7

Si los padres de Elsa pequeña envidiaban la sensatez y la cordura de su sobrina la mayor, los padres de la otra Elsa, en cambio, hubieran preferido que su hija viviera más, que no siguiera una pauta tan marcada. Como las orugas de las procesionarias, Elsa grande parecía seguir un sendero trillado y desbrozado por otros antes; estaban seguros de que si arriesgara un poco más, su talento conseguiría grandes logros.

—Viaja, conoce mundo… ¿Cómo pretendes saberlo ya todo a tu edad? Eres pintora, debes buscar imágenes nuevas, historias no contadas que plasmar. Hace falta una gran curiosidad, deseos de no atarse a ninguna parte para ser artista.

Pero Elsa grande quería pintar retratos, casarse joven, dedicar mucho tiempo a la familia y a la casa. Y así, tranquila, estudiar y profundizar en lo que le pareciera a cada momento.

—Pero ya tendré tiempo para viajar, mamá. Cuando envejezca no tendré ya cerebro ni deseos de estudiar, pero siempre me quedará hueco para viajar.

Así vivieran cien años, sus padres no la comprenderían. Entre ellos acusaban a Rodrigo de pisotear las alas de Elsa y de colocarle primorosas orejeras de sentido común.

—La juventud pasa pronto —le advertían—. Aprovéchate de ella ahora.

—La juventud pasa pronto —se decían Rodrigo y Elsa—. Debemos aprovecharla. Es el momento de sentar bases, de tender puentes. ¿Qué será de nosotros si no cuando no podamos valernos, cuando lleguen los años débiles?

En los presagios fúnebres coincidían los dos. Los ataba el convencimiento de que las desgracias, aun las más peregrinas, los acechaban tras cualquier mal paso, y que nada de lo que hicieran para prevenirlas sería poco. Cuando en su banco trasladaron a Rodrigo al departamento de seguros, su precaución se vio recompensada. ¿Sabían los otros, los despreocupados, que un meteorito, un incendio, una cosa tan tonta como un tiesto de petunias en la cabeza, podría…?

Unidos en una jocosa alianza, los padres de Elsa grande y su amiga Blanca se burlaban de ellos y los llamaban las hormigas. A veces se unían para enredar a Elsa y sacarla de su trabajo, en una expedición de ataque en el que se creían cigarras.

—Ven, te invito a comer. Vamos al cine… ¿Es que no piensas en otra cosa que no sea trabajar?

Elsa grande se quejaba de esas interrupciones, pero le servía de poco.

—Si al menos se te contagiara algo de la alegría de vivir de Blanca —decía mamá, mientras las dos freían pescado. Elsa enharinaba las sardinas, y la madre cuidaba de que el fuego no las arrebatara—. Algún día te arrepentirás de haber pasado tu mocedad encerrada y seria como un búho.

Elsa grande concentraba su atención en cubrir las escamitas plateadas con harina y callaba. Adoraban a Blanca. Sus padres la querían porque era cariñosa y divertida, tuteaba a la madre y mostraba un respeto sólo a medias burlesco con el padre. La querían porque, a diferencia de cuando Rodrigo iba por casa, escuchaban las risas en la habitación cuando las dos se juntaban, y porque durante años ni siquiera había avisado cuando venía a comer. La querían porque, pese a provenir de una familia acomodada, prefería a Elsa antes que a cualquier otra amiga. La querían porque había compartido con su hija regalos y situaciones que, de otro modo, hubieran estado fuera de sus posibilidades. La querían porque a veces se refería a ellos como sus otros padres, y porque siempre, incluso cuando ya habían montado el negocio juntas, y sus vidas tenían poco que ver con las de las niñas que fueron, Blanca continuaba abandonando la casa de mala gana, y se despedía con besos de todos.

Cuando su madre se lamentaba, con la más sarta intención de provocarla, de que no fuera como Blanca, ella callaba. Debía defender su fama de búho.

El búho. Un búho de ojos redondos, siempre a la espera de las desgracias. Blanca, el colibrí. Un colibrí centelleante, inquieto, visto y no visto. Un pajarito veloz, perseguido por la alegría y la angustia.

Blanca. A menudo su alegría, su angustia cubrían el cielo entero, y con ademán resuelto, como si firmara una sentencia de la que estuviera íntimamente convencida, abría la nevera. Las dos solas, después de una tarde de confidencias, o de estudio, o sencillamente de tumbarse sobre la cama a contemplar musarañas. Blanca comenzaba con dos yogures, con la plateada elegancia de sus tapas arrancadas.

Luego, mientras Elsa grande chupaba algún bombón, o mordisqueaba una pera, llegaba el resto. Comía un tomate; la ensalada que había troceado para la cena, con una lonja de salmón ahumado envuelta en papel aceitoso; zanahorias a las que limpiaba la tierra con un paño, de modo que a veces sus dientes rechinaban con alguna piedrita; jamón cocido; mortadela salpicada con aceitunas, y un fiambre de cerdo que llevaba pistachos.

Comía paté que comenzaba untando con parsimonia sobre pan tostado, y que terminaba devorando a cucharadas; chorizo que no se molestaba en dividir en rodajas; lomo; tallarines que habían sobrado del mediodía, mezclados con salsa de orégano; trozos de tocino blanco que reservaba para alguna fritura; queso que rayaba precipitadamente o que mordía hasta arrancarle medias lunas onduladas; latas de anchoas y sardinas que conservaba en la nevera; leche tan fría que le quemaba la garganta. Para entonces había recorrido todas las baldas de la nevera, y las había vaciado; quedaban los huevos tambaleándose en la puerta, y alguna verdura que debía cocerse.

Entonces se giraba, sin apenas moverse, y abría de una patada la alacena. Allí conservaba las galletas; las tabletas de chocolate, nunca más de dos, que restallaban al romperse con un ruido particular; las magdalenas para el desayuno; la leche condensada, que dejaba en sus labios el sabor de alguien que había muerto hacía mucho tiempo; el pan, que untaba con mantequilla y azúcar, o con aceite y sal. Y así, en medio del desastre, con el suelo de la cocina cubierto de migas, los envoltorios de celofán destrozados y las uñas sucias con restos del festín, comía hasta que al final no quedaba lugar ni hueco en su cuerpo para la alegría, ni para la angustia, y durante un momento el mundo permanecía en calma, indoloro. Flotante.

Elsa grande la miraba comer sin mover un dedo, concentrada en su bombón, hasta que la amargura del chocolate le cortaba la lengua y se la entumecía. Veía cómo Blanca se ponía en pie y caminaba por el pasillo; cuando regresaba del cuarto de baño volvía a ser la misma. El colibrí. En su vientre, torturado y quemante, se albergaban las mismas emociones que le daban vida: la alegría, la angustia. Sólo en último lugar, como un resto de algo muy lejano, la comida.

De modo que en sus cartas, cartas más detalladas y frecuentes que las que destinaba a Rodrigo, no le hablaba de los dulces que traían de Virto, ni del plato típico de Duino, que la tata dominaba con una pericia casi insultante: la pava asada, con su relleno de castañas, alfóncigos, piñones y una farsa de jamón picado, pan y perejil. Allí latían infinidad de historias no contadas. Le hablaba de los naranjos con naranjitas amargas que crecían por las calles, de las cúpulas de las casas viejas, pespunteadas con azulejos, de sus paseos interminables hasta el fin de la ciudad; de una platería que había en la plaza, con unas bandejas de plata anticuadas y, por tanto, extrañamente aristocráticas, y de la crueldad de un cartel que se mantenía en la misma calle y que rezaba «Carne de potro».

Sin embargo, faltaban los olores verdaderos del barrio del abuelo: el de las almendras garrapiñadas de la churrería, que se extendía, espeso como una mancha visible, por los pisos altos; el de la parrillada de los domingos del restaurante más próximo; el olor yodado, femenino, de la mejor marisquería de la ciudad, que ostentaba sus langostas vivas y amordazadas en grandes tanques de agua ante el escaparate.

No podía separar la luminosidad de la calle con la alegría de la comida, que en Duino saltaba a los ojos a cada paso. En Desrein los edificios nuevos y sin vida, el acero y el cemento delataban acusadores a los que se entregaban a la gula. Comer una manzana por la calle resultaba tan impropio que podía ser interpretado como una provocación. Los duineses, en cambio, colocaban toldos en las terrazas para protegerse del sol, bañaban en aceite una lechuga melancólica, la salpicaban con sésamo y alcaparras y organizaban con ella un festín.

En Desrein la comida vivió épocas gloriosas. Los tiempos del hotel Camelot.

Budines de leche cuajada adornados con brevas abiertas en forma de flor. Uvas encerradas en cápsulas de hojaldre, rellenas con una avellana. Tocinos de cielo temblorosos, agobiados bajo estrellas de nata. Melocotones helados.

Cuando el hotel Camelot cerró, después de cambiar varias veces de dueño y de vender hasta las toallas con la coronita bordada, se rumoreó durante algún tiempo que el edificio sería derribado. Atrancaron con maderas la puerta y tapiaron las ventanas bajas. Entonces, de pronto, alguien recuperó las escaleras señoriales y los pasamanos encargados al extranjero, y el viejo hotel regresó a la vida.

Lo convirtieron en un banco. Las remodelaciones de la planta baja fueron mínimas. Aprovecharon los zócalos nobles. En las habitaciones instalaron las oficinas. Aquello respondía admirablemente al espíritu de Desrein; nada sobraba, todo podía utilizarse nuevamente, y la reconstrucción del Camelot fue muy admirada. En los tiempos confusos en los que ya no existían ni los buenos valores del pasado, ni el estilo y el refinamiento, aquel banco les hacía recordar las épocas en las que todas esas cosas contaban. Señoras con zapatos y bolso a juego se colgaron del brazo de los hombres importantes y acudieron a la inauguración, donde sirvieron minúsculos bocaditos con pasta de hígado y caviar plateado.

Melocotones helados.

Cuando a Elsa grande se le caían encima las paredes del piso, salía a caminar. Duino, en las tardes en las que el viento frío de la nieve lejana espantaba el calor, era una ciudad llena de recovecos, agradable para quien la visitara. Elsa había comenzado alejándose casi con timidez: primero hasta la avenida más cercana, luego hasta un parque con unas estatuas de alabastro desgarbadas y vanguardistas y posteriormente hasta la parte vieja.

Dejaba a un lado a un mendigo en la esquina, que pedía con un perrito que sostenía una cesta entre los dientes, con los ojos cerrados; la tienda de la plaza, una platería que relumbraba al sol con sus cepillos y sus bandejas grabadas. Y había también un café al que una mampara de cristales de colores le daba cierto aire modernista, un café con un cartel que anunciaba que los jueves se jugaba al bingo.

No paseaba como una turista, siguiendo rutas esbozadas en un mapa, sino que buscaba pequeñas excusas para acercarse hasta un palacio reconstruido dos barrios más allá, o hasta la cárcel, que se erigía cercana a la autopista. Recordaba a Rodrigo, e imaginaba qué le contaría cuando se llamaran. Luego, en las comidas, describía lo que había visto, y el abuelo y la tata descubrían la ciudad con otros ojos. Incluso sacaban un mapa y seguían sobre él sus movimientos.

—Tenemos un museo muy importante en la ciudad —decía la tata—. Tú que eres pintora deberías visitarlo.

Elsa, que conocía por catálogos el museo y no le encontraba ningún mérito, asentía por cumplir. El abuelo continuaba.

—Esa parte no ha cambiado en absoluto desde la guerra —le contaba el abuelo—. El ensanche lo trazaron por la otra margen, ¿no ves? —señalaba en el mapa—, hacia la zona del río. Allí hubo hace mucho tiempo una maternidad… Ahora no sé qué es lo que hay.

—Sigue allí —le informaba la tata.

—A ver cuándo me acerco por ahí… me estoy volviendo perezoso.

Tal y como le había prometido al abuelo, había echado un vistazo a los muebles que habían sobrevivido a las termitas. De una de sus excursiones regresó con varios botes de pintura, y pintó la mesita y el armario de su cuarto en verde claro, con filos de oro. Probó a resaltar las molduras de la cama, pero la madera, muy porosa, no admitía tantas alegrías. El abuelo la observaba desde la puerta.

—¡Bueno! —dijo, admirado—. Va a parecer que tenemos una casa nueva.

Animada por él, pintó con colorines otras partes de la casa, algunos chillones, otros un poco más apacibles. Recordó que en la residencia de ancianos habían cubierto una pared con teselas imitando el arco iris. Eso animaba a los viejos a que se aferraran a la vida.

—¿No te hubieras ganado mejor la vida si en lugar de tanto cuadro fueras pintora de brocha gorda? —le decía el abuelo.

—¡Abuelo!

Él se reía, con toda la malicia. Entonces ella también sonreía.

—Pero qué malo es usted. Me ve aquí toda hacendosa, y salta con esas ideas.

Las charlas con el abuelo le recordaban la desagradable despedida del director de la residencia. No podía evitarlo; sentía indignación. Aquel hombre, que se había mostrado tan servil cuando la necesitaba, la había despachado con la mirada dura.

No me faltaban preocupaciones —pensaba—, y tengo que recordar precisamente eso.

Le había cortado de raíz la atracción y el respeto que sentía por las personas mayores. Se dejó a propósito los apuntes que había tomado de sus ancianos, a los que hacía compañía. Los rostros estaban cuarteados, y mostraban la vida, el poder, las decisiones erróneas que aquellos hombres habían tomado.

Elsa grande, por supuesto, no lo sabía, pero entre ellos se encontraba Melchor Arana. Había cambiado mucho. Si se hubiera traído uno de los dos retratos que le había hecho, ni siquiera su abuelo le hubiera reconocido.

Los primeros días tuvo malos sueños, pero no los recordaba al despertar. Sólo quedaba de ellos una sensación agobiante, como si un monstruo se hubiera posado sobre su pecho durante toda la noche y le hubiera impedido respirar. Cuando abría los ojos, por un momento, no recordaba bien dónde estaba, ni qué día era. Todo lo más, acudía a ella la sensación de que se encontraba en un lugar distinto, de vacaciones, tal vez, sin trabajo ni agobios. Se removía entre las sábanas, perezosa, y observaba que ya había sol fuerte tras las persianas.

Entonces, como si le hubieran dado una cuchillada, recordaba. Cartas en blanco, llamadas, miedo, Elsa pequeña, muerte, lejanía, miedo, Rodrigo, lejos, sin nada, sin nadie, miedo, tristeza, el calor agobiante, las miradas, los cuadros, retratos, rostros, ancianos, abuelo, miedo, miedo, miedo…

Aunque con los muebles y los colorines se había distraído y había recuperado cierta tranquilidad de espíritu, su labor avanzaba poco.

Es el calor —pensaba, porque las proximidades del verano no le despertaban las ganas de trabajar.

Con un esfuerzo de voluntad se sentaba y dibujaba durante un rato, pero al cuarto de hora abandonaba, aburrida.

No es el calor.

Sentía que llegaba el momento de una nueva etapa, una fase que estaría presidida por el colorido, y que había iniciado con un extraño cuadrito, muy inquietante, en tonos verdes. Era un retrato diminuto, una prueba que la había animado a continuar por ese camino. Se apartaba del realismo extremo, que había sido su preocupación hasta ese momento, y trataba de reflejar personalidad y carácter mediante combinaciones cromáticas. Pero aún no se sentía muy segura.

—¿No crees que me encasillaré en retratos ñoños? —le preguntó a Blanca.

—Mientras no te dediques a las escenas de caza… —había respondido ella.

Elsa grande casi se enfadó.

—No me tomas en serio. Es fácil convertirse en una retratista convencional. Este proyecto de los colores puede estallar en mis manos. Si empleo tonos amables, el rosa y el malva para una niña, o una jovencita, por ejemplo, la fama de sentimental no me abandonará jamás.

—No es un concepto tan novedoso. En publicidad se ha empleado durante años.

Elsa grande quedó definitivamente escamada. Blanca no se enfrentaba a esos problemas; utilizaba casi siempre el blanco y negro. Y, por añadidura, Blanca era mucho más moderna, más atrevida en sus propuestas, y poseía mayor talento e intuición.

—Ella lo sabe —se quejaba Elsa grande a Rodrigo—. Yo debo aprenderlo.

Duino agudizó su sentido del color y reafirmó su decisión de avanzar por ese camino; la ciudad estaba llena de andamios y de casas a medio recuperar, que pintaban de rosa, de rojo intenso, de verde fresco. A veces se sentaba en un parque a media mañana y observaba los edificios y la gente que pasaba: los niños con gorritos para que el sol no les enfermara y las mujeres que soportaban medias y un correcto maquillaje. Pero por lo general se limitaba a caminar, con la mente en blanco, para olvidarse de por qué vivía en Duino y no en la vítrea Desrein. Si le parecía que alguien la seguía, cambiaba de acera y apresuraba el paso. Volvía la cabeza varias veces, y evitaba tomar calles poco frecuentadas. Sentía miedo, se creía observada; le desagradaba que los hombres la miraran, o que las mujeres se fijaran en ella. Comenzó a escoger ropa discreta y aprendió a pasar desapercibida. En realidad, la situación de destierro sólo agudizaba una tendencia instintiva: Elsa grande, que siempre había contemplado a los demás, detestaba saberse contemplada.

Comenzó Bellas Artes con la intención de dedicarse, al menos remotamente, al cine o, en el peor de los casos, a la pintura. Sin embargo, el contacto con otros artistas, en lugar de estimularla, la agostó, la convirtió en una plantita muerta. Todos le parecían mejores que ella, con mayores aptitudes y un carácter más adecuado.

—No seas tonta —la animaba su hermano—. Vales tanto como ellos. Vístete de negro, pon cara de ser interesante y misteriosa y te sentirás en ese ambiente como en casa.

La carrera le ofrecía demasiadas posibilidades para limitarse a una sola opción, y de pronto decidió que dedicarse a pintar acortaría sus horizontes. Decidió entonces probar la escultura, pero carecía de habilidad. Lo intentó luego con la fotografía, la disciplina por la que más atraída se sentía; pero pronto descubrió que no poseía el temperamento adecuado.

—Mirad esto —decía, desanimada, y comparaba dos fotografías, una de Blanca y otra suya—. Es para volverse loca.

Junto a las de Blanca, sus fotografías parecían postales, reproducciones sin fuerza ni variación. Blanca trató de ayudarla, pero fue en vano, Sin pesadumbre, regresó a la pintura, y descubrió entonces su habilidad para el retrato. No era una opción habitual, y pronto destacó.

En su territorio se movía con pericia. Con su temperamento realista y calmoso se hacía pocas ilusiones. Sabía que se dedicaría a pintar retratos de próceres ilustres y grandes de la ciudad, o que terminaría en un periódico, esbozando caricaturas de personajes conocidos. Y como los buenos pintores de corte, se esmeraba en captar los reflejos de las cadenas y el brillo sedoso de los tejidos porque sabía; que el esplendor burgués no le perdonaría que indagara en el interior.

Cuando se lo permitía, cuando el modelo inspiraba confianza y se sentía en libertad, Elsa grande era enormemente perspicaz, y dominaba el lenguaje simbólico de los retratistas antiguos: flores, frutas, alegorías. Como la mayor parte de las personas silenciosas, observaba detalles que otros pasaban por alto: gestos, actitudes, palabras encubiertas. Por fortuna para ella, pertenecía a una familia exhibicionista y presumida, con la que podía practicar, y ahora que su hermano Antonio vivía lejos le añoraba doblemente porque era un excelente sujeto de estudio.

El retrato verdoso reflejaba a Blanca, una Blanca torturada y lejana, con grandes ojos almendrados, un vestido que parecía compuesto de escamas, un tono de piel que remitía a la idea de una ahogada, una Blanca rescatada después de varios días de vagar en la corriente del río.

Llevaba un collar violeta, y el fondo se iluminaba apenas con un resplandor anaranjado, o más bien dorado.

Blanca se observó en silencio durante algún tiempo, y luego devolvió el cuadro al caballete.

—Así seré cuando muera —dijo.

Elsa grande no dijo nada. No distinguía la verdad de la mentira en las palabras de Blanca. Nadie mentía como ella, nadie poseía el don de convertir en fascinante una historia con la habilidad con la que ella lo hacía. Cualquier cosa, la que fuera, se convertía en nueva en sus labios. Sabía pedir prendas y buenos precios a cambio de las historias, y las empleaba con destreza como armas de seducción. A lo largo de los años había padecido sus efectos; había disfrutado de ellos también.

Blanca había sido una artista en el sentido más habitual de la palabra. Ella sí vestía de negro, buscaba collares hechos con huesos, hilos y conchas, se había agujereado varias veces las orejas y sus cambios de humor resultaban asombrosos.

Cuando se lo proponía, podía resultar turbadora. Invitaba a gente a la que apenas conocía a posar. Fotografiaba manos, rostros sin maquillaje ni artificios, labios entreabiertos. Le gustaban también las nucas y determinadas espaldas. En cualquier exposición, sus fotos resultaban las más impúdicas, las más obviamente sensuales y crudas. Acumulaba galardones, y siempre se sentía insatisfecha.

—¿De qué me sirven los premios? —decía, asqueada, ante la desesperación de Elsa grande—. Continúo aquí, fotografiando lo que me interesa en mis ratos libres y sobreviviendo con lo que cobro de los reportajes de boda. Nadie compra fotografías artísticas para colgarlas de una pared. Y quienes acuden a mí no quieren arriesgarse. Sácame guapa. Llegan con sus maquillajes y las manos llenas de anillos. Y yo sonrío, sí, señora, ladee la cabeza, a ver, un poco más, ya casi está… Valiente manera de hacerse rica.

No le importaba el dinero. Nunca le había importado, porque siempre la rodeó. Eran otras cosas las que le robaban el sueño, las que la convertían en algo muy distinto del colibrí que todos veían. Pese a su aparente extroversión, era reservada, y nadie sabía sobre ella nada que ella no quisiera que se supiera. Salvo Elsa grande. Elsa lo sabía todo.

Sabía, por ejemplo, que Blanca se moría. No por ella, no porque se lo hubiera dicho, por supuesto. Era otra de tantas historias no contadas. Hubiera pasado desapercibido, porque era un declive progresivo, el lento cese del corazón: se había estado matando en cada comida, cada vez que había vomitado tras devorar cualquier cosa que le matara la angustia.

Se la encontró en el pequeño cuartito que hacía las veces de lavabo en el estudio, desmayada en el suelo, con grandes círculos violetas bajo los ojos y el rostro lívido. Durante unos segundos se apoyó contra la puerta, sin reaccionar. Luego corrió al teléfono, acompañó a Blanca en la ambulancia, con las manos unidas, convencida de que moriría.

Una vez en el hospital, se acordó de llamar a su familia. Se le había olvidado el teléfono, y tuvo que sentarse un momento para controlar los nervios. Si Blanca se había drogado, si algo ilegal se escondía en todo aquello, era preferible que sus padres no supieran nada. De nuevo se sentía responsable de Blanca, como cuando eran quinceañeras y había temblado por si descubrían los manejos que su amiga y ella se traían. Ni siquiera sabía qué decir. Se limitó a quedarse allí sentada, hasta que los médicos le dijeran algo y ella supiera a qué atenerse.

Blanca no murió. Se lo comunicó un médico maduro que no parecía muy interesado en lo que decía. Elsa grande se enteró con sorpresa de que no era la primera vez que le ocurría. No eran drogas. Estaba enferma. A su corazón le faltaban minerales, sodio, potasio, sales preciosas para el organismo. Los médicos y los enfermos pasaban a su lado sin ni siquiera mirarla, ajenos a su dolor y su preocupación.

En cuanto Blanca se recuperó mínimamente, un poco avergonzada, le suplicó que no llamara a sus padres. Que no lo contara en su casa.

—Si mi madre lo sabe, nunca me permitirá que vaya a vivir por mi cuenta. Sabes que me trata como a una niña. Ya es bastante grave que controle lo que como, que me lleve a las terapias, y que quiera jugar a papás y a mamás conmigo ahora.

—No sabía que tu… problema afectara al corazón.

Blanca se encogió de hombros.

—El corazón, los riñones, el hígado… ¿Qué más da? Algo reventará un día u otro. Si supieras lo sencillo que todo parece, lo poco que me importa… Si sólo pudiera tener un poco de independencia… Cree que por estar encima logrará curarme.

Elsa grande comprendió muchas cosas: la preocupación agobiante y excesiva de la madre de Blanca, sus silencios, las piezas blancas del rompecabezas que iban encajando.

—No diré nada —prometió.

Esperó a que Blanca se durmiera, y salió al pasillo. Una anciana en silla de ruedas la miró con curiosidad, con una bolsa de suero sobre el regazo y las venas de las muñecas muy marcadas. Asustada por la proximidad de la muerte, corrió a los brazos de Rodrigo, que no le hizo preguntas, y, una vez más, se encargó de arreglarle la vida a Blanca.

Se la llevó a su casa y la ayudó a fingir que pasaría los siguientes días en el pisito recién alquilado. Se maravilló ante la estupidez de sus padres, que no pusieron pegas, y ante su propia estupidez al negarse a ver lo que sucedía, y lloró mucho. Durante varios días sufrió pesadillas. Veía a Blanca conservada en sal, o soñaba que había muerto. Por primera vez caía en la idea de que Blanca era mortal, de que se abandonarían la una a la otra algún día. Una de las dos se quedaría sola. Y Blanca, así lo decían todas las señales, partiría primero.

Todo había comenzado trece o quince años antes, cuando ocurrió aquella historia no contada, cuando las dos, Elsa grande y Blanca, continuaban aún en el colegio, y falsearon su edad para que las admitieran en un curso de verano en la Universidad de Lorda. Hubieran matado por acudir a aquel curso. Blanca se encargó de los papeles modificados, y Elsa grande, a la que los adultos consideraban más sensata y de la que no sospechaban, porque Blanca mentía más que hablaba, trató de convencer a los padres para que las dejaran ir.

—Pero si somos formales… si aprobamos todo… ¿Nos dejaríais?

Durante semanas suplicaron e insistieron, y cuando las dos presentaron las cartas en las que las admitían en varios de los módulos de un curso, los padres no tuvieron entrañas para negarse. Lorda quedaba a apenas dos horas, y preferían que las niñas pasaran el verano allí estudiando y no holgazaneando tendidas al sol.

—¿Y si nos descubren? —comenzó a preocuparse Elsa grande, mientras hacía la maleta.

Blanca puso los brazos en jarras, muy determinada.

—Si vas a pasarte así todo el viaje, nos quedamos. —Luego la arrastró hasta un espejo, la abrazó por la espalda y sonrió—. ¿Quién nos va a descubrir? ¿Eh, tonta?

Blanca no tendría ningún problema para hacerse pasar por mayor de edad, y Elsa grande, ranita flaca, se propuso aparentar aplomo y descaro. Las dos habían dicho ser estudiantes de la Universidad de Desrein, y era poco probable que la mentira fuera descubierta. Para ellas, durante tres semanas, se abrían los secretos del montaje, la historia del cine, el futuro.

—Qué suerte —les habían dicho las otras amigas, que se mordían los labios llenas de envidia—. Si veis a algún actor famoso, traednos autógrafos.

—Cobardes —respondió Blanca, despectiva, porque su plan inicial había incluido a varias de aquellas amigas—. Ya pueden dar gracias si les enviamos alguna postal.

Pese a la gran fama que los cursos de verano de Lorda habían logrado, los profesores se quejaban de que el nivel había descendido; culpaban de ello a la masiva admisión de alumnos, que acudían como hechizados ante el reclamo de las lindas playas de Lorda y el prestigio de dos o tres profesores de campanillas.

Las verdaderas razones nunca se revelaban: cinco años antes el director de los cursos había renunciado a su cargo, aduciendo motivos de salud. Faltaban apenas dos meses para el inicio, y la dirección buscó a toda prisa un sustituto, que, mal que bien, capeó el temporal. Desde entonces permanecía inamovible en su cargo; hacía y deshacía a su antojo, y favorecía envidias y resquemores desconocidos hasta entonces. Varias de las profesoras se marcharon, aburridas de su prepotencia y su machismo; las sustituyó por gente de confianza.

Aquel año, durante la ceremonia de comienzo de curso, el director hizo hincapié en la juventud y la experiencia de los profesores, y en el gran poder de convocatoria de los cursos. Todos, profesores y alumnos, se habían reunido en el gran salón de actos de la universidad, y se observaban los unos a los otros con atención, como si pertenecieran a especies enemigas y enfrentadas.

En los cursos en los que Elsa y Blanca se habían inscrito sólo dos profesores bajaban de los cuarenta: Gloria Maza, la profesora de montaje, y el de técnicas narrativas, John Swordborn, un poco más joven.

Era el tercer curso de verano para Swordborn, y el segundo en el que trabajaba de profesor durante todo el año. Antes de recalar en Lorda había sido actor y guionista de cine. Ninguno de los trabajos le había importado mucho, y había pasado de uno a otro con total indiferencia. Así lo había aprendido de sus padres, actores, despreocupados y adorables.

Luego, al abandonar su país, su pasado cobró súbita importancia. Necesitaba certificados, títulos, experiencia. Desempolvó su travesía universitaria y la desplegó, reluciente, ante los que se la pedían. Por aquel entonces, su madre, Wilhemina Swordborn, acababa de publicar un precioso tratado sobre la comunicación en el teatro, para el que él había buscado bibliografía; en contrapartida, la madre le dedicaba el libro, y se refería a él como maestro e inspiración.

Las palabras de su madre y la devoción sin límites que el director de los cursos de verano sentía hacia ella firmaron su admisión por tres meses como profesor de un curso intensivo. El resto, los dos años y nueve meses restantes, se los ganó él. Cada trimestre esperaba una carta de la universidad que le anunciara si el contrato se renovaba por otros tres meses o decidían prescindir de sus servicios; fumaba un cigarrillo muy despacio antes de abrirla.

—Qué más da —murmuraba, en voz baja—. Si debo irme, es porque estaba escrito que debía irme.

Había llegado a Lorda por casualidad, y se quedó porque encontró fácil el idioma, le agradó el clima y se enamoró de una chica morena y dulce. Pero a los tres meses rompió con ella, y se había aburrido ya del cielo templado de Lorda. Sin embargo, sin saber muy bien por qué, por un sentimiento mezclado entre su apatía habitual, no estaba dispuesto a marcharse. Y sabía que sólo el trabajo, aquel puesto mediocre, le ataba allí. Si hubiese pedido opinión al resto de sus amigos sobre su decisión de permanecer en Lorda, la mayoría le habría contestado que estaba desperdiciando el tiempo.

John Swordborn causó una gran impresión en Elsa grande, que no habló de otra cosa los dos primeros días. Junto con el resto del grupito de técnicas narrativas, doce en total, cayó pronto a los pies del profesor; Blanca, sin embargo, no le encontró tanto mérito.

—¿Qué es lo único que hace? ¿Enseñarnos a contar historias? Eso no se aprende. Se nace así, o no se nace.

Se había inscrito en ese módulo arrastrada por Elsa, pero lo consideraba una pérdida de tiempo y de dinero. Si alguien sabía contar una historia, era ella. John intuyó en seguida que esa presa se le escapaba, y le prestó una atención especial.

—¿Y tú, Blanca? ¿Tienes alguna idea de cómo finalizar esta parte?

—No.

Salvo por otro alumno, claramente dotado para la asignatura, Blanca destacaba sobre el resto, y eso agudizaba su fracaso cuando, en mitad de clase, ella miraba aburrida por la ventana. Ni siquiera logró animarla para que participara en el cuentacuentos, un recurso que siempre le había funcionado. Los alumnos contaban una historia al día, la que quisieran, inventada, o leída, o simplemente una noticia de un periódico.

—¿Y tú, Blanca?

—No, gracias.

Sólo le interesaban los módulos relacionados directamente con la fotografía; Elsa grande, sin embargó, contaba historias que le habían leído de muy pequeña, transformaba conversaciones de autobús en guiones televisivos y gesticulaba entusiasmada. John decidió no insistir más.

Un fracaso de doce no resulta tan mal promedio —se consolaba.

Entonces, Blanca cambió de actitud; después de uno de los descansos, con el corazón de la manzana que había comido aún en la mano, se ofreció para el cuentacuentos.

—Si quieres, yo me encargo de ello ahora.

No era la hora habitual para narrar la historia, que solía reservarse para los minutos finales, pero se sintió tan conmovido, tan orgulloso de sí mismo por la colaboración de Blanca que quiso disfrutar de su logro inmediatamente. Todos colocaron sus sillas en círculo, rodearon a Blanca y esperaron.

—¿Y bien?

—¿Empiezas o no?

Pero nadie sabía contar una historia como Blanca. Se sentó con las piernas cruzadas sobre la mesa del profesor, en lugar de formar parte del círculo, y, en pago a su historia, pidió una prenda. Elsa, que conocía los métodos de su amiga, se tapó la boca con la mano para ahogar la risa.

—¿Una prenda? —preguntaron.

Ella asintió con la cabeza.

—Algo valioso a cambio de la historia.

—Aún no sabemos si tu historia merecerá la pena —replicó Swordborn.

Blanca se volvió a él y sonrió.

—Merecerá la pena.

Una de las alumnas ofreció su anillo, pero Blanca no lo quiso.

—Quiero tu camisa —le pidió a John.

—¿Mi camisa?

—No es para tanto. ¿Es que no tienes más que una camisa?

Todos rieron, también él. Blanca se había ganado ya al público, aunque su historia no valiera nada, de modo que consideró que merecía la camisa y la satisfacción de humillarle, aunque fuera un poquito.

—La quiero entera… no creas que tengo muchas camisas…

Se la entregó, entre las risas y los silbidos, y cruzó los brazos sobre el pecho, apoyado contra la pared. Y ella comenzó a hablar.

Cualquier cosa, en sus labios, parecía que nunca hubiera sido contada.

Blanca contó la historia de un médico arrogante y desdeñoso al que enviaban a sanar a una mujer misteriosa que vivía en una casa rodeada de niebla y sauces; sin embargo, nadie que entrara en aquella casa podía librarse ya del embrujo, y poco a poco el médico caía en los lazos tendidos por aquella mujer vestida de negro. Mientras hablaba, había cogido del cajón un rotulador rosa, y había comenzado a pintar rayas en la camisa blanca. La pechera, las mangas, la espalda. Tres rayas más en el cuello, con el pulso sorprendentemente firme y sin dejar de hablar, hizo que la mujer de negro envenenara lentamente al médico, atrayéndolo hasta la muerte, como a un pajarillo. Fin.

Hubo un silencio. Aplaudieron mucho la historia, y la alegría continuó porque John no se mostró ofendido por las rayas de la camisa. Es más, se la puso de nuevo, y a los dos días, el viernes, cuando les correspondía otra vez técnicas narrativas, se presentó con ella en la clase sin dar muestras de vergüenza.

Después del descanso, mientras ella aún no había terminado con la manzana, le rogó que contara otra historia.

—¿Otra vez yo?

—¿Por qué no?

—Porque no quiero repetirme.

—No es para tanto. ¿Es que no sabes más que una historia? —Le remedó él—. No puedo creerlo. Estás buscando una excusa para desobedecerme.

Blanca se encogió de hombros, cambió una mirada vacía con Elsa grande y le exigió de nuevo la camisa.

La segunda prenda. En los cuentos, siempre había tres pruebas, tres prendas, tres peligros, tres castigos. Tres adivinanzas, tres historias.

Y érase una vez un carpintero, raya, raya, enamorado de una mujer que no le amaba pero a la que veía todos los días. Otra raya. A John se le clavaba el marco de la puerta en la espalda, pero continuaba allí, sin variar la posición, porque el dolor le mantenía alerta y pendiente del carpintero, que no conocía las palabras para que la mujer no se marchara. Pero la mujer se marchaba, y mucho tiempo después, regresaba. Pero entonces él ya no la quería. Fin. La camisa regresó a John con el final de la historia, con las rayas menos firmes y más estrechas, envuelta en una sonrisa irónica que continuó en el aire todo el fin de semana.

No hubo tercera historia. No fue necesaria. No hubo tercera prenda. Sólo, más tarde, un peligro, un castigo. El final del cuento.

Se volvió loco por ella. La frialdad que le habían dado los meses sin amor marchó asustada, y un dolor amortiguado, como el sonido de un piano con sordina, arraigó en su costado. Recorrió la playa y las terrazas, y encontró a todos sus alumnos, menos a Blanca y a su amiga.

Todos le saludaban, y a él le costaba mantener la sonrisa.

—¿Habéis visto a Elsa? —preguntaba, temeroso de mencionar el nombre que realmente buscaba.

—No… estará por ahí con Blanca.

Volvió a su casa. Se arrojó sobre la cama, con los dientes apretados, y esperó a que llegara la tarde. Fumaba un cigarrillo tras otro, y de vez en cuando, sacudía la ceniza, que levantaba un polvillo gris sobre la colcha. Se miró al espejo, sopesando sus posibilidades; se parecía a su madre, cuando ella aún era hermosa: la nariz recta, los ojos castaños veteados de verde, los pómulos altos. Durante varios años había ocultado una cicatriz sobre el labio con un bigote que le daba cierto aire de galán antiguo. Sin él, la marca destacaba claramente, una huella blanca y cortante.

Por primera vez, se sintió inseguro, forastero en un país extraño. Hubiera preferido tener la piel más oscura, los ojos endrinos, que no hallaran resto de acento en su hablar.

Luego observó sus manos, su pecho y su espalda sin camisa. Le parecieron vulgares. Nunca había prestado atención a su cuerpo, acostumbrado como estaba a seducir con ademanes, con actitudes, con historias.

Dedicó el domingo a planear estrategias y a derrumbarlas luego: no debía permitirle contar otro cuento, ni atraer la atención de la clase al menos hasta los últimos días del curso. O quizá, por el contrario, halagarla con su interés. Tal vez fuera sensato ganarse antes a su amiga. Aunque eso quizá la enfureciera. ¿Debía proponerle algo? Pudiera ser que no resultara descabellado invitarla a tomar un café, por la tarde, después de las clases. ¿Qué hacer, qué hacer? ¿Mostrar indiferencia? ¿Invitarla y hablar?

Lo hizo. Blanca, con la misma expresión de aburrimiento con la que le escuchaba hablar por las mañanas, aceptó.

—Pero no un café. Me moriría si bebiera un café ahora, con este calor.

Tomaron un granizado para sacudirse el calor y dieron un discreto rodeo para evitar el paseo junto al mar, siempre lleno de gente.

—¿Es así durante el invierno?

—No —contestó John—. Éstas son aves de paso. En los meses de invierno muchas de las tiendas cierran, y nos quedamos solos.

Cuando pasaron cerca, ella le señaló con el dedo, desde fuera, la habitación de la residencia en la que dormía; John no supo cómo interpretarlo, su confusión aumentó, y tuvo, a lo largo de toda la tarde, la impresión de comportarse como un estúpido. Habló de temas rebuscados y aburridos. Fue Blanca, sin rastro de ingenuidad, la que propuso que le enseñara su casa y la que, una vez allí, le pidió nuevamente que se quitara la camisa.

Una historia más. Más mentiras. Besos, la fascinación entre dos cuerpos jóvenes, desnudos y decididos. Después, ocurrieron cosas muy distintas. Para Blanca, siguió la leve depresión que se sucedía una vez satisfecha la voluptuosidad. Para John, comenzó la sorpresa y el desconcierto de quien se enfrenta a una desgracia o a una gran maravilla: el final de la vida conocida, el inicio de una pasión que le acompañó hasta la muerte.

En ningún momento se le pasó por la cabeza la idea de que Blanca pudiera tener dieciséis años.

Ellas, sin embargo, no pensaban en otra cosa. A Elsa grande aún le daba un vuelco el corazón si alguien le preguntaba cualquier cosa, o si la miraban fijamente en la cafetería, y creyó volverse loca de preocupación cuando Blanca dejó de dormir por las noches en la residencia.

—Un profesor. No se te ocurre otra cosa que un profesor. ¡Si ni siquiera te gustaba!

—Pero yo sí le gusto —replicaba ella.

Elsa habló y habló, hasta quedarse ronca, de la imprudencia de Blanca, de la irresponsabilidad que demostraba al mantener un romance con alguien a quien apenas conocía, con alguien extranjero. Con el estómago encogido, pensó en todos los peligros. Sus certificados, los que acreditarían su estancia en el curso, no serían válidos.

—¿Y si te quedas embarazada?

Sus padres las matarían, especialmente a ella, que los había convencido. Tal vez eso les impidiera la entrada en la universidad.

Respecto a John, podría perder su puesto. Podrían acusarle de abusos a menores. Podrían expulsarle del país.

—¿Es que nada te preocupa?

Blanca levantaba la cabeza, impaciente, y golpeteaba la mesa con los dedos.

—Eres una cría —contestaba—. El miedo te hace ver fantasmas por todas partes. No ocurrirá nada. Incluso podremos regresar el año que viene. John es un seductor. ¿Crees que le da a esto la importancia que tú piensas? Yo desapareceré, otra me sustituirá. A saber a cuántas otras habrá invitado a tomar un café. No quiero ni pensar en ello.

—Arreglas siempre las cosas de la misma manera. No piensas en ello. ¿Crees que con eso se soluciona todo?

—Déjame en paz, Elsa. No tengo ganas de sufrir.

No deseaba sufrir.

Cuando regresaron a Desrein con el certificado en la maleta y el verano escapando al galope tras sus espaldas, hicieron las paces. Elsa reconoció haberse excedido en sus miedos, y Blanca se disculpó por su mala cabeza. El secreto compartido estrechó aún más sus lazos.

—Siempre quiero que todo salga como yo pienso —dijo Elsa.

—Siempre dejo todo a la improvisación —dijo, por su parte, Blanca.

—Siempre creo que el futuro se muestra negro y nos va a engullir.

—Siempre creo que todo será de color de rosa.

Aunque no lo supieron, Elsa fue, de las dos, la que mejor adivinó el porvenir. Con el inicio del otoño, se descubrieron irregularidades en los cursos de verano: no las admisiones falsificadas de niñas que jugaban a ser mayores, sino becas asignadas con doble intención, dinero que desaparecía y qué beneficiaba a quien no debía. Mucho dinero. Sin justificación posible. De modo fulminante, pero intentando no levantar demasiado barro, el director de los cursos perdió su puesto. Con él cayeron favoritos y discípulos. Todo profesor que hubiera sido contratado por el antiguo director resultaba ahora sospechoso.

Así fue como Swordborn, recostado sobre la cama, con su eterno cigarrillo, leyó la carta en la que le invitaban a defender su plaza.

Este momento tenía que llegar un día u otro. Se acabó el verano.

Se presentó a las pruebas que le impusieron e, injustamente, las suspendió. Le importó menos de lo que imaginaba. Lorda, perezosa, con sus gaviotas y su ruido de mar, se había quedado vacía, y se encaminaba tranquilamente al sopor del invierno. John miró por la ventana y notó que sus ataduras habían desaparecido. Mientras empaquetaba sus libros, sus cientos de cintas y grabaciones, recordaba a Blanca, que no había dado más señales de vida.

Me ama. No me ama —y pensar continuamente en ella, aunque fuera para convencerse de que no le amaba, le resultaba más dulce que cosa alguna.

No le había dejado su teléfono, ni más forma de contactar con ella que una dirección. Le escribió varias cartas, ya de vuelta a su país. Ocultó las razones de su marcha, un poco avergonzado, y sólo dejó entrever una oportunidad única que no podía desechar, cosa que tampoco se alejaba demasiado de la realidad, porque sus padres acababan de formar una productora, y querían que trabajara con ellos. En unos días alquilarían los locales, y en cuanto Blanca lo deseara, podría entrar como guionista. Como cámara. Como lo que fuera.

No puedo imaginarme ya una vida sin ti. ¿Te extraña? —Escribía—. También a mi. Fuera lo que fuera lo que he sentido hasta ahora, no puede compararse a lo que he conocido contigo.

Pacientemente, como si se tratara de un rompecabezas, buscaba la manera de encajar fragmentos de vida, de casualidades, de trucos filosofales que le devolvieran a Blanca, que le consiguieran para siempre a Blanca.

La dirección que Blanca le había dado era falsa. Pertenecía a un piso de estudiantes en el que había vivido su hermana. De ese modo ella se libraba de la angustia de acudir al buzón para ver si el extranjero se había dignado a escribir. Pero si por casualidad él quisiera encontrarla, habría modos de que Blanca se enterara.

Con sus amigas, que esperaban ansiosas las aventuras de las dos osadas durante el verano, se habían mostrado misteriosas.

—Haber venido.

—Si supiéramos que no iba a pasar nada…

Blanca acrecentó su desprecio hacia ellas.

—¿Qué mérito hubiera tenido entonces?

—No seas cruel, Blanca —dijo Elsa.

—Bah —contestó, pero hizo un esfuerzo por ser amable—. ¿Qué queréis saber? Un verano más. ¿Y vosotras? ¿Qué contáis?

Blanca creyó que había atravesado el verano sin quemarse; pero al poco tiempo de regresar a Desrein la atrapó la melancolía. Recordaba a John cada vez que veía fumar a un hombre, a cada paso que daba. Reconstruyó con primor los primeros encuentros, las primeras frases que habían cruzado en clase, cuando ella se aburría y se dedicaba a perseguir musarañas.

Con Elsa grande no sabía hablar de otra cosa, y analizaba hasta el hastío su comportamiento. ¿Se había dejado llevar por la pasión, o había podido el afán de derrotarle en el campo que Blanca mejor conocía? ¿Sería él sincero en sus últimas palabras de amor? ¿Perdería el interés si Blanca hacía lo posible por continuar la relación?

—Fui una estúpida —se lamentaba—. ¿Quién me mandaría mostrarme tan engreída? ¿Sabes que le dejé plantado más de una vez? —Se reía—. ¡Qué boba soy! Debería haber aprovechado todos los momentos en los que podíamos estar juntos.

Quedaba la cuestión de la edad; si volvían a verse, tendría que desvelarla, porque no se encontraba con fuerzas para continuar una mentira a todos los niveles.

—¿Me ama? ¿No me ama? —preguntaba, y aunque sabía que Elsa le contestaría que la amaba, no podía dejar de pensar en ello.

Le quedaban pocas huellas físicas de él: los apuntes, la foto general de fin de curso, en la que ni siquiera estaban próximos, una pulsera de hilo que John le hizo y se empeñó en que llevara. Una mañana habían logrado quedarse los últimos en el aula, y John la había sentado sobre sus rodillas; en ese momento entró Gloria Maza, que buscaba un proyector, y los sorprendió. Se llevó el aparato, y no dijo nada, de modo que en cuanto ella salió los dos continuaron besándose y chocando contra los muebles.

Cuando no pudo más, fue a comprobar si le habían llegado cartas al piso de estudiantes. Habían llegado. Eran doce, y una postal, cubiertas de una letra inclinada, pequeña; hablaban de su devoción, y recordaban aquellos días con una precisión mayor que sus charlas con Elsa. El granizado de café, las historias que Blanca contaba, los lunares que le salpicaban los hombros, la brusquedad que ella demostraba cuando abandonaba la cama y se daba cuenta de que se había hecho tarde. La pulsera de hilo. Blanca, sentada en la alfombra de su cuarto con las cartas esparcidas y mezcladas, lloró, y escribió toda la tarde una carta eterna, incoherente, que envió al último remite.

Cuando Blanca escribía esa carta, John ya estaba muerto. Incluso antes de que la última carta, la número trece, llegara a la falsa dirección, había muerto ya. Las chicas lo supieron meses después, cuando Blanca, desesperada por el silencio a las cartas que ella le había enviado, pensaba en marcharse a buscarle.

Si Wilhemina Swordborn no hubiera recibido una mención póstuma en un festival de cine aquel año, después de morir con su hijo en un accidente de coche, es posible que la noticia hubiera viajado aún más lentamente. Elsa grande leyó el periódico sin demasiado interés, hasta que, súbitamente, reconoció el apellido, y no pudo respirar.

Entonces, sin avisar aún a Blanca, corrió a la biblioteca y pidió periódicos atrasados, periódicos en inglés que contaran la historia de la Swordborn, que publicaran sus fotos, tan hermosa y alta de joven, poco a poco más pesada y digna, fotos con su marido, fotos con sus hijos: Leslie, John. Otras fotos del coche destrozado, tristes declaraciones de sus compañeros. Ella, a diferencia de John, agonizó varias semanas antes de someterse. Otros dos ocupantes, dos niñas que viajaban en la parte trasera, que ni siquiera tuvieron conciencia de viajar, que se encontraban en otro país, leyendo cartas de amor, sobrevivieron.

Elsa grande logró durante meses ocultar su pena, y sólo se la reveló, años más tarde, a Rodrigo, pero se sintió directamente responsable del accidente. Si no hubiera accedido a mentir, si no hubiera obligado a Blanca a acudir a aquel módulo, si hubiera porfiado más para alejarlos, si al menos ella hubiera mantenido el contacto con el adorable profesor. Si le hubiera dicho que él no la amaba.

—¿Qué hubieras podido hacer? —le contestaba él.

—No lo sé, Yo era quien cuidaba de Blanca. Desde que éramos unas niñas, nuestros padres habían confiado en que yo no le permitiría hacer locuras. Era yo quien debía protegerla.

Blanca apenas habló. Durante dos días no comió, fingiéndose enferma. Luego, engordó varios kilos. Se ocultaba. Comía. Su cuerpo cambió, se redondeó, perdió las líneas de la adolescencia y se adentró en la madurez. Sus altibajos de humor se agudizaron. Continuó resultando atractiva para los hombres, continuó siendo la mejor contando historias, aunque ya no fuera en cuentos, sino en fotografías desnudas y tétricas. Para ella había comenzado la angustia.

Era aquel dolor atroz, sin lágrimas, en el estómago, que sólo se calmaba con la comida. Unas punzadas tan terribles que a veces hacían que se estremeciera y se abrazase con las dos manos, y que apretase hasta que el dolor de la presión le hacía olvidar el otro, el que no se iría. La asaltaba por las noches, en las tardes con calma, o ante una imagen bella, una fotografía conmovedora que de pronto removía ampollas no curadas.

No había manera de describir el dolor. Ni siquiera cuando no era tan intenso, cuando algo divertido o amable ocurría en su vida, se sentía capaz de verterlo en palabras. Tenía colores, una consistencia especial que lo alejaba del resto del sufrimiento, del mal humor, de todos los padecimientos del mundo que no fueran aquel dolor. Durante años, Blanca había intentado liberarse de él, pero ya se había rendido. No hubiera podido cortarse una pierna; no podía cambiar a esas alturas su manera de ser.

Blanca, como Elsa grande pensaba, se moría, pero de un modo muy lento, y desde mucho tiempo antes de lo que Elsa pensaba. Aquellas noches abrazada a la nada, con la angustia que le devoraba el pecho, habían allanado el camino a cualquier desgracia que pudiera sobrevenir.

Y Elsa grande, que siempre había creído comprender a Blanca casi sin palabras, entendía entonces, en sus caminatas ciegas por la ciudad, en aquellos vagabundeos por Duino a los que se obligaba, lo lejos que había estado de saber lo que aquello significaba, las punzadas en el pecho, el insomnio, la conciencia de que algo sin nombre, un monstruo baboso y repugnante, se había instalado en la cabeza de Blanca y la había hecho suya. No un miedo rojo y palpitante, el miedo que se sentía con la fiebre o con los golpes. Aquel miedo se parecía a una babosa, a un limaco que atravesara frente a ella en un camino. Era sorprendentemente similar al de aquella niña Elsa que no volvió a aparecer.