24

El martes por la mañana, en cuanto despertó, Ivy comprobó si tenía alguna llamada en el móvil, pero Guy no había telefoneado. Le costaba trabajo no llamarle, pero él le había dicho que quería espacio, de modo que se obligó a sí misma a tener paciencia.

A última hora de la tarde, como no podía soportar el silencio del teléfono, cogió el coche y se desplazó hasta Saint Peter para practicar sus ejercicios de piano, esperando distraer sus pensamientos con Chopin, Schubert y Beethoven.

A las seis y media fue a por un bocadillo a un café próximo a la iglesia y luego volvió para seguir practicando.

«¿Y si le ha pasado algo?», pensó, y estuvo a punto de utilizar esta idea como excusa para llamarle. Pero sabía que Kip tenía su número de teléfono para avisarla «en caso de emergencia» y que se habría puesto en contacto con ella si hubiera algún problema. A las ocho y veinte regresó a casa, con el teléfono en el asiento del copiloto para poder contestar en seguida.

Cuando llegó al hotel Seabright, Ivy advirtió que ni el coche de Will ni el de Kelsey estaban allí. No había luz en ninguna ventana y dentro todo era silencio. Ivy caminó sin hacer ruido, reacia a perturbar la penumbra de la vivienda. En la cocina sólo lucía una lamparilla que iluminaba una nota de la tía Cindy en la que informaba de que aquella noche no estaría en casa.

Con la esperanza de quitarse a Guy de la cabeza, se dirigió al piso superior a por su libro de misterio. A mitad de camino se detuvo. La luz de una vela temblaba contra el techo del dormitorio. Subió de puntillas el resto de la escalera y contempló asombrada a Beth, que estaba sentada en el suelo junto a la cama de Dhanya. Sus cinco sentidos estaban puestos en el tablero de ouija. Por encima del círculo de velas de té, el perfil de Beth tenía una blancura espectral, y sus mejillas estaban teñidas de rojo.

No dio muestras de haberse percatado de la presencia de Ivy. Apoyando el dedo en la tablilla, cantaba suavemente con los ojos cerrados. Ivy inclinó el cuerpo hacia adelante, esforzándose por oír las palabras.

«Respóndeme, respóndeme, dame una respuesta», murmuraba Beth.

Pasaron unos segundos. Las manos, los hombros y la cabeza de Beth estaban inmóviles. El único movimiento perceptible era el de sus ojos, a pesar de que sus pálidos párpados estaban cerrados. Igual que cuando una persona está soñando, sus globos oculares se movían velozmente tras los párpados y contemplaban cosas que Ivy no podía ver.

«Respóndeme, respóndeme, dame una respuesta».

La tablilla comenzó a moverse, al principio de modo errático.

«¡Respóndeme, respóndeme!», salmodió Beth, con voz más insistente.

La pieza triangular recorrió el tablero describiendo un lento movimiento circular en sentido contrario al de las agujas del reloj. Ivy contó seis círculos. Luego, otros seis. Y, de nuevo, otros seis.

«Respóndeme, respóndeme, dame una respuesta. ¿Eres tú?».

La tablilla se movió hacia la letra G.

Ivy contuvo el aliento. ¿Guy o Gregory?

El señalador de plástico se deslizó lateralmente y hacia abajo en dirección a la letra R.

Ivy siguió observando, con los nervios a flor de piel.

«E… G… O… R… Y…».

—Gregory —articuló Ivy.

«E… S… T… Á…».

—Está —repitió en voz baja, pero Beth, profundamente sumida en trance, no la oyó.

«A…».

—¡Para! —gritó Ivy.

«Q…».

—¡Para, Beth!

«U…».

—¡Para ya!

Antes de que la tablilla tocara la I final, Ivy se agachó, la empujó hacia «ADIÓS» y la lanzó fuera del tablero.

La cabeza de Beth cayó bruscamente hacia atrás como si Ivy le hubiera dado un bofetón.

—Beth, ¿qué estás haciendo? —inquirió Ivy—. No me puedo creer que intentaras…

—Él está aquí —dijo Beth con voz ausente—. Ahora nada lo detendrá.

Un fuerte golpe hizo que Ivy diera un respingo. Miró en dirección a la escalera, había alguien en la puerta de la cabaña. Beth se inclinó y apagó las velas soplándolas una a una, sin prisa. Antes de que apagara la última, Ivy corrió escaleras abajo. Respiró hondo y abrió la puerta principal.

—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó.

—Ivy, ¿estás bien? —preguntó Guy, y entró rápidamente en la casa—. Estás temblando. ¿Qué pasa?

—Sólo estoy… asustada.

Estaba demasiado oscuro para verle los ojos, pero Ivy notaba que Guy la estaba escrutando.

—¿Asustada de mí? —inquirió.

Ella emitió una risa vacilante.

—No. Beth… —¿Cómo podía explicarlo?—. Es una larga historia —dijo.

—Entonces, vamos a dar un largo paseo —repuso él.

—Lo que más me gusta cuando estoy en la playa es que la mitad del mundo es el cielo —le dijo Ivy a Guy en lo alto de la escalera que bajaba al acantilado.

—La mitad del mundo son las estrellas —replicó el muchacho.

Ivy se volvió hacia él. «Tristan —pensó—, ¿te acuerdas? ¿Te acuerdas de haberme besado en una catedral de estrellas?».

Guy echó la cabeza hacia atrás y se puso a contemplar el firmamento.

—Las estrellas brillan muchísimo cuando estás lejos de las luces de la ciudad. Parece que estén más cerca.

—Lo bastante cerca como para tocarlas —corroboró Ivy.

—Ahí está Orión, el cazador —señaló Guy—. Reconozco su espada.

Bajaron juntos los escalones, se quitaron los zapatos y tomaron el camino que discurría entre las dunas.

—¿Quieres pasear por la orilla? —le preguntó Guy—. Ahora que sé flotar —añadió con una sonrisa—, ya no tengo miedo de ahogarme en un palmo de agua.

Ivy cogió a Guy de la mano y se encaminaron hacia el agua. La marea estaba bajando y había dejado atrás un alijo de conchas y piedrecitas plateadas. Cuando hubieron recorrido cierta distancia, Ivy se dio la vuelta para mirar las huellas de sus pies. Las de él se encontraban junto a las de ella; Guy se había adaptado al paso de la muchacha. El chico se volvió a su vez, sonrió y la rodeó con el brazo mientras seguían paseando.

—Bueno, dime qué ha sido lo que te ha asustado —dijo Guy—. ¿Algo acerca de Beth?

Ivy asintió.

—Beth es médium.

Guy aminoró el paso.

—¿Sí?

—Sí, tiene un verdadero don. Pero es también una pesadilla. Lo que ve, lo que siente, muchas veces le da miedo.

—Dijiste que el año pasado te había ayudado. ¿Fue ella quien descubrió que Gregory era el asesino?

—Lo descubrió en gran parte.

—¿Qué ha visto Beth esta noche? —preguntó Guy.

Ivy se encogió de hombros y eludió su pregunta.

—No tiene importancia. He exagerado. A veces, me parece que Beth mezcla lo que ve y lo que imagina. Tiene una imaginación muy fértil.

Con una mano, Guy volvió el rostro de Ivy hacia él y la miró fijamente.

—Creo que sí tiene importancia, porque te ha alterado. Pero ya me lo contarás cuando te parezca oportuno. —Entonces dejó caer el brazo que rodeaba el hombro de la chica y exclamó—: ¡Mira esto!

Corrió disparado hacia el agua, se sumergió en ella hasta los muslos y, volviéndose para sonreírle, dejó que una ola embistiera contra él y continuara su camino hasta la orilla.

—¿No estás impresionada? Anda, dime que estás impresionada.

—Mucho.

Ivy corrió hacia él levantando salpicaduras de espuma con los pies. Se tomaron de las manos, cara a cara, mientras las olas se precipitaban contra ellos una tras otra. Cada vez que una ola se retiraba, Ivy sentía que Guy le agarraba la mano más fuerte.

—No te gusta la resaca.

—Me da más miedo que cuando rompe la ola —admitió él—. Parece como si el océano quisiera arrastrarme a la oscuridad.

—Yo no dejaré que el océano te lleve —repuso Ivy—. Nada conseguirá que te suelte.

—¿Cómo he llegado a tener tanta suerte? Debo de haber hecho algo realmente bueno en la vida.

—Hiciste muchas cosas buenas.

Él soltó una carcajada.

—¡De verdad, lo sé! —insistió Ivy.

Aún riendo, Guy se llevó la mano izquierda de ella a los labios y la besó en los nudillos.

—Y yo creo en algo que está muy por encima de la suerte —añadió.

—Tus ángeles —aventuró él—. Casi me has convertido en un creyente… Casi —dijo.

Volvieron a la orilla y, siguiendo sus propias huellas, regresaron al camino que cruzaba las dunas. A mitad del tramo de peldaños de madera, en el descansillo donde se hallaban los bancos, Guy agarró a Ivy del codo.

—¿Podríamos detenernos? Quiero echar un vistazo —dijo.

Juntos, contemplaron el mar y el cielo, una eternidad de negro y plata.

—Me siento como si estuviéramos flotando en medio del aire —manifestó.

—A medio camino entre el cielo y la tierra —añadió Ivy.

Guy se volvió hacia ella. Tomando su cara con ambas manos, la elevó hacia él y se inclinó para besarla en la parte inferior del cuello, en el tierno hueco que formaba su clavícula. Su boca ascendió hasta la garganta de ella, oprimiéndola con suavidad.

—Te quiero, Ivy.

Ella apoyó su cuerpo contra él.

—Y yo a ti. —«Siempre te he querido», dijo en silencio.

—Creí que había perdido todo lo que una persona puede perder —declaró Guy—. Y me dije que las cosas no podían ir peor: sin identidad, no me quedaba nada que perder. Me equivocaba. Ahora me aterroriza perderte a ti. Si te pierdo, Ivy…

—¡Calla! —Le dio un golpecito en la mejilla con la mano.

—Preferiría haberme ahogado a perderte.

—No vas a perderme.

Él sacudió la cabeza.

—Pero si algo se interpusiera entre nosotros…

—Nada puede interponerse entre nosotros —replicó ella—. Te lo prometo, nada en el cielo ni en la tierra puede hacerlo.

Dieron media vuelta para subir el resto de los escalones, despacio, caminando abrazados. No había necesidad de hablar, ni tampoco deseo de hacerlo. Ivy no quería pensar ni en lo sucedido en el pasado ni en lo que le deparaba el futuro. Tristan había vuelto a su lado. Lo único que quería era vivir el presente. Todo lo que siempre había deseado estaba allí en ese momento.

—¿Luke McKenna?

Sobresaltada por aquella voz profunda, Ivy levantó los ojos y vio, con sorpresa, a dos agentes de policía. La cabeza de Guy giró rápidamente y su brazo la soltó.

—Estás bajo arresto —le dijo el hombre—. Tienes derecho a guardar…

Guy salió disparado y corrió hacia los árboles. Los agentes dieron media vuelta con las linternas encendidas, pero él se escabulló entre los pinos y se perdió en la oscuridad. El agente más joven, una mujer, salió en su persecución. El hombre, de constitución robusta, se quedó con Ivy y, con los brazos cruzados, no le quitó ojo de encima.

A Ivy la cabeza le daba vueltas. «Luke —pensaba—. Se llama Luke». Y él lo sabía. Había reaccionado sin titubear cuando el agente pronunció su nombre. ¿Desde cuándo lo sabía? ¿Desde la feria? ¿Desde antes?

El oficial de policía se volvió e Ivy siguió su mirada. Will se hallaba a medio camino entre la cabaña y el granero.

—¿Eres consciente del peligro que has corrido? —le preguntó el hombre a Ivy—. ¿Te das cuenta de lo que ha hecho Luke McKenna?

Ivy miró al oficial y no dijo nada. Una brisa fría llegó desde el océano y la dejó helada.

—Ha sido una suerte para ti que tu amigo nos alertara —prosiguió el agente.

Ivy miró en dirección a Will y luego clavó sus ojos en la cara del oficial.

—¿De qué se acusa a Guy… a Luke?

La gruesa barbilla y los rollizos carrillos del hombre descansaban sobre el cuello de su uniforme. La estaba analizando, como si pensara que tal vez estuviera fingiendo ignorancia.

—¿No tienes ni idea?

—No —contestó ella, mirándolo directamente a los ojos.

—Asesinato.