16

Todos los superhéroes tienen una guarida, un santuario. Por lo menos los buenos lo tienen. Yo también tengo uno. Mi Batcueva personal. Es donde ocurre la magia, donde construyo la leyenda en la que se ha convertido mi carrera.

El despacho que tengo en casa.

Es un refugio masculino. Una zona libre de féminas, en el buen sentido de la palabra. Todos los hombres deberían tener un espacio así. Lo he decorado yo mismo, cada mueble, cada detalle. Si mi coche es como mi novia, este despacho es como mi primer hijo. Mi orgullo y mi alegría.

Suelos de madera de caoba, alfombras orientales tejidas a mano, sofás de piel inglesa. En una de las paredes tengo una chimenea de piedra y estanterías empotradas. Detrás del escritorio hay una ventana panorámica que ofrece una vista impresionante de la ciudad. Y en la esquina está la mesa para jugar a cartas donde los chicos y yo bebemos whisky añejo, fumamos puros cubanos y jugamos al póquer una vez al mes.

Ésa es la única ocasión en la que Steven tiene permiso para salir a divertirse.

Estoy sentado ante mi escritorio, en calzoncillos, trabajando en mi portátil. Es lo que acostumbro a hacer todos los domingos por la tarde.

¿Kate? No, Kate sigue aquí. Pero después del maratón de sexo de la noche anterior he supuesto que debía dejarla dormir. Cargar pilas. He cancelado el almuerzo con mi madre y he pasado olímpicamente del partido de baloncesto con los chicos. Y ahora estoy echando un vistazo a la versión final de un contrato justo cuando una voz soñolienta me llama desde la puerta.

—Hola.

Levanto la vista y sonrío.

—Hola.

Se ha puesto otra de mis camisetas, la negra de Metallica. Le llega por debajo de las rodillas. Eso y la melena despeinada le dan un aire dulce y sexy. Está muy atractiva. En comparación con Kate, el trabajo ya no resulta igual de apetecible.

Se pasa una mano por el pelo mientras recorre la habitación con la mirada.

—Qué despacho tan bonito, Drew. Impresionante.

Kate es la clase de mujer que valora la importancia de un buen espacio de trabajo. Si quieres ser un ganador, debes tener un despacho que diga que ya lo eres.

—Gracias, es mi lugar favorito de todo el apartamento.

—Ya me imagino.

Coge un marco de una de las estanterías y me enseña la fotografía.

—¿Quién es?

Es una foto del verano pasado. Somos Mackenzie y yo en la playa. Me enterró de arena hasta el cuello.

—Es mi sobrina, Mackenzie.

Mira la foto y sonríe.

—Es adorable. Seguro que te tiene en un pedestal.

—Pues sí. Y la verdad es que yo me cortaría la mano si me lo pidiera, así que el sentimiento es mutuo. Me encantaría que la conocieras algún día.

Kate no vacila.

—Me gustaría mucho.

Se acerca a mi silla y se sienta sobre mi rodilla. Yo me inclino hacia adelante hasta que mis labios encuentran los suyos y mi lengua se interna en una boca que ya conozco muy bien.

Luego se acurruca contra mi pecho desnudo.

—Estás muy calentito. —Apoya la cabeza en mi hombro y mira la pantalla del ordenador—. ¿En qué trabajas?

Suspiro.

—En el contrato de Jarvis Technologies.

Jarvis es una empresa de telecomunicaciones. Quieren adquirir una filial de banda ancha por satélite.

Me froto los ojos.

—¿Problemas?

Normalmente, por lo que a los negocios se refiere, soy un lobo solitario. No confío en nadie y nunca comparto. Mi opinión es la única que cuenta. Pero hablar de negocios con Kate es como hablar conmigo mismo. Lo cierto es que estoy interesado en su opinión.

—Sí. El presidente de la compañía tiene mucho cerebro pero le faltan pelotas. Tengo programada la operación perfecta, pero no se anima a apretar el gatillo. El riesgo lo pone nervioso.

Ella me repasa el contorno de la mandíbula con el dedo.

—Todas las adquisiciones tienen sus riesgos. Tienes que demostrarle que la recompensa valdrá la pena.

—Es lo que estoy intentando hacer.

Entonces se espabila.

—Creo que tengo algo que podría ayudarte. Uno de mis excompañeros de Wharton diseñó una plantilla para operaciones nuevas. Si consigues que los números te salgan lo bastante sólidos, quizá baste para convencer a Jarvis de que es seguro dar el paso.

Estoy empezando a pensar que el cerebro de Kate me excita casi tanto como su culo.

Casi.

—Está en un CD que llevo en el bolso. Te lo traeré.

Cuando se levanta para irse agarro el dobladillo de su camiseta y tiro de ella para volver a sentarla sobre mi regazo. Es imposible que no haya notado mi erección permanente. La rodeo con los brazos y la atrapo. Mi boca está junto a su oreja.

—Antes de que nos pongamos con eso, hay algo que me gustaría hacer.

Su voz está teñida de diversión cuando me pregunta:

—Y ¿qué tienes en mente, Drew?

La cojo en brazos, tiro todo lo que hay en mi mesa y la tumbo sobre ella.

—A ti.

Pasamos trabajando el resto del día. Y hablando. Y riendo. Le cuento a Kate lo de Mackenzie y el Tarro de las Palabrotas, que me está dejando sin blanca. Comemos en el balcón. Hace frío y ella se sienta sobre mi regazo para estar más calentita y me da de comer con los dedos.

Soy incapaz de recordar haberlo pasado nunca tan bien. Y no estamos en la cama.

Quién me lo iba a decir.

Son más de las diez. Nos estamos preparando para meternos en la cama. Kate está en la ducha.

Sola.

Ha cogido mi cuchilla y me ha echado. Al contrario que las mujeres, los hombres no necesitan intimidad. No hay ninguna necesidad fisiológica que un hombre no sea capaz de hacer en público.

No tenemos vergüenza.

Pero si Kate necesita su espacio puedo dárselo. Yo me mantengo ocupado mientras la espero. Cambio las sábanas. Saco la caja de preservativos del cajón, así los tengo más a mano.

Y entonces se me encoge el corazón. Y, si pudiera, mi polla se echaría a llorar.

La caja está vacía.

—Joder.

—Estaba pensando justo en eso. Las grandes mentes funcionan de forma similar.

Me vuelvo al oír la voz de Kate. Está en la puerta del dormitorio con una mano en la cintura y la otra apoyada en el marco de la puerta. Está completa y pulcramente depilada. Se ha afeitado el vello del sexo y lo ha reducido incluso más que antes; ya sólo le queda un susurro de rizos negros. «Cielo santo.»

Sigo esperando a que llegue el momento en que su cuerpo no me diga nada. A sentir que ya he estado ahí y he hecho todo lo que tenía que hacer. Pero hasta ahora siento todo lo contrario.

Es como comer langosta. Si no la has probado nunca, piensas: «Bueno, quizá algún día». Pero una vez la has catado, cada vez que tienes una nueva oportunidad de volver a comerla, tu boca empieza a salivar como el maldito río Mississippi. Porque ahora ya sabes lo deliciosa que está. Incluso sólo pensar en ella... Dios. Quizá acabe siendo el primer hombre de la historia capaz de masturbarse sin tener que tocarse.

Mira, mamá: ¡sin manos!

Se acerca a mí, me rodea el cuello con los brazos y me besa despacio. Saca la lengua y la desliza por mi labio inferior de una forma muy sensual. Me esfuerzo por apartarme de ella.

—Kate, espera. No podemos.

Ella mete entonces la mano en mis calzoncillos y me rodea la polla dura con los dedos. Me la acaricia un poco.

—Creo que aquí hay alguien que no está de acuerdo contigo.

Apoyo la frente sobre la suya. Mi voz suena entrecortada:

—No. Me refiero a que no nos quedan condones. Yo... Mmm. —Poso la mano sobre la suya para que deje de acariciarme y poder unir las suficientes palabras coherentes como para formar un mensaje con sentido—. Tengo que ir a la tienda de la esquina a comprar más. Y luego..., Dios, luego te voy a follar toda la noche.

Kate baja la mirada y traga saliva. Su voz es un susurro cuando dice:

—O podríamos no usarlos.

—¿Qué?

Nunca lo he hecho a pelo. Jamás. Ni siquiera cuando era más joven. Siempre he amado demasiado mi polla como para dejar que se pudriera y acabara cayéndose a pedazos.

—Estoy tomando la píldora, Drew. Y Billy... Será muchas cosas, pero nunca me ha engañado. ¿Te has hecho algún análisis?

Por supuesto. Me lo hago una vez al mes desde hace tanto tiempo que ya ni me acuerdo. Para alguien con mi estilo de vida es una obligación. Se podría decir incluso que es un gaje del oficio. Mi voz se tiñe de estridencia:

—Sí. Estoy bien. Pero ¿estás segura?

Me han ofrecido toda clase de cosas en la cama. Hasta el último aparato fetichista y juego que podáis imaginar. Incluso algunos que probablemente ni podáis imaginar. Pero follar sin protección nunca ha sido una de esas cosas. No es inteligente ni seguro. Una mujer puede decirte que está tomando la píldora, pero ¿cómo puedes estar seguro? Cualquiera puede afirmar que está sana, pero no me lo creería. Eso requeriría confianza.

Y la confianza jamás ha tenido cabida en mi vida sexual.

El sexo no tiene nada que ver con compartir, llegar a conocer a alguien y dejarme conocer. Tiene que ver con ponerse a cien y poner a la chica a cien durante el proceso. Punto.

—Quiero sentirte, Drew. Y quiero que tú me sientas a mí. No quiero que nada se interponga entre nosotros.

La miro fijamente a los ojos. La forma en que ella me está mirando... es exactamente la misma en que me miró después de la ducha de ayer. Como si me estuviera dando algo: un regalo. Sólo para mí. Y es ella. Porque confía en mí, tiene fe en mí, cree en mí. Y ¿sabéis qué?

No quiero que vuelva a mirarme nunca de otra manera.

—Kate, estos dos últimos días contigo han sido alucinantes. Yo nunca... Yo jamás...

Ni siquiera sé cómo verbalizar lo que estoy sintiendo. No tengo ni idea de cómo decírselo. Me gano la vida con mi capacidad para comunicarme, con mi talento para verbalizar una idea o describir un plan. Pero en este preciso instante todas las palabras me resultan lamentablemente inadecuadas.

Así que la cojo de los brazos y la arrastro hacia mí. Ella gime de sorpresa o excitación, no estoy seguro. Su lengua se funde con la mía y me tira del pelo con las manos. De alguna forma acabamos en la cama de costado uno frente al otro, con nuestras bocas fusionadas y mis calzoncillos en el suelo. Mis manos resbalan por sus pechos, siguen por su estómago y luego por entre sus piernas.

Se me escapa un rugido.

—Joder, Kate, ya estás húmeda.

Y lo está. Apenas la he tocado y ya está empapada para mí. «Jesús.» Jamás he deseado nada ni a nadie tanto como la deseo a ella en este momento. Kate me muerde el cuello mientras yo deslizo los dedos en su interior. Su sexo se contrae alrededor de mi mano como un puto guante y ambos gemimos con fuerza.

Entonces noto sus manos sobre mi cuerpo: están por todas partes. Me coge de los testículos, me acaricia la polla, me araña el pecho y la espalda.

La tumbo debajo de mí. La necesito, ahora mismo. Estimulo su abertura con mi erección y me mojo la punta con sus dulces fluidos. Su cuerpo desprende calor, la pasión emana de ella. Como si fuera un fuego que me llama, que me atrae hacia él. Me introduzco en ella despacio pero hasta el fondo y se me cierran los ojos de éxtasis.

Está depilada y expuesta a mi alrededor. Ahora la siento más. Más húmeda, más caliente, más firme. Más en todos los sentidos. Es increíble.

Kate me agarra del culo, me lo acaricia y me lo amasa animándome a profundizar en ella. Pero yo me retiro del todo sólo para volver a internarme en su cuerpo.

«Dios todopoderoso...»

Cojo el ritmo. No es lento ni dulce ni tierno. Es brutal y excitante, y jodidamente alucinante.

De entre los labios separados de Kate escapan agudos quejidos y mi boca se posa sobre la suya para acallarlos. Ambos empezamos a jadear desesperadamente.

Como si fuera la primera vez. Como si fuera la última vez.

Ella se ciñe a mi alrededor en todos los sentidos. Su sexo envuelve mi polla, sus piernas me rodean la cadera, sus brazos me cercan el cuello; Kate me envuelve entero con firmeza como el abrazo de una serpiente exquisita. Y yo me estoy enterrando en ella; necesito estar más cerca, necesito adentrarme con más profundidad. Dios, si pudiera me arrastraría todo entero hasta su interior y no saldría nunca.

Sus manos encuentran las mías. Nuestros dedos se entrelazan y yo arrastro nuestras manos unidas hasta que quedan por encima de su cabeza. Nuestras frentes se tocan: cada jadeo, cada soplo de aliento se mezcla y se funde con el del otro. Sus caderas se mecen junto a las mías como la corriente del océano. De delante atrás. En un delirante unísono. Juntas.

Nos miramos a los ojos.

—Dios, Drew, no pares. Por favor, no pares nunca.

Me estoy ahogando en ella. Apenas consigo respirar. Pero al final logro responder:

—No lo haré. Nunca pararé.

Cuando llega al orgasmo soy perfectamente consciente. Hasta el último centímetro de su ardiente firmeza se contrae placenteramente a mi alrededor. Y la sensación es tan buena, es tan salvajemente intensa, que tengo ganas de echarme a llorar del placer. Entierro la cara en su cuello para inspirarla, para devorarla. Y entonces me corro con ella, dentro de ella, empapando su interior con cada embestida carnal. Noto cómo me recorre una ráfaga de dulce electricidad mientras una palabra escapa de entre mis labios una y otra vez:

—Kate, Kate, Kate, Kate.

Es un milagro.

Algunos minutos después, nuestros cuerpos se detienen. El único sonido que se oye en el dormitorio son nuestras respiraciones aceleradas y los latidos de nuestros corazones.

Entonces ella susurra:

—¿Drew? ¿Estás bien? —Levanto la cabeza y me encuentro con sus preciosos ojos mirándome con preocupación. Me coge de la mejilla con suavidad—. Estás temblando.

¿Alguna vez habéis intentado hacer una fotografía de algo que está muy lejos? Miras por el visor y toda la imagen es una mancha borrosa. Así que intentas ajustar el objetivo, te acercas y te alejas. Y entonces la cámara hace un ruido y un segundo después, ¡pam!, lo ves todo claro.

Todo se pone en su sitio.

La imagen es nítida como el cristal.

Eso es lo que me está pasando a mí, en este momento, al mirar a Kate. De repente todo está claro. Completamente claro.

Estoy enamorado de ella. Total, inevitable y patéticamente enamorado.

Le pertenezco. En cuerpo y alma.

Es lo único en lo que puedo pensar. Ella es todo lo que jamás pensé que quería. No sólo es perfecta, es perfecta para mí.

Haría cualquier cosa por ella.

Lo que fuera.

La quiero tener cerca, conmigo. Todo el tiempo.

Para siempre.

Y no es sólo sexo. No se trata sólo de su impresionante cuerpo o su mente brillante. No es porque me haga pensar o por lo mucho que le gusta desafiarme. Es mucho más que eso.

Es todo eso junto.

Es ella.

He quebrantado hasta la última de las reglas que tenía para estar con ella. Y no ha sido sólo para llevármela a la cama.

Ha sido para conseguirla. Para conservarla.

¿Por qué no me he dado cuenta antes? ¿Cómo es posible que no lo supiera?

—Eh. —Me besa con suavidad en los labios—. ¿Adónde has ido? Te he perdido un momento. ¿Estás bien?

—Yo... yo. —Trago saliva con fuerza—. Kate, yo... —Inspiro hondo—. Estoy bien. —Sonrío y le devuelvo el beso—. Creo que me has agotado.

Se ríe.

—Vaya. Nunca pensé que eso fuera posible.

Ya. Dímelo a mí.