25

¿Veis a ese tío salvajemente atractivo con los pantalones negros carbón y la camisa negra con las mangas medio subidas? Sí, ese que está poniendo los platos de porcelana sobre la mesa.

Soy yo. Drew Evans.

Bueno, no exactamente. Éste no es mi antiguo yo. Es la nueva y mejorada versión de mí mismo. Esto es DDK. Drew después de Kate. Eso significan mis siglas. La mitad de las mujeres de esta ciudad darían su pecho izquierdo para tenerme donde estoy en este momento. Encoñado. Obsesionado.

Enamorado.

Pero sólo hay una mujer que haya sido capaz de arrastrarme hasta aquí. Ahora únicamente tengo que demostrarle que no pienso marcharme. Llevo dos días sin verla. Dos largos e insoportables días. No ha sido tan terrible como los primeros siete, pero se ha acercado bastante.

En fin, echad un vistazo. ¿Qué os parece? ¿Me dejo algo?

Hay flores frescas sobre todas las superficies de la casa. Margaritas blancas. Antes pensaba que al verlas podrían recordarle a Warren, pero ya no me preocupa. Son las favoritas de Kate, así que son las únicas que tengo en casa. La música de Bocelli suena suavemente en el estéreo. Las velas iluminan la habitación. Hay cientos de ellas metidas en tarritos de cristal.

Con las velas nunca puedes equivocarte. Siempre consiguen que todo el mundo esté más guapo. Y hacen que todo huela mejor.

Llaman a la puerta.

Ésa debe de ser Kate. Justo a tiempo. Repaso la habitación una vez más. Es el momento decisivo. Mi Super Bowl personal. Séptimo partido. Y todo está preparado. Más que nunca. Dejo escapar un intenso suspiro. Y abro la puerta.

Y de pronto no puedo moverme. No puedo pensar. ¿Que respire? Por lo visto, tampoco tengo esa opción.

Kate lleva la melena negra recogida sobre la cabeza. Algunos elegantes mechones le besan el cuello y acarician cada uno de los rincones que no hace mucho pasé horas mordisqueando. Lleva un vestido rojo oscuro, brillante, quizá de satén. Cuelga de dos delicados tirantes que le rodean los hombros y resbalan por su espalda. El dobladillo reposa sobre sus rodillas y deja al descubierto hasta el último delicioso centímetro de sus suaves piernas.

Y sus zapatos... Madre del amor hermoso... Lleva unos tacones altísimos atados con un intrincado lazo por detrás del tobillo.

Cuando por fin recupero la capacidad de formar palabras, mi voz suena áspera:

—¿Existe alguna posibilidad de que podamos renegociar la cláusula referente a tocarte el culo? Porque tengo que advertirte que con este vestido me va a costar mucho contenerme.

Y no sólo me refiero a eso, ya me entendéis.

Ella sonríe y niega con la cabeza.

—Siguen en pie todas las estipulaciones previas.

Me retiro un poco para dejarla entrar y ella cruza el umbral mirándome de reojo. Observad atentamente su rostro. ¿Veis cómo se le oscurecen los ojos y cómo se humedece los labios sin darse cuenta? Parece una leona que acaba de ver una gacela entre los altos tallos de hierba.

Le gusta lo que ve. Quiere hacerme un cumplido. Quiere hacerlo, pero no lo va a hacer. Estamos hablando de Kate. La Kate posterior a mi colosal metedura de pata. Y, a pesar de mis recientes progresos, sigue a la defensiva. No confía en mí. Sigue en guardia.

Pero no pasa nada. No estoy ofendido. Sus ojos me dicen todo cuanto ella se niega a decir.

La acompaño hasta el salón y se muerde el labio al preguntar:

—¿Adónde vamos a ir?

Y entonces se queda de piedra cuando ve las velas. Y todas las flores. Y la mesa puesta para dos.

—Ya hemos llegado —digo con suavidad.

Ella mira a su alrededor.

—Vaya. Es precioso, Drew.

Me encojo de hombros.

—El comedor está bonito. Tú eres preciosa.

Se sonroja. Y es alucinante.

Tengo ganas de besarla. Muchas.

¿Alguna vez habéis estado sedientos? ¿Sedientos de verdad? ¿Como por ejemplo uno de esos días de verano en que el termómetro marca cuarenta grados y en la boca ya no te queda la saliva suficiente para tragar? Ahora imaginad que alguien os pone un cubito de hielo delante de la cara. Y podéis mirarlo e imaginar lo bien que debe de saber, pero no podéis tocarlo. Y, por supuesto, tampoco os lo podéis beber.

Pues ése es básicamente el infierno por el que estoy pasando en este momento.

Dejo de mirar a Kate por un instante y le ofrezco una copa de vino tinto. Luego le doy un trago a la mía.

—¿Qué te ha pasado en los dedos? —Se refiere a las tiritas que rodean cuatro de mis diez dedos.

—Champiñones. A esos esponjosos bastardos no les gusta que los laminen.

Parece sorprendida.

—¿Has cocinado?

Iba a llevarla a un restaurante, el mejor de la ciudad. Pero a ella le impresiona más la calidad, ¿recordáis? Así que pensé que apreciaría mucho más mi esfuerzo que cualquier cosa que pudiera servirle un reputado chef.

Sonrío.

—Tengo muchas habilidades. Sólo has visto algunas de ellas.

Y quizá sea cierto. Nunca antes había cocinado.

Cosa que me recuerda algo. Martha Stewart es mi nueva heroína. Lo digo en serio. Siempre había pensado que lo que hacía era una tomadura de pelo. ¿Quién puede hacerse millonario enseñando a la gente por televisión a doblar bien las servilletas de la cena? Aunque eso era antes. Antes de que intentara utilizar mi horno o poner la mesa.

Ahora Martha es como una diosa para mí. Como Buda. Y si su receta me ayuda con esto, veneraré sus rechonchos pies enfundados en sandalias hasta el fin de mis días.

Kate y yo nos sentamos en el sofá.

—Bueno, ¿cómo van las cosas en el despacho?

Ella da un sorbo a su copa de vino y alisa las arrugas invisibles de su vestido.

—Bien. Las cosas van bien. Ya sabes, tranquilas.

—En otras palabras, que te has aburrido como una ostra sin mí.

—No. Ha sido... productivo. He avanzado mucho.

Sonrío.

—Me has echado de menos.

Ella resopla.

—Yo no he dicho eso.

No tiene que hacerlo.

—Venga, Kate. Yo he hecho voto de sinceridad. Lo justo es que tú hagas lo mismo. —Me inclino hacia adelante—. Mírame a los ojos y dime que no has pensado en mí ni un segundo en estos últimos días.

—Yo...

Riiiiiiing... Riiiiiiiiing... Riiiiiing.

El horno... La cena está lista.

Kate bebe otro sorbo de vino.

—Deberías ir a echar un vistazo —dice—. No querrás que se queme.

Salvada por la campana.

Por ahora.

El pollo marsala que he cocinado tiene un aspecto único ahora que ya lo he sacado del horno y lo he emplatado.

Vale, da mucho miedo. Lo admito.

Kate frunce el ceño mientras empuja los trozos de carne marrón como si estuviera diseccionando una rana en clase de biología.

—¿Has mezclado la harina con agua antes de añadirla?

¿Agua? Martha no mencionó el agua en ningún momento. «Maldita perra.»

—Bueno, Drew, ya sabes que algunos de los mejores platos de la historia tenían un aspecto asqueroso. La presentación no es tan importante. Lo que cuenta es el sabor.

—¿Ah, sí?

Kate coge el tenedor e inspira hondo.

—No, sólo estaba intentando que te sintieras mejor.

Me quedo mirando fijamente mi plato.

—Gracias por intentarlo.

Antes de que dé el primer bocado, alargo el brazo y poso la mano sobre la suya.

—Espera. Yo lo probaré antes.

Así, si la comida hace que me desplome en el suelo como un pez globo en mal estado, por lo menos uno de nosotros seguirá estando consciente para llamar a emergencias. Además, si acabo hospitalizado creo que tengo muchas posibilidades de que Kate termine acostándose conmigo por compasión.

Y no penséis ni por asomo que no lo aprovecharía. Porque lo haría.

Intento no respirar por la nariz mientras me meto la comida en la boca. Kate me está mirando fijamente. Yo mastico.

Y luego sonrío despacio.

—No está mal.

Parece aliviada. Quizá incluso orgullosa. Se desliza el tenedor por entre los labios. Luego asiente.

—Está muy bueno. Estoy impresionada.

—Sí, me lo dicen a menudo.

La conversación fluye con facilidad durante toda la comida. Con comodidad. Me limito a los temas seguros. Hablamos de su nuevo cliente, de la floreciente relación entre Delores y Matthew, y de las interminables payasadas políticas de la capital.

De postre sirvo fresas con nata. Las fresas son la fruta preferida de Kate. Lo sé desde nuestro fin de semana perdido. Mi primera idea era preparar pastel de fresas, pero dudo que queráis saber lo qué sucedió con el pudin. Ni siquiera creo que se lo hubiera comido Matthew. Cuando Martha dijo que debía remover constantemente, no lo decía por decir.

Mientras disfrutamos del último plato, menciono el inminente regalo de Navidad de Mackenzie.

Kate se ríe incrédula.

—No irás a comprarle un poni, ¿verdad?

—Claro que sí. Es una niña pequeña. Todas las niñas deberían tener un poni.

Bebe un poco de vino. Ya vamos por la mitad de la segunda botella.

—Y también voy a conseguir uno de esos carros como los que llevan los caballos de Central Park. Así podrá entrenarlo para que la lleve a la escuela.

—Estamos en Nueva York, Drew. ¿Dónde lo van a meter?

—Tiene un apartamento de cinco habitaciones. Dos de esas habitaciones están llenas de basura inservible de Alexandra. He pensado que podrían vaciar una y convertirla en la habitación del poni.

Kate me mira muy seria.

—¿La habitación del poni?

—Sí. ¿Por qué no?

—Y ¿cómo van a subirlo hasta su piso?

—En el montacargas. Todos los edificios antiguos tienen uno.

Se reclina en su silla.

—Veo que has pensado en todo, ¿eh?

Bebo un poco.

—Siempre lo hago.

—Y ¿ya has pensado en el método que tu hermana utilizará para matarte?

—Estoy seguro de que me sorprenderá. ¿Me defenderás cuando lo intente?

Ella desliza un dedo por la copa de vino y me mira a través de sus infinitas pestañas.

—De eso, nada, monada. Es mayor que yo. Me temo que estás solo en esto.

Me llevo la mano al corazón.

—Estoy desolado.

No se lo cree.

—Lo superarás.

Nuestras risas se apagan hasta convertirse en sonrisas relajadas. Y me siento feliz sólo de poder observarla un momento. Ella también me está mirando.

Luego carraspea y aparta la mirada.

—Me gusta este CD.

Está hablando de la música que lleva sonando de fondo durante las últimas horas.

—No puedo atribuirme todo el mérito. Los chicos me ayudaron a elegir el repertorio.

La casualidad quiere que en ese preciso instante empiece a sonar I touch myself * de los Divinyls.

—Ésta la ha elegido Jack.

Ella se ríe y yo me levanto para apretar un botón del reproductor y cambiar el tema.

—Y ya que es muy probable que sólo me queden unas semanas de vida... —Le tiendo la mano a Kate—. ¿Me concedes este baile?

Una nueva canción resuena por el salón: Then, de Brad Paisley. No me gusta mucho el country, pero Brad es bastante guay. Es muy masculino, incluso para ser cantante.

Ella coge mi mano y se levanta. Me rodea el cuello con los brazos y yo poso las manos en su cintura e intento no estrecharla. Luego empezamos a mecernos con suavidad.

Trago saliva con fuerza cuando sus ojos oscuros me miran libres de frustración, ira o dolor. Son pura calidez, como el chocolate líquido. Y se me aflojan las malditas rodillas. Le deslizo la mano por la espalda hasta llegar a su nuca y ella ladea la cabeza y la apoya en mi pecho. Entonces la estrecho contra mí con más fuerza.

Me encantaría poder transmitiros cómo me siento. Lo que significa para mí poder abrazarla de nuevo. Haber conseguido, por fin, rodearla con los brazos y tener su cuerpo pegado al mío.

Me gustaría, pero no puedo.

Porque no existen palabras que se puedan acercar a describirlo, ni en español ni en ninguna otra lengua.

Inspiro la dulce fragancia floral de su pelo. Si el veneno de la cámara de gas oliera como Kate, todos los condenados morirían con una sonrisa estampada en la cara.

Ella no levanta la cabeza al susurrar:

—¿Drew?

—¿Mmm?

—Quiero que sepas que te perdono. Por lo que dijiste aquel día en tu despacho. Te creo. Ya sé que no lo decías en serio.

—Gracias.

—Y lo cierto es que, valorando la situación en retrospectiva, me he dado cuenta de que yo tampoco ayudé mucho. Podría haber dicho algo, haberte tranquilizado respecto a cómo me sentía antes de ir a hablar con Billy. Lamento no haberlo hecho.

—Aprecio mucho oírte decir eso.

Y entonces su tono de voz baja, es más triste cuando añade:

—Pero eso no cambia nada.

Mi pulgar acaricia la piel desnuda de su cuello.

—Por supuesto que sí. Eso lo cambia todo.

Ella levanta la cabeza.

—No puedo hacer esto contigo, Drew.

—Claro que puedes.

Pega los ojos a mi pecho mientras intenta explicarse.

—Tengo metas. Aspiraciones por las que he trabajado muy duro y me he sacrificado.

—Y yo quiero que alcances esas metas, Kate. Quiero ayudarte a cumplir tus sueños. Hasta el último de ellos.

Levanta la vista, y ahora sus ojos suplican comprensión y piedad.

—Cuando Billy rompió conmigo me puse triste. Me dolió, pero fui capaz de sobreponerme. No tropecé. Sin embargo, esto que tengo contigo es diferente. Es más intenso. Y no me siento orgullosa de admitir que si no sale bien no seré capaz de recomponerme y seguir adelante. Tú puedes... Tú podrías destrozarme, Drew.

—Pero no lo haré.

Mi mano se desplaza hasta su mejilla y Kate se apoya sobre ella.

—Ya sé lo que se siente al perderte, Kate. Y no quiero volver a sentirme así jamás. Soy un hombre que sabe lo que quiere, ¿recuerdas? Y te quiero a ti.

Ella niega lentamente con la cabeza.

—Me quieres esta noche. Pero ¿qué pasa...?

—Te quiero esta noche y te querré mañana y pasado. Y luego mil días después de eso. ¿No leíste el memorándum que escribí en el cielo?

—Podrías cambiar de opinión.

—También podría caerme un rayo encima. O me podría atacar un tiburón. Y esas dos cosas son muchísimo más probables que el día en que deje de quererte. Confía en mí.

Pero supongo que ése es el problema, ¿no?

Kate se me queda mirando un buen rato y luego deja resbalar los ojos hasta el suelo. La canción termina. Y ella empieza a apartarse de mí.

—Lo siento. No puedo.

Yo intento retenerla, como un hombre que se está ahogando y trata de agarrarse a un salvavidas.

—Kate...

—Debería irme.

«No, no, no, no, no.» La estoy perdiendo.

—No hagas esto.

Sus ojos se endurecen como la lava cuando se enfría y se convierte en una roca negra.

—Tu tiempo ya casi ha acabado. Ha sido encantador, pero...

No pienso dejar que pase esto. Es como ver cómo se le cae el balón a tu receptor cuando vas perdiendo por tres puntos y sólo quedan veinte segundos de partido. Kate se vuelve en dirección a la puerta, pero yo la agarro del brazo y la obligo a mirarme. Mi voz suena desesperada. Porque lo estoy.

—Espera un poco. Aún no puedes irte. Tengo que enseñarte una cosa más. Dame tan sólo diez minutos, por favor.

Mirad su cara. Justo en este momento.

Quiere quedarse. No, quiere que la convenza para que se quede. Que le dé un motivo para volver a creer en mí. Y, si esto no lo consigue, no habrá nada en el planeta que pueda lograrlo.

—Está bien, Drew. Diez minutos más.

Dejo escapar el aire que estaba conteniendo.

—Gracias.

Le suelto el brazo, cojo un pañuelo de seda negro que tenía sobre el respaldo de la silla y se lo enseño.

—No puedes quitártelo hasta que te lo diga, ¿vale?

La suspicacia se refleja en su rostro.

—¿Esto es algo sexual?

Me río.

—No, pero me gusta como piensas.

Pone los ojos en blanco justo antes de que se los vende con el pañuelo, y el mundo tal como lo conoce se funde en negro.