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Y así empezaron los Juegos Olímpicos de las finanzas. Me gustaría decir que fue una competición madura entre dos colegas profesionales inteligentes. Me gustaría decir que fue amistosa.

Me gustaría pero no lo haré. Porque estaría mintiendo.

¿Recordáis el comentario de mi padre? ¿Aquello que dijo de que Kate era la primera en llegar al despacho y la última en irse? Se quedó grabado a fuego en mi mente toda la noche.

Veréis, conseguir a Anderson no sólo significaba hacer la mejor presentación y proponer las mejores ideas. Eso era lo que pensaba Kate, pero yo iba más allá. Después de todo, ese hombre es mi padre y compartimos el mismo ADN. También tenía mucho que ver con el concepto de la recompensa. Quién estaba más dedicado. Quién se lo había ganado. Y yo estaba decidido a demostrarle a mi padre que ese alguien era yo.

Así que al día siguiente llegué una hora antes al despacho. Cuando Kate apareció, no levanté la cabeza del escritorio, pero pude percibir el momento exacto en que pasó por delante de mi puerta.

¿Veis esa mirada? ¿Ese ligero cambio de ritmo en sus pasos cuando me ve? ¿La forma en que frunce el ceño cuando se da cuenta de que es la segunda en llegar? ¿Veis el acero en sus ojos?

Es evidente que no soy el único que va a por todas.

Así que el miércoles llego a la misma hora y me encuentro a Kate tecleando en su escritorio. Alza la mirada cuando me ve. Sonríe con alegría. Y me saluda con la mano.

«No-me-creo-nada.»

Al día siguiente llego media hora antes, y así sucesivamente. ¿Ya habéis deducido el patrón? Al viernes siguiente me estoy acercando a la entrada del edificio a las cuatro y media de la madrugada.

¡A las cuatro y media, joder!

Aún está oscuro. Y, cuando llego a la puerta, adivinad a quién veo justo delante de mí llegando exactamente a la misma hora.

A Kate.

¿Podéis oír cómo sisea mi voz? Espero que sí. Nos quedamos allí de pie mirándonos a los ojos y agarrando nuestros respectivos capuchinos extragrandes rebosantes de cafeína.

¿No os recuerda a una de esas viejas películas del Oeste? Ya sabéis de cuáles hablo, esas en las que dos tipos van andando por una calle desierta para batirse en duelo al amanecer. Si escucháis con atención probablemente consigáis oír los baladros de un buitre de fondo.

Kate y yo soltamos nuestras bebidas al mismo tiempo y corremos hacia la puerta. Ya en el vestíbulo, ella pulsa el botón del ascensor con fuerza mientras yo me dirijo a la escalera. Estoy hecho un genio y, por lo visto, he decidido que puedo subirla de tres en tres. Mido casi metro ochenta y cinco; tengo las piernas largas. El único problema de mi estrategia es que mi oficina está en el piso cuarenta.

«Idiota.»

Cuando por fin llego a nuestro piso jadeando y sudando, veo a Kate apoyada en la puerta de su despacho con aire despreocupado. Se ha quitado el abrigo y tiene un vaso de agua en la mano. Me lo ofrece al mismo tiempo que esboza una de sus arrebatadoras sonrisas.

Me dan ganas de besarla y estrangularla al mismo tiempo. Nunca me ha ido el sadomasoquismo, pero estoy empezando a verle el lado positivo.

—Toma. Tienes aspecto de necesitarlo, Drew. —Me tiende el vaso y se marcha contoneándose—. Que tengas un buen día.

«Claro.»

Estoy seguro de que sí.

Porque por de pronto ha empezado de maravilla.

Estoy seguro de que ya os he dicho esto, pero lo comentaré una vez más para asegurarme de que queda claro: para mí el trabajo está por encima del sexo. En cualquier caso. Siempre.

Excepto la noche del sábado. El sábado es la noche de los clubes. La noche de los tíos. La noche de ligar con tipas impresionantes y follárselas hasta que pidan clemencia. Y, a pesar de mi nueva situación laboral, donde tengo que competir contra Kate para ganarme a Anderson, las actividades de mi noche del sábado no cambian. Eso es sagrado.

¿Qué? ¿Queréis que me vuelva loco? Si sólo trabajo y no juego, me pongo de mal humor.

Así que el sábado por la noche conozco a una mujer divorciada en un bar llamado Rendezvous. Las últimas dos semanas he experimentado una especial predilección por las morenas.

No hace falta ser Sigmund Freud para comprender los motivos.

En cualquier caso, paso una noche estupenda. Las mujeres divorciadas tienen un montón de rabia contenida y mucha frustración que nunca falla, siempre se convierten en un buen polvo, largo y duro. Exactamente lo que necesito y lo que estoy buscando.

Pero por algún motivo al día siguiente sigo tenso, inquieto.

Es como si hubiera pedido una cerveza y la camarera me hubiera servido un refresco. Como si me comiera un bocadillo cuando en realidad lo que quería era un filete bien jugoso. Estoy lleno, pero muy lejos de sentirme satisfecho.

En ese momento no comprendo por qué me siento de esa forma. Pero estoy seguro de que vosotras ya lo sabéis, ¿verdad?

Para hacer bien mi trabajo necesito libros, muchos libros. Las leyes, los códigos y las regulaciones que se aplican a lo que hago son muy detalladas y cambian con frecuencia.

Afortunadamente para mí, mi empresa posee la mayor colección de los pertinentes materiales de referencia de toda la ciudad. Bueno, quizá a excepción de la biblioteca pública. Pero ¿habéis visto alguna vez ese sitio? Parece un maldito castillo. Tardas toda una vida en encontrar dónde debería estar lo que estás buscando, y cuando por fin lo consigues es muy probable que alguien se lo haya llevado antes. La biblioteca privada de mi empresa es mucho más práctica.

Así que el martes por la tarde estoy sentado ante mi mesa trabajando con uno de esos libros cuando, ¿adivináis quién me honra con su presencia?

Sí, la encantadora Kate Brooks. Y hoy tiene un aspecto particularmente delicioso.

El tono de su voz es vacilante:

—Hola, Drew. Estoy buscando el Análisis técnico de mercados financieros de este año y no está en la biblioteca. ¿Por casualidad lo tienes tú?

Se muerde el labio de esa forma tan adorable, tal como lo hace cuando está nerviosa.

El libro en cuestión está justo encima de mi mesa. Y yo ya he acabado de utilizarlo. Podría ser bueno, una gran persona, y dárselo.

Pero no creeréis que voy a hacer eso, ¿verdad? ¿No habéis aprendido nada de nuestras anteriores conversaciones?

—Pues sí que lo tengo —le digo.

Sonríe.

—Genial. Y ¿cuándo crees que terminarás de utilizarlo?

Miro al techo como si me concentrara.

—No estoy seguro. Dentro de cuatro o cinco semanas.

—¿Semanas? —pregunta clavándome unos ojos abiertos como platos.

¿Creéis que está enfadada?

Ya sé lo que estáis pensando. Si de verdad quiero acabar en la cama con Kate cuando termine todo este asunto con Anderson, podría intentar ser un poco más amable con ella. Y tenéis razón. Y tiene mucho sentido.

Pero lo de Anderson aún no ha terminado. Y como ya os he dicho antes, esto, amigos míos, es la guerra. Estoy hablando de un DEFCON 1, de un combate a muerte, de que la voy a aplastar aunque sea una chica.

Nunca se os ocurriría darle una bala a un francotirador que os está apuntando a la cabeza con su arma, ¿verdad?

Además, Kate se pone demasiado atractiva cuando se enfada como para dejar pasar la oportunidad de volver a verla indignada. Es uno de mis nuevos placeres retorcidos. La miro de arriba abajo mientras hablo antes de dedicarle esa sonrisa juvenil marca de la casa ante la que la mayoría de las mujeres se sienten tan indefensas.

Aunque, por supuesto, Kate no es una de esas mujeres. Bah, estadísticas.

—Bueno, supongo que si me lo pides con amabilidad y me masajeas los hombros mientras lo haces, quizá me sienta más inclinado a dártelo ahora.

La verdad es que yo nunca pediría nada remotamente sexual a cambio de algo que tenga que ver con trabajo. Soy muchas cosas, pero no soy un rastrero.

Pero mi último comentario se podría interpretar como un intento de acoso sexual de manual. Y si Kate le dijera a mi padre que le he dicho una cosa así, ¡santo Dios!, me despediría más rápido de lo que se puede decir «te has metido en un buen lío». Además, es muy probable que también me diera una buena patada en el culo.

Estoy caminando sobre una línea muy fina. Y, sin embargo, aunque existe la posibilidad, estoy convencido al 99,9 por ciento de que Kate no me delatará. Se parece demasiado a mí. Quiere ganar. Quiere vencerme. Y quiere hacerlo ella sola.

Se lleva las manos a las caderas y abre la boca para contestarme, muy probablemente para decirme por dónde puedo meterme el libro. Yo me reclino en la silla con una divertida sonrisa en los labios aguardando la explosión con entusiasmo, pero no llega nunca.

Kate ladea la cabeza, cierra la boca y dice:

—¿Sabes qué? No importa.

Y luego sale de mi despacho.

«Vaya.»

Qué decepcionante, ¿no os parece? Yo pienso lo mismo.

Pero esperad.

Pocas horas después vuelvo a estar en la biblioteca buscando un libro enorme titulado La inversión financiera y los mercados de crédito y capital internacionales. En un solo capítulo de ese mamotreto cabrían todos los volúmenes de Harry Potter. Repaso las estanterías en su busca, pero no está.

Debe de haberlo cogido alguien.

Entonces centro mi atención en encontrar un volumen mucho más pequeño pero igual de importante titulado Regulación de la gestión financiera (cuarta edición). Pero tampoco está.

«¿Qué narices?»

Yo no creo en las coincidencias. Cojo el ascensor para volver al piso cuarenta y me dirijo decidido hacia la puerta abierta del despacho de Kate.

Tardo unos segundos en verla.

Y el retraso se debe a que, apilados encima y alrededor de su mesa, en perfectas y altísimas columnas, hay un montón de libros. Como tres docenas de ellos.

Por un momento me quedo helado, con la boca abierta y unos ojos como platos. Luego, en un ejercicio absurdo, me pregunto cómo los habrá subido todos hasta aquí. Kate debe de pesar unos cincuenta kilos, y en su despacho debe de haber cientos de kilos de papel.

Y entonces su brillante pelo negro asoma por el horizonte. Y vuelve a sonreírme. Como un gato con un pájaro entre los dientes.

Odio los gatos. ¿No creéis que parecen un poco malvados? Siempre da la impresión de que están esperando a que te quedes dormido para poder asfixiarte con su pelo o mearse en tu oreja.

—Hola, Drew. ¿Necesitas algo? —me pregunta con una benevolencia impostada.

Sus dedos golpean rítmicamente sobre dos cubiertas gigantescas.

—Ya sabes, ayuda, algún consejo, la dirección de la biblioteca pública...

Decido tragarme mi respuesta y la miro frunciendo el ceño.

—No. No necesito nada.

—Oh, genial. Pues hasta luego.

Y vuelve a desaparecer por detrás de su montaña literaria.

Brooks: dos.

Evans: cero.

Después de eso, las cosas se pusieron feas.

Me avergüenza reconocer que tanto Kate como yo nos rebajamos a nuevos niveles de sabotaje profesional. Nunca llegamos a dejarnos arrastrar por la ilegalidad, pero os aseguro que nos acercamos mucho.

Un día, cuando llegué al despacho, descubrí que habían desaparecido todos los cables de mi ordenador. No provocó daños irreparables, pero tuve que esperarme una hora y media a que el informático apareciera y volviera a conectarlo todo.

Al día siguiente, cuando llegó Kate, descubrió que «alguien» había cambiado todas las etiquetas de sus discos y sus archivos. No os preocupéis, no borré nada. Pero no le quedó más remedio que revisarlos uno por uno para encontrar los documentos que necesitaba.

Algunos días después, en una reunión de personal, vertí «accidentalmente» un vaso de agua en la información que Kate había reunido para mi padre. Un informe que probablemente había tardado más de cinco horas en redactar.

—Vaya, perdona —le dije dejando que la sonrisa que se dibujó en mis labios le demostrara lo poco que lo sentía.

—No pasa nada, señor Evans —le aseguró Kate a mi padre mientras limpiaba el desastre—. Tengo otra copia en mi despacho.

Qué considerado por su parte, ¿no creéis?

Un poco más tarde, como a mitad de esa misma reunión, ¿sabéis lo que hizo?

¡Me dio una patada! En la espinilla, por debajo de la mesa.

—¡Ayyy! —chillé, y apreté los puños por reflejo.

—¿Estás bien, Drew? —me preguntó mi padre.

Sólo fui capaz de asentir y decir entre dientes:

—Se me ha quedado algo alojado en la garganta.

Fingí toser.

La verdad es que yo tampoco soy ningún acusica. Pero, Dios, cómo dolía. ¿Alguna vez os han dado una patada en la espinilla con un zapato puntiagudo? Para un hombre, sólo hay una zona del cuerpo donde una patada resulte más dolorosa.

Y mejor no nombrarla siquiera.

Cuando por fin empezaron a atenuarse las palpitaciones de mi pierna, escondí la mano por detrás de unos documentos mientras mi padre seguía hablando y le hice la peineta a Kate. Ya sé que es inmaduro, pero por lo visto ambos habíamos asumido un nivel de actuación propio de preescolar, así que creo que encajaba perfectamente.

Kate me hizo una mueca. Y entonces sus labios pronunciaron las palabras: «Ya te gustaría».

Bueno, en eso tiene razón, ¿no?

Estamos en la recta final. Ya ha pasado un mes y mañana acaba el plazo que nos dio mi padre. Son las once de la noche y, aparte del personal de limpieza, Kate y yo somos los únicos que quedamos en el edificio.

He tenido esta fantasía cientos de veces. Aunque debo decir que nunca había imaginado que estaríamos cada uno en su despacho, mirándonos mal desde el otro lado del vestíbulo y haciendo ocasionales gestos obscenos con la mano.

Alzo la mirada y la veo revisando sus gráficos. ¿En qué está pensando? ¿Acaso estamos en la Edad de Piedra? ¿Quién sigue utilizando pizarras? Es evidente que Anderson será mío.

Yo estoy introduciendo los últimos cambios en mi impresionante presentación Power Point cuando Matthew entra en mi despacho. Está a punto de irse al bar. No importa que sea miércoles por la noche, Matthew es así. Y no hace muchas semanas, yo también.

Se me queda mirando durante un buen rato sin decir nada. Entonces se sienta en el filo de la mesa y me exhorta:

—Tío, hazlo ya de una vez.

—¿De qué estás hablando? —le pregunto sin dejar de teclear.

—¿Te has mirado al espejo últimamente? Tienes que ir allí y hacerlo de una vez.

Está empezando a cabrearme.

—Matthew, ¿de qué estás hablando?

Pero lo único que me dice es:

—¿Has visto La guerra de los Rose? ¿Es que quieres acabar así?

—Tengo trabajo. Ahora no tengo tiempo para esto.

Levanta las manos en un gesto de impotencia.

—Está bien. Yo lo he intentado. Cuando os encontremos a los dos en el vestíbulo atrapados bajo la lámpara, le diré a tu madre que por lo menos lo intenté.

Entonces dejo de teclear.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a ti y a Kate. Es evidente que sientes algo por ella.

Cuando pronuncia su nombre yo clavo los ojos en su despacho. Kate no levanta la cabeza.

—Ya lo creo que siento algo por ella: una extrema aversión. No nos soportamos. Es una plasta. No me la follaría ni con un consolador de treinta metros.

Vale, eso no es cierto. Sí que me la follaría. Pero no me gustaría.

Sí, tenéis razón. Eso tampoco es verdad.

Matthew se sienta en la silla que hay ante mi escritorio. Vuelvo a sentir la presión de su mirada. Entonces suspira. Y luego, como si fuera una especie de revelación divina, dice:

—Sally Jansen.

Lo miro sorprendido.

«¿Quién?»

—Sally Jansen —repite, y entonces me aclara—: En tercero.

En mi cabeza aparece la imagen de una niña pequeña con coletas y gafas de culo de botella.

Asiento.

—¿Qué pasa con Sally?

—Fue la primera chica de la que me enamoré.

«Espera. ¿Qué?»

—¿No la llamabas Sally la Apestosa?

—Sí —asiente con seriedad—. Exacto. Y estaba enamorado de ella.

Sigo confundido.

—¿No te pasaste todo el curso llamándola Sally la Apestosa?

Vuelve a asentir y, en un intento por sonar profundo, proclama:

—El amor nos hace hacer cosas bastante estúpidas.

Ya me imagino, porque...

—¿No salía más pronto del colegio dos veces a la semana para visitarse con un terapeuta de lo mucho que la incordiabas?

Matthew reflexiona un momento.

—Sí. Verás, hay una línea muy fina entre el amor y el odio, Drew.

—Y ¿no acabó cambiándose de escuela aquel año porque...?

—Mira, lo que intento decirte es que a mí me gustaba esa niña. La quería. Creía que era maravillosa. Pero era incapaz de gestionar esos sentimientos. No sabía cómo expresarlos adecuadamente.

Matthew no suele estar tan en contacto con su lado femenino.

—Y ¿elegiste fastidiarla? —le pregunto.

—Lamentablemente, sí.

—Y ¿eso tiene algo que ver con Kate y conmigo porque...?

Hace una pausa y me lanza esa mirada. Sacude un poco la cabeza y esboza una mueca de triste decepción. Ese gesto es peor que la mirada de decepción de una madre, lo juro.

Luego se levanta, me da una palmada en el brazo y dice:

—Eres un tío listo, Andrew. Averígualo tú solo.

Y se marcha.

Sí, sí, ya sé lo que intenta decirme Matthew. Ya lo cojo. Y os aseguro que está completamente loco.

Yo no me peleo con Kate porque me guste. Lo hago porque su existencia está interfiriendo en la trayectoria de mi carrera profesional. Es un incordio. Una mosca cojonera. Un grano en el culo. Un grano tan doloroso como cuando aquella abeja me picó en la mejilla en las colonias de verano a los once años.

Estoy seguro de que tiene un buen polvo. Me subiría al expreso de Kate Brooks cualquier noche de la semana. Pero nunca sería más que un buen polvo. Eso es todo, amigos.

¿Qué? ¿Por qué me estáis mirando así? ¿No me creéis?

Entonces estáis tan locos como Matthew.