9
Rodrigo pasó ante el viejo mendigo de la esquina y su perro mendicante de ojitos cerrados. No prestó atención a la tienda de orfebrería y plata de la plaza, con sus juegos de tocador aristocráticos y macizos. Dejó atrás el café modernista (los jueves, bingo) y su mampara de retales de vidrio de colorines. Ni siquiera posó la mirada en el cruel cartel despintado que anunciaba que en algún momento se había vendido allí carne de potro.
Debiera haberse fijado con interés, haber demorado la vista en todo ello, pero Rodrigo, tan minucioso por lo habitual, como ya se ha dicho, no se mostró particularmente metódico en esos detalles. Se detuvo ante el portal indicado, subió hasta el tercero y allí le abrió la puerta Elsa. No había dudado, no consultó el número y el piso, que había repetido como una letanía a lo largo de todo el viaje. Ante ella se quedó sin palabras. La encontró hermosa, melancólica, desconocida. No era hablador, su misión no era componer bellas frases. Hizo un gesto con los hombros (aquí estoy, al fin he venido a por ti, cómo pudiste creer algún día que te abandonaría), y sonrió ante su sonrisa.
Es preferible no narrar esto. Elsa grande no se lo hubiera contado a nadie, a Blanca, todo lo más, tendidas las dos sobre la cama en una tarde de confidencias. Por otro lado, su encuentro no fue nada extraordinario. No hubo un choque de cuerpos y lenguas como si se aprestaran a una batalla, ni sintieron con especial placer el tacto de pétalo de la piel, no hubo situaciones inverosímiles ni el éxtasis compartido. No hubo frases apasionadas ni llantos entrecortados.
Eran jóvenes, hacía calor. Es cierto que Elsa lloró. Sin embargo, sus lágrimas no fueron motivadas por el alivio tras la ausencia, ni, como hubiera querido creer Rodrigo, por su esplendor masculino. Se sentía sola y aturdida, Y también, entre los escombros que de ella quedaban, hormigueaba un sentimiento de culpa; no debía haber dejado solo al abuelo.
La tata estaba en Virto, y ella se había quedado a su cuidado. Si algo le ocurriera, si durante sus cortas vacaciones de caricias su abuelo se hubiera caído, o si su corazón se hubiera relajado hasta convertirse en una membrana vieja de tambor, la culpa hubiera sido suya, sólo suya. Se apaciguó lentamente, y cuando se vistió ya había recuperado la sonrisa. Contemplaron el cielo violeta sobre los tejados de la ciudad. Graves, sensatas, sonaron ocho campanadas.
Elsa grande le había pedido a la tata la llave del piso que había sido la pensión, primero de los tíos abuelos, luego de los abuelos. La tata la miró por un instante y a continuación buscó un juego de llaves, muy despacio.
—¿Piensas trasladarte allí?
—No, tata.
—Bueno —reflexionó ella—. Total, es cruzar la calle. Podría pasar a limpiar cada mañana.
Elsa grande sonrió y besó a la tata. Ella le tendió el llavín, apresado en una argolla de alambre.
—¿Hemos hecho algo que te disgustara?
—No, tata. No digas eso, por favor. Me avergüenzo de que lo pienses. Es que quiero ver la pensión. Nunca he estado allí.
—La encontrarás llena de polvo, porque hace algún tiempo que no vamos.
Se asomaron las dos. Allí, en el tercero de la casa de enfrente, estaba la pensión. Se veía el balcón minúsculo, con dos tiestos rojos sin plantas.
—Menudo capricho —dijo la tata, moviendo la cabeza.
—¿Por qué no vive nadie allí?
—Porque una pensión es muy esclava. Tienes que vivir y dormir allí constantemente. La gente no se quiere atar a nada ya.
—Pero podría reformarse como un piso normal y venderse…
—Tu abuelo y yo estamos ya muy viejos para esas cosas.
Elsa grande calló. Se metió las llaves en el bolso y sacó una copia de las que le interesaban. Luego pensó que si hubiera sido un muchacho, el abuelo, la propia tata, se hubieran encargado de facilitarle que viera a su novia. Se avergonzó de recurrir a mentiras para conseguir un lugar tan escasamente romántico como la pensión abandonada, pero continuó con el plan. Incluso se asomó desde la pensión y saludó por la ventana a la tata, que estaba en la casa. Luego le devolvió las llaves muy ostentosamente.
Rodrigo marchó para Duino al día siguiente de la llamada de Elsa. Mientras viajaba en el tren, leía el periódico, lo abandonaba, se levantaba para ir al vagón donde se hallaba la cafetería y regresaba luego. Pensaba en qué le diría. ¿Qué pretendería ella con aquella visita? ¿La guiaba únicamente la soledad, o buscaba presionarle? Tal vez él se hubiera equivocado y debieran casarse, y buscarse una vida distinta de la que habían planeado. No se podía controlar todo, no se podía restringir la vida en cajas y proyectos. Eso, al menos, era lo que le decía continuamente Blanca.
Desde que Elsa grande había dejado Desrein, ellos dos, Blanca y Rodrigo, se veían mucho. Habían olvidado su mutua enemistad, y quedaban en alguna cafetería para consolarse hablando de Elsa. De pronto se habían dado cuenta de que no tenían amigos, ni confidentes, ni siquiera compañeros que los escucharan. No tenían más que a Elsa. Y ahora, ni siquiera a Elsa.
—Ayer llamó —explicaba Rodrigo—. Dice que hace muchísimo calor, y que no encuentra nada que ponerse.
—Pobrecita —respondía Blanca—. Debe de ser verdad; este verano ni siquiera hemos ido de compras.
Rodrigo tomaba con calma su café. Blanca solía acompañarlo con algún bollito, o un bocadillo en miniatura.
—Se aburre. Piensa que tal vez haga algún pequeño viaje para distraerse, unos días al mar, o al campo, con sus padres.
—Tal vez hubiera sido más sensato que se hubiera ido con Antonio.
—¿Tan lejos?
Blanca no sabía qué decirle.
—Antonio no iba a controlarla como hace un abuelo. Hubo poco tiempo… incluso podría haber mirado algún curso, algo en el extranjero, para aprovechar la ausencia y no estar mano sobre mano.
—Sí… —Reconocía Rodrigo—. No hubiera sido mala idea.
—Yo no lo soportaría —dijo, al fin, Blanca—. Hace falta calma y serenidad para afrontar esas cosas.
—No puede ser tan terrible. Al fin y al cabo, salvo regresar a Desrein, puede hacer lo que le plazca.
—¿Sabes qué sería lo único que yo tendría en la cabeza?
Rodrigo sonrió.
—Regresar a Desrein.
Fue Blanca la que llamó primero, y Rodrigo accedió con cierta prevención. Tenía a Blanca por la modalidad de artista exagerada, de las que cambiaban a cada trimestre. Elsa grande le había hablado de su generosidad ambigua; Blanca era capaz de dejarle un jersey o de renunciar a un hombre que le gustaba con la misma facilidad, si ella se lo pedía. Pero exigía la misma devoción. Elsa se sentía en desventaja.
—Temo que algún día me pida algo que yo no esté dispuesta a dejarle —le confesó a Rodrigo.
—¿Como qué?
Elsa grande rió.
—Como tú, por ejemplo.
—No seas absurda —dijo él, disgustado.
—No sería tan absurdo. A veces pido que Blanca encuentre algo lo suficientemente valioso como para negarse a dejarlo. Eso la convertiría en humana.
—Blanca no es muy humana, que digamos.
—No seas malo, Rodrigo. Es mi mejor amiga.
De modo que cuando Blanca llamó a Rodrigo, él imaginó algo turbio.
—Ya está —pensó—. Definitivamente, me he convertido en jersey.
Pero cuando Blanca le confesó sus temores, sus agobios con el estudio y, sobre todo, la tremenda añoranza de Elsa, firmaron su alianza. Cuando terminaban el café, y se sentían un poco mejor, más aliviados y ligeros, se despedían amablemente. Eso era todo.
Cuando Elsa grande le pidió que fuera, Rodrigo llamó a Blanca. Era ya tarde, y la madre de Blanca, su celosa guardiana, le habló con desconfianza antes de pasársela.
—¿Estabas dormida?
—No… no hagas caso a mi madre. ¿Qué pasa?
—Mañana me marcho a Duino a ver a Elsa. ¿Quieres que le diga algo, o que le lleve algo de tu parte?
Blanca se espabiló inmediatamente.
—Llevar… hmmmm… creo que nada… tendría que pensarlo… Dile… dile que me acuerdo mucho de ella… que ya sabe que soy muy perezosa para responder a sus cartas… pero que pienso en ella todo el tiempo. Y que si… si necesita algo…
—Si te acuerdas de algo que haya que llevarle, llámame mañana por la mañana.
¿Qué podría enviarle Blanca? ¿Unas fotografías bruscas y desabridas, unos años más de vida, una pulsera de hilos descolorida que le regalaron en Lorda?
—No… creo que no me acuerdo de nada.
En el tren, Rodrigo daba vueltas a su declaración. Tal vez fuera mejor que aguantaran un poco más la situación. En el fondo, Rodrigo no pensaba que Elsa grande corriera un peligro real. Pensaba que las cosas se habían sacado de quicio, y que, aunque nunca estaba de más prevenir, sus padres y la propia Elsa exageraban. Dos meses, tres meses, como mucho, y todo volvería a la normalidad.
Pero la llamada le había asustado. El miedo había cumplido con su labor de zapa, y Elsa grande se derrumbaba como un castillo de arena cuando la marea se le acercaba. Nada iba a ser normal de ahí en adelante. Rodrigo se había engañado al pensar así. Aun en el mejor de los casos. Él podría reponerse, en su banco, con su trabajo metódico y seguro. Elsa no. No, pese a su falsa capa de frialdad y control. Había olvidado a la auténtica Elsa. Había olvidado, en tan poco tiempo, muchas cosas de Elsa.
Llegaría y le diría, simplemente:
—Aquí estoy.
Y ella contestaría:
—Has venido a por mí.
Y él diría:
—Por supuesto que he venido a por ti.
Y ella, reclinando la cabeza sobre su pecho, murmuraría:
—Creí que me habías olvidado… que me habías abandonado.
Y él, estrechándola entre sus brazos, replicaría:
—¿Cómo pudiste creer eso de mí?
Por supuesto, las cosas no salieron así. Las cosas raramente salían como Rodrigo las planeaba.
—Cuando llegué a Duino —le contó Elsa grande, abrazada a él, acurrucados los dos sobre unas mantas— pensé que sería una buena oportunidad para conocer a mi abuelo. Yo le prepararía un cafetito caliente por la tarde, él me contaría cómo era mi padre de niño… esas cosas.
Rodrigo inspeccionaba con curiosidad la pensión vacía. El papel de las paredes, con grandes dibujos granates, estaba pasado de moda, y sólo quedaban unos pocos muebles cubiertos con sábanas viejas. Algunos bultos tenían formas curiosas: un espejo medio derrumbado, que comenzaba a picarse; una alfombra enrollada y atada con dos cuerdas; una jaula vacía en el balcón, junto a los dos tiestos; un bicho que parecía una garduña disecada; varias estampas sentimentales enmarcadas en las paredes. Restos de un naufragio.
—¿Y no lo has conseguido?
Elsa negó con la cabeza.
—Mira —señaló—, la tata tenía razón. Aquí estaba la muñeca con el pelo de verdad. —Luego respondió a la pregunta—. Este verano el abuelo cumplirá ochenta y cinco años, y se preocupa más por cómo celebrarlo que por lo que ocurrió en su juventud. A veces se acerca a mi cuarto. Me pregunta qué hago. Luego se vuelve al salón. No conozco a ningún anciano a quien no le guste contar sus batallitas. Cuando cuidaba a los de la residencia, se peleaban porque los escuchara. Mi abuelo no. ¿Sabías que luchó en el frente del Besra?
Rodrigo observaba a través de la ventana el piso en el que vivían Elsa, la tata y el abuelo. En el balconcito colgaban unas enredaderas verdes, sin flores, resistentes al calor. Ninguna huella hacía pensar que fuera una casa distinta, una casa con los muebles recién pintados y unos cuadros que no terminaban de cuajar.
—Como lo oyes, Veterano del Besra. Y nunca se refiere a ello. Si yo le pregunto, si trato de sonsacarle…
Las palabras se perdían en el techo alto y desnudo de la vieja pensión. Junto a la bombilla que pendía, sin tulipa, Rodrigo descubrió un desconchón. Ven conmigo, le hubiera gustado decir. No existo si no me das tú la luz, Elsa, no sé ni por dónde caminar si no te tengo cerca. He perdido el humor, y no me concentro en otra cosa que no sea que llegue la noche para charlar un momento contigo. Carraspeó.
—La gente mayor se vuelve maniática —fue todo lo que dijo.
Elsa grande le acompañó de nuevo al tren. Se besaron en el andén, y dos jubilados que hacían tiempo allí sonrieron.
—Si quieres, me quedo.
Elsa negó.
—No. ¿A qué te vas a quedar? No haces nada aquí.
—Voy a hablar con mi jefe. Le pediré un traslado aquí.
Elsa grande le cogió la cara entre las manos.
—No, no. Tú no quieres venir a Duino. Eso sería rendirse y aceptar que esta situación durará más de la cuenta. Sigue en tu puesto, y no te preocupes por mí. Cuando termine el verano regresaré a Desrein. Si veo que no me llaman, si todo está tranquilo, nos olvidaremos de todo este asunto.
—¿Estás segura? —le preguntó Rodrigo, después de una pausa.
—Sí. No pasará nada. Se habrán cansado de mí, o ya habrán descubierto que yo no soy mi prima. —Se inclinó un momento para colocarse bien la tira de la sandalia—. Es curioso. ¿Recuerdas todos nuestros planes, aquel mundo de seguridad que habíamos construido, y cómo mis padres, y Antonio y Blanca, se burlaban de él? Me da miedo comprobar lo fácilmente que ha desaparecido. Ha volado. Aquí no me sirve de nada la familia, ni los amigos, ni las palabras de apoyo de la policía. Es mi vida. Veo que esa vida que yo quería dedicar al arte, a formar una familia, a convertirla en algo de provecho, me la pueden arrebatar sin permiso, chasqueando los dedos.
—No pienses en eso.
—No pienso en eso. Vivo en eso.
Rodrigo se encaró de nuevo con ella.
—Te lo pregunto otra vez, y piénsalo bien antes de responder. ¿Quieres que me quede contigo?
Elsa sonrió. Le habían aparecido unas arruguitas extrañas en torno a los ojos; pudiera ser que fueran solamente del cansancio.
—No. Vete. Llámame cuando llegues.
Rodrigo regresó con un agotamiento enorme, como si hubiera terminado una expedición terrible a algún continente desconocido. Se había olvidado de muchas cosas. No le había dado recuerdos de Blanca, no le había dicho que había hablado con Antonio hacía unos días…
No le había pedido que se casara con él.
Elsa grande le retuvo hasta el último momento. Estaba casi segura de que se lo pediría. Conocía bien a Rodrigo, su manera de callar las cosas y dar tantas otras por supuestas, y creía que en esta ocasión dejaría de ocultar sus sentimientos y se dejaría llevar por la pena. La pediría en matrimonio. Si no, el aire de precariedad que ella se había preocupado tanto por lograr no serviría de nada.
—¿Cómo ha podido resistirse? ¿Cómo me ha podido dejar aquí sola, yo sola con todos los problemas, y regresar tranquilamente a su trabajo mañana por la mañana, como si nada hubiera ocurrido? Y yo que creí que, pese a todo, era un hombre sensible…
Estaba segura de haberse equivocado. No era sensible. Era un monstruo frío y calculador, tal y como sus padres le habían dicho durante tanto tiempo.
Ni la tata ni el abuelo notaron nada distinto, en Elsa grande. La tata acababa de llegar de Virto con nuevas noticias y provisiones frescas. Y el abuelo había sobrevivido perfectamente a la ausencia de Elsa. De hecho, ni siquiera se había percatado de ella. La tata distribuyó los huevos, las verduras y los pasteles. La cena transcurrió en casi completo silencio. Elsa rumiaba su descontento, y el abuelo y la tata no parecían tener mucho que decir.
—Me parece —les dijo la tata cuando recogía los platos, casi con cierta satisfacción— que pronto vamos a tener un entierro.
—¿Quién se muere? —preguntó el abuelo.
—El maestro.
—Pobre hombre.
—Ya no esperaban que llegara a esa edad.
—¿Cuántos años tendrá? —Calculó el abuelo—. No pueden ser más de ochenta.
La tata se volvió a Elsa grande, que no había abierto la boca, perdida en sus propios asuntos.
—Ese señor fue el maestro de tu padre, y de casi toda la gente que vive ahora en el pueblo.
—Sí —recordó el abuelo—, de tu padre, de Carlos y de la niña que se nos murió.
—Nunca supimos si se nos murió —saltó la tata.
El abuelo hizo un gesto con la mano.
—Tata, hace ya muchos años que la señora se murió. Ya se puede decir lo que se cree. La niña se nos murió.
Elsa los observaba con curiosidad, sin olvidarse del todo de la brutalidad de Rodrigo, que sin duda no la quería lo suficiente, y presenció cómo la tata no se daba por vencida. Luego el abuelo continuó hablando, mientras contaba los golpes dados con el tenedor.
—Después dicen que las mujeres viven más que los hombres —añadió—, pero, que yo cuente, en Virto quedan más viudos que viudas: yo —un golpe—; el maestro —otro—; Quintiliano, el de arriba; el médico.
La tata le quitó el tenedor, que comenzaba a doblarse.
—Viviremos más, pero la que se va, se fue.
—César, también, aunque ése no se casó —reflexionó el abuelo.
—¿Quién le iba a querer? Ese invertido…
Esteban levantó la cabeza, y Elsa grande prestó atención, divertida.
—¿Invertido? ¿Y eso de dónde lo sacas?
—Yo no le he conocido nunca novia.
—¿Y por eso le vas a colgar un sambenito al pobre hombre? Quita, quita. Ha trabajado siempre, toda su vida. A ver de dónde iba a sacar tiempo para novias.
—¿Qué pasa? ¿Que los demás no hemos trabajado?
El abuelo sonrió con malicia.
—Que yo sepa, tú tampoco has encontrado tiempo para novios y nadie dice nada. —Luego se volvió a su nieta—. ¿Tú qué opinas?
—Abuelo, yo nunca me entero de nada. Nadie tiene por qué esconder lo que es, o fingir lo que no es. Aunque supongo que en un pueblo la cosa será distinta. La presión que debe aguantar la gente…
—Que no, que no —insistió el abuelo—. En Virto no ha habido nunca invertidos.
—Lo que usted diga —dijo la tata, sin parecer convencida en absoluto.
César no era invertido. Prefería, eso sí, contemplar la vida a distancia. O a Antonia desnuda a distancia. Había cambiado muy poco con los años, casi tan poco como Virto y sus costumbres añejas. Cuando el sol daba en las vitrinas de la pastelería, se apresuraba a bajar un plástico amarillo que había comprado, porque le habían dicho que iba muy bien en esos casos. Prestaba oído a prácticamente cualquier cosa que le dijeran, porque le parecía que todos sabían más de la vida que él.
Dos chicos jóvenes trabajaban para él, y en los últimos tiempos se preguntaba si no le saldría más rentable comprarse una máquina de aquellas que fermentaban y cocían el pan y avisaban cuando estaba listo. Él se había ganado ya el derecho a descansar.
Muchos de los del pueblo le llevaban periódicos y cartones para que quemara. Una vez cada quince días prendía una hoguera en la parte de atrás de la pastelería, contra el muro, y allí iba arrojando los periódicos, las revistas, los cuadernos viejos. Se llegaba a averiguar muchas cosas sobre la gente por las cosas que leían. Cesar se enteraba con un poco de retraso de las noticias del mundo, pero como pocas de ellas le interesaban, le daba más o menos igual.
—Dichosos políticos —pensaba—. Si hicieran las cosas a derechas a la primera, no habría necesidad de andar cambiando tanto y de discutir siempre sobre lo mismo. Cuando uno ha logrado comprender una noticia, ya se le ha hecho vieja.
Encontraba también otras revistas a las que prestaba más atención. Algunas incluso las guardaba en su cuarto, y las hojeaba de vez en cuando. Había reunido una buena colección de ellas a lo largo del tiempo. Nunca le había faltado paciencia. Le gustaban especialmente las mujeres rubias de pechos grandes, las fotos en las que estaban solas más que las de parejas, la lencería negra antes que la roja.
—Dónde se meterán estas chavalas —se preguntaba, con los dientes largos—. Desde luego, por Virto no se asoman.
No sabía quién de sus asiduos compraba aquellas revistas, pero le ahorraba el trago de ir a buscarlas él. Se estaba haciendo mayor, y ya no era cuestión de dedicarse a perseguir parejitas por el monte.
El abuelo, conmovido por la noticia de la gravedad del maestro, suspiró y se marchó pronto a la cama. Recordaba las parras tendidas al sol ante la casa de los maestros, el enrejado de las gallinas tapiado por las pasionarias y una hilera de hortensias descomunales que bordeaban el huerto. Ahora ya de aquello no quedaría nada. Leonor, la única hija de los maestros, se había casado fuera del pueblo, con un avicultor, y no con mucho provecho, si se atendía a la tata. La casa de Virto no le serviría más que para estorbo.
—No somos nada —se decía una y otra vez—. Vivimos setenta, ochenta años, y luego, ¿qué? Luego se acabó, al cementerio, lo mismo ricos que pobres, buenos que malos. Se acaban las casas, se acaban los árboles, sólo las montañas no se acaban. Menuda gracia. Mira el maestro. Un hombre honrado que nunca ha hecho mal a nadie, y las hijos de sus nietos ni siquiera le recordarán. No quedará de él ni el apellido.
Tampoco él dejaba gran cosa detrás. La casa de Virto sería para la tata. Le parecía justo, después de tantos años de abnegación y cuidados. Ella no lo sospechaba, y por eso a Esteban le conmovía aún más el esmero con que se encargaba de todo. A los hijos les quedaba el piso en el que vivían; el de la pensión, que después de unas reformas valdría más que el otro, y una discreta cantidad de dinero, que quería repartir a partes iguales entre los nietos.
—Que no se peleen —pensó, recordando los disgustos de Antonia, que habían emponzoñado para siempre su trato con el hermano—. Lo que haya, que sea para los dos. Ya encuentran cosas suficientes por las que discutir como para que entre en juego también el dinero.
Eso, tras su muerte. En vida le quedaba el piso de la pensión, con sus macetas viejas, al otro lado de la calle. Y el otro piso cuadrado y estéril, compartido con una mujer joven a la que no conocía y una vieja a la que conocía demasiado, y un montón de granos de arena que iban menguando en un reloj.
Pero, en otros lugares del mundo, le quedaban un nieto que vivía una vida apresurada y una nieta olvidada, en la que casi no pensaba, que se enfrentaba a una lucha sola. En Lorda, a unas horas de viaje. Sola.
Elsa pequeña no hubiera podido imaginarse que un juicio conllevara tantas molestias y preocupaciones, una lentitud tan exasperante y horas y horas de demora. La Orden era un iceberg, un eucalipto con raíces imprevisibles; aparte de los cursos de formación, poseían bienes insospechados: terrenos, casas, coches, influencias y simpatizantes. El optimismo inicial se había moderado. Los cruzados se darían por satisfechos si lograban penas por abusos a menores o, al menos, si ilegalizaban a los grialistas.
—Pero no es suficiente.
—Nunca será suficiente. Debemos comenzar por algo. Luego llegará el resto.
—Es injusto.
—En eso estamos todos de acuerdo.
Algunas de las mujeres de la asociación se llevaban libros, o incluso la costura, para entretener el aburrimiento. Ella bajaba a la cafetería, y apoyaba la mejilla en una mano. Miraba fijamente la cafetera metálica que le colocaban delante, y en ella se reflejaba todo el interior de la cafetería, deformado e invertido. También Elsa pequeña, los ojos enormes, la barbilla inexistente, aparecía como un monstruo en el metal plateado de la cafetera.
—Si pudieras comenzar de nuevo, ¿qué es lo que cambiarías en tu vida? —preguntaba a las otras.
—No lo sé. Eso nunca se sabe. Creo que no cambiaría nada. Pero sabiendo lo que sé.
Elsa pequeña resoplaba. El metal de la cafetera se llenaba de vaho.
—Yo no hubiera abandonado los estudios. Nunca. Ahora no lo hubiera hecho ni loca. Cuando se termine el juicio, ¿qué tendré?
—Una indemnización, para comenzar.
Ella se encogía de hombros.
—Dinero, que se va como viene. ¿Y luego? ¿Quién me va a dar trabajo, con el pasado que arrastro?
—La asociación te ayudará.
—Quiero estudiar. Todavía no es tarde. Tengo veintiocho años. Hay más gente que se dedica a estudiar a mi edad. —Sonrió, como quien de pronto ve las cosas claras ante sí—. No quiero volver con mis padres a menos que sea estrictamente necesario.
Las otras mujeres la animaron.
—Claro que sí, Elsa. Eres muy joven. Tienes toda la vida por delante.
Pronto Elsa pequeña abandonó su decisión de comenzar a estudiar. La asociación puso a su servicio a un monitor para que se preparara y le diera clases en su propia casa, pero le falló la fuerza de voluntad.
—No me concentro. Lo intentaré más tarde. Cuando todo esto haya pasado —prometió.
Fue un revés para la asociación, que había depositado muchas esperanzas en Elsa pequeña y su recuperación, pero se resignaron. Decidieron darle tiempo. Como veían que no podía continuar mano sobre mano hasta que el juicio terminara, buscando musarañas y bebiendo infusiones, le encontraron un trabajo en una peluquería. Le faltaba práctica, después de tanto tiempo, pero aquello era lo de menos. Cualquier cosa, la más nimia, la ayudaría a alejar el miedo y el desaliento.
Ella pidió también que le consiguieran un apartamento propio, por pequeño que fuese.
—Estoy acostumbrada a vivir sola —se explicó—. Es mi carácter, no puedo evitarlo. Nunca ha sido fácil soportarme.
Se lo consiguieron. Un pisito pequeño, con una habitación y una cocinita minúscula, al final de un largo pasillo desnudo, en el que la luz tardaba mucho en entenderse y los vecinos parecían invisibles. Por las noches, el resplandor de un letrero de neón de una tienda de televisores y electrodomésticos pequeños no la dejaba dormir. No era una casa bonita, pero estaba a su disposición.
Le bastaba. Se hubiera conformado con menos.
Todo la había decepcionado: la asociación, que no era capaz de reunir gente suficiente para hacerse fuertes; la justicia, tan lenta e irregular; la policía, que se limitaba a su trabajo, sin demostrar la comprensión que ella necesitaba. Se sentía como si le hubieran roto todas las promesas que le habían hecho, y para sentirse así, prefería estar sola. Al menos, ella conocía de antemano en qué se iba a decepcionar.
Los sueños habían cambiado: en ellos retaba a un duelo al Guía, y ella poseía poderes mágicos. Era capaz de volar, y de sobrevivir a las espadas y a las balas. El Guía sentía miedo, y ella lo soltaba desnudo en mitad del monte, y se comía luego su ropa. Cuando se despertaba, le costaba recordar dónde estaba.
—No pasa nada… todo ha terminado. Vamos a trabajar.
Se ocupaba en la peluquería por las mañanas, y pasaba el resto del tiempo en casa, como una alma en pena. Abría y cerraba la nevera, y nada de lo qué había allí le apetecía. Cambiaba de ropa varias veces al día, y luego salía a la calle con un jersey grande y una falda amplia. Saltaba con un sobresalto si, por casualidad, alguien le rozaba por la calle, o si sus compañeras, que procuraban mostrarse cariñosas y sociables con ella, la tocaban sin querer. Se escurría como una anguila, con sus grandes ojos claros entornados y huidizos. Y no bien regresaba del trabajo, se metía bajo la ducha y se frotaba con jabón hasta arañarse de un modo espantoso. Percibía olores en su piel, olfateaba sus manos y pretendía borrar como fuera el rastro de otros sobre ella.
—Soy una bruta —pensaba—. Me hago daño.
Pero continuaba frotándose con más fuerza aún.
Se asomaba muchas veces a la ventana. Vivía en un bloque de ladrillos, en una zona poco elegante, en la que alquilaban muchos pisos a jóvenes. Había que coger un autobús para ir a la playa. La gente de su barrio, trabajadora y modesta, mostraba pieles blancas que no habían visto el sol en mucho tiempo, como cuando ella era camarera de la discoteca. La mayor parte de ellos no encontraban tiempo para bañarse en la playa y tostarse sobre la arena.
Perdió definitivamente el apetito. Picoteaba de vez en cuando una pieza de fruta, unos bombones que le hubieran regalado.
—Chica, qué suerte —le envidiaban las chicas de la peluquería—. Qué suerte tienes al no engordar. Con el hambre que yo paso…
Hubiera sido un milagro que engordara. Abría la nevera, y miraba las estanterías hasta que la luz le dejaba una mancha negra ante los ojos. Volvía a cerrarla, sin ánimos para nada. Continuamente debía tirar a la basura comida que se le echaba a perder. Era incapaz de recordar si había comprado algo, o dónde lo había dejado.
Se sentía observada, y debía reprimir el impulso de echarse a correr si alguien la miraba por la calle. Los ojos se le hundieron en las cuencas, y la mirada asustada que siempre la había acompañado pasó a delatar terror. No podía denunciar a todos los que le dijeran un piropo por las calles, pero si hubiera estado en su mano, los hubiera encerrado para que se pudrieran en la cárcel.
La mujer con la que había compartido piso la invitó a comer, y se preocupó mucho por ella.
—No pareces estar muy bien.
Elsa pequeña miraba fijamente su plato, sin decidirse a empezar.
—Sí que estoy bien. No he tenido buenas noticias de casa —mintió.
—¿Les pasa algo a tus padres?
—Prefiero no hablar de ello. —Luego, en un rapto de decisión, confesó—. A veces me parece que los de la Orden me siguen, ¿sabes?, como si hubieran apostado a alguien para que me vigilara.
La mujer se puso seria.
—¿Has reconocido a alguien?
—No… ni siquiera los veo… Pero cuando me quedo en casa, por las tardes, y comienza a oscurecer y no enciendo la luz, me parece que hay alguien en la calle controlando mis movimientos.
—Es muy normal sentir algo así. Forma parte del proceso. Luego se te irán esos miedos.
Elsa pequeña se sacudió unos pelitos negros que se le habían enganchado al pantalón en la peluquería.
—¿Sabes algo de las otras? Hace casi una semana que no veo a nadie.
—No —mintió la mujer—. Yo también ando a mi aire.
No quiso preocuparla. Ya tendría tiempo de enterarse. La niña de los ojos verdes, el otro regalo, se había suicidado. Había tomado unas pastillas que encontró en la mesilla de su madre. Casi todos los miembros de la asociación habían acudido al crematorio. Esperaban, sacando fuerzas de flaqueza, que eso predispondría a los jueces a su favor.
—No te angusties más de lo debido. Te costará un año, dos, pero luego olvidarás todo esto. Te volverás a enamorar. Ya lo verás.
Elsa pequeña sonrió.
—Creo que no me he enamorado nunca.
—No es una mala experiencia. Imagínate, alguien que cuide de ti, y a quien le tenga sin cuidado que te levantes con mala cara por las mañanas, o que engordes tres kilos. ¡Alguien capaz de soportar a tus padres!
Se rieron de buena gana.
—No me engañes. No existen hombres así.
—Sí. Te digo yo que sí.
Luego le cogió la mano a Elsa, y sonrió.
—Nadie va a perseguirte. No se atreverían, con la policía encima.
Sí que se atrevieron. El joven bien vestido que Elsa pequeña se encontraba todas las mañanas, cerca de la peluquería. Los dos hombres que la veían asomarse de vez en cuando, por la tarde. El otro que comía en el mismo bar que ella. Todos pertenecían a la Orden.
Sin máscaras, sin capas rojas, era más difícil reconocerlos.
Elsa pequeña, la observada, tenía, era verdad, cierta vida por delante. Y otra vida detrás. Unos hechos sin vuelta de hoja que habían afectado también la existencia de sus padres. Loreto y Carlos, que se habían entendido siempre sin problemas, comenzaban a discutir.
—Debimos haber tenido más hijos —se lamentaba Loreto—. La niña no se hubiera visto sola, y habría afrontado la madurez de otra manera. Ser hijo único es una maldición. Y ella, de pequeñita, nos lo pedía. Fuiste tú quien no quisiste.
—Si por mí hubiera sido, ni siquiera hubiera nacido Elsa.
Loreto le miró con rencor. Le venía a la mente la expresión de desencanto de Carlos cuando le anunció su embarazo, la atención obsesiva y constante que siempre había exigido. No era celoso, pero si él estaba delante, él debía ser lo primero.
—Tienes razón —escupió ella—. Ya me ha llegado ocuparme de Elsa y ser también tu madre. No he sido otra cosa en todos estos años.
—Y no has sabido hacer bien ni siquiera eso. Ya ves dónde está Elsa, y dónde he terminado yo.
Luego callaban. Carlos se acercaba a ella, con intención de pedirle disculpas. Loreto se deshacía de él.
—Déjame. No creas que ahora te van a valer tus mimos.
Salía de la cocina y se encerraba a llorar en el cuarto de baño. Fuera, Carlos llamaba suavemente.
—Nosotros no hemos tenido la culpa, Loreto. Son desgracias que pasan. Cada familia tiene las suyas. No hay manera de escapar de ellas. Y salvo eso, hemos sido siempre bastante felices, ¿no?
Llamaba de nuevo, y le asaltaba una duda urgente. Insistía.
—¿No?
Creía firmemente que se podía sobrevivir a la pérdida de una hija sin que el mundo se derrumbara. En aquellos tiempos difíciles del juicio y de la estancia de Elsa pequeña en Lorda, recordaba una y otra vez la vida que sus padres habían seguido tras la desaparición de Elsita. Estaba claro que él no era su padre; Esteban no hubiera perdido los nervios de aquella manera. Pero tampoco Loreto era su madre. Loreto mostraba una suave tenacidad, una voluntad de supervivencia que no había visto en otra mujer.
—Si la niña no sale de ésta —pensaba mientras revisaba los frenos de los autobuses o hacía señales para que un conductor avanzara—, tendremos que arreglárnoslas solos. Y si sale… si sale, ya encontraremos algo.
Le sorprendía continuar viendo al novio de su sobrina todos los días, como si nada ocurriera. Al principio pensó que tal vez hubieran roto. Luego prefirió creer que, ya que el chico seguía allí, impertérrito, con su rutina de trabajo y su aire pulcro, tal vez Elsa grande hubiera exagerado. Tal vez había aprovechado la excusa de las amenazas y se había marchado un tiempo de vacaciones, y la había enviado Miguel para crearle mala conciencia.
—Como siempre ha hecho, rehuyendo su responsabilidad y arrojándola sobre los otros. Eso que Elsa grande dijo que serían chiquillerías… bromas pesadas. Tendrían que haber visto a mi hija cuando escapó del monte, toda quemada, con aquella chaqueta. Así sabría Miguel lo que es pasarlo mal por una hija, él, que no se ha llevado un mal rato jamás.
Se mentía, eso lo sabía él de sobra. Pero cargaba ya con demasiadas responsabilidades, muchas, desde muy joven, y ya no podía más.
Carlos, el de los ojos abiertos ante la realidad y la vida, había olvidado el lugar exacto donde enterró a su hermanita. Era de noche, la había llevado en brazos y la había arrastrado durante bastante tiempo, tenía frío, las lágrimas no le dejaban ver bien, y sólo encontró un palo para cavar. Lo hizo lo mejor que supo. Nunca se paró a pensar por qué la enterró, por qué calló y la dejó allí sola, bajo las piedras. Cuando se alejaba, se dio cuenta de que no había rezado, y regresó para hacerlo. Arrancó unas malvas que crecían salvajes, y las colocó encima de la tumba.
—Padre nuestro… padre nuestro…
Entre la tierra asomaba un trozo de vestido sucio. Carlos se volvió a otro lado y sintió arcadas.
Cuando bajó del monte y comprobó que todos le habían estado buscando, sumidos en la desesperación, se sintió extrañamente confortado. Se dejó mimar, él, el que caminaba por la tierra de nadie entre la brillantez del primogénito y la atención que dedicaban a la niña. Durante toda esa noche fue un niño al que habían arrancado demasiado pronto de la cuna para introducirlo en un mundo de adultos y pesadillas.
Se despertó siendo un hombre. Durante unas horas lo fue. Sacó a Miguel de la cama, le obligó a cortarse el dedo, lo mojaron los dos en el agua, se la bebieron y formularon un juramento.
—Jamás olvidaremos a Elsa.
—Jamás olvidaremos a Elsa.
—Aunque nos arranquen el corazón y el hígado. Aunque nos corten la cabeza. Aunque nos amenacen con matarnos. Aunque nos lleven a la guerra. Juremos que jamás olvidaremos a Elsa.
—Jamás olvidaremos a Elsa.
Luego volvió a ser un niño.
Elsita, la niña que nunca dejaría de serlo, conocía bien esos retorcimientos de su hermano y los disculpaba. Eran los mismos que le impulsaban a matar ratas, y babosas, y conejos, a pellizcarla a ella cuando era un bebé o a arrojarse contra el mayor para destrozarlo. Carlos no había tenido nunca otra salida.
Era como Patria, no la mujerona que había terminado siendo alcaldesa, sino aquella Patria adolescente violenta y ruin que había torturado su niñez; niños sin suerte, sin defensores, sin nada más que sus recursos para afrontar la vida. Habían hecho lo que habían podido.
Como Miguel. Pero para Miguel los problemas habían sido menores, como les ocurre a los elegidos de la fortuna. Las desgracias de la familia, esas de las que no se libraba ninguna cepa, le habían rozado, sin darle de lleno; Al fin y al cabo, él no había visto muerta a Elsita ni había cargado con la responsabilidad de enterrarla y callar. Su hija no había tenido que huir porque hubiera cometido ningún deliro, sino por culpa de otros. Le quedaba ese consuelo: todo lo malo que le había ocurrido, todo ello, no había dependido jamas de él. Otros habían sido los culpables.
César, en cambio, era un caso aparte. El espectro de Elsita, mientras vagaba por las montañas, se había encontrado muchas veces con él, que andaba siempre tras un placer ajeno que espiar. Ella se escondía detrás de un árbol al verlo llegar, pero él pasaba de largo, silencioso, no fueran a descubrirle, muy poco atento a la presencia invisible de Elsita.
Nunca hizo el menor intento de acercarse a la zona en la que la niña había muerto. Ni siquiera para dejarle unas flores. Incluso antes de que Elsa pequeña diera con los huesos medio desenterrados y los pisara, a César le hubiera resultado fácil reconocer la zona. Hasta que se pudrió, y tardó mucho tiempo en pudrirse, hubo una cuerda en el suelo, un cordel embreado de los que se empleaban para atar paquetes postales.
Era la cuerda que Elsita, en el colmo de la femineidad, empleaba para atarse las piernas.