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Cuando Elsa pequeña nació, Elsa grande tenía cuatro años, y daba saltos con los pies juntos por los pasillos de la maternidad, entusiasmada con la nueva primita, que luego sería la única.

—¿Prefieres niña o niño? —Le habían preguntado los mayores.

—Niña —contestó ella sin dudar.

No tenía las ideas demasiado claras, pero suponía que habían ido al hospital a comprarla, por lo que se quedó bastante decepcionada cuando no le dejaron llevársela a casa. Ya allí, su madre describió a la nena mientras cenaban.

—Es rubita, como nuestra Elsa, pero no la he visto despierta, de modo que no sé cómo tiene los ojos. Gordita, con unas piernitas… Loreto dice que se pasa el día durmiendo.

Miguel, su padre, no dijo nada. Parecía concentrado en Antonio, que tomaba su biberón pacíficamente.

En el mundo de Elsa grande, lo que importaba, lo que hacía que una fuera respetada y considerada en el parvulario, eran los bebés y un pañuelo bonito. En los recreos, las niñas se juntaban y enseñaban su pañuelo bien planchado; quedaban excluidos de la competición los viejos o los de colores apagados; se preferían los bordados a los estampados, sobre todo los que lucían flores o muñequitos antes que los de iniciales. Elsa había quedado entre las tres primeras durante un par de semanas, con un pañuelo rosa lleno de payasitos.

Los domingos por la noche, cuando su madre le preparaba las cosas para el colegio, ella la observaba sin perder detalle.

—El pañuelo de payasitos, mamá.

Pero en aquella rígida clasificación, todos los pañuelos del mundo desaparecían ante un hermanito nuevo. Su prima recién estrenada supuso una gran baza para Elsa, en una época especialmente rácana en nacimientos, en la que ningún hermano se dignó aparecer.

Más adelante, cuando todos los niños de la clase comenzaron a tener hermanos, las cosas importantes cambiaron: importaba hacer bien los deberes, ser escogido para la fiesta de final de curso, ser rubio, tener un coche. Lo esencial para las chicas no tenía nada que ver con lo que preocupaba a los chicos: el disco nuevo, tener pechos, el lápiz de labios rosa, conseguir permiso para quedarse hasta la una, un novio agradable, entrar en la universidad, salir con honor de la universidad, lograr ese empleo, casarse, continuar trabajando, continuar casada. Tener un bebé a quien enviar a la escuela con un bonito pañuelo bordado. Hubo que luchar vehementemente por lo que importaba.

Entonces, cuando nació la prima Elsa, el bebé regordete y dormilón que le hizo llamarse de ahí en adelante Elsa grande, las cosas que contaban, los hermanitos, los fragantes pañuelos, se conseguían sin esfuerzo: llegaban de los ángeles, del cielo, de mamá.

De las conversaciones quincenales con la tía Loreto mamá regresaba grisácea y malhumorada. Elsa grande y Antonio procuraban rehuirla, porque ni siquiera sabían cómo tratarla. Si se colgaban de ella y le daban besos, los apartaba, molesta.

—¿No tenéis nada con qué jugar?

Si se mostraban cautos y silenciosos, ella irrumpía en la habitación.

—¿Ya ni siquiera le dais un beso a vuestra madre?

Cuando la irritación cesaba, la madre comenzaba a preguntarse cosas: primero para sí misma, mientras limpiaba el polvo, mientras ordenaba distraídamente él salón. Luego a media voz, en un murmullo que subía poco a poco de tono. Por fin, se enfrentaba a su marido.

Se preguntaba, por ejemplo, cómo era posible que Carlos y Loreto compraran un coche nuevo; cómo conseguía vestir siempre a la última y llevar a la niña de punta en blanco; cómo era que pensaban comprar una casita junto a la playa.

—Una casita en Lorda, en primera línea de playa, con tres habitaciones. Me ha enseñado los folletos. Con fotos y todo.

Habitualmente, mamá no sacaba el tema delante de los niños, que jugaban en su cuarto, pero cuando las preguntas conseguían sacarla de quicio, las paredes no ocultaban su furia. Ella utilizaba los zapatos hasta que se deformaban y parecían bolsas viejas, y se arreglaba el pelo en casa.

—¿Cómo logra administrarse Loreto con un solo sueldo? La maldita tienda…

La maldita tienda. En lugar de aportarles un mínimo de holgura, absorbía todo, devoraba todo, hasta su sueldo, el que lograba después de ocho horas clavada a una máquina de escribir, descuidando para ello a los niños. O bien Miguel era un inepto, un completo negado para los negocios, o un estúpido: se aprovechaban de su buena fe, de su ingenuidad. Iba siendo hora de que se diera cuenta de que el mundo no se movía por pactos entre caballeros.

Mamá no callaba, y no se conmovía ni siquiera cuando Miguel comenzaba también a gritar y abandonaba la cocina. Al contrario, le seguía por la casa, y terminaba en la habitación de los niños, a los que abrazaba como consuelo, en compensación por haberles buscado un padre inepto o estúpido.

—No llores, mamá —decía Antonio, haciendo pucheros.

Su madre le sonreía valerosamente.

—No estoy llorando, tesoro.

Cuando la tienda de muebles se transformó y comenzó a vender sanitarios, las quejas de la madre disminuyeron. Ella abandonó su trabajo, y se dedicó también a la tienda. Preparaba el escaparate, redactaba cartas y preparaba facturas. Cuando se hartaba de un par de zapatos, los escondía en el fondo del armario y se olvidaba de ellos, con obvia satisfacción, pero no llegaba a arrojarlos por la ventana. Una cosa era cumplir los sueños tanto tiempo anhelados y otra muy distinta derrochar.

Después de saber que su sobrina Elsa no estudiaría en la universidad, porque no había conseguido notas altas, sus protestas cesaron definitivamente. Con toda atención siguió los altibajos y los tumbos que fue dando, una niña tan inteligente, tan sensible, echada a perder por los mimos y la excesiva protección de sus padres.

—¿No lo crees? —le decía a su marido—. Han sido Loreto y Carlos los que no han sabido criarla. Parece mentira, con lo que se parecían las dos niñas de pequeñitas, y lo que las ha alejado el tiempo.

Y suspiraba aliviada, ante lo distinta que era su sensata, reposada y laboriosa hija de aquella niña atolondrada. Para entonces, Elsa grande terminaba Bellas Artes, y Antonio planeaba continuar la carrera en el extranjero. Aunque se guardó mucho de comentarlo con nadie, y menos con su cuñada Loreto, mamá sentía que la vida le devolvía con generosidad los sacrificios pasados; para desquitarse, comenzó a declarar, a diestro y siniestro, que los estudios de sus hijos habían resultado su mejor inversión.

La modesta venganza de su madre alcanzó tarde a Elsa grande y a Antonio, a los que ya no abandonaría la idea de la riqueza de sus tíos. Incluso cuando supieron que la prima Elsa trabajaba de cajera en un supermercado, y que el puesto del tío Carlos dentro de la compañía no era tan gran cosa como les habían hecho creer, la impresión continuó. A ellos les tocaba luchar y permanecer todo el año en la tienda, mientras sus tíos veraneaban en su casita junto al mar. Ellos eran los culpables de que mamá tuviera que vestirse con harapos, mientras la tía vestía como una duquesa. En algún lugar, por mucho que trataran de ocultarlo, los tíos debían de guardar enterrado un cofre con monedas de oro.

Su pobreza no les impedía ser los favoritos de su abuelo: Elsa porque era la mayor, la que más se parecía a él; Antonio, ahijado de los abuelos, porque como único varón transmitiría el apellido. Elsa pequeña recibía los mimos de los otros abuelos, los padres de la tía Loreto, y un cortés interés por parte del abuelo Esteban. No hacía distinciones con el dinero, ni con los regalos, pero Elsa pequeña presentía muy bien su situación en la casa, y nunca se mostró tan afectuosa como en otros ambientes. Además, ella era la única a la que la abuela Antonia no había conocido.

—¿Puedo irme? —preguntaba apenas había dado un beso al abuelo, cuando los mayores amenazaban con enfrascarse en las terribles conversaciones de adultos: muertes, bodas, salud, negocios.

—Vete, vete. Corre a jugar con los primos.

Y la tata les daba a las niñas la muñeca con el pelo natural, para que se turnaran y fueran sus mamas.

Si hacía dos años que el abuelo no veía a Elsa grande, su otra nieta dejó de visitarle en la adolescencia. Aquello había decepcionado a mamá, que disfrutaba íntimamente al presenciar el desapego del abuelo, y también a la tía Loreto, que nunca había perdido la esperanza de que aquello cambiara.

—Qué duro que continúen su camino —suspiraba Loreto, que se guardaba para ella los disgustos con su hija.

Según se alejaban de la infancia, los primos encontraban menos que decirse: jugaban al parchís sobre la mesa camilla, hundiendo los dedos en el terciopelo verde que la cubría, o inventaban adivinanzas hasta morirse de aburrimiento. Era una casa sobria, de techos altísimos, sin juguetes: una muñeca descascarillada y dos barajas de cartas. Un lugar en que las tardes de domingo recalaban sin atreverse a marchar. Cuando llegaban las siete, las madres recuperaban sus paraguas, sus abrigos y a sus hijos y se despedían del abuelo. Las dos mujeres modernas se movían sin sus maridos, conducían y se pintaban las uñas de rojo encendido. Cuando la habitación quedaba en silencio, la tata se apartaba de la ventana y suspiraba: deseaba haber sido más joven, haber nacido quince, al menos diez años más tarde.

Sólo Antonio mantuvo cierto trato con su prima cuando los niños crecieron y los demás comenzaron a envejecer. Elsa pequeña se había ganado ya fama de rebelde, una muchachita inquieta que fumaba compulsivamente, bebía café a todas horas y ocultaba el resto de sus vicios a la familia. Pero no a Antonio, que comprendía la desesperación vital de su prima, y la compartía. Se entendían bien casi sin hablar, y alguna vez habían salido juntos, en la misma cuadrilla. Las dos Elsas se saludaban con cariño si se encontraban por casualidad, y prometían estrechar el contacto. Luego se olvidaban. Los años de su amistad habían quedado en la casa de Duino, la casa del abuelo, en las tardes aburridas de la muñeca descascarillada, cuando eran niñas, y rubias, y tan parecidas.

A Elsa grande la sorprendió el tremendo desorden de la casa cuando llegó. Pese al cuidado, pese a la limpieza de la tata, nada continuaba en el lugar en el que lo había dejado en la memoria: para los nietos, aquélla era una casa en formol, un piso inamovible y congelado. El abuelo sonrió mientras raspaba con la uña una maderita que había arrancado de una silla.

—Tuvimos termitas. Una plaga de termitas. Comenzaron en el barrio viejo, y saltaron luego de casa en casa. Durante varios días llegaron los empleados de plagas y fumigaron la casa. Llenaron los desagües de un líquido oloroso, nos avisaron por si veíamos cucarachas, y nos recomendaron que nos deshiciéramos de los muebles viejos. Por las termitas.

Ella quiso saber qué fue de las cortinas con flores que separaban el pasillo en dos estancias orientales y del tapete de la mesa camilla, con sus flecos de seda, con el que jugaba a disfrazarse. El abuelo se encogió de hombros.

—La tata, la tata sabe. Total, eso de poco servía. Acumulaba polvo, y si no eran las termitas, pronto les entraría la polilla. Compra tú cosas nuevas, busca telas que te gusten. Llévate a la tata.

—Podría dar una mano de pintura a algunos muebles…

—Como tú veas. Lo que tú quieras.

La sorprendía esa despreocupación del abuelo, que hubiera vivido muy bien con la mitad de las cosas qué poseía; se había resignado a la ausencia de sus recuerdos como a las arrugas que le oxidaron la piel, a la progresiva huida de la juventud. Para ella, en cambio, la casa que recordaba intacta había sido saqueada, y echaba en falta una enorme caja de música con una bailarina que giraba sobre un lago de espejo y la muñeca descascarillada, con expresión atónita y un fastuoso vestido de gasa violeta y rosa. Una muñeca con pelo auténtico.

—¿Qué fue de aquella muñeca, tata?

—Ay, hija. Cualquiera sabe. A lo mejor está en la pensión.

Junto a su cama, la tata le había colocado una mesita panzuda, con un cajón y una portezuela, que durante muchos años estuvo en la habitación de los abuelos. Cuando, ya más descansada, la abrió para guardar en ella su neceser, encontró papeles viejos, y unos tarjetones impresos en papel satinado, apenas envejecido. Encontró también un trozo regular de tela fina, que debió de ser rosa y que había amarilleado. Se sentó en el suelo y comenzó a rebuscar. Acarició una astilla que había saltado en la madera, junto a la cerradura. La puerta de su habitación permanecía entreabierta, y ella estaba dispuesta a abandonar su curioseo si el abuelo se lo pidiera. No hacía nada malo, pero el corazón le palpitaba como si fisgoneara cartas de amor.

Eran menús, invitaciones a banquetes de bodas y a festejos de postín. Elsa sabía que los pasteles de la abuela habían sido muy apreciados en su tiempo, pero los tarjetones parecían anteriores; tal vez la abuela Antonia los hubiera tomado como referencia para componer sus propios platos, o tal vez fueran fiestas a las que asistió después de la guerra, cuando aún mantenía sus antiguas amistades de altos vuelos. La enumeración de exquisiteces continuaba inacabable, como si hubiera sido planeada para resarcirse de una larga hambruna.

Desplegó otra carta:

Solomillo Besra. Salsa Victoria. Medallones de rape. Los lujos de aquellos años, los únicos permitidos después de la guerra. Delicias de almíbar, tarta remilgada. Melocotones helados.

Elsa grande no era la primera de la familia que había tenido que huir de Desrein. Sin saberlo, repetía el mismo viaje que su abuelo había hecho al terminar la guerra. También él, cuando había perdido del todo la esperanza, había abandonado Desrein y se había refugiado en la tranquilidad de Duino. A diferencia de sus amigos, los otros ancianos que vivían detrás de los periódicos, Esteban nunca restó importancia a los sucesos que vinieron más tarde: no se aferró a la guerra para reprochar nada a los jóvenes, ni su cobardía, ni su desinterés, ni el desdeñoso ademán con que acogían las comodidades.

Suponía que si la situación se repitiera, surgirían hombres que actuarían del mismo modo que ellos habían hecho: con docilidad, sin convicción, con un vago orgullo por cumplir con lo que se esperaba de ellos y un miedo feroz que paralizaba las piernas y los dedos. Había salido con bien de la empresa. No había muerto, ni siquiera resultó herido; aprendió grandes lecciones sobre el valor y la ruindad, y en su mente se abrió paso, inquebrantable, la certeza de que nada podría ser peor que aquello.

Cuando estalló la guerra había cumplido veintidós años. Todavía la semana anterior se había hecho un retrato: flaco, la mandíbula cuadrada y unos ojos azules muy alabados. Como su padre, trabajaba de viajante para la misma fábrica de tejidos. Los rumores y los periódicos manchados de tinta indicaban un recrudecimiento de las tensiones. Los trabajadores estaban inquietos, y hacía días que los estudiantes repartían octavillas por las calles, pero nadie esperaba una guerra. De ahí que por esos días Esteban hubiera viajado con toda tranquilidad, sin extrañarse en exceso por la presencia de uniformes en las estaciones y en los alrededores de las fábricas.

Mientras yo no me meta en líos —se decía— no tiene por qué sucederme nada malo. Eso es lo único que trae la política: problemas, huelgas y desocupados.

Vivía en una pensión que olía a repollo y a gato viejo. A veces uno de los gatos se colaba en su habitación a oscuras y se despertaba, sobresaltado; la noche en que la guerra comenzó estaba también despierto, y escuchó los tiros y los gritos que insultaban y maldecían. Permaneció inmóvil, con una sensación gaseosa en el cuerpo, como si de un momento a otro pudiera volar.

Todo lo vivido hasta entonces desapareció. Cuando se presentó en la fábrica, dos obreros que esgrimían unas palancas le anunciaron que habían encerrado al gerente, y que, si no buscaba problemas, era mejor que no insistiera.

—Pero hombre ¿cómo os metéis en estos fregados? —les dijo.

Los dos obreros le miraron de arriba abajo y apretaron con más fuerza las palancas, seguros de su situación. Esteban perdió la confianza.

—¿Qué hago? —preguntó, desorientado.

—Lo que todos hacen. Correr a un lugar seguro.

Al abandonar la pensión, con la maletita con la que viajaba siempre, le robaron la documentación; en esos momentos hubiera sido libre para perderse, o para montar en algún tren e intentar cruzar la frontera, pero no era un hombre resuelto, y la idea de que pudieran detenerle o matarle por indocumentado, por sospechoso, le aterraba. Como muchos otros, no encontró modos para evitar alistarse; le raparon el pelo, le asignaron un número y un uniforme y lo metieron durante doce horas en un tren junto a otros novecientos jóvenes, camino a un lugar secreto, donde recibirían una instrucción mínima.

En el vagón abarrotado, algunos, los más sensatos, aguardaban acontecimientos sin perder la calma; unos cuantos, que deberían de haber sido rechazados, por debilidad mental, o por excesiva sensibilidad, lloraban y se desesperaban, pero la mayoría cantaba a voz en cuello y se divertía dando patadas en el suelo al ritmo de una canción.

Mírame, que me entierro en esos ojos negros… —Patada, patada— mírame, mujer, que te pesará tu crueldad luego…

Eran jóvenes, y partían con unas botas nuevas y un fusil a la aventura. A la mayoría, la guerra los sacaba de casa por primera vez. El uniforme despertaba un interés insospechado en las mujeres, y ellos zapateaban por las calles, mientras las botas crujían y, en el norte, en las tierras del interior, los cañones comenzaban a desgranar otra canción que no hablaba de ojos negros pero que sabía mucho de amores imposibles.

Durante mucho tiempo Esteban se ocupó de trabajos administrativos. Redactaba cartas, y se encargaba de conducir los coches de los militares de rango superior y de mostrarse discreto, casi invisible. Luego lo movilizaron. Según le dijeron, se preparaba una gran batalla, la batalla que decidiría el final de la guerra. Esa contienda se llamó luego la batalla del Besra. El horror.

En esa primera campaña, camino del frente, Esteban trabó amistad con un compañero: se llamaba José, y hablaba con el acento suave de los desreinenses. Sus ademanes desenvueltos y calculados apenas escondían una brutalidad encubierta, al acecho. El uniforme no disimulaba el pecho cubierto de vello, que le poblaba también las manos. La guerra le tenía muy contrariado, porque acababa de casarse; se dieron muchas bodas precipitadas en los primeros días de la guerra y a lo largo de los tres años que duró; las mujeres sentían miedo al contemplar la carnicería a la que enviaban a los hombres. Mejor viudas que solas. Y los soldados repartían sonrisas, chocolate, pequeñas prendas robadas, un anillo, con tal de aferrarse por unos días a una atadura, por una foto a la que mirar cuando se encontraran lejos; por una excusa por la que regresar.

—Por una sonrisa tuya voy voluntario a la muerte —decían, aún vivos, y sin pensar en nada que no fueran los ojos frescos y la vida que estallaba.

El de José no había sido un enlace de ese tipo: la novia se llamaba Rosa, y la conocía desde hacía años, gracias al teatro; ella era bailarina, él, acomodador. Cuando la guerra terminara, José alimentaba la esperanza de convertir un local que había comprado por cuatro perras en una cafetería de postín, o una sala de baile, y las amistades de Rosa le resultarían útiles. De entre ellas pensaba conseguir artistas, cantantes y mujeres con las que los clientes pudieran tomar una copa y alquilar una habitación. Durante las tardes de calma chicha, en las que no había otra cosa que hacer más que esperar órdenes, José animaba a Esteban a que se asociara con él.

—Estos negocios jamás decepcionan. Después de estos años difíciles, la gente correrá a divertirse.

Esteban movía la cabeza, divertido, y le daba largas.

—Pregúntamelo mañana.

Despreciaba a su amigo por querer aprovecharse así de su mujer, a la que consideraba una bestia de trabajo más.

Además, él no se encontraba completamente libre de compromisos, y así lo recordaba en los momentos más inoportunos, cuando no podía dormir, o cuando los trabajos rutinarios —la limpieza, cavar o limpiar las armas— invitaban a escapar. Y para una conciencia escrupulosa como la suya, sentirse cercano a José de otra manera que no fuera la militar le rebajaba y humillaba.

Varios meses antes de la guerra, en Duino, había conocido a una muchacha; la encontró ante un escaparate. Tenía el perfil bonito y la cintura fina. Después de cavilar durante un buen rato, se acercó a ella.

—Perdone la libertad, señorita… ¿la calle del Monasterio?

Vivía en ella desde niño, pero no se le ocurrió otro modo de trabar conversación. Luego, para corresponder a la amabilidad, la invitó a un helado; ella, sorprendentemente, aceptó, y habían pasado la tarde ante la copa de helado derretida, hablando de buen modo y riendo. Cuando se despidieron, ella se negó a que la acompañara, pero, a cambio, le permitió que le estrechara la mano, tal vez para que reparara en el guante de cabritilla, de corte moderno y muy caro.

—Espero verle de nuevo —había dicho, y luego hizo que sus pestañas aletearan como una mariposa mareada antes de alejarse de la heladería.

Esteban ya había caído en la cuenta de que se trataba de una chica de buena familia, alegre y un poco vacua, pero a la que, si le quedaba un poco de buen juicio, no debía mirar más de dos veces. Sin embargo, no pudo arrancársela de la cabeza: sentía una devoción infinita por la gente con dinero, y, además, la muchacha le gustaba. Repasó durante días enteros la conversación de la heladería, los graciosos hoyuelos en las mejillas y cómo el cabello, muy claro, con un aspecto casi vivo, con el brillo de una manzana jugosa, caía sobre ellas. Puso a un par de amigos sobre aviso, y averiguó que la chica no le había engañado: realmente se llamaba Antonia, vivía en el portal que le había dicho y frecuentaba las amistades sacadas a colación en la conversación.

Buscó ocasiones con ella, y ella no las rehuyó. Se conocía que le agradaba el descaro de Esteban, un descaro poco habitual en él y que no volvió a repetirse. Se vieron varias veces, y lo que más lamentó cuando estalló la guerra fue que no pudo despedirse de ella. Cuando, en un viaje en que él conducía, pasó de nuevo por Duino, él hizo lo posible por verla. Una tarde, la esperó en el portal, y ella se quedó en pie, con el llavín en la mano y la mirada incrédula, antes de abrazarle. Recuperó en seguida las formas, y se apartó de él. La sonrisa le había cambiado, y provocaba pliegues tristes alrededor de la boca.

—Todo un comandante del ejército mayor —se burló, tirando de las solapas del uniforme.

Entonces él se atrevió; la citó para el día siguiente. Quería verla a solas. Ella se retorcía las manos, y las llaves tintineaban como campanitas.

—¿Dónde?

—En la heladería del primer día.

—No, no —replicó ella, y movió la cabeza—. Venga usted aquí. A mi casa. A eso de las cinco. No nos molestará nadie.

Luego echó a correr escaleras arriba. Esteban dudó durante todo el día si aparecer por la casa o no. Algo no le cuadraba: o la chica no era lo que él había supuesto, o realmente la guerra trastornaba las mentes y las costumbres.

Antonia no vivía sola en la ciudad, como había llegado él a pensar: su madre y una criadita joven la acompañaban. A media tarde el piso quedaba vacío: las tres acudían al rosario de la catedral, por todos los soldados de la guerra, y en especial por su padre y su hermano.

Esa tarde ella no se encontró bien. Se tumbó en la cama con una botella de agua caliente y una manzanilla. La madre se sintió confusa por unos momentos, tironeada entre el deber maternal y la devoción.

—Id vosotras —les rogó Antonia—, y encended una vela por mí.

A las cinco en punto Esteban llamó a la puerta; llegaba escamado, y pronto a huir ante la menor sospecha de trampa. No tuvo necesidad de escapar. Antonia, temblorosa, le hizo pasar al salón, y allí continuaron charlando muy modosamente, aunque con la manita entregada entre las de Esteban.

—Debe prometerme que tendrá cuidado, y que regresará para verme.

Esteban hinchó el pecho casi sin darse cuenta.

—Ni todas las guerras del mundo impedirán que nos volvamos a ver.

Pero aun así, no estaba muy tranquilo, y temía a cada momento que alguien entrara y los sorprendiera. Él no tuvo valor para pedirle nada más. Se le habían olvidado las canciones sobre los ojos negros en los que los soldados se enterraban y que tan buenos resultados parecían dar. Cuando supusieron que la madre y la criada regresarían, la chica le acompañó hasta la puerta, y se dejó besar allí, en la escalera. Afortunadamente, quedaban ya pocos vecinos, y no eran demasiado curiosos.

Ése era el gran secreto. Antonia le había escrito varias veces, y él había contestado sin esperanza de volver a verla. Querido Esteban: espero que al recibo de ésta… Querida Antonia: espero que al recibo de ésta…

La muerte jugaba al escondite, y aunque llegara a esquivarla, aunque la guerra terminara y le permitiera escabullirse por esa vez, con la paz llegaría el orden establecido: deseaba regresar a su vida, al trabajo monótono pero seguro de representante de tejidos, conseguir una maletita idéntica a la que le acompañaba en sus viajes y descansar tranquilo por las noches. Pero tal vez, si deseara casarse, si el desorden hubiera irrumpido con tanta fuerza en la existencia que nada pudiera ser ya igual, la suave Antonia fuera un cauce tranquilo por donde navegar.

Entonces entraron en combate. El frente del Besra. En medio de la agitación, un extraño silencio: por primera vez mató a un hombre, soportó el retroceso del fusil sabiendo que para salvar su vida debía rasgar la de aquel hombre. El resto fue barro, sangre, la lluvia incesante que desorientó a los oficiales y que convirtió aquella batalla en una matanza.

Murió José, el desreinense. Rosa podría agotarse esperándole en vano. Muchos otros, algunos de los jóvenes que habían golpeado el suelo del tren con las botas nuevas, quedaron allí, con los ojos llenos de barro. A él, a Esteban, le tocó retirarlos, supervisar después de la batalla la lista con muertos y bajas mientras los heridos y los oficiales descansaban. Se hizo cargo de las cosas de José, y se propuso entregárselas a su viuda, la bailarina. Se juró también no intimar con nadie más: hablaría con todos, y trataría bien a todos pero no permitiría que nadie le contara su vida, que trazaran planes que llegaran más allá del desayuno, de la cena, de la siguiente guardia.

Por el permiso de Navidad, con la alianza de boda de José en el bolsillo y cuatro fruslerías más rescatadas del desastre, se dirigió a Desrein; conoció a Rosa, a quien los retoques de la foto habían privado de una piel de leche y una mirada expresiva. Conoció también a Silvia Kodama. Conoció otra vida.

Pero también esa vida terminó a su debido tiempo, y cuando sus avatares en Desrein finalizaron, se despidió de la Kodama, regresó a Duino y buscó a Antonia; la encontró, como a todos los duineses, calentándose las manos al calor de los escombros de la ciudad. De su fortuna, que nunca fue tanta como se había supuesto, la familia perdió la mayor parte. Les quedaron las posesiones en un pueblo cercano, en Virto, y dos solares. El piso en el que Esteban había entrado mientras ardía una vela por la vida de los soldados se había desvanecido. Antonia se enfrentaba a la reconstrucción con las manos casi tan vacías como las suyas.

—Nunca pensé, ni por un momento, que hubieras muerto —dijo ella, llorosa.

—Entonces —añadió él, en voz baja— tenías más confianza que yo.

Se casó con ella porque era lo que debía hacer. Para las bodas que siguieron a la guerra la gente desenterró sus tesoros, las cuberterías de plata escondidas, un broche antiguo, latas de melocotones en almíbar y tabletas de chocolate. Antonia logró comprarse un vestido muy sencillo de lino claro, que fue confeccionado para una mujer más gruesa, y un sombrero adornado con violetas. Usó el sombrero durante muchos años, y la niña Elsa, de pequeñita, jugaba con las violetas supervivientes. El vestido, sin embargo, no volvió a lucirlo jamás. Antonia era una sentimental.

Juntos tuvieron seis hijos, de los que entonces sobrevivían dos. Se entendieron sin problemas, y nunca hubo malas palabras entre ellos. Esteban se portó bien con ella, y Antonia pareció ser feliz. Treinta y seis años más tarde, cuando la enterró ante los dos hijos, y los tres nietos, y los vecinos, que lloriqueaban o atendían nerviosos, aburridos, su mujer no había cambiado: en el ataúd la boca se le arrugaba en una sonrisa triste, y continuaba con el mismo pelo jugoso y el vestido sobrio, enternecedor, de sus veinte años.

Porque Antonia, a los veinte años, cuando Esteban apareció, bien vestido y con dinero en el bolsillo, creyó que, definitivamente, la vida era justa; desde hacía algún tiempo había comenzado a rondarle la idea de que era una novia de guerra, una de aquellas mujeres melancólicas que lucían luto por el novio y debían esforzarse en rehuir la mirada del resto de los hombres ansiosos. Y, francamente, la situación no le hacía ninguna gracia.

—Pero… ¿dónde has estado? Tantas noches sin dormir… tantos malos ratos que me tengo pasados… ¿Qué has hecho? ¿Dónde te habías metido? Todo este tiempo, por ahí perdido…

Esteban no aclaró del todo su ocupación durante los primeros meses de paz. En un principio, Antonia no quiso remover recuerdos acaso dolorosos.

La guerra —pensaba— hiere a los hombres en más sitios que en el cuerpo. Dejémosle olvidar… ya hablará de ello cuando le parezca adecuado.

Pero bien porque Esteban no olvidara, bien porque no le pareció nunca el momento apropiado, no volvieron a tocar el tema. Más tarde, cuando debieron mudarse a Virto y vio la facilidad con la que su marido se movía para encontrar suministros y materias primas, le rondó de nuevo el interés, pero el trabajo intenso y el nacimiento de la niña Elsa enterró definitivamente la curiosidad.

No relacionó nunca aquellos meses en los que Esteban desapareció después de la guerra con su insistencia para que ella, en la pastelería, lograra descubrir la receta de los melocotones helados. Muchos trucos se habían perdido en aquellos años, muchas recetas y cocineros habían desaparecido para siempre. De los platos que figuraban en aquellos menús que Elsa grande leía tanto tiempo después, no podrían componerse ya ni la mitad. Y eso con la mejor voluntad.

Quizá en algún lugar de Desrein podría encontrarse alguien que supiera darle el toque necesario al Solomillo Besra, sangrante, con la Salsa Victoria que se popularizó tan rápidamente después de la guerra; pero, por desgracia, se perdió el modo de preparar los Melocotones helados, casi crujientes, como si la pulpa se hubiera convertido en hebras de caramelo muy finas.

Luego, cuando la cuchara llegaba al interior perfumado, al secreto hueco del hueso, brotaba un hilillo de chocolate caliente, que se abría camino entre la carne helada e inundaba finalmente el plato. Pese a sus esfuerzos, y ante la resignación de Esteban, ni Antonia ni nadie en la pastelería lograron nunca dar con el modo de inyectar el chocolate en el fruto limpiamente, sin quebrarlo, o de congelarlo sin que los dientes se estrellaran luego contra un bloque rígido o pajizo. El secreto de los melocotones se había esfumado.

Era el postre preferido de Silvia Kodama, muy capaz de comerse tres o cuatro de una vez, sin importarle los problemas que luego le traería la gula. Sufría del estómago, y el dulce del melocotón le amargaba terriblemente esa noche, hasta que se purgaba y conciliaba el sueño; pero en la siguiente ocasión caía de nuevo, y se chupaba los dedos y se manchaba el velo del sombrero al comerlos. De modo que cuando Esteban deseaba seducirla la llevaba al hotel Camelot, cuyas cocinas misteriosas producían el codiciado postre.

Y Silvia, aunque torcía el gesto y se mostraba despectiva, incluso desagradable, con Esteban, corría a vestirse para la ocasión; cuando aparecía en el salón de té del Camelot nadie la hubiera distinguido de una niña de buena familia. Llevaba las medias zurcidas y limpias, el abrigo dado vuelta y un anillo de oro muy fino, con una perla, en el dedo índice, idéntico a uno que Antonia lucía en el anular. Y aunque Silvia, a diferencia de aquellas jóvenes, poseía un par de medias buenas, y descaro suficiente como para escandalizar a todo el salón, echaba mano de sus recursos, de su actitud de buena chica, y se dedicaba, durante una hora, a comportarse como era debido y a comer melocotones.

Esteban la había visto también desmembrar el soporte helado y verterse el chocolate caliente por la boca y el pecho, tumbada boca arriba sobre la cama, medio desnuda y tensa.

—Más —decía—. Todo termina tan pronto… quiero más.

A veces le obligaba a vestirse, a recorrer media ciudad hasta el Camelot y regresar con dos melocotones envueltos en papel de estraza.

—Eso no te pasaría si…

—Ya, ya sé. Ya sé lo que vas a decir.

Silvia trataba de obligarle a que alquilara una habitación en el Camelot, una de las prestigiosas suites adornadas con flores y botellas de champán con las que ella soñaba y que pasaba horas describiendo. Pero en parte porque Esteban malinterpretaba el salvaje deseo de Silvia por el lujo y en parte porque eso le hubiera arruinado, nunca lo llevó a cabo.

Un día, cuando el sencillo aro con una perla fue sustituido por una esmeralda que le ocupaba toda la falange, conoció a la verdadera Silvia. Conoció las dimensiones de la ambición que escondía tras los labios desdeñosos y los ademanes de princesa vulgar, una ambición aún mayor que la suya propia. Y hubiera hecho cualquier cosa por alquilarle una habitación en el Camelot, una planta entera del sagrado hotel.

Por entonces, se conformaban los dos, él como si se dirigiera al paraíso, ella a regañadientes, con lugares más modestos, con tal de que las sábanas estuvieran limpias y planchadas, y no pusieran pegas porque se las dejaran arrugadas y llenas de manchas. El lugar natural de Silvia Kodama era el lecho: en él cantaba, ensayaba, comía. Sabía crear lindos chitones y peplos, y disponer las mantas delgadas en pliegues micénicos bajo su pecho. Se dejaba caer sobre los codos y se abstraía peinando su pelo con los dedos. Esteban la contemplaba, desesperado por su incesante actividad y por el interés superficial, momentáneo, que mostraba hacia las funciones propias de la cama. No dormía más de tres horas seguidas, y se escurría como un pez entre los dedos para huir de abrazos y carantoñas.

—Déjame. Hace calor. ¿No te he dicho que me dejes?

Durante los últimos meses Silvia y él ni siquiera salían del café en que vivían. Esteban había conseguido una radio que hipnotizaba a Silvia. Sin pestañear, escuchaba lo mismo música que noticieros, consejos de belleza y largos seriales sentimentales; y si Esteban ocupaba o no la misma cama, si introducía su pierna entre las de ella para obligarla a prestarle atención, ella ni siquiera lo notaba. Mujer pez; mujer anguila, había escapado de su lado definitivamente.

Pero si se veían fuera, regresaban por separado al café, inventaban tareas que los habrían ocupado la tarde entera y cenaban plácidamente con Rosa, la madre de Silvia Kodama. En la cocina, la lámpara de tres brazos se balanceaba con una sola bombilla, y si fijaban mucho tiempo la vista en un punto fijo se mareaban. En la parte pública, en el pequeño salón reservado del café, la iluminación no fallaba; pero ese saloncito, almohadillado con botones de cuero rojo y dorados de brillantina, lo reservaba Rosa para Melchor Arana. Cuando terminaban de cenar, Esteban se quedaba leyendo un momento y le hacía compañía a Silvia, que fregaba.

—Déjame —gruñía ella—. ¿No ves que te voy a mojar? ¿Es que no puedes parar quieto?

A las diez se apagaban las luces. Alguna noche Esteban se había deslizado hasta el cuarto de Silvia, azuzado por el deseo, pero se había encontrado con una espalda gélida tercamente vuelta. En otra ocasión, no la encontró allí, y al regresar a su cama, iracundo y cabizbajo, había visto luces en el saloncito almohadillado.

Esteban las había buscado mediante indicaciones imprecisas, que había logrado rescatar de las conversaciones con José, el malhumorado hombre de Desrein. Sabía que el café de Rosa ocupaba todo el bajo de un gran edificio, construido por un arquitecto caprichoso que había pretendido imponer un estilo majestuoso, borrosamente egipcio, en los proyectos que había llevado a cabo. Él, Esteban, había conseguido un permiso por Navidad, y un plano antiguo en el que no figuraban los cambios que la guerra había infringido a Desrein.

Al fin, después de dar muchas vueltas, logró orientarse. Encontró el café cerrado, y tuvo que rodear todo el edificio antes de toparse con un vendedor de tabaco que le indicara una puerta medio desapercibida, una antigua portería, unas escaleras renqueantes, una puerta que se abrió tras alguna vacilación, Rosa Kodama.

—Me llamo Esteban… conocí a su marido… yo luché con él en el frente de Besra…

Rosa lloró a su marido con desesperación. Les había llegado la noticia de la muerte, pero se había aferrado a un error, a la imprecisión de la estadística arañando la esperanza y dejándose en ella las uñas. Esteban se sintió incómodo, con el sombrero en la mano y los ojos bajos, conmovido más por el dolor de la viuda que por el recuerdo de José.

En una silla baja, junto a la ventana, una muchacha se abrazaba las rodillas. Tenía el cabello rubio, casi blanco, muy largo y liso, y miraba a través de la ventana sin ocuparse de nada más. Rosa pidió disculpas y se acercó a la cocina a lavarse la cara. Esteban dio unos pasos hacia la muchacha por hacer algo; vestía una combinación vieja, con unas puntillas rosas muy gastadas. De vez en cuando se acercaba un tirante a la boca y lo mordía.

—De modo que realmente ha muerto —dijo.

—Sí —respondió él.

—¿Crees en Dios?

Esteban la miró, sobresaltado. Había vivido demasiadas atrocidades como para no creer en que existía y le protegía.

—Por supuesto.

—Yo ahora también. Dios es malvado —dijo la muchacha—. Es malvado y juega con nosotras.

No llegó a saber la diferencia de edad entre Silvia y su madre, pero debían de ser menos de quince años. Los rasgos aniñados y finos de Silvia habían perdido firmeza en el rostro de Rosa, hasta emborronarlos, pero algunas veces, cuando la chica se levantaba cansada, o cuando la atacaba súbitamente la melancolía, algún domingo ocioso y lento, el semblante de Rosa, el fantasma de los años venideros, aparecía en su piel.

Rosa había sido bailarina, como lo era Silvia; del desconocido padre, o el primer marido de Rosa, no supo nada. Parecía como si no hubiera dejado huella en las mujeres, gemelas en carácter y aspecto, como si Silvia hubiera nacido únicamente de Rosa y el aire. Cuando se referían a José, las dos callaban. Dieron por hecho que Esteban se alojaría en su casa.

—Sobra tanto espacio… —se había lamentado Rosa, y le mostró con un gesto el gran café a oscuras, con las sillas patas arriba sobre las mesas, los coquetones apartes desiertos, la plataforma para las actuaciones y los jarroncitos con unas míseras flores de plástico. Más allá de los camerinos, tres salas amplias y llenas de cachivaches, se ocultaban las habitaciones de las Kodama: una cocinilla, un cuarto de aseo, dos dormitorios y el saloncito almohadillado, a medio camino entre los camerinos y la vivienda, el saloncito donde los caballeros que deseaban saludar a las artistas aguardaban a que éstas dieran su consentimiento.

—De ninguna manera —dijo Esteban—. No puedo aceptar…

Le cohibía la indiferencia, la brutal apatía de la muchacha, e hizo ademán de marcharse. Rosa no se lo permitió. Con dos patadas limpió de trastos el camerino más pequeño y metió allí a Esteban.

—Es lo menos que puedo hacer. Por su amistad con mi marido. Aunque no sea más que en memoria de mi marido.

Lo dijo como si la memoria de José fuera sagrada, pero escondía otra razón. Eran dos mujeres solas en una ciudad en guerra. Si hubieran podido, habrían mostrado a Esteban como objeto de su propiedad, como a un mastín guardián al que pasearan con correa por los callejones destartalados.

Esa noche, dos días antes de Navidad, la guerra terminó. Sin prestar atención al frío, en Desrein la gente salió a la calle y encendió hogueras para quemar los malos recuerdos.

—¡Victoria! ¡Victoria!

Desde muy lejos, algunos contaron que incluso desde mar adentro, pudo verse el resplandor de las fogatas, y muchos pensaron por un momento que los bombardeos enemigos habían prendido en la ciudad. Luego recordaban que habían entrado en el tiempo de la paz, y movían la cabeza, aún poblada de pesadillas.

—¡Victoria! ¡Victoria!

Durante esa noche las prisiones se abrieron, y los oscuros agujeros que habían ocultado a desertores y cobardes vomitaron hombres con uniforme: buscaban comida, tabaco, mujeres. Todo se les entregaba. La euforia revoloteaba como las chispas en el fuego y, para combatir la helada de la mañana, formaron largas hileras de bailarines, que serpenteaban por las calles y hundían los pies en las cenizas. En la ciudad con los cristales rotos, los hombres de pómulos marcados y la danza incesante parecían anunciar el fin del mundo.

Esteban se retiró de la ventana y volvió su mirada al interior del café; no sabía qué hacer, si debía regresar a su división o marcharse sin pensar hacia su antigua vida. Faltaba mucho por hacer: las fábricas estaban cerradas, los obreros habían muerto. En poco tiempo nacerían muchos niños, y la gente necesitaba ropa, comida, nuevas casas. Cuando todas esas cosas se necesitaran, él estaría allí para conseguirlas. En su ciudad, en Duino, con Antonia, no en la hostil y fría Desrein.

Había visto a mujeres que se vendían por un saquito de garbanzos, muchachos que formaban bandas para asaltar a otros más débiles, los ojos redondos de los niños cuando sus madres los lavaban en un cubo, a la vista de toda la gente, y sabía que la contienda borraba los restos de pudor y moral de muchos años. Muy lejos, el grito continuó toda la noche.

—Victoria… victoria…

Pero no se fue; porque esa noche, intuyendo que las abandonaría, que se quedarían solas y sin hombre en mitad del caos de la reconstrucción, Rosa Kodama se retiró discretamente después de cenar, y Silvia, con la misma desgana con la que se enfrentaba a la vida, las ojeras violáceas bajo los ojos claros, y sin molestarse tan siquiera en desenmarañar su pelo blanco, se acercó a él y dejó caer su vieja combinación rosa.

Celebraron juntos la Nochebuena a la manera tradicional: comieron lombarda y puré de castañas, y Rosa subió del secreto arsenal de bebidas un licor fuerte y amargo que los golpeó en la cabeza y los hizo reír con la boca llena de un sabor a algodón viejo. Sin que pudiera evitarlo, a Esteban se le escapaban los ojos siguiendo a Silvia. Ella, animada por él alcohol, reía también, y la euforia le había manchado de rosa las mejillas. Trazaron planes alocados, y cuando escucharon música en la calle (victoria… victoria…), comenzaron a bailar en el café. Galantemente, Esteban tendió la mano a Rosa, y ella apoyó la cabeza sobre su hombro. El café en penumbra podía parecer, con un poco de imaginación, un salón elegante preparado sólo para ellos.

—¿Te habló José de los planes que tenía para el café? —le preguntó en voz baja.

—No hablaba más que de eso —contestó él, de buen humor.

Rosa calló.

—A mí nunca me los contaba —dijo, dolida—. No tenemos otra cosa. Si el café no prospera, mi hija y yo nos moriremos de hambre. Me he quedado sin amistades. No tengo dinero. No nos queda más que este local, y las ganas de trabajar. —Observó su reacción, y luego continuó—. Aquí hay trabajo para ti. Quédate con nosotras. Lo que quieras, lo tendrás. No te costará más trabajo que pedirlo. Lo que sea nuestro, será tuyo también.

Esteban pensó en el capital que haría falta para levantar el café, en los problemas que habría que soslayar. Mucho más tarde pensó también en las cartas de Antonia y su recuerdo ya difuso.

Sin embargo Esteban, repitiendo las palabras de José, dijo:

—La gente traerá ganas de divertirse. —Rosa sonrió.

—La gente querrá lo que nosotras digamos. Como siempre.

Algunas tardes, Silvia se acostaba para dormir la siesta y ya no se levantaba. Tendida sobre la espalda, con la ropa de cama revuelta, fijaba la vista en el techo y dejaba que el tiempo pasara. En esos días ni siquiera bailaba. Esteban había conseguido para ella unas revistas que hablaban de las grandes compañías de ballet, aquellas mujeres irreales vestidas de tules blancos y moños adornados con plumas, y Silvia, de vez en cuando, las hojeaba y copiaba peinados.

—Estás tan guapa… —decía él, adorándola con la mirada.

—Los hombres no tenéis gusto —replicaba.

Sólo se mostraba amable cuando pretendía lograr algo; sus mimos, la inesperada dulzura de su voz, se hacían así doblemente valiosos, y Esteban, en cuanto pudo, la llenó de objetos inútiles y encantadores: sombreritos minúsculos plagados de florecitas, cajitas de porcelana que se abrían mediante un resorte, alfileres para el pecho, el anillo de moda, una perla engarzada en un hilo de oro. Cuando los apartaba de sí con aburrimiento, o se negaba a escuchar las penalidades de Esteban, que peleaba con el estraperlo, que buscaba camareros honrados y muchachas que no lo fueran para el café, a él le invadía una furia sorda, temible, un deseo urgente de estrangularla y conservarla siempre muda y dócil.

—Es muy joven —la defendía Rosa—. Le ha tocado vivir tiempos demenciales.

La madre trabajaba como un animal de carga. Había conseguido unos grandes cortinones de terciopelo de un teatro que tiraban abajo, y durante días los cortó y los cosió con una máquina prestada. Cubrió una pared envenenada de humedad con pedazos de azulejo y espejo rotos, pintó con purpurina las patas y los respaldos de las sillas, colgó los cortinones recompuestos por doquier, compuso flores de tela para sustituir a las viejas de plástico y husmeaba en las mudanzas y los derribos en busca de marcos viejos, de cuadros desechados o de pequeños tesoros: botellas de coñac vacías que llenaba de té, cajas que fueron de puros que ocupaban las estanterías más altas junto a la barra y que contagiaban un aire de opulencia.

En la penumbra, bajo las luces veladas de los quinqués, el local tenía buena pinta. La pared con espejos rotos refulgía y el terciopelo parecía insinuar secretos e intimidades. Incluso los jarrones descabalados y los mantelitos dispares daban una sensación de singularidad, de ambientes buscados y exclusivos. Las muchachas que servían las mesas eran bonitas y, aunque algo cansinas, con el mismo aire resignado de Silvia, aún no parecían gastadas.

El café, sin nombre, porque no encontraron quien les pintara un cartel decente, comenzó a circular en boca de militares poderosos y de los hombres de negocios que querían trabar conocimiento con ellos. Más tarde, ya bajo el nombre de Café-Teatro Besra, la situación se invirtió, y eran los militares los que buscaban a los negociantes con dinero.

Pero cuando eso ocurrió, los malos tiempos habían quedado atrás, y Esteban ya no tenía que ver con las Kodama. El café prosperó, se convirtió en paso obligado de artistas y actores que deseaban triunfar. Una vez al año, por la fiesta nacional, se llenaba de banderitas, de guirnaldas e intenciones patrióticas, y un retrato del difunto soldado José, encargado a partir de unas fotografías, mostraba su frente adusta, cargada de malas intenciones, entre las botellas de whisky; ese día, las consumiciones de los veteranos corrían a cargo de la casa.

Pese a Esteban, pese al ilustre Melchor Arana, ningún hombre importaba para ellas salvo aquél. José les había dado vida, y si Esteban se hubiera parado a pensarlo con calma, hubiera hallado que Rosa, y su hija silenciosa e indolente, habían nacido en realidad del soldado José y del aire. Muerto él, ellas habían persistido en una media vida, en algo que no era la muerte pero se le parecía. Y Esteban, que por mucho que se esforzara no lograba recordar a José sino como a un hombre tosco, vulgar y con una brutalidad encubierta que podrían muy bien convertirle en un hombre malvado, se había embarcado en el propósito de resucitar a dos muertas.