7

El martes por la mañana, a Ivy le dieron el alta en el hospital.

—En cuanto llegue a casa, te mandaré por correo el resto de tu ropa de verano —le dijo su madre mientras esperaban a que Andy les llevara los papeles.

—Lo cierto, mamá, es que en la cabaña no tenemos demasiado espacio ni en la cómoda ni en el armario. Lo único que realmente necesito es un nuevo par de playeras.

Las que se había puesto hasta entonces estaban empapadas de sangre, al igual que la ropa que llevaba cuando ingresó en el hospital. El personal de urgencias se la había guardado en una bolsa y, antes de tirarla, Ivy la había examinado con asombro. Creía más que nunca que Tristan la había ayudado. ¿Cómo, si no, podía haber sobrevivido a semejantes heridas?

—Todo lo que trajiste al cabo Cod tiene el mismo aspecto, cielo —sostuvo su madre—. Me llevaré parte de tu ropa a casa y así tendrás sitio para cosas bonitas.

Se pasaron los diez minutos siguientes hablando de ropa, girando en círculos tan infinitos como el amor de su madre por los volantes. Por fin, su hermano la rescató.

—Philip, pero ¿dónde has estado? —le preguntó Maggie cuando el chiquillo entró en la habitación.

—Me has dicho que esperara fuera mientras Ivy se cambiaba. No me has llamado para que volviera a entrar.

Ivy se echó a reír.

Philip cogió la gorra de los Yankees que le había regalado a Ivy y se la puso a su hermana en la cabeza.

—He regalado la moneda del ángel que te traje. ¿Te parece bien?

—Claro —respondió ella—. A mucha gente en este hospital le hace falta un ángel.

—Le dije que podía rezarle a Tristan.

Ivy se mordió el labio. Philip no dejaba nunca de mencionar a Tristan. Creía en él, como ángel, desde mucho antes que Ivy; ahora, su fe en Tristan suponía para Ivy un golpe tan duro como la primera vez que Philip había hablado de él. ¿Y si le decía a Philip que había vuelto a estar con Tristan, que había sentido que la abrazaba? Pero no, no quería alterar a su hermano pequeño.

Andy entró con los papeles del alta.

—Bueno, señorita —dijo, con ojos centelleantes—, puesto que llevas esa gorra, no tengo más opción que pedirte cortésmente que te marches.

Ivy se echó a reír y le dio las gracias por su ayuda.

Cuando llegaron al pequeño hotel, era ya mediodía. Como sólo había unos cuantos huéspedes, el trabajo de la jornada ya estaba hecho, y Kelsey y Dhanya se habían puesto el biquini. Dhanya arrojó su toalla sobre el columpio y se dio crema de protección solar en las piernas. Beth, en short y camiseta de tirantes, estaba sentada a la entrada de la cabaña.

—Nos vamos a Chatham —anunció Kelsey, sacudiendo las llaves.

—¿A Lighthouse Beach? —inquirió Ivy.

—Mejor aún —contestó Kelsey—, a una playa privada. Me invitaron personalmente a mí, y voy a permitirle a Dhanya que se aproveche de mi duro trabajo en la fiesta del sábado por la noche. Tú también puedes venir, si te das prisa.

—Tal vez en otra ocasión. Tengo una cita la mar de emocionante con la adicta a las compras de mi madre.

—Bueno, si mamá pone la tarjeta de crédito, la cita no está tan mal —observó Kelsey.

Cuando Dhanya y ella se hubieron marchado, Beth se volvió hacia Ivy.

—¿No vas a ir con Will?

—Está haciendo kayak con Philip.

—A eso es a lo que me refiero. Creía que tú ibas a ir con ellos.

—No. —A Ivy le pareció que Beth censuraba su decisión y se puso a la defensiva—. Mamá se va mañana. Quiero pasar un rato con ella. —Ivy se sentó en el columpio del jardín y le hizo a su amiga una seña para que hiciera lo mismo—. Beth, quisiera preguntarte una cosa. Después del accidente, cuando me miraste, ¿pensaste que estaba muerta?

Beth miró a Ivy fijamente a los ojos. De momento, no contestó.

—¿Por qué me lo preguntas?

—¿Lo pensaste? —insistió Ivy.

—Sí, pero me equivoqué —respondió Beth—. Como es obvio.

—Recuerdo haberte dicho que teníamos que salir del coche. Tú actuaste como si no pudieras oírme y, cuando intenté tocarte, mi mano pasó a través de la tuya.

Beth no apartaba sus ojos de los de Ivy.

—Entonces noté que empezaba a ascender, flotando. Recuerdo haber mirado hacia abajo, donde estábamos tú y yo, y haber visto mi cuerpo, aplastado contra la carrocería del coche.

—Una experiencia extracorpórea —dijo Beth, con los ojos abiertos como platos por la sorpresa—. Las personas que están a punto de morir y en el último momento son reanimadas lo mencionan a veces.

Ivy se inclinó hacia su amiga.

—¿Viste tú que alguien me reanimara?

Beth cerró los ojos por unos instantes y se restregó la frente.

—Yo… yo no vi a nadie. Creo que estuve sin conocimiento varios minutos. Recuerdo haber abierto los ojos y haber visto una luz intermitente, y a alguien que se inclinaba sobre mí. Intenté decirles lo que te pasaba, pero me dijeron que no me moviera. Debían de estar reanimándote en aquellos momentos.

—No…, no. —Ivy se llevó la mano al corazón, recordando el momento en que lo sintió latir como loco. No pudo evitar que le temblara la voz—. Fue Tristan.

—¡¿Qué?! —exclamó Beth.

—Creo que Tristan me salvó.

Beth se apartó de Ivy.

—Quieres decir que, como tú le pediste ayuda, él mandó una ambulancia…

—No, quiero decir que Tristan en persona me salvó. Yo le oí. Sentí que me rodeaba con sus brazos. Me besó.

—Oh, Ivy —replicó Beth, descansando sus manos en las de ella—. No es posible. Tristan cumplió su misión y se marchó una vez que estuviste a salvo de Gregory. La noche que Suzanne y yo pasamos contigo, justo antes del amanecer, se despidió de ti. Tú me lo contaste.

—Te estoy diciendo que vino a ayudarme.

Beth sacudió la cabeza.

—Así es como tu mente ha interpretado la experiencia. O tal vez soñar con Tristan fue la forma que tu subconsciente tuvo de reconfortarte.

—Era él —insistió Ivy.

—¡Ivy, no hagas las cosas más difíciles para ti! Tristan está muerto, y se ha ido.

Ivy retiró sus manos.

—Creo… creo que no es más que el aniversario, que te está afectando —manifestó Beth, con voz más tranquila—. Todo será más fácil una vez que haya pasado. Pero, ahora mismo, ten cuidado con lo que le dices a Will. Él me dijo que… Bueno, simplemente no le hagas daño, Ivy. Este aniversario y el modo en que te está haciendo pensar en Tristan le está resultando muy duro.

Una ira inesperada prendió en Ivy. No necesitaba que Beth le recordara los sentimientos de Will. ¡Como si ella no estuviera sintiéndose ya como una traidora!

Se alejó de allí, sintiéndose igual que en las semanas posteriores a la muerte de Tristan, cuando la gente le daba consejos sobre cómo superarlo, sin que nadie comprendiera cuánto le dolía recordar… y lo doloroso que le resultaba no hacerlo.

—Ivy —la llamó su madre desde la escalera posterior del hotel—. ¿Estás lista? Beth, ¿por qué no vienes con nosotras? ¡Es el día libre de las chicas! Me encantará comprarte algo bonito.

—No, gracias —respondió Beth—. Vuelvo a tener dolor de cabeza —le dijo a Ivy, sin mirarla a los ojos. Luego se encogió levemente de hombros y se retiró a la cabaña.

Al regresar de la mañana de compras, durante la que Ivy había logrado distraer a su madre de la ropa buscando cristal antiguo de Sándwich, sonó en su teléfono un tono de llamada que le resultaba muy familiar.

—Hola, Will.

—¡Ah del barco! —Era la voz de Philip.

—Vaya, ¡que me parta un rayo! —contestó Ivy—. ¿Dónde estás, Barbazul?

—Eh…

Se oyó una discusión al otro lado con unos graznidos de gaviota como fondo y, a continuación, Will se puso al teléfono y le dio instrucciones a Ivy para llegar a la playa de Pleasant Bay, donde Philip y él estaban remando.

—¿Puedes venir?

—Sólo tengo que ponerme el bañador —respondió Ivy.

Cuando llegó a la playa con las toallas, una bolsa de galletas y un termo, Ivy divisó a Will y a Philip cerca del largo kayak verde que la tía Cindy les había prestado. Estaban haciendo un castillo, ambos ataviados con bandanas rojas de pirata en la cabeza y unas sartas de brillantes cuentas alrededor del cuello. Concentrados en cavar y amontonar arena, ninguno de los dos se había percatado de su presencia… ni del ejército de chicas que estaba admirando a Will.

Moreno, con los músculos brillantes de sudor mientras trabajaba, las manos de artista de Will daban rápidamente forma a murallas y torres. De pronto levantó la vista, con sus profundos ojos castaños brillantes de placer.

—¡Hombre, si tenemos aquí a una zagala! —dijo—. Detente, Barbazul.

Barbazul levantó la vista.

—Es una bribona.

—Trátame bien, perro escorbútico —le advirtió Ivy a Philip—, o no compartiré mi botín de pepitas de chocolate.

—¿Pepitas de chocolate? ¡Hola, amiga! —respondió Will—. Deja que te extienda esa toalla. —Le cogió los fardos de las manos y, acercándose a ella, inclinó la cabeza y descansó su frente contra la de la chica—. Me alegro de verte —le dijo en voz baja.

Ivy se quitó las gafas de sol y lo miró a los ojos.

—Los piratas no protagonizan escenas sentimentaloides —declaró Philip.

—Tienes permiso para bajar a tierra —repuso Will, y besó a Ivy.

Extendieron las toallas cerca del castillo y compartieron las galletas. Will abrió una bolsa que estaba herméticamente cerrada y sacó un bloc de dibujo. Lápiz en ristre, trabajaba con rapidez y facilidad, moviendo los ojos del papel a Ivy, y de Ivy al papel.

—En realidad, no necesito mirar —señaló, con una sonrisa—. Te tengo memorizada.

Al cabo de cinco minutos había trazado el boceto de dos piratas con un cofre del tesoro entre ellos: un Barbazul bajito que sostenía en alto una copa adornada con piedras preciosas, y una chica pirata que mostraba un salto de cama con plumas en el cuello y en el bajo. Ivy se echó a reír.

—¿Crees que Lacey y Ella podrían conocer a algún pirata en una de sus aventuras de ángeles? —inquirió Philip.

—Tendré que hablar con la autora, pero creo que podremos arreglarlo.

Will buscó una página limpia y, más despacio, se puso a dibujar un grupo de árboles que había a su derecha, trazando con minuciosidad la línea de sus ramas contra el arco profundo y la curvatura de la bahía. Tarareaba mientras dibujaba. A Ivy, la alegría que Will sentía en este momento, aquella felicidad, le causó dolor.

—Philip, ¿quieres que demos un paseo? —preguntó.

Su hermano pequeño se puso en pie de un salto.

—¡Levad anclas e izad las velas! —gritó.

—¡Echa el freno! ¿De dónde has sacado esa frase?

—La ha dicho Will.

Will miró hacia arriba y sonrió.

—No te pierdas, marinero.

Philip miró a derecha e izquierda y le dijo a Ivy:

—¡Por aquí!

Ivy se alegró de que su hermano hubiera señalado a la izquierda, hacia la lengua de arena que se adentraba en la bahía y creaba una cala apartada. Caminó en silencio, mientras Philip, aún lo bastante joven como para expresar en voz alta sus fantasías, se pavoneaba y daba órdenes a su tripulación de piratas. Encontró rubíes y doblones al borde del agua. De cuando en cuando, levantaba su catalejo y descubría algún peligro en el horizonte.

Tras bordear la punta, llegaron a un lugar donde se habían ido depositando piedras arrastradas por las olas, brillantes de humedad y relucientes bajo la luz del crepúsculo. Se arrodillaron y se pusieron a revolver entre ellas.

—Philip —dijo Ivy, intentando parecer despreocupada—, en el hospital le dijiste a alguien que le rezara a Tristan. ¿Tú aún le rezas?

—Claro.

—¿Y te contesta?

—¿Te refieres a si le oigo?

—Sí.

—Ya no. Dejé de oírle después de que Gregory murió.

Ivy asintió con la cabeza y siguió eligiendo piedras, diciéndose a sí misma que no debería haber esperado otra cosa, y que era una tontería sentirse desilusionada.

Philip hizo girar un guijarro entre los dedos y luego volvió a dejarlo donde estaba.

—Oigo a Lacey.

Ivy levantó la vista.

—¿De verdad? Nunca lo habías mencionado.

—Nunca me lo preguntaste.

Ivy se sentó sobre los talones, pensando. No había percibido la presencia de Lacey en casa, no había advertido el revelador resplandor morado que indicaba que el ángel estaba presente, de modo que había asumido que, cuando Tristan había dicho adiós, Lacey también se había marchado.

Por supuesto, a Lacey ella no le gustaba; Ivy lo sabía. Lacey la había ayudado porque al ángel le importaba Tristan; Ivy sospechaba que estaba enamorada de él.

—Yo, jo, jo, y una botella de ron —cantó Philip, removiendo con el dedo las piedrecitas mojadas y la arena—. Los médicos le dijeron a mamá que había sido un milagro que no murieras.

—Sí, parece un milagro. Le recé —titubeó— a un ángel.

Philip levantó los ojos para mirarla, como si de repente hubiera comprendido.

—¿Te ayudó Lacey?

—Creo que algún ángel lo hizo —respondió Ivy.

—Vamos a preguntárselo —decidió Philip—. ¡Lacey! —Se puso en pie y levantó las manos hacia el cielo—. Eh, Lacey, Lacey, Lacey. Venga, Lacey, ¡pillina!

No hubo respuesta. Philip se encogió de hombros y se arrodilló para seguir buscando entre las piedras.

—Me imagino que estará ocupada.

—Bueno, ¡que me aspen si no es el viejo bucanero y su escorbútica hermana! —dijo una voz ronca.

—¡Lacey! —respondió Philip con alegría.

—Hola, Lacey —la saludó Ivy, tratando de impedir que la esperanza se colara en su voz. Si Lacey aún estaba ahí…

—Cuánto tiempo sin vernos —le contestó Lacey a Ivy—, cosa que no me parece mal.

Su resplandor morado se les acercó, como si estuviera poniéndose en cuclillas en la arena.

—Ésta es perfecta —dijo Lacey, y una piedra redonda y suave pareció saltar hasta la mano de Philip—. ¿Qué pasa, Philip? —le preguntó—. Esta vez no puedo quedarme mucho tiempo… Tengo un nuevo trabajo, un aprendiz que no tiene ni idea de lo que hace.

Philip asintió.

—Sólo una pregunta: ¿le salvaste tú la vida a Ivy el domingo por la noche?

—¿Perdón? —Se alejó de donde se encontraban arrodillados Ivy y Philip, y pareció bailar a lo largo de la orilla. Su fulgor era tan delicado como la bruma marina, del morado intenso de la concha de un molusco—. ¿Salvar a Ivy?

—Beth y yo tuvimos un accidente de coche —explicó Ivy.

Lacey se acercó, rodeando a Ivy, como estudiándola. Ivy sintió una suave presión contra su sien y supo que Lacey estaba materializando sólo las puntas de los dedos; cuando Tristan se marchó, ya era capaz de hacerlo.

—He visto a gente que se ha cortado con un papel y se ha hecho heridas más profundas que éstas —declaró Lacey.

—Lo sé —repuso Ivy con repentina confianza—. Tristan me curó.

—¿Qué?

—¿Tristan? —preguntó Philip, en un tono tan sorprendido como el de Lacey.

—No es posible —manifestó el ángel con firmeza—. La última vez que estuve con Tristan se dirigía hacia la luz. Había cumplido su misión. Gracias a mí —añadió—. En estos momentos, está muy por encima de todos nosotros, codeándose con el Director Número Uno, estoy segura.

—Pero yo sentí sus brazos en torno a mí —insistió Ivy, y narró los detalles del accidente.

Cuando describió que había mirado hacia abajo, que había visto su propio cuerpo en el coche destrozado, y que luego había ascendido en la noche estrellada, el resplandor morado de Lacey se quedó absolutamente inmóvil. Cuando Ivy hubo terminado, Lacey permaneció más de medio minuto sumida en un silencio atípico en ella. Ivy pensó que tal vez hubiera dejado de escuchar en mitad del relato, pero al final Lacey saltó:

—Increíble. ¡Increíble!

Una mano invisible recogió unas piedrecitas y las arrojó al agua, una tras otra.

—¡Eh! —protestó Philip—, ¡ésa era la mejor de todas!

—Disculpa. —La tormenta de piedras cesó—. Sólo espero que estuvieras alucinando —le dijo Lacey a Ivy—, porque, si lo que me describes sucedió de verdad, alguien va a caer en desgracia.

Ivy frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Los ángeles no pueden ir por ahí dando el beso de la vida.

«El beso de la vida», repitió Ivy para sí, recordando que cuando Tristan la había besado fue consciente, de pronto, del latido de su corazón.

—Va contra las normas.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Ivy a Lacey.

—¿Que cómo lo sé? Mírame. ¿Qué ves?

—Niebla con ganas de discutir —contestó Ivy.

—Ay, sí, se me había olvidado. Dame un segundo… —Lacey se materializó, se paseó pavoneándose orilla arriba, orilla abajo, vestida con unas mallas rasgadas y una camiseta larga sin mangas—. ¿Os gusta mi nuevo pelo? —inquirió, meneando la cabeza. Lo llevaba teñido de morado, largo y liso, con mechones despuntados—. He adquirido unas cuantas habilidades más desde la última vez que tuvimos el placer de trabajar juntos.

—¡Caramba! —exclamó Philip, alargando la mano para tocar al ángel—. ¡Te has materializado por completo! ¡Eres impresionante, Lacey!

—Gracias, chaval. —Se volvió hacia Ivy—. Durante tres años he logrado posponer mi misión quebrantando las reglas. Si no soy yo la experta en actos prohibidos, ¿quién lo es? Hazme caso, al Director Número Uno no le gusta que los miembros del reparto modifiquen el guión. Va a haber repercusiones.

—¿Porque me salvó? —insistió Ivy.

—Supongo que no escuchabas en catequesis. ¿Es que no te acuerdas de las historias sobre los ángeles caídos? Querían ser como Dios, exactamente igual que Dios. Dar y quitar la vida es privilegio de Dios, no nuestro.

Ivy no contestó. ¿Habría sido Tristan capaz de algo prohibido por ella?

La boca de Lacey se curvó con indignación.

—¡Sólo tú podías hacer que mataran a un chico y, un año después, poner su alma en peligro!

Ivy y Philip se quedaron mirando cómo el cuerpo del ángel se desvanecía, confundiéndose con la arena, el mar y el cielo. Philip le puso a Ivy una mano en el brazo.

—Quizá sólo lo soñaste.

—Quizá —replicó ella, pero las palabras sonaron huecas, incluso para ella.