6
«Estaré siempre contigo, Ivy… Siempre contigo… Estaré siempre…».
—Estaré con usted dentro de un minuto —oyó Ivy que una enfermera le decía a un paciente.
Abrió rápidamente los ojos, miró la hora en el reloj del hospital, las 16.12, y dejó caer la cabeza entre las manos. Ya le estaba volviendo a pasar: durante meses, tras la muerte de Tristan, cada vez que despertaba de un sueño feliz en el que aparecía él, se sentía tan mal como si acabara de perderle.
En ese mismo momento, había estado soñando, lo sabía. «Pero ayer por la noche no», pensó. La noche anterior había sido distinto…, había tenido la impresión de que era real.
—¡Eh, Chica Maravillas!
La puerta de la habitación de Ivy se abrió de repente.
—De modo que así es como te llaman —dijo Kelsey, después de entrar en la habitación seguida de Dhanya, que llevaba una bolsa del supermercado.
—Hola, Ivy. —Dhanya hablaba con voz suave y en tono preocupado.
—¡Ohdiosmío! —exclamó Kelsey al ver la bata rosa de Ivy tirada sobre la silla de ruedas, junto a su cama.
—Fue un regalo de mi madre —explicó Ivy.
Kelsey cogió la bata y la sostuvo en alto, y el aire de preocupación de Dhanya se fundió en una risa contenida.
Ivy sonrió.
—Hay un camisón a juego en el armario —informó, al tiempo que lanzaba los pies por encima del borde de la cama.
—Iré a por él —se ofreció Dhanya al instante.
—Me conviene caminar —le dijo Ivy.
—Oh, Ivy, ¡lo siento muchísimo! No debería haber llamado a Beth para que vinierais a buscarnos. Yo tengo la culpa de lo que te pasó. Me siento fatal. Podrías haberte matado. Es culpa mía. Si no hubiera…
—Espera un segundo, escúchame —la interrumpió Ivy—. Hiciste bien en llamar a Beth. Kelsey y tú —hizo una pausa, obligando a Kelsey a mirarla a los ojos y a reconocer que había desempeñado un papel importante en lo sucedido— sois culpables de haber bebido y de haberos emborrachado. Pero no del accidente. Vosotras no causasteis el accidente. ¿Vale?
Dhanya asintió mientras un lagrimón se deslizaba por su mejilla.
—Dhanya, me gustaría que reservaras las lágrimas para esta noche —intervino Kelsey—. La tía Cindy nos ha puesto a Dhanya y a mí en período de prueba —explicó—, y ha convocado una reunión de padres en Skype.
Abrió el armario y emitió un silbido.
—Dhanya, esto supera a tus vestidos de princesa de Disney.
Dhanya se sonrojó.
—Has visto los vestidos de novia de Disney, ¿verdad, Ivy? —inquirió Kelsey—. Dhanya no tiene novio, pero no hace más que pensar en el vestido que llevará cuando se case.
—Déjalo ya, Kelsey —terció Dhanya en voz baja.
Kelsey sacó el camisón de la percha y lo mostró, sosteniéndolo en alto.
—¿Te lo quieres probar? —se burló de su amiga.
—No —respondió Dhanya con sequedad—. ¿Por qué no te lo pruebas tú?
Kelsey se quitó la camiseta, dejó caer el short al suelo —llevaba el biquini debajo— y deslizó el camisón por encima de su cabeza. Con una constitución como la de Serena Williams, tenía un aspecto imponente y cómico a la vez.
—Vamos al solárium —propuso—. Si te pones la bata, podemos fingir que somos gemelas.
—O puedes ponerte ésta —dijo Dhanya, tras abrir la bolsa y sacar la ligera bata verde de Ivy.
—¡Gracias! —repuso Ivy, agradecida, e introdujo los brazos en las mangas.
Kelsey hurgó en el bolsillo del short que acababa de quitarse y rescató su teléfono móvil.
—Estoy lista.
Ivy iba sentada en la silla de ruedas. Dhanya la empujaba y Kelsey caminaba junto a ella vestida con el biquini y la bata semitransparente, saludando con la mano a la gente que había en las habitaciones y al personal concentrado en torno a la sala de enfermeras, como si fuera la reina de uno de esos desfiles anuales de la escuela secundaria. Ivy se echó a reír.
El solárium, situado al final del vestíbulo, tras una puerta de dos hojas, era un oasis de tranquilidad, lejos de la cháchara del hospital y del pitido de las máquinas. Estaba lleno de luz solar en lugar de la fría fluorescencia de las áreas médicas, y sus sillas de mimbre, helechos y macetas de geranios rojos hicieron que Ivy se sintiera como si estuviera sentada en el porche de una casa cualquiera.
—Tenemos el solárium para nosotras solas —observó Dhanya—. ¿Junto a la ventana?
—Perfecto.
Dhanya aparcó la silla de ruedas, acercó una pequeña mecedora blanca y se acomodó en ella con tanto esmero como si fuera un gato. Kelsey se tumbó en una curva tumbona de mimbre y comprobó si tenía alguna llamada en el móvil.
—Bueno, deja que te ponga al día acerca de los chicos que hemos conocido —le dijo Kelsey a Ivy tras hacer trabajar un rato el dedo pulgar—. Para empezar, son guapísimos y ricos.
—Vale.
—Más ricos que guapísimos —la corrigió Dhanya.
Kelsey se encogió de hombros.
—Sus coches son preciosos. Y sus barcos también.
—Si es que realmente tienen esos coches y esos barcos. Quizá estaban mintiendo, como hacías tú —objetó Dhanya.
Kelsey volvió a encogerse de hombros.
—Bueno, exageré un poquito.
—La fiesta se celebraba en una casa fabulosa —le contó Dhanya a Ivy—. De modo que alguien tenía dinero. —Se volvió hacia Kelsey—. Pero quién sabe quién era quién.
Kelsey resopló indignada.
—Yo sí lo sé porque estuve hablando con ellos. Pero tú no quisiste dirigirles la palabra. ¡Mira que eres esnob, Dhanya! Quieres dinero, belleza y clase. Has pasado demasiado tiempo con tus padres.
Ivy intentó recordar lo que Beth le había contado de los padres de Dhanya. Su madre pertenecía a una familia india muy rica, se había trasladado a Estados Unidos para estudiar un posgrado y se había enamorado de un estadounidense. Su padre era… ¿abogado?
—Es que tengo unos estándares muy altos —respondió Dhanya en el acto—. Si puedo tener lo que quiero, ¿por qué debería conformarme con menos?
Dirigió la pregunta a Ivy; ésta sonrió y calló discretamente, aunque así le otorgaba tácitamente «el punto» a Dhanya.
—En cualquier caso —dijo Kelsey, arrastrando las palabras, trasladando los ojos de Ivy a la entrada del solárium—, ahora sé dónde están varados todos esos chicos.
—Ivy no está buscando novio —le recordó Dhanya a Kelsey, y se volvió para mirar qué era lo que había distraído a su amiga.
—Ya lo sé, pero una chica siempre puede mirar —repuso Kelsey, inclinándose hacia Ivy, insinuándole con escasa sutileza que debería darse la vuelta.
—¿Y qué pasa si no quiero? —la provocó Ivy.
—Ivy, ¡venga ya! ¡Aún no estás casada!
Kelsey se recostó en la tumbona y levantó una rodilla, ofreciendo una bonita perspectiva de su torneada pierna. Ivy se preguntó a quién estaría destinado ese provocativo espectáculo, pero, a pesar de ello, no se volvió a mirar.
—¡Eh! No seas tímido —llamó Kelsey a la persona que había entrado en la sala—. Acércate.
—Ya me iba.
La persona que centraba la atención de Kelsey y de Dhanya tenía una voz profunda.
—Pero si acabas de llegar —protestó Kelsey, sonriendo.
«Pobre chico —pensó Ivy—, probablemente buscaba un poco de paz y de tranquilidad».
—No permitas que mi atuendo te desanime —insistió Kelsey—. Es de mi compañera de habitación. —Señaló a Ivy—. ¡Si crees que esto es sexy, deberías ver su ropa de playa!
—¡Kelsey!
Ivy hizo girar la silla, dispuesta a defenderse. Pero cuando vio al muchacho, se quedó sin palabras. Sus intensos ojos azules parecían incinerar toda observación insinuante y cualquier comentario absurdo. Tenía una mirada a la vez angustiada y desdeñosa, como si hubiera experimentado y conocido algo terrible que Ivy y sus amigas nunca podrían comprender.
Ivy no pudo apartar la vista de él hasta que dejó de mirarla. Su rostro, oscurecido por una barba de varios días, era, más que bello, llamativo. Recién afeitado e iluminado con una sonrisa, era un rostro que podía romperle a una chica el corazón, pensó Ivy.
Sin decir ni una palabra más, el muchacho hizo girar su silla de ruedas y se marchó. Ivy oyó la voz de Andy en el vestíbulo, al otro lado de la puerta:
—¿Ya has tenido bastante? Está bien, colega.
—Me apuesto algo a que es él —le susurró Dhanya a Kelsey—. El chico del que estaban hablando cuando nos paramos a preguntar cómo llegar a la habitación de Ivy.
—¿Te refieres al que sacaron del mar en Chatham? —repuso Kelsey.
Dhanya frunció el ceño.
—He oído que lo encontraron inconsciente en la arena, cerca del agua.
—Lo que sea. Debieron de celebrar una fiesta, probablemente más loca aún que la nuestra —observó Kelsey. Y se volvió hacia Ivy—: No quiere decirles lo que pasó ni cómo llegó hasta allí. Ni siquiera quiere decirles quién es.
—No es que no quiera, es que no puede —la corrigió Dhanya—. No recuerda nada.
—O eso dice —señaló Kelsey.
—¿Qué le pasa? —preguntó Ivy.
—Desde mi punto de vista, nada —contestó Kelsey—. Es un maleducado, pero eso se lo puedo perdonar… ¡Qué rostro tan espectacular!
Ivy volvió a probar.
—Quiero decir que por qué lo ingresaron. ¿Fue por algún otro motivo aparte de la amnesia?
Kelsey miró a Dhanya, esperando que les diera una respuesta. Dhanya se encogió de hombros.
—De todos modos —dijo Kelsey—, es obvio que Chatham es el mejor sitio donde uno pueda estar.
—Pero en el hotel tenemos nuestra propia playa —señaló Ivy.
—Ivy, tienes que dejar de pensar en ti misma; deberías tener en cuenta a Beth.
—¿Qué? —inquirió Ivy, atónita.
—Sabes que mi prima… sólo nos acompañará a Chatham si venís Will y tú. Necesita tener su propio novio. Está excesivamente encariñada contigo.
Ivy frunció el entrecejo, preguntándose si habría algo de verdad en ello.
Kelsey volvió a comprobar si tenía alguna novedad en el móvil.
—¡Ninguna posibilidad! —exclamó en respuesta al mensaje de alguien—. Eliminar. Eliminar. Eliminar. ¿Lista, Dhanya?
Dhanya se puso en pie y empuñó las asas de la silla de Ivy.
—Puedo volver sola —le dijo Ivy—. Voy a quedarme un rato aquí tomando el sol.
Dhanya rebuscó en su bolso, sacó un tubito de manteca de cacao y se lo tendió a Ivy.
—Póntelo, cierra los ojos y haz como si estuvieras en la playa —le sugirió.
Ivy le quitó la tapa y lo olfateó.
—Mmm. Mucho mejor que el desinfectante del hospital. Gracias.
Kelsey se puso en pie.
—Tengo que ir a por mi camiseta y mis pantalones cortos, de modo que dejaré este precioso camisón encima de tu cama. —Hizo una pirueta y salió bailando por la puerta.
—Gracias por venir —le gritó Ivy.
Dhanya abrazó a Ivy con suavidad.
—Vuelve pronto a casa —le dijo, y siguió a Kelsey fuera del solárium.
Ivy trasladó su silla hasta otra ventana, una que estaba protegida por un macizo de plantas. Permaneció allí largo tiempo, mirando los árboles y los edificios que rodeaban el hospital, pensando desde la distancia. ¿Cómo era posible tener la sensación de que la había besado alguien que estaba en otro mundo… y de que estaba perdiendo contacto con alguien que se encontraba lo bastante cerca como para poder besarlo?
«Los recuerdos son una maldición», pensó. Si no recordara a Tristan, sería capaz de amar a Will tal como se merecía.
Al cabo de un rato, se retiró de la ventana para regresar a su habitación. Fue entonces cuando lo vio: el chico sin memoria. Había vuelto al solárium y estaba tranquilamente sentado en el extremo opuesto. Al volver la cabeza, se encontró con sus ojos. La forma en que su mirada se apartó de ella como una flecha para luego volver, así como la expresión inquisitiva de sus ojos, le dijeron a Ivy que no fingía. A pesar de no recordar nada, se le veía atormentado.
Ivy se detuvo; su silla estaba a unos tres metros de la de él.
—Recordar puede ser tan doloroso como no recordar —le dijo.
El rostro de él se ensombreció.
—¿Ah, sí? ¿Y tú cómo lo sabes?
En cierto modo tenía razón; ella no podía saber cuánto sufría, del mismo modo que él no podía saber hasta qué punto sufría ella. Y compartirlo era inútil. Estaba claro que él no quería.
—Como quieras —repuso, y se marchó.