6

Y muchos años después, mientras el abuelo Esteban buscaba esquelas en el periódico, mientras Elsa grande pedía un préstamo para abrir con Blanca su negocio, mientras la niña Elsa continuaba muda y quieta en el olvido, mientras faltaban aún un par de años para que esta historia comenzara, Elsa pequeña (la prima Elsa, Elsa cabeza loca, Elsa aficionada al café) caminaba por una senda intrincada en mitad del monte: le habían atado las manos, y las dos trenzas con las que se sujetaba el pelo le golpeaban contra la cara.

Era la tercera de la comitiva; otras siete personas la acompañaban, las siete apresadas por las muñecas, las siete vestidas con ropas estrafalarias y agotadas por la caminata. Otras cuatro figuras a caballo custodiaban la corta hilera; no hablaban entre ellos, ni se detenían a descansar. Elsa pequeña avanzaba arrastrando los pies, en el tercer día de la Purificación, y pese a todo se sentía feliz. Durante las noches dormían al raso, acurrucados unos contra otros, y sus ojos, agudizados por el hambre y la estancia en las montañas, se cuajaban de estrellas. Elsa comenzaba a distinguirlas, y recitaba sus nombres sin señalarlas.

—Boyero… Merak…

Cuando pasaba la semana de la Purificación, los hombres a caballo los conducían a un punto determinado, habitualmente un cruce de un camino con una carretera, y aguardaban allí a que llegara un autobús. Entonces les soltaban las ataduras y los saludaban inclinándose levemente. En ningún momento se habían librado de las máscaras que les cubrían la cara. Erguidos sobre los animales, con unas capas rojas y negras confeccionadas con un material vaporoso que se desgarraba entre las zarzas, y en las que destacaba el bordado del Grial, despertaban todos los temores que se habían olvidado en algún momento, al crecer.

Muchos de los compañeros de Elsa se impacientaban; deseaban superar los diez grados de Purificación para convertirse en uno de los Caballeros, aunque fuera del Rango Inferior. Admitían también mujeres entre los Caballeros, aunque su misión habitual dentro de la Orden fuera muy distinta.

Elsa pequeña no deseaba ser Caballero. No deseaba tampoco ser Sacerdotisa, mientras que la mayoría de sus compañeras no tenían otro objetivo. Su Guía charlaba a menudo con ella y la tentaba hablando de revelaciones y mitos.

—Siempre has sido una chica inteligente, con los pies en la tierra. El mundo necesita gente como tú. Sólo mediante el sacrificio conseguimos la sabiduría, y sin sabiduría no lograremos la Victoria en la Lucha. Y hablamos del bien y el mal, Elsa. Del bien y el mal.

Ella, por no defraudarle, intentaba mostrarse interesada en el ascenso jerárquico. Se llevaba a casa los folletos profusamente ilustrados de la Orden, y los dejaba entre la publicidad del supermercado en el que trabajaba. Ésa era otra de sus funciones, anunciar y dar a conocer la Orden, pero ella se sentía especialmente incómoda abordando a la gente y contándoles cómo su vida había cambiado, y pidió con timidez que la relevaran de esa tarea.

—No muestras suficiente entusiasmo… no te esfuerzas lo suficiente.

Elsa pequeña bajaba la cabeza y callaba.

—No puedo hacer más… de verdad, no puedo.

Vivía con lo justo, no visitaba a sus padres, no llamaba a sus amigos. No se relacionaba con nadie que no perteneciera a la Orden. Pagaba puntualmente el diezmo. Cuando por las mañanas se recogía el pelo en los vestuarios del supermercado, comprobaba en el espejo que la mirada asustada que desde siempre la había acompañado había desaparecido.

—Ésta soy yo… o no soy yo…

La sorprendía lo mucho que podía cambiar una persona en tan poco tiempo, con apenas unas ideas nuevas y la orientación adecuada. Como su Guía, una persona amable, una cara dulce.

En las pausas del trabajo, en las que se tomaba sus dos cafés negros, muy cargados, cerraba los ojos y se veía en el monte, demasiado cansada para pensar, un paso tras otro, las muñecas rozadas por las cuerdas, el pecho ahogado por el corpiño, pero libre. Libre. Entonces abría los ojos, volvía a su puesto, sonreía a la siguiente clienta y continuaba cobrando productos lejos de las estrellas.

La Orden daba una exquisita importancia a las vestiduras, que debían ser pudorosas y reflejar, al mismo tiempo, la jerarquía de la persona; antes de cada Rito, difundían las normas propias. La ropa actual, decían, exaltaba demasiado el cuerpo y apelaba directamente a los sentidos. Era necesario recuperar el antiguo espíritu, el ascetismo medieval que perseguían. Y Elsa repetía las palabras que le habían enseñado:

—Si el cuerpo se corrompe, ¿cómo podrá habitar en él el alma?

Las normas generales, impresas a todo color en un papel barato, exigían botones de madera, forrados en el caso de las mujeres, o sustituidos por cordones. Las faldas no debían mostrar el tobillo; durante los Ritos al aire libre, las Purificaciones o las Cazas, podían acortarse, pero en ese caso, una saya larga por debajo impedía escapes al deseo carnal. Las mangas debían ocultar los hombros y los brazos hasta el codo. El rojo y el violeta quedaban reservados para los miembros antiguos, el blanco para las Sacerdotisas y los Sumos Sacerdotes y el verde no se usaba salvo para los Ritos más sagrados.

—Que nuestra pureza acalle todos los rumores de los maliciosos —decían los Guías—. ¿Podéis creer que alguien pueda acusarnos de ir en contra de nuestros propios miembros?

Y todos reían, atónitos, ante tal desvergüenza. ¿Acaso no cuidaba la Orden de todos ellos? ¿Acaso no les indicaban el mejor modo de invertir su dinero, acaso no llegaban a indicarles su manera de hablar, de moverse, de vestirse?

Elsa pequeña guardaba plegada en el armario una lana muy fina, con mezcla de seda, de un vivo tono escarlata. A veces se la colocaba ante el cuerpo y ajustaba con sus manos la tela. Daba dos vueltas, bailando. Cuando le volvía la cordura, doblaba todo y lo ocultaba. Cosía muy bien, como sabía hacer bien otras muchas cosas, y por eso gozaba de alta consideración en la Orden; dentro de su jerarquía, por supuesto.

—Si lograras doblegar tu orgullo… —le indicaba el Guía—. Eres inteligente, y lo sabes. Y puede que esa inteligencia traiga tu perdición. La modestia, la confianza ciega en los designios de la Orden serán tu salvaguardia.

Y Elsa, a quien hacía mucho tiempo que nadie llamaba inteligente, inclinaba la cabeza, halagada, pero entristecida, en el fondo, porque reconocía que era cierto, que su orgullo terco le había causado demasiados problemas en la vida.

—Sé que poseo muchas habilidades —se confesaba a su Guía—. Pero me falta constancia para perseverar en ellas.

Cuando abandonó los estudios había aprendido a cortar patrones, coser y bordar; había dado clases de expresión corporal en un gimnasio, seguido de varios cursos de cocina avanzada y logrado un diploma que la capacitaba para ser practicante y hacer curas en cualquier hospital. Podía conducir cualquier vehículo, salvo camiones de gran envergadura, y tocaba la guitarra estupendamente.

—Estás desperdiciando el tiempo —decía su padre, exasperado—. ¿Adónde quieres llegar?

—Deja a la niña —replicaba la madre, la elegante tía Loreto—. Que al menos ella tenga oportunidad de escoger a qué quiere dedicarse.

Cuando se cansó de dar tumbos, quiso ser peluquera, y ese título se amontonaba, junto a los demás, en una carpeta. Durante una breve sustitución en una floristería aprendió a juntar con gusto flores secas y vivas, y a darles un aire oriental que entonces estaba de moda. Para entonces su madre ya no la defendía con tanto ardor, y de vez en cuando comparaba su vida alocada con la carrera firme y sin tropiezos de sus primos.

—Elsa grande y tú os parecíais tanto de niñas… Y ahora, ya ves, sois muy distintas.

Como no estaba dispuesta a soportar más discusiones y recriminaciones, se marchó de casa de sus padres, animada por unos cuantos amigos que compartían su filosofía de vida. Eran jóvenes, y pretendían exprimir a fondo sus días.

—Se presta demasiada atención a los títulos y a los estudios… ¿dónde queda la auténtica experiencia, la sabiduría que se obtiene mediante la vida?

Pero poco a poco sus amigos se asustaron ante el poco aprecio que se le daba a sus experiencias y a su sabiduría, y buscaron dónde colocarse. De pronto se vio sola. Nada de lo que había decidido servía. Ella también comenzó a trabajar en el supermercado cuando se le terminaron los ánimos y decidió no dispersar más sus fuerzas. Se encontraba cansada y sola. Ni siquiera lograba las fuerzas necesarias para arrojar de su casa a un novio egoísta, que la menospreciaba y que se negaba a renunciar por ella a amigos y borracheras.

—Veríamos adónde ibas sin mí —se jactaba.

Y Elsa pequeña bajaba la cabeza, y apretaba los dientes, dispuesta a tragarse las lágrimas en silencio, a acostar al novio hasta que le desapareciera la borrachera, a cualquier cosa antes que a reconocer ante su padre que había errado su camino.

Aquello era antes.

Porque hacía ya un par de años, una tarde, mientras esperaba al autobús, se le acercó un hombre alto, bien parecido. Pidió disculpas por molestarla, y se sentó junto a ella.

—Creo que tiene usted problemas —le espetó, sin más rodeos—, problemas que no comparte con nadie. Y creo que la están derrotando.

Elsa pequeña rompió a llorar. La idea de que los demás pudieran adivinar su indecisión y el temor que le causaba vivir siempre en el aire, alimentarse de nada, regresar a aquel piso hostil donde trataba de mantener una relación ya destruida, la aterrorizaba. La vencía, una vez más, su orgullo; y podía ser terca hasta la insensatez. El desconocido soportó pacientemente el llanto y las ideas entrecortadas, y se mostró dulce y comprensivo.

—Yo —dijo, y miró al vacío— he vivido así tantos años… Usted me recuerda tanto a mí… Caminaba también perdido, sin causa, sin rumbo…

Hablaron durante mucho tiempo. Tomaron un café, y luego otro. Elsa le contó gran parte de su vida, y los dos se sorprendieron al comprobar que parecían conocerse desde hacía mucho tiempo.

—Nada ocurre por casualidad —dijo el desconocido. Hurgó en los bolsillos y colocó una tarjeta sobre la mesa—. Los viernes nos reunimos para meditar. Un ritual milenario en esta sociedad moderna y pervertida. Al menos, ya tiene allí a un amigo.

La Orden del Grial. El Centro de la Orden del Grial.

Durante algunas semanas acudió a las clases de meditación, pero encontró ridículos algunos ceremoniales. No conocía el significado de la cruz templaria, ni los preceptos en los que la Orden se inspiraba, y pese a su espíritu tolerante, le costaba contener la risa ante algunas personas que se presentaban vestidas con atavíos medievales. Los locales, sin embargo, le gustaban. Espaciosos, llenos de luz, con un zócalo de azulejos celestes que le hacían sentirse en una piscina, y una moqueta mullida que permitía caminar descalza sin temores.

Aprendió a relajarse, a arrojar problemas de su mente y a dejarla limpia, como una pizarra en la que pudieran escribirse nuevas ideas. Se sentaban en el suelo, con la espalda reclinada contra una silla o la pared, y hablaban de sus problemas. Elsa pequeña leía manuales por su cuenta y se tranquilizaba. La Orden del Grial no se apartaba de las milenarias técnicas que habían guiado y ayudado a tantas personas. Se admiró ante la capacidad de entrega y sacrificio de algunas personas, que dedicaban su tiempo a los drogadictos más desdichados; y sintió como suyos los logros de los demás.

Y yo —pensaba— que he desperdiciado mi tiempo y mis fuerzas de manera tan egoísta…

Tras la meditación llegaron las clases teóricas, un rayito de esperanza en la oscuridad. Comenzó a distinguir los Rangos, aprendió el significado de los Ritos, y pronto supo distinguir una Purificación de una Caza. Frente a la humanidad malvada y saturnina, el Centro de la Orden representaba un barquito para náufragos, el oasis en el desierto. Elsa pequeña se mostraba ansiosa por aprender, y devoró las enseñanzas que le dieron a una velocidad mayor de la normal. Escogió como Guía al desconocido de la parada de autobús.

—Las casualidades no existen —reían los dos, y Elsa se sentía orgullosa de que el resto de los Novicios envidiaran su buen entendimiento con su Guía.

Tras las clases llegaron los Ayunos. Pretendían favorecer las visiones, y a quienes así lo deseaban, les suministraban unas esponjitas impregnadas en líquido, que aceleraban el proceso. Animales totémicos, viajes a otras dimensiones, regresiones a vidas pasadas, vistazos al futuro… Después de un Ayuno todo parecía al alcance de la mano. Elsa pequeña caminaba de un lado para otro debilitada, con los ojos plagados de chispitas blancas y rojas, pero había dejado de interesarse por el cuerpo y su dolor.

—Estoy bien —decía a sus padres por teléfono—. Dejadme en paz de una vez.

Tras los Ayunos, llegó la Reclusión. Durante varios días oraban y meditaban, sin apenas dormir, ni comer, en un edificio de cemento completamente remodelado en el interior. Paredes encaladas, vigas oscuras, unos cuantos crucifijos. Un monasterio. Las mujeres y los hombres sólo se veían en los paseos: uno matutino, en el que recorrían un patío interior en el sentido de las agujas del reloj, y otro crepuscular, en dirección inversa. Ni miradas, ni guiños, ni gestos entre ellos.

Cuando la Reclusión finalizó, Elsa pequeña fue bautizada con agua y sangre en el nacimiento de un río.

—Bien venida al seno de la verdad, a los brazos de la auténtica doctrina. Sé una hija obediente y útil, y abre tu corazón a la luz.

Las Sumas Sacerdotisas, con sus aladas túnicas blancas, daban vueltas alrededor de los neófitos y cantaban tonadas entretejidas con alaridos agudos. Esa noche, ya como miembro de la Orden de pleno derecho, pudo elegir a un compañero para romper, por unas horas al menos, su voto de castidad.

Como para todos resultaba previsible, escogió a su Guía.

Las dos Elsas, según el sentimiento general, se habían llevado lo mejor de la familia: el cabello color arena y los ojos azules, grisáceos en el caso de Elsa grande. Sus padres tenían también los ojos azules, pero el cabello oscuro. La niña Elsa, recordaba César, cuando la veía de nuevo en la imaginación correr por las calles, era rubia, pero no ojigarza. Antonio, el único varón entre los nietos, debía todo a otra rama familiar: moreno, fornido, con unos dientes de animal salvaje y dos cabezas más alto que su hermana.

Quizá porque ellas eran menudas, con manitas de ramas y piernas finas y endebles, sentían debilidad por los hombres de elevada estatura. Los novios de Elsa pequeña apenas cabían por la puerta. Cuando pensaba que podían volverse contra ella, y estrellarla contra la pared de una bofetada, la conciencia de su pequeñez, de su fragilidad de cascara de huevo, le resultaba deliciosa. Elsa grande tenía menos donde elegir, pero tampoco le llegaba al hombro a Rodrigo. Las madres movían la cabeza con aprobación. Al decir de todos, hacían muy buena pareja.

Entre ellas guardaban poco parecido; el aire de familia se había diluido. La mandíbula de Elsa pequeña era cuadrada, y denotaba obstinación. Llevaba el cabello largo, muy rubio en las puntas, y caminaba encogida, moviendo las piernas ahogadas en las faldas largas como una ave taciturna en busca de calor. Tenía los dientes un poco oscuros, con el matiz opaco que da el café y el tabaco.

Su prima era, al decir de los entendidos, menos linda, pero más atractiva. Seguía la moda con interés, y rompía con plena conciencia de ello los tópicos sobre los originales atavíos de las pintoras: trajes severos de corte estricto y, sobre la nariz punteada de pecas, unos ojos llenos de aristas gélidas.

Cuando Elsa pequeña alcanzó el grado que le permitía participar en las Purificaciones, sus padres comenzaron a sospechar.

—Ya no sabemos nada de ti. Es como si quisieras librarte de nosotros. ¿Estás enfadada? ¿Te ha dicho tu padre algo que te pareciera mal?

Su Guía le recomendó que fuera a verlos.

—Por supuesto, es preferible restringir el contacto con las personas que estén fuera de la Orden. Sólo tratarán de corromperte y de alejarte del camino correcto. Pero son tus padres, y se merecen todo el respeto… Visítalos al menos una vez.

Elsa pequeña fue. Su madre se había preocupado en cocinar arroz, su plato preferido, pero ella no sentía hambre, y removía la comida con el tenedor.

—¿Ya estás escogiendo en la comida? ¡Come de una vez, mujer! —decía su padre, y cuanto más se lo decía, más incapaz era ella de continuar comiendo.

La Orden informaba puntualmente a los neófitos de todas las calumnias que se vertían sobre ellos, de modo que por prudencia no mencionó nada a sus padres sobre ella, y los persuadió a cambio de que se había unido a un grupo de senderismo. La escucharon hablar. Estaba bronceada, enjuta, y mostraba una decisión que antes le faltaba. Además, hacía casi medio año que continuaba en el mismo empleo.

—¿Te hace falta dinero? —preguntó su padre.

Ella se encogió de hombros, riendo.

—Siempre me hace falta dinero.

—No te preocupes. Te ingresaremos algo.

La madre la vio marchar, tranquilizada.

—Al fin se ha asentado.

—Eso parece.

—Es bueno que haga nuevos amigos.

Se encontraban animados por buenos presentimientos. Amaban a su hija, tan rebelde y quebradiza, y estaban convencidos de que, pese a todas las revueltas, terminaría en el buen camino: asentada y feliz, olvidadas del todo las veleidades con las que los había torturado en la primera juventud.

—Si diera al fin con un buen chico… alguien que la ayudara a estabilizarse…

Carlos asentía.

—Sí… las compañías le influyen tanto… Un hombre sensato, alguien con cabeza…

Pensaba, aun sin darse cuenta, en Rodrigo. Algunas tardes Carlos controlaba, desde el interior de la estación de autobuses, las idas y venidas del novio de su sobrina. Le cogió afecto al muchacho, con el que no había hablado en la vida. Parecía alguien serio, un buen chico de corbata y gemelos, y si no hubiera sido por un inaprensible sentido del ridículo, hubiese averiguado más sobre él. Le hubiera sido fácil; el edificio acristalado en que trabajaba quedaba justo enfrente de la estación. No albergaba sentimientos contrarios hacia sus sobrinos, y le hubiera alegrado que a la chica le fueran bien las cosas; y así sería, a menos que bajo la fachada pulcra y convencional el joven de la corbata escondiera a un jugador, a un borracho, a una mala bestia.

Si su hija… si su hija…

Pero su hija había escogido ya. Y los hombres que la rodeaban tenían cabeza. Demasiada cabeza, y un cuidadoso programa fiscal. Con un buen grupo de asesores financieros. Y Elsa pequeña descubrió que su abuela estaba equivocada cuando, tantos años antes, hablaba de los castigos divinos.

Los castigos de Dios existían. A veces, en mitad de la noche, cuando se encontraban en el campo, en los distintos niveles de la Purificación, aparecían Caballeros con capas rojas y negras, y escogían a las mujeres que más les gustaban. No debían resistirse. Aquellos hombres habían alcanzado un grado de pureza mucho mayor que la suya. Se les permitía que disfrutaran del sexo como les parecía, y ellas debían sentirse honradas si las elegían como compañeras.

No debían resistirse.

Si lo hacían, comenzaban los castigos y las palizas.

Elsa pequeña mantenía los ojos muy abiertos, fijos en las estrellas. Las agotadoras caminatas por el monte, la sensación de libertad al aire libre, continuaba siendo lo que más le gustaba de todos los preceptos de la Orden. No buscar miembros nuevos que quisieran conocerlos, o las clases en las que les hablaban del amor divino que se alcanzaba a través de la obediencia ciega a los superiores, o las drogas que les suministraban para que atisbaran más fácilmente el camino a seguir.

—Es dócil, no muestra iniciativa propia —decían los que la observaban—. Pero tampoco sirve para nada si no le gusta lo que tiene que hacer.

Si hubiera podido elegir, se hubiese limitado a caminar durante días con sus vestidos largos primorosamente confeccionados, el corpiño floreado, la falda que cumplía las normas más severas de la Orden, y las manos atadas. Árboles, montañas, quizá algunas flores que colocar en un jarrón o en el pelo… Ningún compromiso, ni pasado, ni miedos al futuro. Tan sólo caminar, un largo paseo en soledad.

No se resistía. Cuando alguno de los Caballeros, envuelto en el flotante desorden de las capas de tejido misterioso, se tumbaba a su lado y le levantaba la falda, ella extendía sus muñecas amarradas por encima de su cabeza y evitaba mirar la máscara terrorífica con que ocultaba sus rasgos. Contaba las estrellas, la muda indiferencia del cielo silencioso.

Luego no fueron únicamente los Caballeros de las Purificaciones. Elsa pasó a ser un regalo valioso. Poco a poco quisieron conocerla hombres de grados superiores: hombres cercanos a la santidad deseaban levantar su falda. Su Guía la alababa.

—Posees grandes dones, Elsa. Sin duda, serás una de las elegidas del Grial. Eres rica en cualidades, y debes compartirlas con los demás.

Una de sus virtudes más valoradas era su cacareada capacidad de obediencia. Otra, su belleza, sus sumisos ojos azules, tan dulces. Pero sin duda la que la convertía en el valioso regalo, en la mujer perfecta, era su imposibilidad de quedarse embarazada. No habría que vaciarla de cargas indeseadas, ni esperar a que su figura recuperara la esbeltez. Con ella no existía el miedo a dejar huellas. Su cuerpo menudo y su largo cabello ni siquiera parecían reales, sino propios de aquellos ángeles traslúcidos de los que no cesaban de hablarle.

Y ella misma comenzaba a pensar a veces que no existía. Abandonó su trabajo. No lo necesitaba; sus compañeros en la Orden cuidaban de ella. Una vez al mes llamaba a sus padres, siempre ante el oído atento del Guía.

—Estoy bien… un poco cansada. Es el trabajo. Trabajo sin parar.

—¿Necesitas dinero?

Elsa pequeña miraba a su Guía. Éste, sin perder palabra de la conversación, asentía.

—Siempre necesito dinero —contestaba ella, después de una pausa.

Si sus padres le ingresaban mucho o poco, ella no lo sabía. Pasaba directamente a las cuentas de la Orden. Olvidó lo que era el dinero. Cuando le preguntaban qué era lo que deseaba, ella siempre respondía lo mismo:

—Regresar al monte.

Comenzó a llorar más a menudo y con menor dulzura. Había olvidado también lo que era vivir de otra manera.

Durante las Purificaciones los conducían siempre por los mismos montes. Alguna vez ella había tratado de orientarse y de calcular dónde estaba, porque no podían ser tantas las montañas que se encontraran a esa distancia de Desrein. Entonces, un día, los Caballeros los llevaron hasta una ladera.

Desde allí se divisaba una llanura, un pueblo recorrido por acequias, un lugar que, de pronto, le resultó conocido.

—¡Virto! —gritó, señalando el pueblo lejano, y los Caballeros qué custodiaban a los de menor rango no supieron cómo reaccionar, porque por lo normal ella caminaba en silencio y abstraída.

Había visitado algunas veces el pueblo, más que sus primos; pero además en una de las paredes del salón colgó durante años una acuarela de Virto, encerrado por el río y sus acequias, y el perfil difuso de las montañas. Por un momento, se sintió dentro de la acuarela. Allí asomaba la torre románica y chata de la iglesia, la plaza bajo las ramas entrelazadas de los árboles y, en la esquina de la plaza, una tienda granate y dorada, una pastelería. Interrumpió la marcha, y cuando la obligaron a continuar (había olvidado que se encontraba en una Purificación, en las incesantes caminatas que agotaban el cuerpo pero convertían el espíritu en una concha preparada para recibir el Grial) volvió la cabeza, hasta que el paisaje se perdió. Bajaban monte a través, llenándose el calzado de piedras y tierra. Los pies de Elsa pequeña chocaron contra algo duro. Bajó la vista y se estremeció. Parecían huesos.

—¡Quiero irme a casa! —dijo, de pronto, y la comitiva; sé interrumpió—. ¡Quiero irme a casa! ¡Quiero irme a casa!

Uno de los Caballeros quiso acallarla, y Elsa pequeña le escupió. El hombre, incrédulo por un momento, la abofeteó. Luego, en la otra mejilla. La descalzaron y continuó caminando sin quejarse, con los pies rotos por las piedras y las espinas. Esa noche lloró, y se negó a qué nadie se acostara con ella.

—Devolvedme a casa —musitaba, mientras la obligaban a acceder por la fuerza—. Por favor.

Ya no la perdieron de vista, y descendió bruscamente de categoría. Había dejado de ser un regalo. Ahora era un peligro. Se le prohibieron las llamadas a sus padres. La enviaron al monte permanentemente, pero no en una estancia concedida en premio a su obediencia. Estaba recluida en un elegante chalet de la zona, con otros individuos que podrían hacer daño a los grialistas. Y luego la mantuvieron encerrada en el monte, en los territorios de caza de la Orden. Como animales salvajes, sin más que una cabaña vieja de pastor para protegerlos por las noches, y kilómetros y kilómetros por delante.

Los árboles comenzaron a hablarle. Las rocas, los ríos que transcurrían por el fondo de los montes, que abrían un desfiladero cortante en la loma, Le enviaban mensajes. A veces pensaba que le mostraban el camino de huida. Otras le parecía que le abrían los brazos hospitalarios para acogerla. Cuándo caminaban cerca de un barranco fijaba tercamente la mirada en el suelo. Sabía que, de otra manera, no sería capaz de vencer la tentación de acercarse al borde y saltar al fondo, al descanso, a la nada. Continuaba andando, y se apartaba como podía el pelo que le golpeaba en la cara y ocultaba sus facciones, pero otro barranco o la cima de una montaña llegaban antes o después, y ella escuchaba de nuevo sus llamadas.

Sentía que no podía controlar su mente. Que sus pensamientos ya no le pertenecían.

Sin duda, eso significaba alcanzar el Grial.

Sus padres la vieron regresar atónitos. Abrieron la puerta y la encontraron entre dos policías. Se le marcaban los pómulos y la línea de la mandíbula bajo la piel, tenía los ojos extraviados, y bajo las mangas de una chaqueta prestada las muñecas mostraban huellas moradas, de raspaduras y golpes.

—¿Qué le ha pasado?

—Está bien… no se preocupen. No ha querido ir aún al hospital.

Se abrazaron. Los policías dieron un paso atrás, discretamente. No sabían cómo había logrado escapar. Estaba medio desnuda, con los pies destrozados, deshidratada.

—Me tenían en el monte… cerca de Virto… en cuanto me cure, los llevaré allí.

Los Señores de la Orden, los que la custodiaban, no podían adivinar que ella conocía ya el monte mejor que cualquiera de sus captores. Así le había sido posible dejarlos atrás, pese a que la habían seguido a caballo por las laderas, mientras ella corría a favor del viento y se ocultaba en los lugares que los árboles y las piedras le indicaban. Huyó de los barrancos, que sabrían atraerla con sus encantos, y al fin, con la visión borrosa por la debilidad, llegó a Virto.

Mucha gente salió a las calles, alertada por el revuelo y las sirenas de la policía. César abandonó el trabajo y se asomó a la puerta de la pastelería. Vio a una mujer desgreñada y quemada por el sol que no apartaba su vista del rótulo dorado, y el corazón le dio un vuelco. Pensó que era la niña Elsa ya crecida, que regresaba. Luego las fechas dejaron de bailarle, recordó que él era ya viejo, que todo había ocurrido hacía mucho tiempo y que nadie, salvo él, se acordaba ya de aquella niña. Entonces, ¿quién era aquélla? ¿Quién era?

La mujer aparecida en el monte entró en una ambulancia, sin dejar de mirarle, y se la llevaron. A Desrein.

No quiso hospitales hasta ver a sus padres. Durante una tarde aturullada les contó todo, al menos todo lo que recordaba. Los policías charlaron entre ellos un momento, y luego le dieron instrucciones precisas.

—Debe salir de aquí. No tardarán en encontrarla, y Elsa los conoce demasiado bien como para que se olviden de ella fácilmente. Nadie sale con bien de estas sectas. Si no desaparece por un tiempo, no respondemos de su seguridad.

—Cuando sane —repitió ella— los llevaré hasta allí.

No hizo falta. La policía peinó el monte, como lo habían hecho otra vez, hacía muchos años, cuando una niña había desaparecido, y regresaron con las manos vacías. El chalet del que hablaba Elsa pequeña se encontraba a treinta kilómetros de distancia, y era propiedad particular. No había campamentos con gente obligada, ni Caballeros con capas y máscaras. La cabaña del pastor no era más que un montón de madera apilada. Ni siquiera se cruzaron con una mísera excursión de aficionados.

Una vez más, nada.

Se la llevaron, primero al hospital, luego a algún piso protegido en otra ciudad. Carlos y Loreto la vieron marchar desde el balcón, erguida y decidida pese a su aspecto de loca. Dos trenzas le enfilaban el rostro e impedían que el resto del cabello la molestara. Fijaron bien la imagen en el recuerdo, porque, ateridos por el dolor y la sorpresa, no sabían cuándo volverían a verla.

Cuando ya casi habían olvidado todo, cuando les informaban de los progresos de Elsa pequeña, que recuperaba la salud y la proporción de las cosas, y consideraban todo una pesadilla pasada, Carlos recibió en su trabajo la visita de su sobrina Elsa. Surgió de la nada tan rápidamente que ni siquiera le dio tiempo a fingir aplomo ni a quitarse la chapa de identificación. Elsa grande se encaminó hacia él, sin rodeos.

—Me marcho —le dijo—. Esta tarde cojo aquí mismo el autobús. Alguien cree que soy tu hija, y me han amenazado de muerte, ellos sabrán por qué razón. Y yo también quiero saber en qué problemas se ha metido Elsa. Ya que voy a responder por ella, al menos debo conocer sus pasos.

Carlos tardó en comprender. Restó importancia a los hechos, pero Elsa grande no se dejó engañar.

—Han dicho que quieren matarme, y si pueden, lo harán. Yo no voy a juzgarla. A mí me da igual lo que haga mi prima. ¿Qué es? ¿Drogas? ¿Debe dinero por drogas?

—La Orden del Grial —contestó, al fin.

Elsa grande no se sorprendió.

—Algo así imaginaba. ¿Continúa con ellos?

—No. Se escapó. Los ha traicionado.

—Los ha traicionado —repitió ella, sonriendo tristemente—. Al menos, es una buena causa. ¿Dónde vive ahora?

—No lo sabemos. La protege la policía.

—Y a mí —añadió, después de una pausa, y su voz sonaba amarga— ¿quién me protege?

Se marchó sin despedida, egoísta con su propia situación. Ni siquiera se fijó en que, pese a las especulaciones de su madre, Carlos no vestía de traje, ni ostentaba ningún puesto de honor dentro de la estación de autobuses. Ordenaba los turnos de los chóferes, vigilaba que las cosas estuvieran a punto y en su lugar. Llevaba un pantalón azul marino y una camisa a rayas, y una pequeña gorra de hule que se ponía para no ensuciarse de grasa cuando se metía bajo los coches. Pero recordaba aún con cierto rencor los tiempos en los que le vestían como a Miguel: los pantalones cortos de color mostaza, las chaquetas azul marino sobre las camisas blancas.

En poco tiempo, Elsa pequeña cambió mucho: sin pensarlo dos veces, se había cortado el pelo, su hermosa melena nacarada, y había engordado un poco. La habían llevado a Lorda, y más adelante, cuando se sintiera con fuerzas, se había prometido bajar a la playa y tumbarse al sol con los ojos cerrados y el mar cerca de los oídos. De momento, se conformaba con bajar las escaleras y hacer la compra.

En un principio, durante el primer mes, había vivido con otras dos mujeres, una de ellas policía. No dormía durante las noches, se sentía apática, con una debilidad que hacía esperar un ataque de llanto que no llegaba. Se había enterado de que no habían encontrado a nadie en el monte, y de que el chalet había aparecido desierto y limpio, como si hiciera mucho tiempo que nadie pasara por allí. De vez en cuando, sufría algún acceso de pánico. Tenía la sensación de que aquello no era más que otro engaño de los grialistas, de que en cualquier momento la encerrarían de nuevo en el monte y le darían caza.

La otra mujer había escapado también de la secta. Se mostraba muy amable con Elsa, le preparaba el desayuno y se lo llevaba a la cama cuando ella no se encontraba con ganas, y le cortó el pelo cuando se lo pidió.

—¿Cómo te diste cuenta? —le preguntó una vez Elsa.

—Cuando ya no me quisieron. Cuando entraron mujeres más jóvenes en mi Rango y ya nadie me quiso.

La policía las acompañaba de continuo, discreta, silenciosa. Cocinaba muy bien. Tres veces a la semana, Elsa pequeña acudía a un centro de ayuda. Hablaban, enseñaban las marcas y las heridas. Algunas resultaban visibles. Otras habían herido otros lugares, los lugares inaccesibles: la confianza, el cariño, la fe. Lloraban.

Allí fue donde Elsa pequeña se enteró de que otros grupos de la Orden trabajaban con adolescentes, incluso con niños. Los padres no sospechaban nada. Creían que eran un grupo de Tiempo Libre, que se llevaban a los niños de excursiones, al monte, para que observaran de cerca la naturaleza y la vida en libertad. Abejitas, y flores y pajaritos. Irónicamente, los padres habían tratado de alejar de esa manera a sus hijos de la marginalidad y el peligro de las calles.

Aunque profesionales especializados se encargaban de atender a los menores, de vez en cuando alguna adolescente se unía al grupo de mujeres. Todas ellas, jóvenes y mayores, habían padecido abusos y humillaciones, pero en el grupo destacaban dos: una niña con unos ojos verdes bellísimos y aterrados y Elsa pequeña. Las dos habían sido las favoritas, las elogiadas, las niñas mimadas. Dos regalos.

Más adelante, cuando consideraron que Elsa ya podía vivir sola, aunque localizada en todo momento, y bajo unas estrictas normas de seguridad, le plantearon que trabajara en la asociación de víctimas.

—Eres joven, y has sufrido mucho. Pero por eso mismo puedes guiar a otros. Siempre te he creído sensata, y muy inteligente. ¿Por qué no te propones ayudar a quienes están pasando por lo mismo que tú?

(Inteligente, con los pies en la tierra, Elsa. El mundo necesita gente como tú. Sólo mediante el sacrificio conseguimos la sabiduría… la Victoria… el bien y el mal, Elsa. El bien y el mal).

Elsa pequeña levantó la cabeza.

—No.

—Pero tú te ofreciste… al principio… habías dicho que cuando te encontraras mejor colaborarías con nosotros.

—No.

Durante varios meses la respuesta fue siempre la misma. Estaba harta de historias terribles, de confesiones, de contar a todos una y otra vez un relato repetido. Había llegado a su límite de presenciar horror. Y la mitad de las veces, ni siquiera recordaba con exactitud lo que le había pasado. Las mujeres de la asociación la dejaron en paz. También ellas habían visto demasiados casos.

Entonces su memoria comenzó a recordar los hechos que se había esforzado por enterrar. En vez de las estrellas y la reconfortante seguridad de la tierra bajo su espalda, se le aparecieron en sueños las máscaras grotescas con las que los Caballeros ocultaban sus rostros. En lugar de las cuidadas estancias de la Orden, sintió de nuevo besos que ella no había buscado y, con toda claridad, se vio traída y llevada, como los puros o los licores que se ofrecían al final de las grandes comidas, los obsequios a las autoridades. Se esmeró en recordar el rostro de su Guía, y por primera vez reparó en que era un hombre escurridizo, un hombre que debería ser pintado en verde y negro, con los dedos de una mano ligeramente amarillos de nicotina.

Todas las tardes se sentaba en la terraza, con una taza de café en la mano, y los recuerdos, que al principio acudían tan desordenados y dolorosos, comenzaron a tomar forma. A veces anotaba unas palabras en un cuaderno. Desde su pisito protegido no se veía el mar, pero algunas gaviotas revoloteaban y gruñían, y en los días de viento, llegaba en el aire la sal.

Cuando agotó toda su memoria y se sintió segura de que no podría recuperar ningún detalle, ninguna humillación más, se presentó en la asociación. Habían pasado varios meses, su cabello había crecido de nuevo.

—Quiero ir a por ellos. Pero no pienso quedarme aquí, presenciando en otras muchachas lo que me hicieron a mí. Quiero que paguen un ojo por el ojo que me arrancaron. Estoy dispuesta a declarar contra ellos.

La mujer que había compartido piso con ella no salía de su asombro.

—Nadie se atreve a continuar los casos. Se han desestimado la mayor parte de ellos. Y ya sabes que esta gente no repara en nada… ¿Vas a correr el riesgo de exponer así tu vida?

—Mi vida está ya destrozada. Me la destrozaron a conciencia. Aquí está todo. Todo lo que recuerdo.

Elsa pequeña colocó una bolsa sobre la mesa; había logrado llenar de notas nueve cuadernos. El resto, las pequeñas infamias y los grandes dolores, permanecían en un lugar más seguro, en el mismo lugar de las heridas que no sanarían.

Tardaron aún cuatro meses en presentar cargos contra la Orden. Gran parte del tiempo se les fue en inventar argumentos convincentes que atrajeran a más testigos. Se encontraron con demasiados secretos, demasiadas historias no contadas que no deseaban ser reveladas. Luego, no muy convencidos de su cruzada, como si hubieran llegado a creer en la invulnerabilidad de sus enemigos, se lanzaron a la batalla.

El bien y el mal. Una mujer rubia, frágil, un regalo para cualquier hombre. La lucha había comenzado.

Elsa pequeña, que en sus días normales hubiera dado cualquier cosa por mantener la calma, por no vivir en un constante fluir de emociones y dudas, de confusión y debilidad, pidió permiso para dirigirse, antes del juicio, a los pocos testigos que habían conseguido, que en la sala que les habían asignado parecían tan indefensos.

—La vida no es, como nos han enseñado, una página escrita que nos aguarda. Cada día, a cada momento, escogemos lo que somos, lo que sentimos y lo que creemos. Nuestras palabras y nuestros hechos no son otra cosa que elecciones. Yo escogí moverme en la delgada línea que separa el bien del mal, y cerré los ojos. Entregué a otros mi vida y permití que ellos decidieran qué sería yo.

Tomó aire. En la sala callaron, con los nervios súbitamente aplacados.

—Y ahora, cuando he abrazado esta cruzada, comprendo que hace mucho que debía haber escogido. Si entretanto, si antes de tomar la decisión de marchar contra esta gente, me hubiera muerto, ¿qué recuerdo hubiera quedado de mí? ¿Quién hubiera recordado a Elsa? El miedo me impidió siempre arriesgarme. Veía el bien, veía el mal, contemplaba cómo el mal al que los demás me sometían me devoraba y me destruía poco a poco, pero callaba. Aún no sabía elegir.

Continuó hablando, y las familias, los cruzados, los dos policías que la escoltaban hasta los juzgados se miraron y sonrieron. Se daban por aludidos. Ellos eran quienes, muchas veces por la fuerza, arrancaban a gente como Elsa de las garras de la Orden. Luego, los pensamientos se dispersaron, y se dirigieron a la comida, al tiempo que duraría el juicio. A cómo besaría Elsa, cómo cerraría los ojos cuando se inclinara sobre la cama. Otros pensamientos. Era lo que ocurría siempre cuando una muchacha bonita hablaba durante tanto tiempo.

Y así había sido toda la vida. Tampoco nadie había prestado mucha atención a Antonia en la pastelería. Ni a Elsa grande cuando juraba y perjuraba que deseaba dedicarse a la pintura. En realidad, nadie escuchaba a nadie.

Una semana más tarde, después de aquel emotivo discurso de Elsa pequeña, Elsa grande recibió la primera carta en blanco. Así había comenzado su pesadilla.

Nadie se imaginaba que unos caballeros, con sus capas, sus cotas de malla y sus armaduras, pudieran hacer daño a unas mujeres. O a unos niños. Aquello hubiera sido inconcebible en las películas que Esteban y Antonia iban a ver. Lo que era más, los caballeros enmascarados ocultaban siempre a un rey destronado, a un paladín especialmente generoso, a un joven heredero que regresaba para recuperar su reino. Había un caballero y una dama, y todos sabían que, ocurriera lo que ocurriera, terminarían juntos.

En esas historias el malvado se limitaba a desear a la heroína de lejos, cortésmente, o, todo lo más, a besar sus manos con pasión. Eso era todo. Ni noches de insomnio, ni cacerías en el monte, ni drogas, ni siniestros robos. Nadie estaba preparado para desconfiar de unos caballeros.

Tal vez por eso la mayor parte de los medios de comunicación que habían confirmado su existencia ni siquiera aparecieron cuando comenzó el juicio contra la Orden. Elsa pequeña y los miembros de la asociación que la respaldaban se vieron solos y sacaron fuerzas de flaqueza.

—Da igual —decidieron—. Es mejor así. Cuanto antes podamos regresar a nuestras vidas, mejor.

El público, por lo tanto, continuó preocupado por el fútbol, por los escándalos que protagonizaba fuera de la pantalla una actriz a la que se le habían pasado los años de esplendor y porque la sequía parecía regresar.

Sin embargo, para los grialistas aquel juicio supuso una estocada en el costado. Nadie había dado tantos nombres, ni había reconocido sin asomo de duda a sus miembros. Aquella muchacha no dudaba; parecía poseída. La secta se tambaleó.

—¿Quién la introdujo?

—No lo sé…

—Entérate.

Los hombres que hablaban pedían a gritos que se les hiciera un retrato en verde y negro, los colores propios de los intrigantes, de los seres sin escrúpulos, de los sepultureros.

—Ni siquiera sé de dónde ha salido.

—Vivía en Desrein. Ya tienes de dónde ha salido. Ahora busca el resto.

Lo hicieron. Sólo que había dos Elsas. Y que una, la que buscaban, ya no vivía en Desrein.

Elsa pequeña se tomó todo el proceso con filosofía. La aterraba pensar que sus padres pudieran estar allí, en primera fila, escuchando sus penas. Su madre, con las lágrimas prontas. Su padre, los ojos azules fijos en ella. Como cuando era pequeña y se debía enfrentar a alguna trastada, a la consecuencia de algún capricho. Sé sintió mejor arropada por las familias de las otras víctimas.

Se había enfrentado siempre sola a sus problemas. Si su madre la llevaba de la mano a la escuela, se escapaba corriendo y fingía no conocerla. Fingía también no ver a su padre si pasaba frente a la estación de autobuses. A solas soportó sus primeras borracheras, y se tragó las decepciones amorosas. No hacía amigos con facilidad. Se quedaba en un rincón, silenciosa.

Cuando llegó a la adolescencia, se convirtió en un imán para los chicos. Al principio, sus padres intentaron controlarla.

—Con amigas, lo que quieras. Pero…

—¿Pero no puedo tener amigos? —preguntaba ella, con sorna.

—A tu edad no te hacen falta esa clase de amigos.

Elsa pequeña callaba. Nunca se había enfrentado directamente a sus padres. Sólo la llamaban chicas de su clase, y regresaba sola del instituto. Tampoco parecía aficionada a salir los fines de semana, ni suplicaba que le permitieran marchar a excursiones. Era mucho más discreta, más sutil que eso. Más descarada y resuelta. Seducía a los chicos sin esforzarse demasiado, y no se mostraba recatada ni hipócrita. Lo único que le interesaba de ellos era desobedecer a su padre. Iban al parque, a la parte trasera del patio del instituto. Aunque el sitio que Elsa pequeña prefería era el portal de su propia casa.

Luego se marchó de esa casa. Comprobó que era una victoria pírrica al ver la expresión de su madre.

—Si no me voy ahora —le confesó a su madre—, me marcharé de malas maneras, mamá. Yo no puedo soportar mucho tiempo esta situación. No aguanto a papá.

—No digas eso…

—Es que es verdad. Yo no puedo vivir controlada. No quiero dar explicaciones de lo que hago a nadie.

La tía Loreto temió que de continuar por ese camino perdiera definitivamente a su hija, y la apoyó ante Carlos.

—Déjala que se marche. No le vendrá mal un poco de responsabilidad. No puedes atar a la gente.

—Esto es una locura. Es demasiado joven.

—¿Qué edad tenías tú cuando te fuiste de casa?

Accedieron, al fin. Le hicieron prometer que comería en casa una vez a la semana, y que si se encontraba en algún apuro, el que fuera, los llamaría. Ella dijo a todo que sí.

—Lo que sea. Si es dinero, como si es apoyo, o si quieres charlar un rato con alguien. Aunque nos separemos, seguimos siendo tus padres.

—Sí —dijo ella, y trató de parecer emocionada.

No le pareció adecuado decirles que le importaba poco que fueran sus padres. No los había elegido, no sabía cuándo se había sentido alejada de ellos por primera vez. Desde pequeña, rodeada de juguetes, con una madre joven y elegante y un padre que la llevaba en palmitas, sólo había vivido la soledad.

En su mundo ya no existía sitio para otra cosa que no fuera la Orden, la venganza y el dolor punzante de las humillaciones pasadas. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza la idea de que la marejada del juicio pudiera salpicar a su familia. Ni mucho menos a su prima. No era egoísmo. Si alguien se lo hubiera señalado, se habría sorprendido de no haberlo pensado antes. Pero nadie, como después se comprobaría por la Orden, sabía que Elsa pequeña tenía una prima.

Por lo tanto, se sentía libre de dedicarse a su juicio; echó a faltar en la sala a su Guía. Le hubiera gustado verlo.

—¿Qué le dirías? —le preguntaron en la asociación.

—No sé —reflexionó—. Cuando le conocí me contó que él había vagado como yo, mucho tiempo, sin un horizonte claro. Le preguntaría que dónde está él ahora, si ha llegado a donde yo estoy.

Una pregunta muy apropiada y sensata; pero si se hubiera topado con él no hubiera tenido el coraje de preguntar nada. Se hubiera encogido, como un caracolillo, o se hubiera arrojado sobre él como una tigresa. Los otros dos Guías que declaraban se parecían. Eran escurridizos, balbuceantes, inseguros. Tal vez todos los guías del mundo se parecieran. Las víctimas, sin embargo, tenían su propia historia.