8

Cuando volvían andando desde la cala, Ivy le pidió a Philip que no le mencionara a nadie que Tristan la había ayudado.

—¿Ni siquiera a Will?

El simple hecho de oírle tocar la canción de Tristan había entristecido a Will.

—No, se lo diré yo misma dentro de poco. Es mejor que no mencionemos tampoco a Lacey —añadió.

Ivy sintió alivio cuando Philip y su madre se marcharon el miércoles por la mañana. Se quitó la blusa de seda entallada que su madre había elegido para ella y se puso una camiseta desteñida, una prenda de talla extragrande que había sobrado de un mercadillo que habían hecho en el instituto.

Por primera vez en su vida, Ivy se sentía incómoda con Will. Cada vez que él la miraba, ella temía que pudiera leerle los pensamientos y ver a Tristan en ellos. Se andaba con pies de plomo con Beth, y se había dado cuenta de que ésta también la trataba a ella con cautela. Kelsey y Dhanya, absorbidas con los chicos de Chatham, se pasaban allí la mayor parte del tiempo, cosa que a Ivy no le parecía nada mal. Con quien más a gusto estaba era con Dusty, el gato.

El viernes, Will llevó a Ivy a Hyannis para recoger un coche de alquiler que ella iba a utilizar hasta que la compañía de seguros hubiera acabado con el papeleo del siniestro total del suyo.

—Estás muy callada —le dijo él al parar en un semáforo—. ¿Estás preocupada por algo?

—No. —Su respuesta sonó breve y seca, pero no se le ocurría ni una sola palabra que añadir—. No —repitió.

Will se volvió en el asiento para escrutarla.

—El semáforo está verde —observó Ivy.

Will asintió y siguió conduciendo.

—¿Sabes, Ivy? Es natural que volver a conducir te ponga un poco nerviosa.

—No estoy nerviosa. —Observó que él apretaba la mandíbula y se dio cuenta de que Will se sentía como si ella hubiera rechazado sus palabras por considerarlas una tontería—. Porque… es de día —añadió de manera poco convincente—. Así que me imagino que no me preocupa, que no me preocupa como lo haría si estuviera oscuro, como cuando se produjo el accidente.

Permanecieron en silencio el resto del camino. Mientras esperaban en el caluroso aparcamiento a que les llevaran el coche de alquiler, Will hizo sonar sus llaves y dijo:

—Te acompañaré a tu cita en el hospital y, después, quizá podríamos pararnos a…

—Gracias, no hace falta.

Él la miró entornando los ojos.

—No has vuelto a conducir desde el accidente. Supón que viene un coche de frente y que se acerca demasiado a la línea central. No sabes cómo vas a reaccionar.

—No me pasará nada, Will.

—¿Y si te sigo sólo hasta la puerta del hospital? —sugirió.

Ivy se protegió los ojos del sol y del brillo metálico de los coches.

—Puedo arreglármelas.

—Ivy, tuviste un accidente muy grave. Si el especialista quiere examinarte una vez más no es por capricho, y me gustaría estar ahí, ¿de acuerdo? —Le puso las manos sobre los hombros.

Ivy se echó hacia atrás y vio la sorpresa en los ojos de Will. Desde la noche en que habían ido juntos a enfrentarse a Gregory, nunca había rehuido su contacto.

—Estoy estupendamente —insistió.

Él meneó la cabeza.

—No has vuelto a ser la misma desde que sufriste el accidente. Beth también se ha dado cuenta.

Ivy se picó.

—¿Qué es lo que hacéis Beth y tú? ¿Pasaros el tiempo hablando de mí?

—¡Perdónanos por preocuparnos por ti!

—¡Necesito un poco de espacio, Will!

El rostro de él palideció bajo el bronceado.

—¿Necesitas que yo… te deje espacio?

Ella vaciló.

—Necesito que todo el mundo me deje espacio. Vivimos espantosamente cerca unos de otros. —Casi se convenció a sí misma de que ése era el problema.

—Muy bien. —Will se apartó dos pasos de ella y extendió los brazos, como dándole espacio—. Muy bien.

A continuación, dio media vuelta y se dirigió hacia su coche. Se volvió a mirarla una última vez, pero Ivy no le pidió que volviera, como él tal vez esperaba, y se marchó a toda prisa.

—¿Lista, señorita Lyons? —le preguntó el empleado de la agencia de alquiler de vehículos, que llegaba con una llave—. Le he traído un Escarabajo nuevo.

Ella recogió la bolsa del supermercado que había llenado con pan, jamón y galletas caseras —unos regalos para Andy— y cruzó el aparcamiento detrás de él.

Una hora después, el médico le dijo a Ivy que le mandaría los resultados de las pruebas cuando llegaran, pero que todo parecía estar bien.

—Los muchachos de urgencias aún no lo pueden creer —señaló—. Es estupendo darle a alguien noticias tan buenas.

A continuación, Ivy subió al sexto piso en ascensor y esperó a Andy en la sala de enfermeros.

Andy salió con expresión perpleja de la habitación contigua a la que había ocupado ella.

—¿Ha visto alguien a Guy? Os aseguro que ese chico no me da tregua.

—No en la última media hora, más o menos —respondió una enfermera de cabello oscuro.

—Eh, ¡mira quién está aquí! —Andy sonrió de oreja a oreja—. ¿Has venido a hacerte una revisión?

—Y a traerte esta muestra de agradecimiento —repuso Ivy.

Andy miró en el interior de la bolsa y sacó el pan. Incluso envuelto emanaba un olor dulce y penetrante a pan de manzana y arándanos. Sacó la lata de galletas y levantó la tapa.

—¡Hummm, qué bueno!

—Es todo casero. La tía Cindy cocina ella misma para el hotel Seabright.

—Lo compartirás, ¿no? —le preguntó a Andy la enfermera morena.

—Tal vez —contestó él, con una sonrisa.

Charlaron durante unos minutos y luego Ivy se encaminó al ascensor, pensando en la tarde que tenía por delante. Le apetecía conducir sin parar, quizá hasta la punta del cabo Cod, bajar a la playa y correr. Pulsó tres veces el botón del ascensor y, tras divisar un letrero que indicaba la salida, se dirigió a la puerta de la escalera. Mientras bajaba corriendo los peldaños, disfrutó del fuerte golpeteo de sus pies contra la superficie de hormigón. Agarrándose a la barandilla de metal, se balanceó en la curva de cada rellano, tal como lo habría hecho Philip. No se dio cuenta de que había una persona agachada en la escalera hasta que chocó contra ella. Ivy se precipitó hacia adelante y él extendió los brazos de golpe.

—¡Sooo! —exclamó, atrayéndola hacia él. Era el chico que se había mostrado tan poco amistoso en el solárium.

Ivy recuperó el equilibrio, pero el muchacho la retuvo, con una mirada tan poderosa como sus manos.

—Suéltame —le ordenó Ivy.

Permanecieron la una junto al otro en el mismo escalón y, al cabo de unos instantes, Ivy ascendió un peldaño para estar a la misma altura que él.

—Ya veo que te encuentras mejor —observó él con sequedad.

—Y yo, que tú sigues siendo tan poco amable como siempre —repuso Ivy, con indiferencia.

Sus ojos se posaron en ella, e Ivy adquirió plena conciencia de sus vaqueros ceñidos y su camiseta demasiado grande. Resuelta a no parecer tímida, le devolvió la mirada con decisión.

Aquel día, él iba recién afeitado y llevaba unos vaqueros hechos jirones, unos zapatos viejos y un albornoz como cuarenta y cinco centímetros demasiado corto para su tamaño.

—Me alegro de verte, y de no hablarte, de nuevo —le dijo Ivy, comenzando a bajar la escalera.

—¿Tienes coche?

Ivy se volvió, sorprendida por la pregunta.

—Sí, ¿por qué?

—Necesito que me acompañes a un sitio.

—¿Ahora? ¿Adónde?

—No muy lejos —contestó él con despreocupación—. A la ciudad más cercana.

Ivy ladeó la cabeza.

—A Providence —murmuró él.

—Providence no es la ciudad más cercana. Ni siquiera está en el mismo estado —replicó ella.

—A donde sea —repuso él con aspereza—. Sólo quiero que me saques de aquí.

A la luz de los fluorescentes, su piel amoratada parecía de un verde grisáceo.

—Lo siento —contestó Ivy—. No sé qué tipo de problemas médicos tienes, aparte de amnesia, y…

—Jamás he estado mejor…, que yo recuerde —replicó él con sarcasmo, y echó a andar escaleras abajo en su dirección.

—Andy te está buscando.

—Al diablo con Andy. ¡Al diablo todo el mundo! —estalló.

Ivy mantuvo la calma pero bajó la escalera con rapidez, procurando permanecer por delante de él sin provocar una persecución que estaba segura de perder.

—Te dejarán marchar cuando estés bien.

—¡No puedo esperar tanto!

Ivy alcanzó la puerta del nivel 2 y la empujó. No cedió un ápice. Volvió a empujarla.

Él esbozó una sonrisita.

—Eso ya lo intenté yo. He probado a abrirlas todas. —Avanzó hacia ella, escaleras abajo, con paso seguro—. La única que se puede abrir es la del nivel G.

Ivy bajó corriendo los escalones, titubeó al llegar a la puerta del nivel 1 y acabó pasando de largo por delante de ella. El muchacho acortó rápidamente la distancia que había entre ellos, la agarró desde atrás, la hizo volverse hacia él y la empujó contra la pared.

—Saca las llaves.

—¿Por qué quieres irte? —inquirió Ivy.

—Dámelas —exigió él.

—Ni siquiera sabes por qué —aventuró ella—. No tienes ni idea de lo que vas a hacer ni de adónde vas a ir.

Él la soltó y dio un paso atrás. Aquélla era su oportunidad para escapar, pero Ivy vio algo en los ojos del muchacho que le impidió hacerlo.

El muchacho se sentó despacio en la escalera de hormigón y dejó caer la cabeza entre las manos.

—¿Qué pasa? —le preguntó Ivy con voz suave.

Él meneó la cabeza.

—No lo sé. Sólo sé que tengo que escapar. Alguien me persigue y tengo que escapar.

Ivy descendió varios peldaños por debajo de donde él se encontraba y se sentó. Observó que tenía los antebrazos muy magullados, al igual que uno de los lados de la cabeza, cerca de la oreja izquierda. Un largo corte le surcaba el cuello, justo por debajo de la mandíbula. No sólo lo habían encontrado inconsciente en una playa o lo habían salvado de ahogarse. Su historia parecía bastante más compleja. Le habían dado una paliza…, y de las buenas.

Si aquel chico estaba metido en algún lío, implicarse sería una locura. En su opinión, el muchacho recordaba lo que le había pasado, pero no quería admitirlo porque había sido culpa suya.

Ivy hizo ademán de ponerse en pie y en seguida se detuvo. ¿Y si realmente tuviera que escapar, y si alguien estuviera dándole caza? Cuanto pedía era un modo de marcharse del hospital. El instinto de Ivy le decía que lo ayudara. Sin embargo, cuando había empezado a tratar a Gregory, había confiado en su intuición y se había equivocado de medio a medio.

—¿Qué te han dicho de tu dolencia? —le preguntó.

Él eludió responder.

—No tiene importancia.

—Contesta a mi pregunta.

Con un suspiro, obedeció.

—Tenía agua en los pulmones. Obviamente, me habían dado una paliza. Tengo una herida en la cabeza. Los escáneres cerebrales indican que la pérdida de memoria no tiene causas físicas. —Miró hacia otro lado—. Me hicieron hablar con un psiquiatra… Si las causas no son físicas, deben de ser mentales, ¿no?

—Posiblemente —respondió Ivy, sintiendo lástima por él, recordando cómo ella había apartado la muerte de Tristan de su mente y cómo sólo había recordado algunos retazos del «accidente» en forma de horrendas pesadillas.

Él la miró a los ojos.

—Tú has pasado por esto. Es a esto a lo que te referías el otro día, cuando me dijiste que recordar era tan doloroso como no hacerlo.

Ella asintió, deseando poder asegurarle que las cosas mejorarían, pero su situación era distinta de la de él. Ella tenía el apoyo de Will, de Beth, de su madre y de Philip, y el amor imperecedero de Tristan, para ayudarla a superarlo. ¿Qué tenía él?

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Creo que mi problema de memoria debe de ser contagioso —replicó—. ¿Cómo quieres que lo sepa?

—Dijiste que no recordabas cómo habías resultado herido. No me dijiste lo que sí recuerdas.

La suya fue más bien una sonrisita de suficiencia.

—El personal del hospital me llama Guy. En el ordenador figuro como Guy Unknown, que es ligeramente mejor que John Doe,[1] supongo.

—¿Cómo debería llamarte yo?

—¿Cómo llamarías normalmente a alguien que te empuja contra la pared y que te ordena que le des tus llaves? Algo más fuerte que gilipollas, me imagino. —Entonces se puso en pie, bajó un poco la escalera y se detuvo un peldaño más abajo que ella, como si hubiera recordado que ella quería mirarle directamente a los ojos—. Tengo que salir de aquí. Eso es lo único que sé, la única cosa de la que estoy seguro.

Sus ojos azul oscuro le imploraban, e Ivy tuvo que apartar la vista para pensar con claridad.

—Lo vas a tener crudo para pasar vestido con ese albornoz por delante de un guarda de seguridad.

Él le dio un tirón al bajo de la prenda.

—Andy me lo prestó para que no me paseara por los pasillos enseñándole el culo a la gente.

Ivy se echó a reír.

—Muy bien —dijo, tomando una decisión—. Quítatelo.

—¿Qué?

—Que te quites el albornoz —repitió, e intentó no fijarse en su impresionante musculatura ni en los cardenales que la coloreaban—. Ahora, date la vuelta. De espaldas a mí.

—¿Por qué?

—Vamos a intercambiar nuestra ropa.

Cuando Guy se hubo vuelto, Ivy se quitó la enorme camiseta y se la echó a él sobre el hombro.

—Listos —dijo, después de ponerse el albornoz.

Él se volvió de cara a ella, ataviado con su camiseta, mientras le sonreía. Ivy estaba en lo cierto: iluminada con una sonrisa, su cara era de las que podían romperle a una chica el corazón.

—Servirá —declaró. Las palabras «Instituto de Stonehill» lucían tensas sobre su pecho y le tiraban las costuras de los hombros, pero, vestido de ese modo, llamaba menos la atención que con aquel albornoz tan corto.

—Si no hay ningún guarda de seguridad, simplemente cruzaremos el vestíbulo como si no pasara nada —lo instruyó Ivy—. Si nos paran, yo soy la paciente y tú la persona que ha venido a recogerme. Les diremos que nos hemos cansado de esperar a que los de transporte nos traigan la silla de ruedas. Servirá, porque lo normal es que te dejen una para salir del hospital.

—De acuerdo.

Ivy buscó en su bolso las llaves del coche de alquiler. Se preguntó qué dirían Beth y Will si se lo contaba. No sabía si el seguro de su coche cubría la sustracción del vehículo.

—Y si alguien quiere saberlo, ¿soy tu novio?

—Mi hermano —se apresuró a responder Ivy.

Guy sonrió, como si su contestación le hubiera parecido graciosa, y procedió a bajar la escalera. Empujó la puerta de la planta baja y entró en el vestíbulo con actitud decidida. Parecía sentirse tan cómodo que Ivy se preguntó cuánta experiencia tenía en engaños de este tipo. Se le aceleró el corazón.

Se hallaban en mitad del vestíbulo cuando alguien los detuvo.

—¿Necesita ayuda, señorita?

A pesar del tono aparentemente cordial de su voz, Ivy advirtió al volverse que el guarda de seguridad los estaba observando a ambos con gran atención.

—No, en absoluto.

—¿Es usted una paciente?

—Lo era —contestó Ivy con sinceridad.

—¿Tiene los papeles del alta?

—Por supuesto. —Abrió el bolso y los sacó, alegrándose de haber escrito las indicaciones para llegar al hospital y la hora de su cita en los documentos del alta. Esperaba que el guarda no se percatara de la fecha.

Al ver los impresos, el vigilante indicó con un gesto que no hacía falta que se los diera y, dirigiéndose a Guy, le dijo:

—La señorita debería ir en una silla de ruedas y usted debería acercar el coche a la entrada para recogerla. Es la política del hospital.

—Muy bien —repuso Guy—. Quédate aquí, Isabel.

¿Isabel? Ivy procuró no echarse a reír.

Guy fue a por una silla de ruedas que alguien había abandonado junto al ascensor. Mientras Ivy se sentaba, el guarda recibió una llamada en la radio.

—¿Cuál es la descripción del paciente? —inquirió el guarda—. Alto, cabello rubio rojizo…

—¡Agárrate, Izzy!

Guy empujó la silla hacia la puerta principal con tanta velocidad que Ivy creyó que iban a estrellarse contra la hoja de vidrio.

—¡Frena! —gritó, pero la puerta se abrió justo a tiempo y ambos salieron disparados por el hueco. Pasaron volando junto a otra silla ocupada, cruzaron la explanada de cemento y llegaron al asfalto.

—¡Espera, espera! —gritó Ivy.

—No podemos esperar. ¿Por dónde vamos? —gritó Guy a su vez.

Ivy señaló con el dedo. Él corrió y empujó como un loco, escabulléndose entre dos coches, girando después a la izquierda, haciendo que Ivy cerrara los ojos y se aferrara a los brazos de la silla.

—¡Frena, chalado! —Pero ahora ella se reía, al igual que él, mientras pasaban zumbando junto a una larga fila de coches estacionados al final del aparcamiento—. ¡El coche blanco! —chilló ella—. ¡Para! ¡Para!

Guy detuvo el coche, y casi arrojó a Ivy sobre el maletero del Volkswagen.

Sin aliento, Ivy saltó de la silla y abrió el coche con dos clics. Tras deslizarse en el asiento del conductor, lanzó los papeles del alta y su bolso al asiento de atrás. Guy dejó la silla de ruedas en un parterre lleno de hierba y entró en el coche de un salto. Se alejaron de allí, riendo, con las ventanillas bajadas, mientras el viento les agitaba el pelo.