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Para la niña Elsa, en cambio, el miedo era rojo y palpitante, el miedo de la fiebre y la enfermedad, y se encontraba en muy pocas cosas. En la lepra, quizá, o en la peste. No le daban miedo los muertos. Ni los sapos, ni las ratas, ni las salamanquesas que de vez en cuando se encontraban entre las piedras húmedas. Ni la oscuridad ni las alturas la hacían llorar. Tampoco encontraba nada repulsivo en las babosas y los limacos que sus hermanos se empeñaban en pisotear.
—¡Dejadlo! —Lloraba—. ¡Dejadlo!
Pero ellos no le hacían caso, de modo que si Elsita se encontraba uno cruzando el camino, cogía un palito y lo empujaba persuasivamente hasta la cuneta con hierba. Una vez observó un limaco negro que avanzaba con toda tranquilidad sobre la vía del tren; con el sol, la vía brillaba entre las flores amarillas, y el bicho pareció por unos instantes casi hermoso. Movía la delicada cabeza mientras tanteaba el terreno sobre el metal recalentado.
Ella no tenía prohibido acercarse a las vías, porque a sus padres ni se les hubiera ocurrido que jugara por allí. Pese a que se mostraba obediente y buenecita, era incapaz de parar quieta un solo instante, y se escapaba de su madre y de la tata no bien volvían la cabeza. Cuando no estaba en casa, o en la plaza frente a la pastelería, bien a la vista, sus hermanos eran los encargados de cuidarla; una semana Miguel, otra Carlos. Elsita se sentía un poco humillada con aquellos chaperones.
—Pero si no quieren jugar conmigo —se quejaba.
Antonia no se dejaba conmover.
—Ya encontraréis algo a lo que jugar juntos.
Acababa de cumplir nueve años, y ya sabía cuidarse sola. Y habría cosas que sus hermanos, los chicos, jamás comprenderían.
Por ejemplo, que no había nada más femenino que atarse las piernas.
Antonia llevaba siempre a la niña muy arreglada, con unos vestidos festoneados y plisados y lazos a juego. Para los domingos le habían comprado unos zapatos de charol con una flor que parecía un repollo y una pamela de paja con dos cerezas en la cinta. Cuando los vestidos comenzaban a quedarle pequeños, les bajaba el dobladillo, les añadía un par de alforzas en los costados y le permitían que los usara a diario. Si encontraban tiempo por las mañanas, le marcaban tirabuzones con las tenacillas, en lugar de las dos trenzas.
Destocaba entre las otras de una manera casi impúdica, y aunque era simpática y sociable, sólo había logrado trabar amistad con Leonor, la niña del maestro. Salvo Patria, todas las otras la miraban sin envidia ni mala idea, pero como se mira a una santa en la iglesia, a alguien escasamente humano. Y ella se sentía cohibida porque las demás niñas se traían pan con tocino a la escuela, y a ella le daban mostachones y buñuelos. Su vestido favorito tenía unos pajaritos bordados en rojo en el cuerpo y el cuello.
Esteban no le veía el sentido a todo aquello.
—Vais a echar a perder a la niña con vuestros mimos. Anda, anda… ¿Es que no puede ir como las demás? ¿Tiene que llamar siempre la atención?
Pero la madre y la tata le hacían más bien poco caso.
—Va así porque podemos. Si los otros también pudieran, ibas tú a ver cómo miraban de humillarnos y de echarnos por la cara lo que tienen.
Le habían comprado una medalla de oro, y un collar de plástico rosa y verde, con pendientes, anillo, ajorcas y hasta una peineta a juego, para que jugara a ser gitana. Y le habían prometido que si llegaba al bachillerato le regalarían un reloj de verdad, un reloj dorado de señorita. De modo que Elsa soñaba con su reloj, y en cuanto se descuidaban, en la escuela, se pintaba con tinta azul la esfera con los dos bracitos, y una correa temblorosa en la muñeca. En él el tiempo no avanzaba, pero no importaba, porque Elsita aún no sabía leer la hora.
Había nacido después de dos partos malogrados de Antonia, y aún quedaba otro por llegar, cuando Elsita no había cumplido el año; en esa ocasión la madre estuvo a punto de morir desangrada, y el médico aconsejó tajantemente que no tuvieran más hijos.
—Tenéis tres niños sanos. Otras familias no tienen tanta suerte. ¿O queréis que se queden sin madre, a esta edad?
Se resignaron. La niña era espabilada y muy bonita, y tan cariñosa que, después de los dos chicos hoscos y encerrados en su propio mundo, parecía un regalo por alguna cosa que hubieran hecho bien. En las noches en las que les costaba dormirse, en las que Esteban y Antonia permanecían tendidos, muy quietos, sin rozarse, los proyectos para los hijos tomaban forma.
Miguel aprendía rápido. El maestro hablaba maravillas de él, y si todo salía bien, lo mandarían a Duino para que estudiara. Médico.
—Médico… Si yo viviera para verlo…
En la rama familiar de Antonia hubo varios médicos con algún renombre, que murieron o se dispersaron en la guerra. Carlos era de otra manera: belicoso, hostil, aunque deferente con los mayores. Para él destinaban el negocio. En cuanto fuera un poco mayor, tal vez cuando Miguel se encontrara ya en la ciudad, le irían introduciendo en los misterios del pan y el azúcar.
—Mientras le quede la pastelería, siempre tendrá algo a qué agarrarse…
La pequeña… la pequeña podría hacer lo que le viniera en gana. Le sobraba ingenio. Esteban pensaba que sería una buena maestra. Un hijo médico y la otra maestra. ¿Qué más podían desear?
—Si yo llegara a verlo… —suspiraba Antonia.
Y Esteban asentía.
—Sí…
—¿Y por qué no va a poder ser así?
—Sí, mujer. Será lo que tiene que ser.
La habitación de Elsita quedaba enfrente del pasillo, y la de los chicos, junto a la de los padres. Miguel se dormía en seguida, sin cargos de conciencia ni nada que perturbara su descanso. Carlos daba vueltas en la cama y a veces se levantaba y pegaba la oreja a la pared contigua; conocía, de las noches en las que el sueño tardaba, los planes de sus padres, los avances de la pastelería, los momentos de ternura. Regresaba al lecho tiritando.
Por el día observaba a los empleados de la pastelería, a César sudando ante el horno con las manos llenas de quemaduras. Se preguntaba qué mal había hecho él para que le condenaran a una vida allí, amasando panes y soportando las llamas del fuego, mientras sus hermanos, el señor médico, la señorita maestra, marcharían a la ciudad y regresarían ricos, respetados.
Como no dormía bien, a veces le vencía el sueño en la escuela, y el maestro le dejaba dormir sobre el pupitre. Ya habían decidido que no era un niño listo, que no valía para estudiar. Leer, escribir, las cuatro reglas, poco más, como la mayoría de los del pueblo. Suerte que tenía la pastelería como soporte. Suerte que sus padres velaban por él.
Al principio, cuando Elsita comenzó a ir a la escuela, la tata le tomaba las lecciones; luego, cuando se hizo amiga de Leonor, la del maestro, no hizo falta. La propia maestra se encargaba de ello. Por las tardes leía historias a su hija y a Elsita, y se aseguraba de que las dos tomaran la delantera al resto de las niñas. Se dolía de que Leonor tuviera la memoria tan flaca.
—Es aplicada, ya lo sé, es muy obediente… Pero ¿de qué sirve que quiera hacer las cosas si luego no se acuerda de hacerlas?
Ellos eran gente de posibles. El maestro, antes de serlo, había estudiado en el seminario, pero se arrepintió antes de cantar misa. Durante la guerra sirvió de enfermero en el hospital militar, en Duino, y muchas veces, el médico, el mismo que luego rondaría a la tata, le consultaba casos dudosos; esa deferencia ufanaba mucho al maestro, que tenía sus pequeñas vanidades ocultas.
—La guerra —concluía, mientras se tomaba algo con los amigos—, la guerra tiene muchas cosas malas. Pero tiene también su parte buena, A ver si no dónde hubiera aprendido yo todo lo que sé.
Había terminado en Virto porque le detectaron un pulmón un poco picado; algo que, sin cuidados, podría terminar en tuberculosis. Aire libre, sol, buena comida. Su mujer, que enseñaba francés en un colegio de señoritas, sintió miedo de quedarse sola, y vendieron a toda prisa lo que tenían para escaparse al sol.
El hombre sabía que tenía prohibido fumar, pero se le escapaban unas miradas tan elocuentes ante un cigarro de picadura que los fumadores sanos carraspeaban y terminaban por apagarlo. Por un buen puro hubiera vendido hasta a su hija. Pero se sobreponía; la salud era la salud. A sus pupilos les hablaba de la importancia de la higiene, de lavarse las manos hasta la exageración, de la gimnasia. Era un fanático del alcohol y la desinfección.
—Durante la guerra —decía, ante los niños calladitos y asustados— más de uno salvó una pierna, o un brazo, gracias al alcohol.
También les hablaba de las vacunas, de los microbios malignos o bondadosos que libraban batallas dentro de su cuerpo.
—Las vacunas han terminado con enfermedades que eran el azote de la humanidad. La peste, la lepra, la rabia, la viruela. De haber vivido en otra época, ni la mitad de nosotros estaríamos ahora aquí.
Era tan elocuente, que despertó en Elsita un miedo atroz a la lepra y a la viruela. Cada vez que se acatarraba, lloriqueaba y se quedaba en cama, bien abrigada bajo tres mantas, convencida de que se iba a morir.
Además, el maestro se preciaba de que sus alumnos destacaban siempre en Historia Sagrada. Al contrario que otros en su misma situación, recordaba con agrado los años pasados en el seminario, y sabía contar a los niños las historias de la Biblia como si fueran ocurrencias graciosas. Los judíos del Nuevo Testamento tenían enormes narices y barbas de cabra, y andaban siempre tramando maldades y frotándose las manos. Los del Antiguo Testamento, en cambio, poseían actitudes dignas, cientos de hijos, cabras y camellos, y eran otra cosa.
En su casa guardaba muchos libros, y le regaló a Elsita una enciclopedia escolar que él ya no utilizaba. Allí se enseñaban matemáticas y geometría, lengua, botánica, geografía, todo lo que un bachiller debía conocer, Incluía láminas de colores, y unos dibujos en blanco y negro muy aparentes. La niña de Esteban se enamoró de la Historia Universal. Allí aparecía la malvada Cleopatra, con su serpiente y todo, griegos y romanos vestidos con faldas, como las mujeres, y caballeros medievales que mataban a dragones en cuanto una doncella se encontrara en peligro.
Allí leyó que las grandes princesas de sangre real de los tiempos legendarios recibían como regalo de nacimiento una cadenita de oro que usaban cuando comenzaban a caminar. Al llegar a los nueve o diez años, la cadena no se ensanchaba más. Así las jóvenes se acostumbraban a caminar con elegancia y mesura, y mientras permanecieran solteras, no se libraban de la cadena que, además, era garantía de que preservaban su pureza.
Elsita pasó por alto la mención a la pureza, que no entendió del todo, pero se entusiasmó con la idea de la cadena. Al fin y al cabo, era hija de Antonia, y si no se dedicaba a leer novelas sentimentales era porque no las había encontrado a mano.
—¡Llevo nueve años de retraso! —pensó, desalentada—. Debo remediarlo inmediatamente.
Probó con la cadena de la medalla, pero no era suficientemente larga, y si la rompía, su madre la mataría. Los hilos se rasgaban fácilmente, y las cuerdas acababan por hacerle daño en los tobillos.
Al fin encontró un cordelito embreado que había venido con uno de los paquetes que enviaban los tíos de Duino. Lo cogió con entusiasmo, y se lo ató. Cuando su madre la vio quiso quitárselo, pero se agarró un berrinche tal que la dejaron tranquila.
—No es propio de ella ponerse así —dijo Antonia, preocupada.
La tata le restó importancia.
—Todos los niños tienen sus rarezas. Demasiado normal es ésta. Ya se le pasará. Además, dice que lo leyó en la enciclopedia del maestro.
Antonia sonreía, orgullosa.
—Lo que no lea esta niña…
Aquella enciclopedia reconcilió a Elsita con el maestro y le hizo olvidar que él fue el primero que les había hablado de la peste; en las páginas que dedicaba a la Edad Media, describía los horrores de las plagas con tanto detalle, que tenía pesadillas con ellas, y su madre, o su hermano el mayor, el futuro médico, debían acudir a consolarla.
—No te preocupes —le decía la madre entre besos—. Ya no hay peste, ni lepra. Era un castigo que Dios enviaba a los herejes, a los malos cristianos. De eso hace ya mucho tiempo.
Y, según Antonia, los castigos de Dios habían terminado.
A los niños, en cambio, Antonia les dedicaba menos atención y los vestía de igual modo. Pantalones cortos, color mostaza, una chaqueta de lana azul marino, primorosamente tejida por la tata, una camisa blanca. Para los domingos, la chaqueta era granate. Con la ropa idéntica, Carlos parecía menor y más rollizo. Llevaba casi siempre la peor parte en las peleas, y el pantalón mostraba las rodillas desolladas y unos moratones impresionantes.
Sin embargo, Miguel raramente iniciaba una riña; mucho más pacífico, confiado en su estatura y en su fuerza, se limitaba a defenderse de los ataques ciegos de su hermano.
—¿Es que no podéis jugar sin pelearos?
—¡Ha sido él! —gritaban los dos.
Sus tíos, los de Duino, les habían regalado una bolsa llena de canicas; no las brillantes bolitas metálicas que recordaba Esteban de su infancia, sino unas perlas de vidrio, con láminas de colores dentro, que los chavales contaban una y otra vez, y miraban al trasluz. Habían adjudicado un precio a cada una.
—Ésta, dos.
—Ésta otra, cuatro.
Miguel peritaba las bolitas de vidrio con ojo experto.
—No, no creo que nadie te dé cuatro por ella. Tres, como mucho.
—Voy a pedir cuatro —insistía Carlos.
El hermano mayor se encogía de hombros.
—Tú sabrás.
Algunas tardes se juntaban con los otros niños a organizar una subasta en la plaza frente a la pastelería: sus canicas por las bolas metálicas de los demás. Los chicos, acostumbrados a acompañar a sus padres a los mercados de ganado, regateaban duramente, y adoptaban los mismos gestos de los adultos: las piernas separadas, la cabeza ladeada en una mirada astuta.
—Por ésta me daban tres.
—¿Quién te las ha ofrecido?
—Manuel.
Y el aprendiz de comerciante marchaba donde Manuel a iniciar otra negociación… Tal vez si los dos se aliaban…
Los niños de Esteban nunca cedían al trato. Sabían muy bien que su poder radicaba en poseer las canicas nuevas. Tampoco los otros niños se hacían ilusiones, pero por un rato podían sopesar las preciadas bolitas, sorprendentemente ligeras.
—Si yo tuviera las canicas de Miguel —solían decir—, ibais a saber vosotros lo que era jugar.
Porque tal vez como consuelo para los demás, los dos hermanos tenían fama de no ser demasiado diestros con las canicas. ¿Qué más pruebas se querían de que el mundo era injusto?
Ajenas a los avatares caniqueros, las niñas tomaban el banco bajo los árboles, el que quedaba más a la sombra, y se ocupaban en sus juegos. Marcaban una rayuela en las losas y saltaban del cielo al infierno. Como ninguna de ellas tenía una muñeca, escogían a la niña más pequeñita para cuidar y jugar a las mamás.
—Siempre me toca ser el padre —se quejaba una de las chicas, la más alta, pero permanecía inmóvil mientras le colocaban un bigote hecho con pelo de caballo.
Algunas veces, cuando había suerte y la mayor parte de los niños debían ayudar en el campo, quedaba un niño solitario que accedía a jugar con las chicas y a ser el padre. Niños y niñas guardaban en absoluto secreto esa concesión. Los que poseen tesoros aprenden pronto a ser discretos. Carlos se ufanaba al pensar que era mejor padre que su hermano, a quien las chicas, por verlo demasiado mayor, no se atrevían a pedirle nada. Si no se encontraban con ánimos para los papás y las mamás, jugaban al pañuelito, o a brincar a la comba.
Elsita las miraba a distancia, mientras jugaba en otra esquina al sol con Leonor. Las dos niñas sudaban y se acercaban continuamente a beber a la fuente, pero las órdenes eran que debían jugar allí para que a Leonor le diera el sol, y obedecían heroicamente. La mayor parte de las veces, Elsita se aburría. Leonor era lenta para aprender reglas, y no tenía imaginación, de modo que a ella le tocaba siempre todo el esfuerzo.
—Vamos a inventar un juego nuevo.
Y Leonor la miraba interesada, con su mejor intención, pero no iba más allá de obedecer lo que Elsita proponía. Otras veces, cuando la maestra creía que hacía frío, o mucho calor, o que Leonor debía saberse mejor la lección, Elsita tenía que jugar sola. Echaba de menos a la niña del maestro, que era buena amiga en el fondo. Durante el invierno no había mucho problema, porque podía leer su enciclopedia, o jugar en casa con sus hermanos, y, si no, estaban los amigos invisibles, pero con el buen tiempo esos consuelos se acababan.
Miguel y Carlos continuaban cuidándola, pero como se consideraban ya mayores para jugar con una nena, se limitaban a echarle una ojeada de vez en cuando y a que no se alejara mucho de ellos; el sol invitaba a abandonar los libros, y Elsita salía a la plaza a probar suerte. Si se lo pedía con educación, con buenos modales, como decía su madre, tal vez Patria le permitiera entrar en el juego de la comba.
Patria, una de las niñas mayores, tenía la boca torcida y las manos grandes. No había visto en su vida todo junto el dinero que le daban a Elsita para que lo metiera en su hucha. En la escuela se sentaba en las últimas filas, porque era alta, y aprendía muy poco, de modo que contaba a quien quisiera oírla que al año siguiente se iba a colocar de criada en Duino.
—Criada… —murmuraban las niñas, admiradas.
A todas les parecía algo muy distinguido.
Detestaba a Elsita tanto como adoraba a Miguel. Con él se mostraba discreta y sonriente, muy pronta a darle la razón.
—Hola, Miguel…
—Adiós, Patria.
—¿Adónde vas?
—Al río, a pescar.
—¿Con este calor?
—Es que me están esperando.
—Ah… —decía ella, y hacía un esfuerzo por sonreír.
Miguel, que cuando hacía calor aún echaba mano de los pantalones cortos, le devolvía la sonrisa, pero ni siquiera se había dado cuenta de que existía. Pese a que albergaba la convicción férrea de que algún día Miguel y ella se casarían, Patricia se llevaba sus chascos y sus malos ratos. No era mala chica; jamás dejaba sola a su madre cuando el padre, un borracho, regresaba bebido. Si tocaban palos, apretaba los dientes y callaba. Ella sabía que no se marcharía de criada a menos que pudiera llevarse también a su madre y a sus hermanos.
—¡Cerdo! —le gritaba, y por dentro pensaba en palabras mucho más horribles que no se atrevía a decir—. ¡Marrullero! ¡No la toques! ¡No la toques! ¿Quién te cuidará cuando seas viejo? ¿Eh? ¿Quién te va a cuidar, si nadie te quiere?
Cuando Elsita, con su vestido bordado con pájaros rojos, pasaba ante ella, la contemplaba como a un ser de otro planeta, entrecerraba los párpados y se burlaba de ella.
—¿Puedo jugar? —preguntaba Elsita, después de reunir el valor suficiente.
Una de las niñas que agitaba la comba se encogía de hombros.
—Pregúntale a Carmen. La cuerda es suya.
Elsita comenzaba el peregrinaje.
—Pregúntale a Patria —terminaba por ser la respuesta.
Patria sonreía.
—No.
—¿Por qué no? —preguntaba ella, que nunca se acostumbraba al rechazo.
—Porque ya somos muchas.
Cuando Elsita, cabizbaja, se alejaba del grupo, Patria murmuraba maldades.
—Hala, hala, a presumir por ahí. La muy boba.
Antonia, alborotada, siempre con algo pendiente y urgente, prestaba poca atención a las penas de la niña.
—¿Quién no te deja jugar?
—Patria.
—Bueno, pues pídeselo otra vez con educación y de buenos modos.
Ella movía la cabeza. Antonia, que manejaba la manga pastelera a toda velocidad, ni siquiera la miraba.
—Entonces vete a jugar con Miguel y Carlos.
—No me dejan. Están con los chicos.
—Hija, no sé. Entretente un ratito sola, y luego, cuando saquemos las pastas del horno, me ayudas a envolverlas —recordaba de pronto—. A lo mejor César está libre y puede jugar contigo.
A veces César no tenía nada que hacer y jugaba al escondite con Elsita, o le enseñaba cómo hacer bailar una moneda sobre el suelo durante mucho tiempo. Otras, César andaba atareado, avivando el fuego de los hornos, y la niña Elsa se quedaba sola. Se sentaba a leer, se ataba las piernas o, sencillamente, pensaba que el día se había enfurruñado.
Menos mal que tenía a los amigos invisibles.
Aunque era Antonia la que dedicaba la mayor parte de su tiempo a la pastelería, nadie prestaba mucha atención a sus gritos ni a sus súplicas. Quien mandaba en la pastelería, quien era obedecido ciegamente, era su marido. Y quien gobernaba la casa era la tata. Sin embargo, tanto Esteban como la tata mantenían un secreto pacto, una alianza para que Antonia nunca lo supiera. Para sus adentros, Esteban temblaba al imaginarse a su mujer al frente del negocio. Poseía tanto sentido común como una oveja.
El reino de Antonia, el lugar donde nadie se hubiera atrevido ni siquiera a sugerir nada, era el obrador. Allí ensayaba y probaba las recetas de un libro de repostería europea que le habían regalado los cuñados de Duino. Por desgracia, lo habían escrito en francés e inglés, y Antonia no tenía ni idea de ninguno de los dos idiomas, de modo que le pidió a la maestra que hiciera el favor de traducírselo.
Puso en un compromiso a la maestra, que se defendía con el francés, o al menos llegaba al nivel exigido en un colegio de niñas, pero no entendía apenas palabra de inglés. Como no estaba dispuesta a reconocerlo, hizo lo que pudo, que no fue suficiente para convertir a Antonia en una experta en dulces europeos. Se familiarizó con las crêpes y los bavarois, pero los marrons glacés dejaron durante años pucheros con trocitos de castaña desperdigados e hilos de caramelo difíciles de quitar.
Como no le quedó otro remedio, se inventó lo que era el plum-cake. Le añadió zanahoria por su cuenta, pero salvo ese detalle, se acercaba bastante al original. Los dibujitos del recetario también eran una ayuda. Antonia miraba las palabras del recetario europeo como si fuera chino, y su opinión sobre la maestra subió muchísimo después de la rudimentaria traducción.
Si Carlos o Elsita se sentaban en la encimera para observarla, les pedía su opinión.
—Anda, abre la boca y prueba esto.
También a ellos les daba los moldes sin limpiar.
—¿Quieres limpiarlo?
Elsita aprovechaba los restos del molde con el dedo, merengue, o mantequilla batida, o la masa de algún bizcocho, y luego lo llevaba al fregadero. También ayudaba a rallar el chocolate, o adornaba con flores de papel y galleta las tartas.
—Muy bonito —decía Antonia, que colocaba la tarta en una de las vitrinas. Luego daba un paso atrás y observaba la obra—. ¿Qué iba a hacer yo sin mi niña?
En una alacena con puerta de madera, para que la claridad no estropeara los tesoros que se guardaban dentro, Antonia reservaba las delicadezas que se usaban con poca asiduidad: Elsita se distraía ordenando los frasquitos de cristal amarillento y unas vasijas de porcelana blanca con flores azules y tapaderas muy graciosas. Pasaba el dedo por la superficie y leía los nombres escritos.
—Adormidera, eufrasia, corteza de sauce, arrayán…
Antonia las había conseguido en la botica. El coco rayado iba a la vasija de eufrasia.
También en un armario oscuro guardaba las mermeladas de mora y las frutas blandas y de temporada, que conservaban en almíbar, porque la temporada era corta. Como había que aprovecharla todo lo que se pudiera, porque los habitantes de Virto eran muy aficionados a las moras y a las fresas, Antonia reclutaba a toda la chiquillería, les daba unos cubos y los mandaba a buscar entre las zarzas. Como recompensa, recibían un pastelito cada uno, y quien le trajera mayor cantidad en el cubo, una sabina de dos céntimos.
Era el regalo más apreciado. Los pasteles se fundían en seguida en las bocas ansiosas, pero el caramelo blanco y rojo perduraba toda la tarde. Los afortunados enseñaban a los demás sus lenguas teñidas de rosa; durante esos meses se extendía un auténtico contrabando de moras.
En cestas, a media altura, conservaban las pasas, los dátiles y los orejones. Antonia no sentía mucha afición por ellos, y a veces fermentaban y se echaban a perder. Elsita olfateaba de vez en cuando las cestas.
—Mamá…
—No me digas que…
Elsita asentía con la cabeza, compungida.
—Bueno, no pasa nada —decía su madre, torciendo la nariz ante el olor avinagrado de los dátiles—. Se los daremos a César, para que los eche a las gallinas. Así papá no sabrá nada.
Y la niña, que iba conociendo la importancia de que papá no supiera nada en determinados casos, callaba, y se prometía ser más vigilante. Menudos eran los amigos invisibles, que no la ponían en alerta sobre esas cosas.
Pero la parte secreta de la pastelería no terminaba allí; también cocían membrillo, vendían aceitunas en salmuera y, a temporadas, conseguían un queso de cabra muy apreciado que Esteban compraba a un pastor. Almacenaban varios sacos con nueces y almendras, tabletas de chocolate que parecían ladrillos, trabajo de monjes, y café en paquetitos que se cuidaban mucho. Había también miel de romero y unas cuantas botellas de aguardientes y vinos dulces que Antonia mimaba como a criaturas. Ajenjo, licores con endrinas de espino negro y palos de canela.
El café se vendía; el chocolate, si el cliente se encontraba en mucho apuro y había confianza, también. Con los frutos secos, Antonia era sorda a las protestas: algunas tardes se reunía toda la familia en la cocina y cascaban las nueces; los niños las separaban de las cascaras, y las iban guardando, una a una, en un bote, como si arrojaran monedas a la hucha. Las nueces no. Eran como una familia.
Las botellas tampoco estaban a la venta. Las reservaban para regalos de mucho compromiso.
Uno de los amigos invisibles más cariñosos de la niña Elsa vivía allí, en los rincones del chocolate y los frutos secos. Se llamaba Manzanito porque, antes o después, aparecía en todas las manzanas asadas. A Elsita le bastaba asomarse sobre el plato y mirarlo fijamente. Al cabo de un momento distinguía entre la piel arrugada la cara del amigo invisible. Entonces sonreía.
—¿Qué haces, jugando con la comida? Anda, come de una vez.
Manzanito le hacía mucha compañía. Estaba también Toby, que charlaba con ella cuando tenía que quedarse al sol con la hija del maestro. Toby, era evidente, se parecía a un perro, y la obedecía siempre, no como la mayoría de los perros del pueblo, que la miraban como si no la comprendieran.
Elsita había intentado en vano interesar a Leonor en el juego de Toby. Leonor abría mucho los ojos y procuraba entender de lo que le hablaba, pero no se podía contar con ella. Toby se tendía a sus pies, junto al banco, como un buen perro invisible, y de vez en cuando Elsita le guardaba huesos invisibles para que los enterrara.
Había también otro amigo invisible, pero se negaba a revelar su nombre. Vivía en casa, en el horno, aunque estuviera encendido, y era un hombre bajito y malhumorado con barba. A veces se sentaba en el rincón de la leña. Elsita le tenía un poco de miedo, y procuraba no molestarle. Hubiera preferido encontrarse con otro tipo de amigo invisible pero así eran las cosas. No eran muchos, sólo tres, pero que Elsita supiera, era la única niña del pueblo que los tenía. Debía de ser algo parecido a la medalla de oro o a la promesa del reloj del bachillerato. Ella no decidía sobre aquellos asuntos, ni sabía quién ordenaba a un amigo invisible ser amable o arisco. Había que aceptarlos, como a sus hermanos, o como a la compañera de mesa que le asignaran en el colegio. Además, era mejor que el amigo del horno no se enterara de su antipatía.