaron que había dado tantas vueltas y se había enrollado con tanta fuerza en el alambre que terminó rompiéndose una pata, que había quedado doblada bajo su cuerpo en un ángulo extraño. A la luz de las linternas vieron los pelos de la dura piel arrancados por el cable y las llagas que ya habían acudido a morder las primeras hormigas. Él había sentido un ligero brote de culpabilidad: aquel daño era innecesario. Miró a Gabino, que actuaba con toda frialdad, parándose de cuando en cuando unos segundos para escuchar el silencio que los rodeaba, tranquilo después en medio de la oscuridad. Se preguntó si el viejo tenía su propia opinión de todo aquello o si sólo obedecía, limitándose a acatar las órdenes sin cuestionarlas. El hombre parecía estar siempre igual, un día detrás de otro, como una piedra, sin que le afectara ningún acontecimiento, ninguna pasión, tan indiferente a la noche como al día. En cambio, él, destinado desde niño a una lucha que se desarrollaría entre papeles, sentía el rápido bombeo del corazón dentro de su pecho. Nunca había estado tan cerca y tan dentro de la noche como en aquel campo donde se hallaban, rodeados por millones de animales, muchos de ellos venenosos y hambrientos. Sin embargo, no era miedo, y se dijo que aunque no estuviera Gabino a su lado podría caminar por allí la noche entera sin ninguna aprensión.

Antes de soltar al ciervo de la trampa le enlazaron las cuatro patas. Gabino le hizo luego un nudo en la base de la cuerna y tiró de la cabeza hacia un lado, atando la cuerda a la cola, de modo que no pudiera defenderse cabeceando contra ellos. El animal quedó hecho una bola de carne y de pelos de la que sobresalían las puntas de las astas. Acercaron junto a él la parte trasera del Land Rover y entre los dos lo introdujeron en el coche.

Tenían bien decidido el lugar en que iban a hacerlo, muy cerca del Centro-Base, donde no podrían dejar de verlo al día siguiente en cuanto los cazadores tomaran el camino de los apostaderos. Pero los lejanos ladridos de los perros, cuando se acercaban, les habían hecho detenerse y retroceder buscando una mayor seguridad. La inminente presencia del político francés en la Reserva había obligado a poner un servicio de seguridad desde el día anterior a su llegada. De modo que se habían alejado prudentemente un par de kilómetros del sitio inicialmente elegido.

El viejo no había querido demorarse mucho más y en cuanto se sintió seguro se detuvo en una nava de encinas. No quiso que encendiera la linterna cuando salieron del coche: sus pupilas ya se habían acostumbrado a la oscuridad y la luna creciente arrojaba la luz necesaria para desenvolverse.

Bajaron al ciervo al suelo y lo arrastraron unos pocos metros hasta dejarlo bajo una corpulenta encina, podada y abierta como un candelabro. Gabino comenzó a moverse con celeridad, sin dejarle intervenir a él, como si aquella última tarea exigiera una decisión y una crueldad que él no poseía. Lanzó una soga por encima de una sólida rama del árbol y enlazó un cabo al cuello del animal, mientras le pedía que sujetara el otro cabo. Ya sabía qué iban a hacer, pero ahora también sabía cómo iban a hacerlo. El ciervo, sin poder moverse, los miraba desde el suelo, con la cabeza violentamente torcida al estar atada a la cola, con ese absoluto espanto de ojos desorbitados que es atributo de los mamíferos. Vio cómo el viejo sacaba del bolsillo de su pantalón una de esas navajas de mango de madera y hoja curvada tan comunes a todos los campesinos de la zona y la abría con un pequeño chasquido. Oyó sus palabras: «Tire fuerte», pero hasta que no las repitió no comprendió que iban dirigidas a él. Tiró con fuerza de la soga y sólo pudo levantar la cabeza del animal, que asomó un poco su lengua al sentir la presión en su cuello. La soga no corría bien por la rama, la áspera corteza no hacía bien de polea. Volvió a intentarlo hasta que sintió el calor abrasivo que el esparto le producía en las palmas, pero tampoco entonces logró levantarlo del suelo. El viejo volvió la cabeza y él supuso que estaba mirándolo, aunque en la oscuridad era imposible saberlo en aquellos ojos tan pequeños a fuerza de fruncirse y protegerse contra el sol. «Yo lo levantaré. Usted tendrá que cortar», le dijo mientras ponía entre sus dedos la navaja con la hoja abierta. Gabino tiró de la cuerda y fue izando al ciervo poco a poco, a sacudidas breves y violentas. Lo hubiera ahogado si sólo estuviera colgado del cuello, pero había atado la soga de modo que enlazara también la cuerda que ataba los cuernos a la cola; así el peso quedaba distribuido de forma equilibrada. Había decidido que muriera no por asfixia, sino por ahorcamiento, para remarcar el lado humano y ritual de su muerte. Comprendió lo que tenía que hacer sin que el viejo le explicara nada más. Miró la navaja que sostenía en la mano, cuyo filo brillaba a la escasa luz de la luna como si fuera de plata. El ciervo, al verse en el aire, había dado algunas sacudidas intentando escapar, pero con ello sólo consiguió aumentar la presión de la soga en su garganta y enseguida se mantuvo otra vez inmóvil. La cabeza había quedado mirando hacia ellos y él no podía apartar los ojos de los ojos espantados del animal. «Ahora —oyó la voz a sus espaldas—. Tiene que cortarle la cola de un golpe seco». Comprendía perfectamente lo que iba a pasar: cuando cortara la cola, todo el peso del cuerpo caería sobre la cabeza y las vértebras del cuello se separarían rompiendo la médula. Una muerte rápida y sucia, llena de secreciones. Se preguntó si el animal lo adivinaba, si aquella mirada de horror era porque sabía todo lo que podía esperar de los humanos desde el momento en que cayó en el cepo de alambre. Se preguntó también cuántos ciervos más o cuántos perros había matado antes el viejo para tener tanta seguridad en lo que era necesario hacer en cada momento. Levantó la mano izquierda y agarró la cola por el lugar donde estaba atada a la soga que sostenía la mitad de su peso. Sus dedos sintieron algo húmedo y viscoso: el animal había defecado. «Es como los hombres. Porque sabe que va a morir», pensó. Hacía más de una hora que habían salido con toda cautela de la vieja casona, por el portal trasero. Él iba dispuesto, como otras veces, a ayudar en todo lo necesario, pero no había imaginado que en sólo esos setenta minutos llegaría a empuñar en una mano una terrible y afilada navaja campesina y en la otra la carne que iba a cortar para matar a un esplendoroso animal aterrado e indefenso. Su corta experiencia en los pequeños sabotajes anteriores se limitaba a atentar contra objetos —un coche oficial incendiado, un alicate que corta repetidamente una alambrada…—, nunca contra algo tan vivo y palpitante. Esa era una labor siempre encomendada al viejo. «Más cerca del culo», oyó de nuevo la voz a sus espaldas, ahora más firme y decidida. Obedeció y acercó el arma hasta el nacimiento de la cola. Sintió la carne tensa y caliente por el violento estiramiento de músculos y tendones y apoyó el filo en la piel, a un centímetro de su mano, por la parte del dedo pulgar. «Corte y apártese deprisa para que no lo golpee al caer», oyó todavía. Respiró hondo, cogiendo fuerzas y aguardando las últimas indicaciones. Pero el viejo, tras él, no dijo nada más, esperando la sangre. Por un momento pensó en volver a cambiar los papeles, en sujetar él la soga ahora que el ciervo estaba izado, pero dentro de su cabeza no encontró ninguna razón para negarse. Apoyó un poco el filo curvo y comprobó que cortaba las primeras cerdas con la suavidad de una navaja de barbero. Luego, de repente, apretó con todas sus fuerzas al tiempo que la deslizaba desde el mango hasta la punta. La cola quedó cortada y, mientras él se echaba hacia atrás, el ciervo sufrió una violenta sacudida y quedó colgado únicamente por la cabeza. Así, con los ojos desorbitados, tuvo aún varias convulsiones antes de quedar definitivamente inmóvil. Sintió que algo húmedo y caliente le caía sobre los labios apretados y, antes de pensarlo, ya lo había lamido con la lengua, reconociendo el untuoso sabor de la sangre animal. Escupió hacia un lado y se quedó contemplando el suave balanceo del cuerpo. Gabino no hizo ningún comentario que aprobara su actuación. Se limitó a levantarlo un poco más y a atar la soga al tronco de la encina para que el cadáver quedara bien alto y visible como una amenaza.

Luego regresaron con el mismo sigilo. Se sentía tembloroso y turbado como un adolescente, pero en el fondo orgulloso de haber pasado una prueba —la de la crueldad hacia un animal vivo— que ya habían superado quince años antes los muchachos de su edad que nacieron en su misma aldea. En cierto modo, el uso que había hecho de la navaja le parecía un bautismo, la sangre en los labios una comunión.

Doña Victoria había dado permiso aquel fin de semana a la doncella y los había esperado impacientes dentro de la casa, desvelada, sentada en el sillón de alto respaldo, en acecho del ruido del Land Rover cuyo motor podía identificar entre cien motores diferentes. Aunque no era la primera vez que él asumía participar en una acción así, tan diferente de su trabajo en la oficina, en aquella ocasión la presencia del político francés la hacía especialmente arriesgada. Al salir se había quedado inquieta y un poco temerosa.

Cuando entró de nuevo en el salón sólo iluminado por la luz de la calle, con las botas llenas de polvo, con unas pequeñas manchas de sangre en las mangas de la camisa y en la cara, junto a los labios, le había hecho pararse frente a ella y lo había mirado como a un hijo que regresara después de mucho tiempo ausente. Hizo que se sentara a su lado, en la penumbra, y que le contara todos los detalles, el transcurrir de cada minuto. Finalmente se retiraron a sus habitaciones para esperar el efecto que todo aquello desencadenaría al día siguiente, unas pocas horas más tarde. Cualquier escándalo, cualquier desestabilización era preferible a la normalidad que la administración quería imponer dentro de El Paternóster, como si ya fuera suya y todavía no faltara por pronunciarse el Tribunal Superior de Justicia. Habían perdido varias batallas, pero no la guerra, y se aferraban a la esperanza en la victoria como un país al borde del derrumbamiento que aún confiara en el mortífero poder de un arma nueva cuya inminente intervención cambiaría el curso de la lucha.

Lo que no esperaban fue lo que ocurrió en la primera hora de la mañana siguiente, cuando se dirigieron al Centro-Base con la excusa de presentar unos documentos, pero con la verdadera intención de estar presentes en el descubrimiento del ciervo ahorcado, y que nadie pudiera silenciarlo. Al contrario de lo que habían previsto, no fue ningún guarda ni ningún cazador quien lo encontró balanceándose en la cuerda. Fue Gloria, que ya por entonces había conseguido un permiso para deambular libremente por las zonas restringidas de El Paternóster para hacer sus pinturas. Tras el descubrimiento había ido corriendo al Centro-Base para avisar del hallazgo. Doña Victoria y él ya estaban allí, esperando esa misma noticia, pero a un emisario diferente. Gloria había subido a un coche con los guardas y ellos la habían seguido hasta el lugar que, a la luz del día, le pareció un lugar distinto del que había apreciado en la oscuridad de la noche. Todos se quedaron un momento inmóviles, contemplando desconcertados el cadáver. Un perro de los guardas que los había seguido a la carrera se acercó a lamer el semen que había arrojado el ciervo. Gloria entonces había pedido que lo bajaran, incapaz de seguir contemplando la escena, y doña Victoria lo había impedido hasta que el suceso tuviera toda la publicidad posible. «No tenga tanta prisa, señorita. El ciervo no va a vivir por descolgarlo», le había dicho. Gloria los había mirado con un profundo reproche que a él le había quemado las mejillas. Sabía que se había ruborizado como un adolescente descubierto en falta a quien le reprocharan una crueldad cometida a una paloma, pero ella no podía haberlo notado porque les había dado rápidamente la espalda con desprecio. Sintió la garganta llena de arena y tardó varios segundos en poder obedecer a doña Victoria cuando le pidió que fuera en el coche hasta la ciudad a buscar un fotógrafo.

A la dolorosa muerte del ciervo, a su vergüenza, se había añadido la estéril gratuidad de todo aquello: al político francés lo habían mantenido alejado y el eco de la crueldad no había atravesado las fronteras locales.

Aquella noche, al acostarse, incapaz de dormir a pesar de su agotamiento, por primera vez había dudado del acierto de la estrategia que estaban empleando.