5
De vez en cuando, Esteban cogía el tren y se marchaba a Duino. Allí conocía varias tiendas de ultramarinos, y uno de los mayores placeres de su existencia era regatear con los dueños. Por cualquier cosa, por herramientas que no pensaba comprar, por el mero placer de convencer al adversario. Avisaba a su mujer con dos días de adelanto.
—Si quieres que te traiga algo, vete pensándolo.
Antonia suspiraba, porque ese algo se refería a utensilios para la pastelería o a compras menudas. Si le pedía que le mirara unas medias, o un simple paquetito de horquillas, encontraba mil excusas.
—Yo de eso no entiendo, ya lo sabes. Uno de estos días vamos los dos, y compramos lo que quieras.
—No puedo dejar la pastelería sola.
—Mujer, porque César se encargue de ella por un par de días no va a pasar nada.
—No me fío. Además, no me digas que te costaría tanto comprarme unas medias.
—Que no, que no. Que yo de eso no entiendo.
Le había bastado para hartarse la temporada en la que se manejaba a sus anchas con los estraperlistas y regalaba lindas chucherías a Silvia Kodama. No quería caer en lo mismo. Inflexible, preparaba lo que necesitaba para el viaje y se despedía. Ya en el tren, leía la lista que Antonia le había metido en el bolsillo.
Batidor de alambre
Cuchillo que NO tenga filo de hierro
Pesajarabes
Guantes de caucho GRUESOS
Nitrato amónico
Goma arábiga
Laca para el pelo
Incluso le había metido un botecito con spray para la laca.
—Qué le hará esta mujer a los pesajarabes —pensaba—. Es el tercero en lo que va de año.
Sonreía y se recostaba contra el respaldo. A veces descabezaba un sueñecito, que se interrumpía de estación en estación, y que le dejaba fresco y despejado al final del viaje. No mentía a su mujer: iba a Duino a comprar y a pagar, y a cumplir como buen vecino con todos los recados que el resto de los de Virto le encargaban. Dormía en casa de sus cuñados, y mantenía unas sobremesas interminables con ellos.
—Deberíais veniros una temporada al pueblo.
—Sí… a ver si para el otoño echamos allí unos días.
—No lo vais a reconocer. Han cambiado tantas cosas…
La cuñada se afanaba en atenderle bien, y le servía siempre más comida de la que él era capaz de terminar.
—Qué barbaridad, mujer. ¿Me ves cara de hambre?
Regresaba con unos juguetes para los niños y todos los encargos cumplidos. En la maleta, una maleta de viajante, llevaba el frasquito con laca, envuelto en dos pañuelos, para que no le manchara nada. Traía también una amargura enterrada entre los recados, doblada apaciblemente con la ropa limpia, tan oculta que todos le comentaban lo bien que le sentaba visitar la ciudad. Y él callaba, asentía, sonreía y escondía aún más su pena.
Tampoco en aquella ocasión la compañía de Silvia Kodama había actuado en Duino.
No es que él la buscara. En los primeros años de su matrimonio, odiaba a Silvia Kodama con toda la fuerza de la que era capaz. Se sentía nervioso, se entristecía por cualquier cosa. Despertaba en mitad de la noche angustiado. Antonia lo notaba, y lo comentaba con la tata.
—¿Qué le pasaría en la guerra?
—Es mejor que no queramos saberlo.
Su mujer suspiraba.
—Lo que habrán tenido que presenciar estos hombres…
Y se esforzaba por mostrarse solícita y cariñosa. Mimaba a Esteban, y aunque él lo demostraba poco, se lo agradecía. Antonia cocinaba siempre algo especial para él, porque era quisquilloso con la comida, y cuidaba de sus ropas como si fueran seres vivos. Incluso durante el embarazo de Carlos, en que caminaba a rastras por toda la casa, con las piernas hinchadas y el mareo constante, se desvelaba porque todo estuviera al gusto de Esteban. Pero en aquella ocasión Esteban la miraba poco, y no se lo agradecía en absoluto.
Cuando Antonia murió y, unos días después del entierro, los hijos también se fueron, Esteban se sentó en su sillón, en el piso de Duino, y pensó en ella. Salvo la pastelería, no había poseído nada propio; ni siquiera una opinión. Era él quien se las dictaba. Hubiera debido hacerle más caso, haberse preocupado, al menos mínimamente, por lo que ella deseaba. Le pesaban las medias que no le había comprado, las horquillas que ella echó de menos y que él se había negado a buscar en las tiendas.
Sintió que su entereza flaqueaba y se repuso. Al fin y al cabo, Antonia había sido feliz con aquella vida sumisa, y una esposa así, sumisa pero feliz, era lo que él había deseado. Después de abandonar a Silvia y a Rosa Kodama, se había jurado que jamás tendría nada con una mujer que supiera lo que quisiera.
—Le conseguí la pastelería —pensaba—, le di los caprichos que quería. Logré que nos viniéramos a Duino, como ella deseó. Yo le quité esas ínfulas de niña y la convertí en una mujer honrada y trabajadora.
Continuaba sentado en el sillón, paralizado.
—Entonces, ¿qué es lo que me pasa?
Muchas mujeres no tuvieron tanta suerte. Recién casadas, o a punto de estarlo, la guerra les cortó de cuajo las esperanzas. Las que sobrevivieron desarrollaron una piel dura como un cuerno. Como Rosa Kodama, regentaron un negocio sin escrúpulos ni dudas, o tiraron de sus hijos trabajando en lo que pudieron. Otras no resistieron la prueba: caminaban por las calles, enloquecidas, o marchaban a trabajar a otras ciudades, y a veces no regresaban ni se volvía a saber nada de ellas. Los niños quedaban al cuidado de los abuelos. Crecían flacos, con los ojos enormes y siempre hambrientos de atención, de cariño.
Eso era lo normal: que desaparecieran los padres en la guerra, que desaparecieran las madres, incapaces de soportar la presión. Los niños no desaparecían. Todo lo más, se largaban durante una tarde, en mitad de una travesura, y regresaban al anochecer, con hambre, sucios, un poco avergonzados. No se desvanecían en la nada y dejaban atrás padres, hermanos, una tata, amigos invisibles que ya no tenían razón de existir. Eso no se hacía. No eran ésas las leyes.
Y Elsita no solía saltarse las leyes.
Eso quedaba para Carlos y Miguel.
No les quedaba otro remedio si pretendían seguir siendo los dueños del pueblo. Ellos eran sólo dos. Algunos de los niños de Virto tenían siete hermanos, y muy pocos escrúpulos a la hora de tirar una piedra. De modo que si era necesario faltar a la escuela, o actuar como un muchacho responsable y recto y revelar el nombre de quién había roto un cristal o de quién había soltado la vaca en el sembrado, se hacía sin más problemas. Los adultos los trataban con consideración, y los niños, a regañadientes, soportaban sus manejos. Carlos se llevaba la peor parte, porque con Miguel ni siquiera se atrevían a quejarse.
—Eres un cerdo.
—Espera que se lo diga a mi hermano.
—Tu hermano, ¿qué? ¿Me vas a asustar tú con tu hermano?
Pero si Miguel se asomaba por allí, el atrevido callaba. Miguel se acercaba a él con calma y total parsimonia.
—Si me entero de que le tocas un pelo a éste —señalaba a Carlos—, te rompo el cuello.
Miguel leía aventuras de indios y vaqueros, y eso se notaba. Si hubiera estado en su mano, hubiera conseguido un sombrero y se lo hubiera ladeado sobre una ceja. Ante los demás, no había hermanos más unidos.
Mientras jugaban juntos, se vigilaban. A veces torturaban a su hermanita hasta hacerla llorar. Disfrutaban con las matanzas de las babosas, o escondiéndole su enciclopedia. Elsita nunca los delataba. Se limitaba a seguirlos, con las lágrimas temblándole al llegarle a la barbilla.
—¡Dadme el libro! ¿Por qué no me lo dais?
Entonces, sin razón aparente, uno de ellos se volvía contra el otro.
—Déjala. Déjala, ¿no ves que está llorando?
—Se pasa el día llorando.
Los dos hermanos se empujaban.
—¿Tú qué quieres? ¿Pelea?
Elsita se metía entre los dos.
—No os peguéis…
Lo postergaban hasta que estuvieran solos; los padres no decían nada siempre que la niña no se hubiera hecho daño. Los moratones y los arañazos de los chicos se curaban con nada, pero no querían ni pensar que a la niña pudiera ocurrirle algo. Por la cuenta que le tenía, Carlos procuraba parecer inocente y cariñoso con ella. Él era quien arrastraba la fama de sentir celos de Elsita.
Una vez, cuando la niña era poco más que un bebé, Esteban lo había sorprendido pellizcándola. Carlos era también muy pequeño, y no recordaba por qué lo había hecho. Su padre le había agarrado por un brazo y le zarandeó.
—Si te vuelvo a pillar… si te vuelvo a pillar…
Lo había llevado ante Antonia y la madre se había quedado con la boca abierta. Luego le dio dos azotes.
—A la pobre niña… debería darte vergüenza… con ella sí que puedes, ¿verdad, canalla?
Carlos lloraba y movía la cabeza. Sus padres le obligaron a besar a la nena, que miraba a todas partes, muy despierta. Aquello ya no lo olvidaron nunca.
—Son buenos chicos —decía Antonia de sus hijos—. Bueno… —añadía luego, y les dedicaba una mirada a los ruborizados niños—. Miguel le tiene un poco de pelusilla a Carlos, y Carlos a Elsita… esas cosas de chiquillos.
No sentían envidia por Elsita. La cosa iba entre ellos.
Durante aquellos años, Esteban veía poco a sus hijos. Cuando Elsita ya no estaba, cuando los mozos crecieron y anunciaron su decisión de marchar a otra ciudad, se sintió repentinamente solo y viejo. Por primera vez en mucho tiempo nadie se alzaba entre Antonia y él, y no había excusas, ni mantequilla que comprar, ni nada que mandar a un hijo. Le invadió una nostalgia insondable, y esperaba con impaciencia las visitas de Carlos y Miguel.
En su vida ya no había proyectos. No había trabajo. Sencillamente, el tiempo de la siembra había pasado, y le quedaba recoger los frutos.
—Me estoy haciendo viejo —pensaba. Luego miraba a Antonia—. Menos mal que la tengo a ella.
Antonia se ocupaba cada vez de más cosas, de más trabajo. Había envejecido menos, relativamente menos de lo que envejeció después de la desaparición de la niña. Conservaba sus esperanzas, su mundo. A diferencia de su marido, añoraba poco a los hijos. Su niña, la señorita maestra, vivía perdida por esos mundos de Dios en una mansión lujosa, y estaba segura de que algún día la encontrarían de nuevo, crecida y hermosa. Su hijo, el señor médico, no sería ya médico, pero hallaría el modo de enriquecerse. El otro hijo, que no regentaría ya el negocio, seguiría sus pasos. Eran listos, eran jóvenes. ¿Qué importaba? La vida daba con una mano lo que robaba con la otra.
El resto de sus sueños permanecían intactos. De nuevo sola con su marido, su príncipe azul canoso y callado, Antonia sentía la vida por delante. No tenía la impresión de que nada hubiera ocurrido realmente. Cualquier día despertaría y se encontraría que la guerra aún no había comenzado, que ella era joven y soltera, y que todo había sido un mal sueño. Mientras tanto, leía novelas rosa que luego le pasaba a la tata, y vivía como si fueran suyos los noviazgos que sus hijos le contaban por carta.
—Fíjate si llego a tener nietos —le decía a su marido—, la abuela tan joven que seré.
Entonces, recién casado el hijo mayor, Esteban entró en el salón y ella le notó, por la sonrisa insegura, por el temblor con el que andaba, que escondía una mala noticia.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Su marido se sentó junto a ella.
—Una desgracia.
Antonia pensó en la pastelería. Sin levantarse, miró por la ventana. El letrero granate y dorado permanecía en su lugar.
—Dime qué es.
Eran dos muertes: su hermano y su cuñada, aprisionados en un autobús que había volcado.
—Sin hijos —se le escapó a Antonia, antes de comprender que era a su hermano a quien no vería ya más, y recordó de pronto unos juguetes menudos, unos soldaditos por los que habían discutido de niños, y se echó a llorar.
Fue así como, al cabo del tiempo, el piso de Duino y la pensión, con sus problemas y bendiciones, fueron a recaer sobre Antonia. Como ninguno de los dos se veía con fuerzas como para comenzar de nuevo un negocio, dejaron la pensión en manos de una viuda que tenía fama de muy cumplidora, y se quedaron con el piso.
—Vamos para mayores —dijo Esteban, de pronto, un día—. Dime tú qué necesidad tienes de matarte a trabajar en la pastelería. Ya no tenemos que preocuparnos por los hijos. Es mejor que vendamos esto, que marchemos a la ciudad. Con lo que tenemos ahorrado, malo será que no nos llegue para vivir.
Antonia inclinó la cabeza, dócil, como siempre, a las órdenes de su caballero. Se doblegó sin lucha. La muerte de su hermano le había revuelto los recuerdos, y durante el último mes recordó con renovada amargura que ella nunca quiso acabar en Virto, en una pastelería vulgar y extenuante.
—¿Qué hago yo aquí? —se preguntaba, cuando freía las estrellas, convencida de que nadie sabía hacerlo como ella. Estrellas de huevos, leche, harina y azúcar—. ¿Qué hago yo aquí, como una campesina más, en lugar de recuperar el lugar que me pertenece?
Todo su amor por el negocio, las horas en vela cosiendo mantelitos para las mesas y buscando una lámpara en condiciones la atacaron de pronto y le provocaron un aseo sin límites. Quería marcharse de allí, quería regresar a la ciudad, su ciudad, y no mover un dedo para trabajar jamás.
—Dios castiga sin palo ni piedra. Fíjate cómo los años ponen las cosas en su sitio —decía, ya en camisón, sentada sobre la cama. Esteban, que la oía sin escuchar, asintió por costumbre—. Si ellos hubieran accedido a vivir en Virto, se hubieran hecho cargo sin esfuerzo del negocio, fíjate tú, sin hijos de los que ocuparse, con lo que nos hubiera facilitado la vida continuar en Duino. Vaya uno a saber si ellos no continuarían vivos ahora. Yo sé —añadía, bajando la voz— de una que continuaría viva si eso hubiera sucedido.
Luego se interrumpía de golpe, porque recordaba que ella debía creer que su niña continuaba viva. Viva, en una mansión lejana, con todos los lujos y comodidades. Y junto con las lágrimas por Elsita acudía el remordimiento por hablar así de la cuñada ratonil, insignificante, rencorosa, a quien tan mal había tratado siempre. Y ahora estaba muerta.
—Me hubiera costado tan poco mostrarme amable con ella —pensaba—. ¡Qué grave falta es el orgullo!
Traspasaron la pastelería, pero no vendieron la casa de Virto, porque la tata amenazó con abandonarlos si lo hacían.
—Yo no conozco otra vida. No conozco otro pueblo. Me voy con ustedes si me prometen que podré regresar a Virto cuando quiera y que podré venir aquí, a esta casa. ¿Qué voy a hacer sola en la ciudad, a mis años?
Aún no había cumplido los cincuenta.
Deshacerse de la pastelería tampoco les resultó fácil. En el último momento, Antonia recordó de otra manera, con más aprecio, los malos momentos, y a Esteban le invadió el temor de haber sido muy despreocupado, de haber calculado con demasiada alegría el dinero para el porvenir. Tal vez las rentas no les dieran lo suficiente.
—En fin —resolvió Esteban—. Ahora ya no hay nada que hacer. No vamos a volvernos atrás.
Se marcharon en tren, un día de otoño árido y frío. Desde las montañas el viento barría los matorrales, y las flores que crecían en las vías habían muerto hacía semanas. Llevaban apenas una maleta con la ropa que les quedaba, porque en días anteriores habían trasladado ya a Duino todo lo que habían escogido. No mucho; pensaban continuar utilizando la casa del pueblo, animados por el ejemplo de la tata, y al piso del hermano no le faltaba de nada.
Casi todos los notables del pueblo se acercaron a la estación verde, ya descascarillada, para despedirlos. El alcalde, el nuevo, el que se había casado, lo que eran las cosas, con aquella niña Patria. El maestro, viudo, que se había quedado solo después de la marcha de su hija Leonor, un mes antes. El médico que pretendía a la tata, un poco cohibido entre el resto de la gente, intimidado ante la feroz mirada que ella le había dedicado.
—Los hombres —le dijo ella luego a Antonia, con la voz temblorosa— no conocen las formas, no saben de vergüenza ni de moral.
Aparte de las mujeres, los hombres despidieron a Esteban. Le dieron la mano, le guiaron por el hombro hasta el andén. Bromeando, recordaron deudas pendientes y pasados días.
—¿Y cuando vino el lechero y puso el grito en el cielo, porque el coche…?
—¡No quisiste reconocerlo, pero buen susto que te llevaste!
—Demontre de hombre… con lo pequeño que era y lo mucho que se movía.
Sonreían con tristeza. César, que había abandonado el negocio por un momento, pero sin despojarse del delantal, como nuevo dueño y señor que era, también sonreía, pero sin tanta tristeza. El mandil acentuaba su barriga, y él trataba de meter tripa y de sacar pecho. Las mujeres rodeaban a la tata y a Antonia, que contenía a duras penas las lágrimas.
—Haces bien en irte. Al fin y al cabo, ¿qué no podrías haber hecho tú en otro lugar y con más medios?
Todas estaban convencidas, después de años de escuchar las quejas de Antonia, de que la parte de herencia de la ciudad era mucho mayor, un tesoro fabuloso; creían que Antonia regresaría repartiendo oro.
—Sí —asentía ella, y movía la cabeza.
Subieron al tren, y sacudieron la mano para despedirse de la gente notable. El viento cortaba, y agitaba los mantones y los abrigos. Esteban miraba las cercas confeccionadas con palos, las hierbas resecas que se inclinaban, como si el tiempo no hubiera transcurrido y antes de ayer hubiera terminado la guerra.
—No es más que una casa —dijo a su mujer, que lloraba ya sin disimulo—. Unas cuantas piedras, un techo. Vamos. No dejas aquí ningún muerto.
En el monte, el fantasma de la niña Elsa se había puesto en pie entre las piedras y contemplaba el tren que comenzaba a moverse y se llevaba a sus padres.
—Volveremos siempre que lo desees. Vamos, no llores.
Antonia disfrazaba a sus comadres del andén; eran damas con vestidos de satén y pañuelitos de encaje que venían a despedir a su reina. Y la reina era ella, que marchaba al exilio, quién sabía por cuánto tiempo.
—Vamos —repitió su marido, con más cariño—. Deberíamos haber dejado este lugar hace años.
El tren tomó velocidad, y pronto la estación menuda y verde, la estación con barreras de caramelo, se perdió entre las líneas del paisaje. Los viajeros continuaban inmóviles en sus compartimentos; habían pasado por Virto como por cualquier otro pueblo perdido, sin darse ni siquiera cuenta de que habían estado allí.
Nadie había sabido verlo —ni los padres, ni la tata, ni mucho menos el maestro—, pero Miguel, de niño, era un elegido. Sabía imponerse sin elevar la voz. Sabía callar rumores sólo con su presencia. No hubiera estado más claro si alguien le hubiera colocado una señal en la frente, pero al parecer todos estaban ciegos. Alguien, sin embargo, lo había intuido: Patria, la cabecilla de las niñas. Se casaría con Miguel. Lo había sabido siempre. Aunque eso supusiera soportar durante toda su vida a la pavisosa de Elsita o enfrentarse a Carlos. Con el resto de las niñas presumía un poco y se inventaba pequeñas hazañas.
—¿De verdad que te besó?
—Claro que me besó… ¿Qué pasa? ¿No te lo crees?
La otra niña se amedrentaba.
—Sí. Sí que me lo creo.
—Porque si no te lo crees, ya puedes irte marchando de aquí…
—No, no. Que sí que me lo creo, Patria. Sí que me lo creo.
Miguel, explicaba Patria a las otras, no quería que nadie lo supiera.
—Cuando yo me vaya a la ciudad, a colocarme como criada, él irá también.
—¿Y en qué va a trabajar?
Patria dudaba.
—Ya le saldrá algo.
Miguel corría con el resto de los niños, sin saber que sería médico, ni esposo, ni otra cosa que no fuera el dueño del pueblo. A veces se acercaba corriendo a la pastelería, y se plantaba ante César, acalorado y jadeante, con la mano extendida.
—Dame dinero.
César dudaba un momento y luego rebuscaba alguna moneda. Si Antonia andaba por allí, Miguel no abría la boca. Esperaba hasta encontrar a César solo. Sabía que le manejaba a su antojo, que, por alguna razón, César le tenía miedo. Él no pretendía indagar razones, ni descubrir por qué un mocetón que le doblaba la edad cedía sin resistirse. Cogía el dinero, regresaba corriendo a la plaza y se marchaba a comprar petardos.
En verano, si traían alguna película buena, Antonia y Esteban iban a verla. La proyectaban sobre la pared de la iglesia; era lo más adecuado, porque la mayor parte de las veces trataban sobre mártires arrojados a los leones o sobre caballeros con armadura que salvaban damiselas en peligro. La primera vez que Esteban le anunció que verían la película, Antonia corrió a buscar su cuello de zorros y el broche para engancharlo; pero lo habían guardado entre naftalina, y no había manera de que se le fuera el olor, de modo que Antonia, muy a su pesar, llevó un pañuelo de seda y los guantes blancos.
La mujer del médico y su hermana habían andado más listas y lucían sendos cuellos de piel. Esteban se las señaló y se rió en voz baja.
—¿Has visto algo más pueblerino que esto?
Antonia también rió, con el rostro rígido. A partir de entonces ya no se preocupó por arreglarse en exceso para el cine, y hablaba de ello con sus amigas con aire displicente.
—La sencillez es la base de la elegancia —decía; era una de las frases que más repetían las revistas de moda, las de las fotos retocadas de la reina y las princesas—. Una mujer recargada es una mona adornada.
—La sencillez, claro, la sencillez —decían las mujeres del pueblo, que consideraban que si una había conservado joyas, o si había invertido sus valiosas horas en convencer a sus hombres para que se las regalaran, lo menos que podía hacer era lucirlas.
La única que realmente entendía de lo que Antonia hablaba era la maestra. Ella también defendía ardientemente la sencillez. A la pobre no le llegaba el dinero para otra cosa.
La mujer del médico fue la última en enterarse de la rechufla que se traían todos con su cuello de pieles. Cuando lo supo, ni siquiera sintió fuerzas para enfurecerse. Tenía en alta consideración a Antonia, que era, al fin y al cabo, una señora de la capital. Cortó el cuello de pieles en pedazos y forró con ellos una zamarra de su marido.
Cuando en el invierno Antonia rescató sus zorros y los vistió, orgullosa, en un entierro, y todos comentaron lo sencilla y elegante que iba siempre la de la pastelería, la del médico no entendió nada. Desde entonces miraba con un poco de rencor la zamarra abrigada del marido.
Antonia copiaba los peinados de las damas y de las cristianas mártires que veía en el cine en un cuaderno parecido a los de las recetas. Ella llevaba el pelo corto, en rizos foscos alrededor de la cabeza, de modo que no podía imitarlas, pero en menos tiempo del que nadie pensara, Elsita haría la primera comunión, comenzaría a conocer chicos, se casaría. Una chica peinada como una dama siempre se encontraría en mejor posición para toparse con un caballero. Era mejor estar prevenida.
Por supuesto, no encontraría ningún caballero en Virto. Antonia se había propuesto que Elsita no intimara en exceso con ningún niño, ni mucho menos con algún joven que pudiera conquistarla en poco tiempo. Si le permitía a César tanta confianza, se debía a que no sabía que a César, por ejemplo, le gustaba espiarlas a ella y a la tata cuando se desnudaban, allá de madrugada, y él continuaba de guardia en el obrador. Le gustaba también mirar a las parejas del pueblo, y era quien conocía todos los escondrijos habituales de los amantes. Varios padres celosos de su honra hubieran dado casi cualquier cosa por esos informes, pero César se sentía mejor callando los secretos más oscuros y guardados. Nunca se sabía para qué podían servir.
Se enteraba de los noviazgos y de las rupturas por las charlas de la tata, que se olvidaba de él con extraordinaria facilidad. Mientras ponía a Antonia al tanto de las novedades, César caminaba con pies de gato y se alejaba del horno. Si la niña entraba en la pastelería, Antonia la mandaba callar.
—¡Chist! Viene Elsita.
Sabían que era ella porque caminaba con pasitos cortos, a la máxima velocidad que la cuerda te permitía. Y él también tenía tiempo de aparentar que regresaba a su trabajo. A veces Elsita le tiraba de la mano.
—Vamos… juega conmigo… si no estás haciendo nada.
—¿Cómo que no? ¿No ves que tengo que atender esto?
La voz de Antonia llegaba desde la parte anterior.
—Juega un ratito con ella, César. En cuanto yo terminé, te aviso.
Con Elsita era capaz de sentirse gracioso y suelto. Con las otras mujeres se le confundían las palabras, y acababa por hacer todo al revés. Bajaba la cabeza, acentuaba su sonrisa servil y se apresuraba a atenderlas. Le gustaba comer y, a escondidas, bebía bastante. En seguida perdió su aire juvenil, y trataba de ocultar su barriga apretando las cintas del delantal.
Poseía la capacidad de pasar desapercibido en todas partes. Cuando se hacían planes, se olvidaban de él sin mala intención. Él sacaba el mejor partido posible de esa cualidad. Si se escapaba media hora a la zona alta del monte, siguiendo discretamente a algunos novios furtivos, su ausencia no significaba nada. Y regresaba, acalorado e inquieto, a ocupar su lugar junto al horno.
A veces era más de media hora. Se prolongaban hasta que Antonia le echaba en falta, y se acercaba hasta la leñera. Pero siempre, en el último momento, antes de que ella pensara que César descuidaba su labor, él regresaba con un recado, un mensaje o dos cubos con carbón y ella se arrepentía de haber desconfiado de su empleado más fiel.
Faltó más de media hora, por ejemplo, la tarde en la que Elsita desapareció. Cuando Antonia se acercó hasta la casa de los maestros para felicitarlos, porque era el santo de la maestra, César acababa de descargar unos sacos de harina que le habían llevado. Y cuando Antonia regresó, divertida por la merienda y la compañía, estaba barriendo las cenizas que volaban del horno y que daban mal gusto al pan.
Entremedias habían transcurrido casi cuatro horas.
Los hombres de Virto tenían poco de disipados, pero de vez en cuando se embarcaban en alguna calaverada; antes de que alguno se casara, o cuando el mozo de tal casa se marchaba a quintas. A las mujeres les decían que se acercaban a Duino, a ver el fútbol, y con la conciencia más tranquila y la seguridad que daba el grupo se iban a correr la juerga.
—¿Quién falta? ¿Estamos todos?
—¡Quien falte ya no viene!
En Duino resultaban inconfundibles. Hombres de pueblo, con la cartera llena de billetes sobre el corazón. El maestro y Esteban procuraban caminar un poco aparte, para que se distinguiera bien que eran de otra clase. Al principio les costaba encontrar tema de conversación.
—¿Y Elsita? ¿Avanza en el colegio?
—Esa niña será lo que quiera ser. Yo que usted, pensaría en darle estudios.
Esteban reventaba de orgullo.
—Bueno, hombre, bueno —decía, reprimiéndose—. Se hará lo que se pueda.
Les impresionaba la gran cantidad de mendigos que había por las calles. No se veían pobres en Virto, salvo algún vagabundo de paso que pedía el favor de algo de comer. En Duino las esquinas estaban ocupadas por mujeres con niños sucios y viejos derrotados y llenos de piojos. Mendigaban con la mano extendida y una expresión quejumbrosa que los niños no tardaban en imitar.
—Esto es una vergüenza —decía Esteban.
—¿No habrá habido tiempo desde la guerra para acomodar a esta gente?
El resto de los aldeanos pasaban con cierta aprensión ante los pobres. Compartían la idea de que en la ciudad les robarían, o los estafarían, que no podían fiarse de nadie, y que todos leían en sus rostros que llevaban dinero, y que a la mínima oportunidad saltarían sobre ellos para quitárselo. De modo que los viejos mendigos y las mujeres cargadas de hijos se quedaban sin su limosna, sin su piedad y sin su tiempo.
Visitaban una casa de citas que se daba ciertos aires, con una patrona muy peripuesta y varias chicas jóvenes y monas que no compartían las ideas de la elegancia de Antonia. Las rubias eran las preferidas. Como Sanidad se les echaba encima a la mínima, las chicas cambiaban con cierta frecuencia. Paseaban ante los hombres, de la cortina del fondo hasta la ventana y vuelta. No se sentaban en sus rodillas, ni hacían carantoñas, como se estilaba en otros lugares. Los hombres se sentían con ello respetados. Visitar a las chicas venía a ser, poco más o menos, como ir al médico, como elegir un médico. Escogían la que más les agradaba, cumplía, y le pagaban. Si les agradaba cómo los habían tratado, añadían una propina.
—¿Cómo se llama ésa, la tercera?
—Sara.
—Yo me voy con Sara.
A veces dos de ellos se encaprichaban de la misma chica. No había problemas. Se jugaban al cara o cruz quién iba antes. La patrona se recostaba contra la cortina que hacía las veces de biombo y suspiraba, satisfecha. Si todos los clientes fueran así, la vida resultaría mucho más sencilla. Para todos. Pero siempre llegaba el dinero a complicarlo todo. O el alcohol. O el amor.
No siempre iban al mismo sitio. En una ocasión, alguien vio en un periódico el aviso de una compañía de variedades, con bailarinas afamadas, y se le ocurrió que sería interesante. El periódico pasó de mano en mano, y a todos les pareció estupendo.
—La compañía de Silvia Kodama —leyó uno—. Sólo por unos días, con su exclusivo espectáculo Las Mil y una noches.
Esteban levantó la cabeza, como si hubiera recibido un mazazo.
—¿Silvia Kodama?
Pidió el periódico. Silvia podía ser cualquiera de las muchachas de la ilustración, coronadas por un penacho de plumas impresionante y con pantalones moriscos de gasa. Podía también no ser ninguna.
—¿Tú conoces esa compañía, Esteban? ¿Merece la pena?
Negó con la cabeza.
—No, no la conozco. Sólo…
Ni siquiera pensó qué decir.
—El nombre me sonaba. Pensé que tendría algo que ver con alguien a quien yo había conocido. Un tal José.
—¿José Kodama?
—No, no. José, a secas. Uno que murió en la guerra. ¡Yo qué sé! Imaginaciones mías.
Quedó resuelto que acudirían al espectáculo. Las mujeres creían que la temporada de liga o de copa se extendía interminable, y nadie iba a sacarlas ahora de su error. Acudirían todos, salvo el médico, que no consideraba ético ausentarse por esos motivos y dejar a los enfermos desatendidos.
—No, no. Imaginad que ocurre cualquier desgracia y yo no estoy aquí porque he ido a Duino a ver a las señoritas del ballet. No me lo perdonaría nunca.
De modo que el médico se quedaba. Y César, el de la pastelería, que sonreía con aire adulador ante las historias de las conquistas, pero nunca había mostrado deseos de unirse a los demás.
Esteban pensó largo tiempo si acudir o no. Al fin, con la sensación de mentir a su mujer por primera vez, asistió. En el tren, mientras los demás bromeaban y hacían cabalas sobre hasta qué punto las bailarinas serían bailarinas y hasta qué punto odaliscas, él apoyó la frente contra el cristal y recordó el hotel Camelot y sus melocotones helados vertidos sobre Silvia, los modales de conquistador de Melchor Arana y la demoledora energía de Rosa Kodama. No solía preguntarse qué había sido de ellos. Para él, todo había terminado cuando cerró la puerta y dejó tras ella a Silvia y a Rosa sorprendidas, suplicándole que regresara, y una carcajada después.
Quizá alguna vez, cuando las cosas no le iban especialmente bien, cuando derretía manteca, por ejemplo, una tarea que Antonia siempre le reservaba, porque ella se ahogaba con el calor, pensaba, deprimido, que estuvieran donde estuvieran aquellas mujeres y su protector estarían mejor que él, exprimiendo la manteca y sazonando los chicharrones.
De la función de la compañía regresaron todos contentos, menos Esteban.
—Yo nunca pensé que existirían esas mujeres… —le contaban al médico, que sonreía, bondadoso—. Antes de venirnos les compramos unas flores y se las dejamos en los camerinos. ¡Y si vieras con qué soltura nos dieron las gracias! Cuando regresen, tenemos que volver a verlas. Qué movimientos, qué elegancia…
Evidentemente, los hombres de Virto tampoco comprendían el concepto de elegancia de Antonia.
—Bien —contestaba el médico—. Ya veo que estáis hechos unos conquistadores.
Durante varias semanas no hablaron de otra cosa. Si sus mujeres se acercaban, bajaban la voz y se hacían guiños cómplices.
Esteban no. No comentó la función. Antonia le notó taciturno, como en los peores tiempos de después de la guerra.
—¿Qué pasó? ¿Perdieron?
—¿Eh?
—El partido. ¿Perdieron?
Con las prisas y la mala conciencia se había olvidado incluso de consultar el resultado.
—No, son otras cosas… cosas del negocio… Dicen que va a subir mucho la harina… yo ya he hablado con Roque, pero…
Antonia mordía el anzuelo, y compartía la preocupación.
—Pues dile que si va a cambiar el precio, no vamos. Sí que están los tiempos buenos para aumentar los gastos.
—Eso le he dicho yo, que no son buenos tiempos.
No eran malos. Ni buenos. Eran los únicos que tenían.
Silvia Kodama, al menos, tendría sus joyas con las que enfrentarse a la vida. Un anillo con una perla. Otro con una esmeralda.
Fue lo único que les preguntó a sus amigos, a los que entraron a ver el espectáculo exclusivo de Las Mil y una noches.
—¿Visteis si llevaba joyas?
—¿Quién?
—La dueña… la primera bailarina… esa Silvia Kodama.
—No… sólo salió a saludar, al final. Las otras chicas aplaudían.
Él se había quedado en el vestíbulo del teatro. Le palpitaba el corazón. Creía que si continuaba allí, Silvia sabría, de alguna manera, que él la esperaba, y que los dos se encontrarían al pie de la escalinata. Y sin duda, como había pasado siempre, al verla renacería la pasión, el punzante deseo de poseerla de hacía tanto tiempo.
Durante los primeros meses sin Silvia, la tentación de llamarla junto con el odio, el deseo de salir a su encuentro aunque sólo fuera para abofetearla luego había sido muy fuerte; pero se sobrepuso a ella. Al final, con el paso de los años, le pudo la certeza de que ella habría cambiado. Se habría convertido en Rosa, el rostro ajado y con el óvalo perdido. Y él, eso no le cabía duda, había cambiado también.
Le costaba creer que él, el honrado padre de familia, el avispado comerciante, había conocido otra existencia. Tratos con hombres enloquecidos por la guerra, que se reían cuando mataban a alguien en la calle, y se vanagloriaban de que nadie se les ponía por delante. La suave perfidia de Melchor Arana. Un local al que no había vuelto, que se levantó de la nada, con licor conseguido de contrabando, muchas sonrisas falsas y trabajo, siempre trabajo. Había compartido con otro hombre una madre y una hija. Y no hacía tanto tiempo.
O tal vez sí…
Demasiado tiempo…
Aquella noche en el teatro escuchó los aplausos, y Silvia aún no había aparecido. Ni tampoco ninguna mujer mayor a la que pudiera confundir con Rosa. El vestíbulo se llenó de gente, de caballeros con los ojos dilatados y sin habla. Fumaban, reían y mostraban su entusiasmo. Tal vez la función fuera buena, pero aquello era una reunión social, no un encuentro de aficionados a la revista. Entre ellos había también alguna señora, muy sonriente, delgada y elegante, a la que era adecuado llevar a esos espectáculos porque no daban opinión si no se les pedía, y callaban el resto del tiempo, sorbiendo con distinción su vasito de licor.
Sus amigos tenían prisa por irse a cenar y comentar lo que habían visto.
—Vamos, vamos… ¿Dónde te quedaste, Esteban? No te he visto.
—Estabas tú como para ver nada —replicó él con la boca seca.
Volvió la cabeza; el teatro continuaba con todas las luces encendidas, y era imposible figurarse dónde quedarían los camerinos. Y Silvia en ellos, medio desnuda, envuelta en plumas, en joyas o flores de admiradores.
—Éste parece atontado…
Esteban se dio cuenta de que estaba dando la nota.
—Estoy un poco cansado… no me hagáis caso.
Y caminando con paso decidido se alejó de ella por segunda vez.
Regresó a su pueblecito, y terminó luego en una ciudad tranquila de misa de doce, de adoquines biselados y un sol austero que caía con la misma calma con la que brotaba la nieve. Un poco más desilusionado, y con los recuerdos embellecidos por la distancia.