15

El primer día, la tía Cindy había dejado bien claro que en un pequeño hotel, donde el trabajo consistía en ayudar a los huéspedes con alegría, estaba prohibido discutir o hacerle un desaire a otro empleado. «Olvidadlo o fingid», les había dicho.

El martes por la mañana, a Ivy y a Will les asignaron la sala del desayuno; fingieron. Pero cuando un chiquillo de corta edad tiró al suelo su tostada con mermelada, y ambos se agacharon al mismo tiempo y entrechocaron sus cabezas, Ivy se echó a reír.

—Ya la tengo —le dijo Will, después de estirar el brazo para coger la pegajosa tostada.

Antes de que Ivy pudiera enderezarse, el pequeño derramó leche por encima del costado de su trona. Ivy sintió un chapoteo en la cabeza, seguido de un goteo de líquido espalda abajo. Will le miró el cabello —Ivy lo tenía hecho una sopa—, y ella se rió de su expresión. Will cogió una servilleta y empezó a enjugarle la cabeza, y aquello los hizo reír a ambos.

Cuando hubieron quitado las mesas y puesto los platos en el lavavajillas, la mayor parte de la tensión del día anterior había desaparecido.

—Deberíamos acabar de trabajar sobre las tres menos cuarto —le dijo Will a Ivy mientras salían juntos del hotel—. Después de ir a por la autorización para encender la hoguera, podemos ir a ver cómo están las cosas en Race Point y, luego, buscar un sitio para cenar en Provincetown. ¿Qué te parece?

—Estupendo —respondió Ivy.

Una vez en la cabaña, recogió sus partituras y se encaminó a la iglesia. Estaba resuelta a practicar con tanta regularidad y concentración como lo había estado haciendo en Connecticut. Pero cuando comenzó a tocar el teclado, le llegaban sin cesar a la mente momentos del día anterior: Guy de pie detrás de ella mientras tocaba la sonata, Guy aproximando su rostro al de ella cuando estaban en la orilla del mar.

Al final, recuperó la concentración y trabajó con ahínco durante más de una hora. Cuando terminó, tocó algunas canciones que conocía de memoria, To Where You Are, y después el Claro de luna. Tras tocar varios compases de Beethoven, se detuvo. Estaba pensando en Guy, en cómo había recorrido la iglesia mientras ella tocaba y en que había sabido el nombre de la melodía. ¡Pensaba en Guy mientras tocaba la canción de Tristan! Dejó caer las manos en su regazo.

—¿Por qué has dejado de tocar?

La cabeza de Ivy dio un respingo.

—No te he oído entrar.

—Lo sé. —Guy estaba sentado al final de un banco, en mitad del pasillo de la pequeña iglesia—. Hace unos diez minutos tocabas como una loca, como si estuvieras dando un concierto en el Lincoln Center.

¿El Lincoln Center? Guy sabía lo importante que era esa sala de conciertos… Otra pista sobre su vida, por pequeña que fuera.

—¿Qué tal en el trabajo? —inquirió Ivy.

—No me has dicho por qué has dejado de tocar —insistió él.

Ivy se sentó del otro lado en el banco del piano, de cara a Guy.

—No te lo digo todo.

Él sonrió y lo dejó correr.

—El trabajo ha sido fantástico. Qué gusto hacer algo físico y no pensar más que en la tarea que estás realizando. El tipo, Kip McFarland, tiene veintitantos años y posee una pequeña empresa de diseño de jardines. El sueldo es bajo, pero es un comienzo, y tiene un incentivo adicional.

—¿Cuál?

—Puedo dormir con las máquinas cortacésped en un viejo granero. Tiene una ventana sin cubrir, un aseo y una ducha exterior. También hay un montón de trastos inútiles de los que me ha dicho que puedo deshacerme. ¿Quieres venir a verlo?

—¿Un montón de trastos inútiles? ¿Cómo podría resistirme?

Unos minutos después, mientras Guy le daba indicaciones, Ivy se dirigió en su coche hasta Willow Pond, un lugar en el lado del cabo que daba a la bahía adonde se llegaba por la estatal 6A. Un camino de grava los llevó a través del bosque hasta una vieja casa hecha de tablas, con gabletes y un porche alrededor. Con mucho trabajo duro y unos cuantos litros de pintura, la casa, sus sauces llorones y el estanque redondo en el que se reflejaban habrían parecido una escena de uno de los rompecabezas de la tía Cindy.

—Kip y Julie, su mujer, compraron la casa el otoño pasado y están restaurándola —explicó Guy—. Quieren abrir una pensión, pero necesitan dinero, de modo que él trabaja como carpintero y jardinero mientras ella da clases; además, Julie lo ayuda con el negocio cuando llega el verano.

Guy guió a Ivy hasta el granero pasando por el lado derecho de la casa. La estructura gris de madera se inclinaba perceptiblemente hacia el bosque que la rodeaba, como si el edificio buscara sombra.

—Hogar, dulce hogar —terció—. Si inclinas la cabeza, parece que esté derecho.

Ivy sonrió.

—Estoy impaciente por ver el interior.

Al principio, al pasar del brillante día de junio a la oscuridad del granero, Ivy no pudo ver nada, pero sí oler.

—Lo sé —dijo Guy, al oírla husmear—. Al poco, se acostumbra uno.

—Mantillo. Y fertilizante. Un fertilizante… muy potente.

Cuando sus ojos se habituaron a la tenue iluminación, distinguió la montaña de trastos de los que había que deshacerse: muebles, libros, lámparas, trampas para langostas y aparejos de pesca que parecían lo bastante viejos como para que los hubieran utilizado los peregrinos.

—¿Hay alguna luz aquí dentro?

Él apuntó con el dedo.

—Encima de la segadora. Todo lo que hay en ese lado es equipo de jardinería. —Cogió una vieja linterna—. La mujer de Kip me ha prestado esto. —Cuando la encendió, el grueso cristal anillado de la linterna desprendió un cálido resplandor.

—¡Oh, me gusta!

—Lo imaginaba. Eh, ahí viene mi nuevo compañero de habitación: Saco de pulgas.

Un escuálido gato blanco y negro se había colado por la puerta abierta y se dirigía hacia ellos andando tranquilamente.

—Bromeas, ¿no?

—¿Sobre las pulgas o sobre que compartamos la habitación?

—Sobre ambas cosas.

Guy dejó la linterna en el suelo.

—Estuve aquí unos veinte minutos mientras Kip me enseñaba el lugar, y Saco de pulgas se estuvo rascando la mitad del tiempo; después se quedó frito sobre mi mochila.

—Le traeré algún medicamento contra las pulgas.

—Creo que tendrás más éxito si me lo traes a mí. Kip dijo que tardó siglos en atraparlo y llevarlo a un veterinario. Es demasiado salvaje para adoptarlo, pero le gusta dejarse ver de vez en cuando y quedarse algún tiempo por aquí. Comprenderás por qué estamos hechos el uno para el otro —añadió con sequedad.

—Sí. —Ivy inspeccionó el desorden que los rodeaba—. ¿Y dónde vas a dormir exactamente? Podrías probar en esa viga, si no te importa estar cabeza abajo colgado de los pies.

—No me importa, pero creo que los murciélagos ya han tomado posesión de ella. Gracias a ti, sin embargo, tengo el petate. Sólo tendré que hacer sitio.

—Empecemos —propuso ella.

—¿Ahora?

—Entre los dos será más fácil mover las cosas grandes —respondió Ivy. Miró al gato—. Además, no creo que tu compañero de habitación vaya a mover una zarpa.

—Lo hará cuando nos topemos con algún nido de ratones.

—Hasta entonces nada de nada —repuso Ivy, cogiendo una silla a la que le faltaba una pata, y se dirigió hacia la puerta. La llevó hasta un contenedor portátil que había visto entre la casa y el granero.

Guy la siguió con una lámpara de pie doblada y una vieja radio.

—Si podemos sacar de aquí los dos sofás —observó—, tendré algo de espacio para trabajar.

El sofá corto con los muelles al aire fue bastante fácil de trasladar, pero el otro, un sofá cama que no hacía más que abrirse, pesaba el doble. Ivy y Guy empujaron, tiraron y arrastraron.

—¿Qué tal vas? —le preguntó Guy cuando estaban ya casi en la puerta.

El sudor le goteaba en los ojos y creaba pequeños riachuelos entre sus orejas y sus mejillas.

—Bien. ¡Eh, mira lo limpio que está el suelo en las zonas donde lo hemos despejado!

—Ahí es donde pondré el petate —repuso él señalando un rincón—. ¿Por qué no dejamos esto aquí por ahora? Le pediré a Kip que me deje usar su remolque. Si arrastramos el sofá por el parterre, vamos a llevarnos la hierba por delante, con raíces y todo.

—Estoy de acuerdo.

Encontraron unas escobas entre el equipo de jardinería de Kip y barrieron el suelo, que era de cemento, con lo que consiguieron liberar algo de espacio para Guy; luego se pusieron manos a la obra con el montón de trastos. Era una especie de caza del tesoro, y empezaron a chillar «¡Botín!» cada vez que uno de ellos encontraba algo de interés: un pie de lámpara con la forma de un caballo encabritado, revistas de los sesenta, un tocadiscos en el que aún había un disco rayado. «Chad y Jeremy», leyó Ivy en la etiqueta, se encogió de hombros y lo llevó afuera.

Trabajaban a un ritmo cómodo, examinando, compartiendo, yendo y viniendo del contenedor. En cierto momento, Ivy vio a Guy entrar en el cobertizo con un montón de ejemplares del National Geographic.

—Perdona, acabo de sacarlos afuera —le dijo.

—Lo sé, pero parecían interesantes.

Los dejó cerca del petate, junto con las revistas de los sesenta. Después de arrastrar al exterior una máquina cortacésped de empuje manual oxidada, regresó con un montón de viejos libros de ciencia. Esta vez Ivy no hizo ningún comentario; al fin y al cabo era su casa.

Entre los dos sacaron un pesado fregadero.

—¡Mira esto! —exclamó Guy, mostrándole varios libros de deportes repletos de fotografías y con la letra grande, al parecer escritos para niños. Se los metió bajo el brazo y se los volvió a llevar al cobertizo.

Cuando, dos horas y muchos libros y revistas después, añadió a sus montones los libros de cocina que Ivy acababa de llevar al contenedor, ella ya no pudo seguir callando.

—¿Te has dado cuenta por casualidad de que no tienes cocina?

—Tal vez la tenga algún día.

Ivy se echó a reír.

—Es hora de que nos tomemos un descanso. Vamos a sentarnos en el salón —propuso él, indicando con un gesto el petate—. ¿Te apetece beber algo? —Abrió la mochila y sacó dos botellas de agua.

Ivy tomó un largo sorbo y se enjugó la cara, que tenía llena de sudor, con la manga.

—Tienes una bonita mancha de suciedad —observó Guy.

Ella se tocó la mejilla.

—En el otro lado —dijo él, y a continuación alargó la mano y se la limpió suavemente.

Por un instante, Ivy no pudo respirar ni hablar. Se encontraba bajo el hechizo del tacto de sus dedos. Entonces, algo pasó rozándolos: Saco de pulgas. Ivy apartó rápidamente la mirada de Guy, como si el gato hubiera acaparado su atención.

—Ahora apareces —refunfuñó él, dirigiéndose a Saco de pulgas, y se recostó contra su mochila—. Va cobrando forma. Me gusta —comentó, mientras contemplaba los montones de libros y revistas que los rodeaban—. Es acogedor.

«Acogedor», pensó Ivy. Así era como ella habría descrito la casa en la que Tristan vivía con sus padres. Recordaba la primera vez que la vio, cuando Tristan adoptó al gato de Ivy, Ella. La casa de los Carruthers estaba enterrada bajo libros y revistas.

—Sonríes —observó él.

Ella regresó al presente.

—Es cómoda, pero no es la casa de mis sueños.

—¿Cómo es la casa de tus sueños? —inquirió él con curiosidad.

—Una casita sobre el agua. Un salón, una cocina y un dormitorio, un porche orientado al este y otro orientado al oeste, y dos chimeneas. ¿Y la tuya?

—Yo viviría en el interior, en una sofisticada casa en lo alto de un árbol.

Ivy rió.

—Tendría varios niveles… y estaría edificada entre dos árboles —prosiguió Guy.

—Conozco un sitio así.

—Tendría una escala de cuerda, claro. Y un columpio.

A Ivy le encantaba el columpio que colgaba bajo la casa del árbol de Philip, que estaba cerca del límite de la finca familiar. Situada en lo alto de la cresta que dominaba el río y la vía férrea, tenía una vista espectacular.

—Y estaría en lo alto de una cresta, para poder ver el campo.

Ivy miró a Guy con sorpresa.

—¿Qué pasa? —inquirió él.

—Es exactamente como la de mi hermano.

Su mente regresó al día en que Philip casi se había caído de la pasarela de la casa del árbol. Gregory nunca había admitido haber aflojado la tabla, e Ivy, que había perdido su fe en los ángeles, no percibió el resplandor dorado que sí había visto Philip. Pero ahora, al igual que su hermano, creía que Tristan había estado allí para ayudarle.

¿Estaría Tristan aún ahí?

«Estaré siempre contigo, Ivy». Oía ahora aquellas palabras con tanta claridad como la noche del accidente, cuando Tristan la había besado. Ivy conocía el viejo dicho «Los ojos son las ventanas del alma» y, a veces, cuando miraba a Guy a los ojos, era como si Tristan…

No, se lo estaba imaginando.

—Ivy, estás temblando.

Guy le tocó suavemente las manos y ella intentó aquietarlas en su regazo.

—Cuéntame —dijo él.

Ivy sacudió la cabeza con un gesto negativo. A Guy, desconocer su identidad ya lo tenía bastante confuso; no hacía falta que ella le dijera que la hacía sentirse como si Tristan se hallara presente.

—A veces pareces muy triste —manifestó Guy—. No sé cómo ayudarte.

Ivy le tocó la cara con delicadeza.

—Sé cómo te sientes… A veces pareces muy desorientado.