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¿Os he dicho ya que me encanta mi trabajo?
Si mi empresa fuera la liga profesional de béisbol, yo sería el jugador más bien valorado. Soy socio de una de las mejores compañías financieras de Nueva York, y estamos especializados en telecomunicaciones. Sí, sí, mi padre y sus dos mejores amigos fundaron la empresa. Pero eso no significa que no me haya roto el culo para estar donde estoy, porque lo he hecho. Tampoco significa que no coma, respire y duerma pensando en el trabajo para ganarme la reputación que tengo, porque es así.
¿Qué hace un agente financiero, preguntáis? Pues, ¿os acordáis de la película Pretty woman, cuando Richard Gere le explica a Julia Roberts que su compañía se dedica a comprar otras y venderlas por piezas? Pues yo soy el tipo que ayuda a hacer eso. Yo negocio los precios, diseño los contratos, dirijo las auditorías, esbozo las condiciones de crédito y hago muchas otras cosas que estoy convencido no tenéis ningún interés en escuchar.
Seguro que os estáis preguntando por qué un tipo como yo ha citado una cursilada de película como Pretty woman.
La respuesta es muy sencilla. Cuando era pequeño, mi madre decidió celebrar el día de la película en familia cada semana. Y la Perra podía elegir la película que más le apetecía ver cada quince días. Eso significa que tuve que tragarme su obsesión por Julia Roberts durante casi un año. Podría recitaros la maldita película de memoria. Aunque tengo que admitir que Richard Gere es el puto amo.
En fin, ya podemos volver a mi trabajo.
Lo mejor de todo es el subidón que experimento cada vez que cierro un trato, uno de los buenos. Es como ganar al blackjack en un casino de Las Vegas. Es como ser el elegido por Jenna Jameson para protagonizar su nueva película porno. No hay nada mejor, y lo digo en serio.
Yo me encargo de investigar para mis clientes y soy el tipo que les recomienda las operaciones que deben hacer. Siempre sé qué compañías se mueren por encontrar comprador y cuáles están pidiendo a gritos una adquisición hostil. Yo soy quien maneja la información reservada sobre qué magnate de las telecomunicaciones está a punto de saltar del puente de Brooklyn porque malgastó los beneficios de su empresa en putas de alto standing.
La competencia para ganarse a los clientes es muy dura. Tienes que seducirlos, conseguir que te deseen, hacerles creer que nadie podrá hacer por ellos lo mismo que tú. Es como perseguir un polvo. Pero al final del día, en lugar de conseguir un buen culo, me dan un talón lleno de ceros. Yo gano dinero para mí y para mis clientes, mucho dinero.
Los hijos de los socios de mi padre también trabajan aquí, Matthew Fisher y Steven Reinhart. Sí, ese Steven, el marido de la Perra. Al igual que nuestros padres, nosotros tres también crecimos juntos, fuimos a la misma escuela y ahora trabajamos juntos en la compañía. Los viejos nos dejan el trabajo de verdad a nosotros. Vienen a controlar de vez en cuando para tener la sensación de que siguen estando al mando, y luego se marchan al club de campo a jugar al golf.
Matthew y Steven también son buenos haciendo su trabajo, no me malinterpretéis. Pero yo soy la estrella. Yo soy el tiburón. Yo soy la persona por la que preguntan los clientes y al que temen las compañías en quiebra. Ellos lo saben y yo también.
El lunes por la mañana llego al despacho a las nueve en punto, como siempre. Mi secretaria, la chispeante rubia con buena delantera, ya está aquí con mi agenda del día preparada, mis mensajes del fin de semana y la mejor taza de café del área metropolitana.
No, no me la he tirado.
Y no porque no me encantaría hacerlo. Creedme, si no trabajara para mí, la embestiría con más fuerza que Muhammad Ali.
Pero tengo normas, una escala de valores lo llamaría yo. Y una de esas normas me impide tener rollos en la oficina. No cago dond e como, no meto la polla donde tengo la olla. Y no tiene nada que ver con las denuncias por acoso sexual que eso podría suponer. Lo he decidido así porque es una mala política: no es profesional.
Por tanto, como Erin es la única mujer aparte de mis parientes de sangre con la que mantengo una relación platónica, también es el único miembro del sexo opuesto a quien considero una amiga. Tenemos una gran relación profesional. Erin es sencillamente genial.
Ése es otro motivo por el que no me acostaría con ella ni aunque se abriera de piernas en mi mesa y me suplicara. Podéis creerme o no, pero una buena secretaria —una buena de verdad— es difícil de encontrar. He tenido algunas secretarias que eran más tontas que un zapato, y otras que creían que podían ganarse el jornal pasando el día de rodillas, ya me entendéis. Ésa es la clase de chicas que deseo conocer en un bar el sábado por la noche, no las que quiero que contesten a mi teléfono el lunes por la mañana.
Ahora que ya os habéis situado un poco, volvamos a mi descenso a los infiernos.
—He cambiado el almuerzo que tenías planeado con Mecha por una reunión a las cuatro de la tarde —me dice Erin mientras me da mis mensajes.
«Mierda.»
Mecha Communications es una compañía de telecomunicaciones multimillonaria. Llevo meses intentando que compren un canal de televisión por cable de habla hispana, y el gerente, Radolpho Scucini, siempre se muestra más receptivo con el estómago lleno.
—¿Por qué?
Me da una carpeta.
—Porque hoy hay un almuerzo en la sala de juntas. Tu padre va a presentar a una nueva asociada. Ya sabes cómo es con estas cosas.
¿Habéis visto Cuento de Navidad? Seguro que sí. Me apuesto lo que queráis a que habréis visto alguna versión en algún canal, en algún sitio, un día antes de Navidad. Pues ¿sabéis cuando el fantasma de las Navidades pasadas retrocede con Scrooge en el tiempo hasta cuando era joven y feliz? Y ¿os acordáis de que tenía aquel jefe, Fezzwig, que celebraba aquellas grandes fiestas? Sí, ese tipo. Bueno, pues ése es mi padre.
Mi padre adora esta empresa y ve a todos sus empleados como parte de su familia. Siempre busca cualquier excusa para celebrar una fiesta en la oficina. Cumpleaños, fiestas de bienvenida para los bebés, comidas de Acción de Gracias, piscolabis para el Día del Presidente, desayunos para el Día de Colón... ¿Necesitáis que siga?
En realidad es un milagro que alguien trabaje por aquí.
¿Y las Navidades? Qué os voy a contar. Las fiestas de Navidad de mi padre son legendarias. Todo el mundo vuelve borracho a casa. Algunos ni siquiera vuelven a sus casas. La fiesta siempre es tan alucinante que el año pasado pillamos a diez empleados de una empresa rival intentando colarse. Y todo forma parte de una estrategia para conseguir crear la atmósfera y el ambiente que mi padre quiere para esta compañía.
Ama a sus empleados y ellos lo quieren a él. Aquí sobran la devoción y la lealtad. Es uno de los motivos por los que somos los mejores. Porque la gente que trabaja aquí vendería a su primogénito por mi viejo.
Y sin embargo, hay días, como hoy, cuando necesito tomarme mi tiempo para seducir a un cliente, en los que esas celebraciones son un auténtico grano en el culo. Pero es lo que hay.
Tengo la mañana del lunes hasta arriba, así que me voy a mi despacho y empiezo a trabajar. Y antes de que pueda parpadear ya es la una en punto y salgo en dirección a la sala de juntas. Enseguida veo una cabeza llena de pelo naranja brillante que me resulta familiar pegada a un cuerpo bajito y corpulento. Ése es Jack O’Shay. Jack empezó a trabajar en la compañía hace seis años, el mismo año que yo. Es un buen tío y uno de mis camaradas habituales de fin de semana. Junto a él está Matthew; habla animadamente mientras se pasa una de sus enormes manos por el pelo rubio.
Me separo del bufet y llego a su mesa justo cuando Matthew está contando lo que dio de sí su noche del sábado.
—Y entonces la tía aparece con unas esposas y un látigo. ¡Un puto látigo! Pensaba que me iba a dar algo, lo juro por Dios. Quiero decir que esa mujer había estado en un convento, ¡que había estudiado para ser monja, tío!
—Ya te lo dije, las más modositas siempre tienen debilidad por las cosas raras —añade Jack con una carcajada.
Matthew vuelve sus ojos color avellana hacia Steven y le dice:
—En serio, tío. Tienes que venir con nosotros. Sólo una vez. Te lo suplico.
Yo sonrío porque ya sé lo que va a decir.
—Perdona pero ¿conoces a mi mujer? —pregunta Steven frunciendo el ceño confundido.
—No seas marica —lo increpa Jack—. Dile que vas a una partida de cartas o algo. Vive un poco.
Steven se quita las gafas y limpia los cristales con una servilleta mientras finge valorar la idea.
—Claaaaro. Y cuando lo descubra, y te aseguro que Alexandra lo descubrirá, me servirá mis propias pelotas en una bandeja de plata. Con una deliciosa salsa de ajo y un buen Chianti.
A continuación finge sorber a lo Hannibal Lecter y yo me parto de risa.
—Además —presume volviendo a ponerse las gafas y pasándose las manos por detrás de la cabeza—, yo ya tengo filet mignon en casa, chicos. No me interesan las sobras.
—Marica —espeta Matthew.
Jack tose, mira a mi cuñado negando con la cabeza y afirma:
—Hasta un buen filete se vuelve aburrido si te lo sirven a diario.
—No si lo cocinas de una forma distinta cada día —se defiende Steven de manera insinuante—. Mi chica sabe cómo animar mis menús.
Entonces levanto la mano y suplico:
—Por favor. Por favor, déjalo ya.
Hay imágenes que no quiero que entren en mi cabeza. Nunca.
—Y ¿qué hay de ti, Drew? Te vi marcharte con aquellas gemelas. ¿Eran pelirrojas de verdad? —me pregunta Jack.
Me doy perfecta cuenta de la sonrisa de satisfacción que se dibuja en mis labios.
—Oh, sí. Eran auténticas.
Y entonces me dispongo a describir mi noche del sábado en jugoso y delicioso detalle.
Vale, detengámonos aquí un momento porque estoy viendo esa mirada crítica en vuestra cara. Y también puedo oír vuestra desaprobación: «Qué capullo. Se acostó con una chica —bueno, en este caso con dos— y ahora se lo está contando todo a sus amigos. Eso es de muy mala educación».
Primero, si una chica quiere que la respete tiene que actuar como una persona que merece ese respeto. Y, segundo, no intento ser un cretino; sólo soy un tío. Y todos los tíos hablan de sexo con sus amigos.
Dejad que lo repita por si no lo habéis entendido:
TODOS LOS TÍOS HABLAN DE SEXO CON SUS AMIGOS.
Y si un tío os dice que él no lo hace, ya podéis dejarlo, porque os está mintiendo.
Y otra cosa, yo he presenciado alguna charla entre mi hermana y sus amigas. Y algunas de las cosas que salieron de sus bocas habrían sonrojado al mismísimo Larry Flynt. Así que no intentéis convencerme de que las mujeres no hablan tanto como nosotros porque sé, por experiencia, que no es cierto.
Tras exponer los momentos más interesantes de mi fin de semana, la conversación de la mesa se centra en el fútbol americano y en la efectividad de la ofensiva de Manning. De fondo empiezo a oír la voz de mi padre, que se ha colocado al frente de la sala para detallar los grandes logros de la nueva asociada, cuyo currículum no me he molestado en leer esta mañana. Escuela Wharton de la Universidad de Pensilvania, primera de su clase, prácticas en Credit Suisse, bla-bla-bla.
El contenido de la charla se disipa cuando centro mis pensamientos en la parte de mi sábado de la que no he querido hablarles a mis amigos: mi encuentro con aquella diosa morena, para ser exactos. Aún puedo ver con claridad esos oscuros ojos redondos, su suculenta boca y esa luminosa melena que no podía ser tan suave como parecía.
No es la primera vez que su imagen aparece en mi cabeza sin pedir permiso en el último día y medio. En realidad, tengo la sensación de que cada hora vuelve a mí alguna parte de ella, y me sorprendo imaginando lo que debió de pasarle. O, para ser exactos, pensando en lo que habría pasado si me hubiera quedado en el club para ir detrás de ella.
Es extraño. Nunca pienso en las chicas que conozco durante mis aventuras de fin de semana. Normalmente desaparecen de mi cabeza en cuanto consigo escapar de sus camas. Pero aquella chica tenía algo. Quizá fue porque me rechazó. Tal vez fue porque no conseguí que me dijera su nombre. O quizá se debió a ese delicioso culito que quería agarrar y no soltar nunca más.
Cuando las imágenes de mi cabeza se centran en ese rasgo físico en particular, empiezo a notar una sensación que me resulta muy familiar al sur de mi cuerpo, ya me entendéis. Me reprendo mentalmente. No tenía una erección espontánea desde los doce años. ¿De qué va todo esto?
Me parece que voy a tener que llamar a esa maciza que me ha pasado su número de teléfono en la cafetería esta mañana. Normalmente reservo esa clase de actividades para el fin de semana, pero por lo visto a mi polla le gustaría hacer una excepción.
Llegados a este punto, ya estoy al frente de la sala, alineado en la fila para el acostumbrado saludo de bienvenida que se les da a todos los empleados nuevos. Cuando me aproximo al final de la cola, mi padre me ve y se acerca para darme una afectuosa palmada en la espalda.
—Me alegro de que hayas podido venir. Esta chica nueva tiene un gran potencial. Quiero que te encargues personalmente de acogerla bajo tu ala y la ayudes a integrarse. Si lo haces, hijo, te garantizo que ella despegará y nos hará sentir orgullosos.
—Claro, papá. Ningún problema.
«Genial.» Como si no tuviera nada más que hacer. Ahora tengo que llevar de la mano a una novata mientras navega por el oscuro y siniestro mundo corporativo americano. Es perfecto.
«Gracias, papá.»
Por fin es mi turno. Cuando llego hasta ella, la chica está de espaldas a mí. Observo su pelo negro recogido en un moño bajo y su pequeña y diminuta figura. Mis ojos se deslizan por su espalda mientras habla con alguien. Por instinto, se posan sobre su culo y...
«Un momento.
»Espera un puto momento.»
Yo ya he visto ese culo en alguna parte.
«No puede ser.»
Se da media vuelta.
«Pues sí.»
La sonrisa de su rostro se intensifica cuando me mira a los ojos. Esos infinitos y brillantes ojos con los que no recordaba haber soñado hasta ahora. Enarca una ceja al reconocerme y me tiende la mano.
—Señor Evans.
Sé que mi boca se abre y se cierra, pero de ella no sale ni una sola palabra. La impresión de volver a verla —y justo tenía que ser aquí— debe de haber congelado momentáneamente la parte de mi cerebro que controla mi capacidad para comunicarme verbalmente. Cuando mis conexiones neuronales empiezan a funcionar de nuevo, oigo a mi padre diciendo:
—Brooks. Katherine Brooks. Esta chica va a llegar lejos, hijo, y con tu ayuda seguro que nos lleva consigo.
Katherine Brooks.
La chica del bar. La chica que dejé escapar. La chica cuya boca sigo desesperado por sentir alrededor de mi polla.
Y trabaja aquí. En mi oficina, donde he jurado que jamás me liaría con nadie. Su cálida y suave mano se desliza perfectamente dentro de la mía y dos pensamientos se filtran en mi cabeza simultáneamente: el primero es que Dios me odia. Y el segundo es que he sido un chico muy muy malo durante gran parte de mi vida y ésta es la venganza del destino. Y ya sabéis lo que dicen de la venganza, ¿no?
Sí. Se sirve muy fría.