8
Esa tarde, cuando Elsa grande regresó de su paseo, se descubrió con ánimos de pintar. Estaba sola; la tata había marchado a su viaje a Virto, y el abuelo debía de andar con algún amigo, leyendo periódicos y comparando noticias. Le gustaba que no hubiera nadie por medio. Eran los únicos momentos en los que no se sentía una intrusa. La tata poseía la irritante habilidad de hacerla sentirse torpe. Colocaba todo fuera de su sitio, no se manejaba con soltura y tenía la impresión de que, más que ahorrarle trabajo, se lo daba.
Tarareando, abrió las ventanas y sacó de debajo de la cama la carpeta con bocetos. Buscaba unas pruebas que había hecho para unos cuadros que recordaran inmediatamente a un anfibio, verdes y negros, colores reservados para personas inquietantes e hipócritas o para hombres muy jóvenes y escurridizos. Había tropezado por casualidad con un café antiguo, que ostentaba en una de las paredes una escena de cementerio, con dos sepultureros, en esos mismos tonos.
Pero había sido tan precipitada su marcha de Desrein que había metido casi al azar, en total desorden, los apuntes en los que estaba trabajando, y no encontró los dibujos que buscaba. Perdía mucho tiempo buscando cosas o echándolas de menos. A cambio, sí recuperó un proyecto de retrato de Rodrigo. Sonrió. Dulce, apacible Rodrigo. Grapado a los dibujos venía un sobre con varias fotografías, una de ellas realizada por Blanca, las otras menos sofisticadas. Sonrió de nuevo. Rodrigo no mostraba mucho donaire ante la cámara. El abuelo Esteban, en su foto de antes de la guerra, parecía confiar más en el fotógrafo.
—No hay forma —le decía Blanca, desalentada—. Resígnate, no es fotogénico.
—Le voy a llevar a algún fotógrafo que no le odie, y entonces vas a ver si es fotogénico o no —bromeaba Elsa.
—Tendrás que buscar antes un fotógrafo al que él no odie.
De no haber sido por la avalancha de trabajo con que se encontró tras la exposición, Elsa grande hubiera terminado el retrato a tiempo para el cumpleaños de Rodrigo. Pero le encargaron cuadros urgentes, lo fue dejando, y ni siquiera lo comenzó. Se acercó el boceto a los ojos, pasó los dedos sobre el papel poroso; su Rodrigo. Pronto se había acostumbrado a llamarlo así, suyo, su amiga, sus padres, su estudio, sus cuadros, su novio.
Muy a menudo, sobre todo desde que vivía en Duino, debía hacer un esfuerzo para recordar que le amaba. No era que el sentimiento se hubiera diluido con la distancia, ni siquiera con los años de noviazgo. No sentía dudas. Prácticamente. Quería a Rodrigo. La rutina había variado; si antes los días se amoldaban para dejar un espacio para Rodrigo, para los paseos con Rodrigo, las charlas con Rodrigo, esas horas se llenaban ahora en solitario. Rodrigo, sus cautos consejos, su voz suave se renovaban todas las noches en las conversaciones telefónicas que mantenían.
—¿Estás bien?
—¿Por qué no iba a estar bien?
—Porque pareces enfadado.
—No, no estoy enfadado. Son figuraciones tuyas.
Los días pares era Elsa quien llamaba. Los impares, Rodrigo. Si una noche el teléfono estaba ocupado, si surgía cualquier cosa y no se hablaban, la charla se posponía un día, a la misma hora. Una llamada de Rodrigo a las cinco de la tarde hubiera roto la armonía, y la hubiera llenado de pánico. Él era así; en cierta medida, también ella lo era. Precisaba normas, aunque sólo fuera para incumplirlas luego: una apariencia ordenada y metódica, un barniz de respetabilidad y convencionalismo, algo que le sirviera para aferrarse cuando su vida inquieta le atacaba los nervios.
—¿Estás bien? —preguntaba él en esas ocasiones.
—Sí. ¿Qué pasa?
—No, nada. Pero pareces enfadada.
—No estoy enfadada. Serán imaginaciones tuyas.
En las fiestas de la facultad, en las que sus compañeras cambiaban de pareja y trataban de convertirse en otra persona cada trimestre, Elsa grande no había variado de acompañante ni de aspecto. Durante cinco años, Rodrigo frecuentó unas reuniones que aborrecía, firmemente aferrado por la mano de una Elsa correcta, de mirada gélida y poco incitante. A ninguno de los dos les gustaban esas fiestas, pero Elsa creía su deber acudir, y Rodrigo hubiera muerto antes que dejarla ir sola.
Quienes contaban, quienes ostentaban el poder, los profesores, los críticos, censuraban a las jovencitas que se mostraban ansiosas y promiscuas, que daban demasiadas muestras de descaro, de independencia, de arrogancia. Lo que no impedía que la mayor parte de ellos se involucraran más de lo que debieran con esas mismas muchachas. Secretamente, la mayor parte de ellos temía que en poco tiempo irrumpieran con fuerza y desbancaran otros alumnos y becarios por los que ellos habían apostado. Acogían los chismes sobre ellas con gran alborozo. Nadie podría confiar en una profesora con tal pasado. Estaban a salvo.
Nadie podía contar ningún chisme de Elsa grande. Ni era casquivana, ni descarada, ni siquiera demasiado aduladora o ambiciosa. En la mayor parte de las clases pasaba desapercibida.
—No tiene vida —era lo más que decían—. No creo que tenga mucho talento.
Pese a su intachable reputación, y al compenetrado noviazgo, ella había tenido sus aventuras, por supuesto. Un fotógrafo amigo de Blanca, forastero en la ciudad, que las había visitado hacía dos años. Un compañero de su hermano Antonio, arquitecto, como él, a quien no había vuelto a ver, temerosa de enamorarse. Otro chico de quien no sabía nada, también bajo la complicidad de Blanca, en una noche en la que las dos habían salido a divertirse juntas. Los recordaba con cierta altivez; habían cedido con facilidad en cuanto ella se había despojado de su falsa displicencia y había accedido a mostrarse dulce, un poco frívola y superficial, Algo que jamás había funcionado con Rodrigo.
—Es el poder —decía Blanca—. Es eso lo que me atrae de estas cosas: el poder sobre ellos. Si yo quisiera, comerían de mi mano.
Elsa no llegaba a esos extremos, pero disfrutaba también sabiéndose en posición ventajosa sobre aquellos chicos.
—¿Qué les dices tú? —le preguntaba a Blanca en las tardes que pasaban juntas en el estudio; con pocas ganas de trabajar.
Blanca sonreía.
—Cualquier cosa. ¿Qué más da? Creen cualquier cosa que les diga.
Nadie como ella mentía en historias. Había perdido ya la memoria de cuando había comenzado a contarse historias también a ella misma. Cuando ella, el colibrí, había comenzado a mentirse.
Ellos, los hombres, mentían, qué duda cabía de ello. De esas mentiras hablaban menos. De las evidentes, te amo, qué bonita eres, haría cualquier cosa por ti, en estos momentos huyo de una relación seria, acabo de pasar por una historia muy complicada, sabes que podría enamorarme de ti, se burlaban. Los ridiculizaban e imitaban.
—Haría cualquier cosa por mí, me dijo… ¿Se pensará que soy tonta? Y yo le miraba muy seria, y le decía que sí, que sí…
—Si al menos —proponía Elsa grande, absorta— fueran un poco más originales…
Así era más fácil. De otro modo no hubieran soportado la certeza de ser utilizadas del mismo modo en que ellas pretendían utilizar a los hombres. Esa desesperada sensación de no ser amadas, de no significar nada más que un cuerpo y una noche para la otra persona. Nunca te he visto por aquí, sabes que eres preciosa, no tengo novia en este momento, eres una mujer impresionante. No busco nada serio, sólo pasar un buen rato. Sí, definitivamente, así era mucho más fácil.
Rodrigo no hablaba nunca de aquel modo, no hacía promesas que no pudiera cumplir; no hubiera mentido ni para salvar la vida. Ni siquiera sabía callar algo que molestara su conciencia. Pero si bien nunca se molestó en aprender a mentir, logró ser un maestro en las artes del silencio. En su trabajo valoraban su honestidad y el modo concienzudo, puntilloso, de dedicarse a su labor, y llevaba camino de ascender hasta cotas impensables rápidamente. Daban la enhorabuena a Elsa grande.
—Te llevas un buen partido, ya puedes cuidarlo.
Por su parte, si su banco lo hubiera querido así, se hubiera ofrecido como voluntario para una acción suicida. No le preocupaba figurar, y no se metía con nadie, aunque, en su fuero interno, despreciaba soberanamente a la mayor parte de la gente con la que trabajaba. No tardaba en desenmascarar a los farsantes y a los gallitos, y dejaba que se estrellaran solos. Fuera quien fuera el más popular entre sus compañeros, él sabía bien a quién acudían sus superiores cuando precisaban a alguien de confianza, un trabajo bien hecho o, simplemente, un juicio de valor.
—¿Y Luis? ¿Qué opinión te merece?
Se encogía de hombros.
—No me gustan esos hombres que se broncean como si tuvieran necesidad de ir maquillados. Además, ni siquiera sabe hablar sin hacerse un lío. Si nota que le observan, tartamudea… no vale para expresarse en público, ni para presentaciones de ningún tipo.
Todos reían.
—Yo no quiero ser tu enemigo, Rodrigo…
—¿He dicho algo que sea mentira?
El director de sucursal les cortaba.
—Rodrigo tiene razón. A mí tampoco me parece competente. Eso es lo bueno de Rodrigo. Desconfía siempre. El mundo es de los desconfiados.
Desconfiaba también de Blanca, la amiga de su novia. En general, sentía recelos ante alguien que supiera manejar con arte las palabras. Mientras los otros hablaban y se perdían entre las redes doradas de las historias, él observaba sin pestañear a quien intervenía y descubría lo que realmente quería decir, lo que quería vender envuelto en, palabrería tan aparente.
Sin embargo, nunca sospechó que Elsa le hubiera sido infiel. No concebía que alguien pudiera cometer alguna acción indigna o vergonzosa y no lo dijera. No se dio cuenta de que Elsa grande sabía jugar mejor que él a las tretas del silencio. Tampoco, pese al cariño que le tenía, se le hubiera pasado por la mente la idea de que su novia fuera más capaz, o más inteligente que él. Admiraba su creatividad, consideraba muy interesante su mentalidad, pero su hábito de creerse superior a los que le rodeaban enturbiaba a menudo su visión.
Había cosas que se caían por su propio peso. Las mentiras. Las apuestas sin un respaldo importante detrás. El exceso de confianza. Confiaba en Elsa grande porque sabía que no era aficionada a ninguna de estas cosas, y por lo tanto, estaba ciego a cualquier evidencia que le pudieran presentar. Aunque le hubieran hablado de aquellos deslices de su novia, del fotógrafo amigo de Blanca, del arquitecto amigo de Antonio, no los hubiera creído. Y la mayor ceguera de todas, estaba sinceramente enamorado de ella.
Nunca se lo había dicho. Se hubiera muerto de vergüenza. Cuando ella se lo preguntaba, él asentía. Todo lo más, la besaba cerca de la oreja.
—Sí.
Los días cinco de cada mes le mandaba un ramo de flores a su casa. Se habían conocido en un miércoles cinco, en un cumpleaños. Los días diecisiete tocaban rosas: él se había declarado en un domingo diecisiete. No olvidaba los aniversarios, ni los cumpleaños y, de vez en cuando, si Elsa demostraba un interés muy grande por alguna cosa, un libro, las entradas para un concierto, una cena en un restaurante nuevo, él se lo conseguía. La mayor parte de las veces también él leía el libro, o Elsa acudía al concierto o al restaurante con él, de modo que el efecto romántico se malograba, pero el hecho quedaba ahí.
—Rodrigo —le defendía Elsa grande ante sus padres— inspira confianza, y le conozco bien. ¿Qué más puedo pedir?
—Pero, hija, al menos alguien con sangre en las venas…
Elsa grande se enfurecía. Sus padres querían un aventurero para ella, un superhombre o cualquier otro disparate.
—¡Tiene sangre en las venas!
Si Rodrigo se hubiera atrevido, si hubiera roto la capa de rígido control que le apresaba, hubiera compuesto canciones y bellas frases. Le gustaban las películas con héroes decididos e historias de amor intrincadas que, al final, se resolvían gracias a la determinación del protagonista. Era atractivo; lo sería más si sonriera más a menudo. Ante su espejo, en el cuarto de baño, por ejemplo, sonreía de modo irresistible, de frente, de tres cuartos, con la cabeza inclinada de modo que las cejas convertían su mirada en un rictus torvo. Cuando terminaba de afeitarse, finalizaban las sonrisas. Tal vez dentro del cuarto de baño quedara un galán, un hombre de acción, un sentimental incurable; pero una vez fuera, Rodrigo trabajaba en un banco, ahorraba para comprar un piso y celebrar una boda, y miraba con malos ojos a los que empleaban en la vida real las muecas que él dedicaba a su espejo.
Esa noche, día par, Elsa grande llamó religiosamente a Rodrigo, y luego, después de colgar, se aferró de nuevo al teléfono. Quería hablar con Blanca.
—Estoy bien —la tranquilizó—. Pero quería charlar contigo.
—Ayer hablé con tu madre —dijo la voz de Blanca, tan cercana—. Está preocupada porque le has dicho que no trabajas nada.
—No tengo ganas de trabajar.
—Entonces, no se lo digas a tu madre. Luego, a quien no me deja trabajar es a mí.
Elsa sonrió. Se imaginaba a su madre en pleno ataque de preocupación.
—¿Y tú? ¿Estás bien?
—Para lo que me va a servir quejarme…
—Además, sí trabajo —replicó Elsa—. Estoy con un retrato de Rodrigo. Sí trabajo, de verdad. Y quiero que me hagas un favor. Dos favores, en realidad. Busca por el estudio unos bocetos en verde y negro y mándamelos. Deben de andar por la mesa, o en una de las carpetas de la ventana.
—Creo que sé cuáles son. ¿Qué más?
Elsa grande se quedó callada.
—¿Qué más?
—Nada. Nada, nada más. Que me lo envíes. ¿Te acordaras?
Había ahogado otras palabras. Vete donde mis tíos, pregunta por mi prima, entérate de si está bien, intenta averiguar si ya saben su paradero o si la mantienen oculta. Le pudo la indecisión, y el miedo a la reacción de Blanca. Blanca, que estaba enferma, a quien no debía colocar en ese compromiso. Pero, por otro lado, nadie más podría hacerle el favor. No se atrevía a pedírselo a su madre. Con su padre no había ni que contar.
Elsa pequeña. Que había vuelto a cobrar importancia en el momento menos apropiado.
Esa tarde, junto con el boceto de su novio, había encontrado un autorretrato trazado a toda prisa en los días de las llamadas desconcertantes. Lo dejó sobre la cama, y se inclinó para observarlo.
La Elsa del papel estaba asustada, y no era ella, Elsa, la artista, la pintora, Elsa grande, la nieta mimada. Tal vez su pelo, su mandíbula más dulce fueran las suyas, pero la mirada, los ojos dilatados y llenos de pavor no le pertenecían. En su propio retrato asomaba Elsa pequeña, aquella prima desconcertante y lejana.
Que había traicionado a la Orden del Grial. Que había desaparecido luego en el aire, sin nadie detrás, padres, amigos, nadie que presenciara su huida. Que la había llevado a ella a Duino, a la ciudad llena de azulejos y colores, y lejanía y ausencia.
Por primera vez Elsa grande se olvidó de su desgracia y pensó en la otra. Hacía mucho tiempo que no la veía, dos años, pudiera ser que más; desde su época de cajera en un supermercado, o incluso antes, cuando era camarera en una disco. Se la había encontrado en el médico. Elsa grande acudió en busca de un certificado para Antonio, que preparaba todo para marcharse al extranjero, y, a regañadientes, se dejó convencer para ahorrarle un poco de tiempo a su hermano.
—¿Qué te cuesta a ti? —Le habían dicho sus padres—. Tú estás harta de ir allí. Te atenderán antes que a él.
De vez en cuando acompañaba también a alguno de los ancianos de la residencia, y conocía bien los suelos blancos, asépticos, del consultorio, las grandes plantas que, sin ser artificiales, parecían serlo.
—Sí —rezongaba ella—. Para eso sirvo. Como animal de compañía, y para hacer los recados.
Estaba aún de mal humor y hablaba con la enfermera, por si podía evitar la espera. Entonces vio a su prima sentada junto a la puerta. Muy delgada, con mal color, ojerosa. Se acercó a ella con alegría no fingida, y se dieron dos besos.
—¿Qué haces aquí?
Elsa pequeña se encogió de hombros con desdén.
—Una revisión. Mi madre no calla con que debo estar anémica.
—Bueno, las madres… —Elsa grande sonrió, intentando parecer jovial.
Se sentaron las dos juntas.
—¿Qué tal te va?
—Bien… ¿y tú?
—Bien también.
Elsa grande observaba los esfuerzos de su prima por no fijar la mirada en ningún lugar; intentaba mantener una actitud de dignidad, como una princesa que, por algún error, se hubiera visto obligada a codearse con plebeyos. Parecía no escuchar, y Elsa grande no sabía si era que ella hablaba demasiado rápido o si Elsa pequeña tenía la cabeza en otra parte. Quizá le hubiera mentido y estuviera allí por algo grave, o al menos, preocupante. Entonces la enfermera llamó a la mayor de las primas. Parecía que, efectivamente, Elsa grande se había saltado la espera.
—Bueno… —dijo.
—Bueno… —repitió la menor.
—Algún día de éstos me pasaré por La Última Batalla.
Era la discoteca donde Elsa pequeña trabajaba. Se miraron durante un instante.
—Si no te das prisa, ya no me encontrarás allí. La semana que viene comienzo en un supermercado.
Elsa grande mostró una educada sorpresa.
—¡Qué bien! ¿No?
Muy pronto llamaron a Elsa pequeña. Con sus pasitos desgarbados y la tez macilenta entró en la consulta. Y ya no se vieron a la salida. Ni en dos años.
En realidad, no volvieron a verse nunca.
Si de nuevo se hubieran encontrado, es posible que no reconociera a su prima. No con su pelo corto, sin su hermosa melena nacarada, no con su nuevo aire saludable. Y mucho menos en las playas de Lorda, una muchacha desconocida más, de camino a la compra. Una chica que, una vez vista, se olvidaba rápidamente. Que no sabía, que no tenía ni idea de que otra Elsa, tan similar a ella, tan distinta de ella, había recibido mensajes en blanco en su lugar. Papeles blancos, amenazas de peligro.
Cuarenta y cinco años antes la niña Elsa era firmemente conducida de la mano al monte. Nadie se molestó en enviarle un aviso, aunque fuera en blanco. Tenía ocho o nueve años, y hubiera podido leer cualquier cosa, incluso la letra enrevesada de su amiga Leonor.
Nadie la avisó. Tal vez por ello se entretenía, ya muerta, en enviar presagios: los huesos blancos y livianos con los que Elsa pequeña se tropezó, poco antes de escapar en el monte, eran los suyos. Fue ella, ya fría y azul, con el aliento de la vida acabado, quien le susurró a su hermano, entiérrame, Carlos, no me dejes sola en mitad del monte, no permitas que me olviden, no te vayas nunca del todo, Carlos.
Elsa grande, acechada por el peligro allá en forma de llamadas en Desrein, le quedaba demasiado lejos. Ni con su mejor voluntad hubiera podido aparecer ante ella, ni siquiera en sueños, para hacerle una advertencia: huye, escapa, encontrarás otra tierra. Al fin y al cabo, ella sólo era el fantasma de una niña pequeña. Recorría el monte entre los gráciles espectros de las lagartijas, y se sentaba a veces sobre una roca, cerca de un barranco, para contemplar Virto.
Elsa grande, olvidada de su desgracia al recordar a su prima, pensó de pronto en los estragos que causaba la pasión. En Blanca, en el verano tan lejano que terminó con la muerte de John Swordborn, en la enemistad feroz que separaba a su padre y su tío, en la tozudez exenta de lógica de Elsa pequeña, en su hermano Antonio, vehemente y volcánico como el pirata que parecía ser.
Pensó en ella, el búho.
En los días normales, se sentía aliviada de no pertenecer al otro grupo, a las enfermas de amor y desvelo. Conocía a tantas mujeres, a varias de sus amigas, que corrían en pos de la pasión como si un perro las persiguiera… Del mismo modo que no se atrevieron a ir con ellas a los cursos de verano de Lorda, no se atrevían a nada en su vida, y dedicaban todos sus esfuerzos al amor, a conseguir amor o imaginarlo. Cuando el amado se escapaba de sus manos, pasaban una temporada desconcertadas y perdidas.
—Se fue mi felicidad. Ahora no siento nada, tan sólo dolor, añoranza, recuerdos.
Elsa odiaba verlas así; parecían animales sin amo. Existían otras cosas, incluso para ellas, que se negaban a verlas. El trabajo, la devoción a los padres, las charlas con las amigas, los pequeños disgustos porque la ropa no sentaba bien o la peluquera no atinaba al cortar las puntas. Existían los hijos y sus enfermedades y sus dientes, las excursiones a la playa y los conciertos de jazz.
Para ellas no. Con el hombre desaparecido, el mundo había terminado. Entonces avistaban un nuevo hombre y el proceso comenzaba otra vez.
—Jamás me he sentido así… no de este modo, no tan amada, tan comprendida, tan llena de alegría…
A Elsa grande la invadía una inmensa pereza cuando pensaba en ello. Si le hubiera tocado esa suerte, si se hubiera encontrado entre las sacerdotisas del amor y las diosas de las sábanas, se habría esmerado sinceramente por mantenerse a la altura; pero no siendo así, respiraba con serenidad y se ocupaba de otras cuestiones.
Eso era en los días normales. Cuando se quedaba sola, la tata en Virto, el abuelo quién sabía dónde, en algún lugar con ancianos y periódicos, con varios bocetos extendidos por la cama y el suelo (unos días antes habían sido antiguas fotografías, menús de festines terminados hacía mucho tiempo, consomé tres filetes, mero a la parrilla con salsa Victoria, melocotones helados), cuando se quedaba apagada y tan triste que añoraba incluso voces que subieran por el patio de vecinos, riñas, carcajadas, cualquier ruido, hubiera dado lo que le hubieran pedido por ser de otra manera.
Pero amaba a Rodrigo. A su modo, sin estridencias, lo amaba. Se había amoldado a él como la cera derretida, sin variar su esencia; sólo había cambiado de forma. Necesitaba a Rodrigo como el respirar, pero no hubiera pensado nunca en el aire como en algo que amara. Se negaba además a pensar en amores que llegaran hasta la muerte. Veía a Blanca, la aterrorizaba Blanca, y al mismo tiempo le causaba una envidia malsana su furia, su desesperación por sentir las cosas. Sin duda era así también como su prima, Elsa pequeña, se enfrentaba a la vida.
Como la rivalidad entre su padre y su tío no era ningún secreto en la familia, Elsa grande se cuidó mucho de explicar a sus padres demasiados detalles sobre su prima, la Orden del Grial y las amenazas. Con los años, los dos hermanos habían cambiado mucho. Carlos se reveló, definitivamente, como un hombre robusto, lleno de músculos, de pelo blanco, parecido a la familia de su madre. Miguel era más alto, más espigado, sin una gota de grasa, y se había quedado medio calvo. En la tienda nadie discutía sus órdenes, ni contradecía sus propuestas. A Carlos, en cambio, nadie le tomaba en serio. Era eficiente, llevaba en la compañía más años que nadie, conocía secretos que otros hubieran sabido utilizar; pero no le servía de gran cosa.
Miguel había sido un elegido. Carlos, sencillamente, un hombre con los ojos bien abiertos. En realidad, las cosas no habían cambiado tanto. Las cosas nunca cambiaban demasiado. Sobre todo, para las víctimas.
Esteban, el Esteban que leía las esquelas y los recuerdos, nunca conoció del todo la historia de Silvia Kodama, una víctima más, una víctima engañosa que se ocultaba tras anillos con esmeraldas. Era una historia vulgar, que ni siquiera merece la pena ser contada. Había resultado ordinaria incluso con la presencia de la guerra, de modo que de haber vivido en tiempos de paz nadie la hubiera recordado. Hubiera pasado por cafés y teatros y lugares de mala muerte hasta envejecer y gastarse.
Mirado de ese modo, la guerra vino a ser su salvación. No tuvo otra. Silvia se negó a que Esteban la salvara. Renunció a cualquier cosa que no fuera limitarse a estar tumbada sobre la cama, escuchando la radio y sobreviviendo.
Esa noche, en Duino, la tata preparó tortas con chicharrones, una golosina para Elsa grande, que sólo las probaba en casa de su abuelo. Las alabó hasta la exageración, pero la tata se encogió de hombros.
—Nada, nada, no me cameles. No hay manera, la manteca no es como la de antes. Huele a sebo.
—La manteca es como la de toda la vida. Como si antes no le echaran porquería. Hasta con jabón la engordaban —replicaba el abuelo, que también comía las tortas con agrado—. Están muy ricas, mujer, créenos.
La tata movía la cabeza.
—Cómo se nota que usted no ha andado mucho en la cocina.
Y el abuelo, que había olvidado las tardes en la cocina por orden de Antonia, derritiendo manteca y pensando en las Kodama, bajaba la cabeza y continuaba comiendo.
—Eso también es verdad.
Rompiendo con sus normas, Elsa grande le habló de esas tortas en la nueva carta a Blanca. No quería parecer preocupada por ella. Resultaba terriblemente difícil medir sus palabras, comportarse calculando las reacciones de Blanca con cuentagotas.
—Que no se ponga triste, que no se emocione, que no coma, que no empiece de nuevo.
A veces mantenían las dos unas conversaciones cargadas de optimismo y buenas intenciones. Otras, cuando Blanca recaía, o se encontraba peor, el optimismo desaparecía, y las buenas intenciones parecían burlarse de las dos.
Unos meses antes, Blanca había abandonado médicos y terapias. Llegó furiosa por la mañana, vestida de verde vivo, y dio un portazo al cerrar el estudio.
—Estoy cansada de que me escuchen amablemente. ¿Qué siento por mi padre? ¿Qué siento por mi madre? ¿Cómo sufrí su separación? He reconstruido tantas veces mi vida que ya no sé qué versión prefiero. ¿Qué recuerdo de mi primer año de vida? ¿Cómo voy a saber qué recuerdo de mi primer año de vida?
Elsa le apretó el hombro, y le colgó la chaqueta en el perchero.
—¿Qué vas a hacer, entonces?
—Nada. —Levantó las manos y mostró las palmas, como si se rindiera—. Me entrego a mi madre. A estas alturas, sabe tanto como cualquier experto. Y resulta más barata.
Después de una recaída fuerte, Blanca había sido internada en un centro especial que ofrecía una terapia intensiva, y durante dos meses compartió vivencias con otras enfermas. La mayoría eran muy jóvenes, poco más que niñas, con una cabeza desmesurada para su cuello delgado: adormideras sobre tallos endebles. O redonditas y suaves, con la piel estragada por estrías debido a los cambios de peso.
Las medían y las pesaban todas las mañanas, las obligaban a terminar su plato sin rechistar, y las mantenían ocupadas el resto del día con talleres de arte, de música, y puestas en común. Para muchas, ese régimen de internado les devolvía la vida. Si la enfermedad, si la fobia y el amor desmedido hacia la comida eran atajados en sus inicios, podían pasar de puntillas por aquella ladera peligrosa y no regresar. Otras, pese a todos los esfuerzos, no lo conseguían. Morían.
Blanca había escondido sus hábitos por demasiado tiempo. La enfermedad se había hecho crónica. Incluso allí dentro, en el centro, sabía burlar la vigilancia de las enfermeras y saltarse el programa, Cuando lo abandonó, no había avanzado gran cosa; ayudó cuanto pudo a las demás, y la visión de aquellas niñas contagiadas por el mismo mal le reforzó la idea de condena, de sino inevitable, de avanzar con calma hacia el final.
—¿Nada más? —continuó preguntando Elsa grande—. ¿No vas a hacer nada más?
Blanca se sentó y apoyó la barbilla sobre las dos manos.
—No tienen ni idea —dijo, al fin—. Ni uno de esos expertos ha sabido indagar donde debían. Tu madre. Tu padre. Alguien que se burló de mí y me llamó tal o cual. Un paso turbador a la adolescencia. Una sexualidad despierta. ¡Paparruchas! ¡Ni siquiera saben por dónde buscar!
—¿Qué dicen respecto a lo de Lorda? —se atrevió a preguntar Elsa.
—¿Lo de Lorda?
—Sí… ya sabes. El curso de verano en Lorda.
Blanca hizo una pausa. Una pausa marcada, que mostraba sus dudas entre mentir o arriesgarse a revelarle algo más.
—Nada.
—¿Nada? ¿Les has hablado de ella?
Un posible cliente se acercó al escaparate del estudio y contempló las fotos de la última boda. Luego se marchó.
—No.
Historias. Contaba historias para encantar a los demás. Para engañarlos.
—Si continúas así…
—Si continúo así, ¿qué? Todos dicen lo mismo. Todos me amenazan. ¿Con qué? ¿Con la muerte? ¿Crees que me importa mucho morirme? Si tuviera el valor suficiente, hace mucho tiempo que me hubiera matado. ¿Qué hay aquí que me importe?
Elsa grande movió la cabeza. Su amiga se le acercó y la abrazó por la espalda, como siempre hacía.
—Perdona —dijo en voz baja—. No me lo tengas en cuenta. Estoy cansada y rabiosa. Hay cosas que me importan. Te lo prometo. Nunca me suicidaría.
La víspera de la partida de Elsa grande a Duino, Blanca apenas durmió. Cenó en su casa, como una más de la familia, y luego, cuando estuvieron solas, contuvo las lágrimas como pudo.
—No te va a pasar nada —aseguró—. Ya lo verás. Regresarás muy pronto, y olvidaremos esto. No te creas tan importante… No van a volver a acordarse de ti. Dentro de un par de años nos reiremos de todo esto.
Lo creía de veras. Si hicieran daño a Elsa, si mataran a Elsa como habían hecho con John, la muerte se habría burlado de ella, llevándose a su amiga después de hacerle a ella tantas promesas. La había acariciado tanto tiempo, sin atreverse a dar el paso final… Y desde hacía muchos años, desde poco después de que se iniciara su angustia, la muerte era una de las pocas cosas en las que tenía confianza.
Era día impar, y el teléfono interrumpió la carta que estaba escribiendo, la carta de los chicharrones. La tata llamó a la puerta.
—Es para ti.
Elsa grande se levantó y caminó hacia el salón. Esperó a que la tata entrara en la cocina.
—Hola, Rodrigo.
—Hola, cielo.
Mientras hablaba, fijó su mirada en una mesita que había pintado de azul vivo. En el lugar en que se unía el tablero con las patas había quedado una franja muy estrecha sin pintura.
—¿Qué estoy haciendo aquí? —se preguntó, y nada le respondió—. ¿Qué demonios estoy haciendo aquí?
Calló, con el teléfono en la mano. Al otro lado de la línea se hizo un silencio molesto.
—¿Estás ahí?
Ella asintió con la cabeza, al tiempo que contestaba:
—Sí.
—¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
—Es sólo… preocupación, agobio… no sé… paso mucho tiempo sola… Antes o después esta tensión debía de estallar por alguna parte… No me hagas caso. Estoy bien, estoy bien. Estaba escribiendo a Blanca, ¿sabes? Además, mis padres… en fin, ya me conoces. Me preocupo por cualquier cosa. La tata hizo tortas con chicharrones, y le dijimos que estaban bien, y le pareció que lo decía por decir. Me he disgustado un poco… Se lo estoy contando a Blanca… ya ves qué tontería. Como si no tuviera suficientes cosas por las que preocuparme.
Aquella maldita mesa mal pintada. Toda una vida mal pintada, mal cubierta con barnices. Quiso gritar. Se ahogaba ante el teléfono. Estaba obrando de manera inadecuada. Rodrigo se preocuparía, se volvería loco de inquietud. Y sin poder hacer nada. Estaba lejos, atado por el trabajo. No podía hacer nada.
—¿Qué te preocupa, Elsa? ¿Qué es lo que pasa?
Ella movió de nuevo la cabeza, como si pudiera verla.
—Ven, Rodrigo.
Luego lo repitió, con la voz enturbiada por las lágrimas.
—Ven, Rodrigo. Necesito que vengas. Por favor, ven a verme.