Grotesca comedia de la seducción
Martín Brunás
“…Te traeré de algún modo, Tu pesadilla se volverá real. Estaré siempre contigo, Lo que voy a hacer Es estar siempre contigo. Tú mejor mira detrás de ti Porque allí yo estaré Esperando en las sombras…”
—“I’ll get even” - Megadeth
Acto 1 - La Persecución
La llamada subliminal de la voz le advirtió sobre la posesión. El Devora-Almas había comenzado su ataque y él era lo único que podría detenerlo. Así que, después de ponerse su mejor armadura de combate, se dirigió al campo de batalla en colectivo.
El trofeo llegó treinticinco minutos más tarde de la hora pactada. Bajó de un remis y se excusó, alegando que se había detenido a sacar unas fotocopias a la salida del colegio. Se saludaron con un beso en la mejilla y se sentaron en un banquito de la plaza.
—No… No sé como empezar. Estoy contenta pero triste, no sé que hacer ni como decírtelo… —le respondió Vanesa.
—Ya sé, es el… —hizo un esfuerzo para que no le saliera “hijo de puta del Devora-Almas”— Sebastián. Ya me lo imaginaba.
—Sí, yo no te quiero herir. Sólo que pasó lo que pasó. No es mi culpa, lo que pasa es que nosotros somos animales y nos guiamos por las feromonas. Por eso, por más bueno que hayas sido conmigo, por más que me hayas dado más de lo que me dio la mayoría, nada puedo hacer para amarte. La vida es así. Los feromonas nos dirigen, dominan las relaciones interhumanas. Yo podría enamorarme de un borracho hijo de puta que me golpea todas las noches y seguir con él porque las feromonas me lo indican… ¿No leíste una novela llamada El perfume? Se trata de un tipo que, por no tener olor, era totalmente ignorado. Por tal razón empieza a matar mujeres y a robarles las hormonas que expulsan para transformarlas en perfume. Decía que, si lograba hacer la combinación exacta, podría dominar al mundo. Eso te demuestra la importancia que tienen. Qué le vamos a hacer…
—Pero…. —Carlos tragó saliva— ¿Y los sentimientos?
—No existen, son tan ficticios como el alma o lo sobrenatural. Somos animales dominados por los instintos y las hormonas. Hacemos lo que nuestro cuerpo nos ordena, somos sus esclavos. Por más que trato de pensar lo contrario, no puedo. Perdoname. —Se quedaron cinco minutos sumidos en la incomodidad del silencio.
—Pero ¿Qué hice de malo? ¿Qué hice menos que él? —dijo mientras pensaba “Hija de puta, reventada de mierda. ¿Me estás tratando de que soy poco hombre? Ya vas ver lo que te voy a hacer, a vos y al trolo de tu novio. Les voy a hacer saltar tanta adrenalina que se van a ahogar de hormonas”.
—Ya te dije, no sos vos, son las feromonas.
Carlos se quedó mudo, agarró una piedra y se la arrojó. Su mala puntería derribó una latita de Sprite ubicada sobre una medianera, al lado de su cabeza.
La cara de Vanesa trató de disimular la expresión de terror.
“Casi le pego”, pensó y le dijo en voz alta —¿Por qué no nos alejamos un poco así ese viejo de mierda termina de chusmear nuestra conversación?
Caminaron sin pronunciar palabra hasta el centro de la plaza. Se sentaron sobre unos troncos que yacían podridos en el suelo y siguieron hablando sobre las feromonas, la tristeza, la batalla interna y demás cosas que a Carlos se le antojaron idioteces durante largo tiempo.
El viejo trató de acercarse otra vez, disimulaba haciendo que vigilaba a su nieto. Pero se transformó en el recipiente de descarga de la furia de Carlos.
—No puedo más. Este es el momento más hermoso de mi vida pero no lo puedo disfrutar. Tengo tantos problemas… —confesó ella mientras se secaba las lágrimas con la manga del buzo—. Mi amiga está embarazada, mi novio se quiso suicidar, algunos problemas familiares muy serios y vos…. Estoy cansada de esta vida.
“¿Por qué no te suicidás y te dejás de arruinar la vida de los otros?” pensó Carlos y —Está bien, para que veas cuánto te amo, me voy a sacrificar por vos y te voy a dejar en libertad. Olvidate de todos tus problemas, incluso de mí, y viví este momento evitando que nadie te lo opaque. —Jugó el último as que le quedaba.
—Sos una excelente persona. No sabía que lo ibas a tomar así —y se quedaron mirándose a los ojos.
Carlos trató de besarla pero, a último momento, ella lo esquivó. —Ya te dije, es una lástima que estemos tan atados a las feromonas. —Miró el reloj—. Son las cuatro de la tarde, me tengo que ir a inglés. Chau. —Y se fue.
Un mes después de prepararse y rezar mucho, decidió que la batalla final debía llevarse a cabo. El viento golpeó su ventana, diciéndole que estaba de su parte, que su sobretodo y guantes de cuero pasarían desapercibidos.
Carlos inclinó la cabeza agradecido y se instaló frente a la casa de Vanesa. En algún momento, el Devora-Almas la pasaría a buscar.
La adrenalina se inyectaba en sus ojos enlenteciendo la velocidad del mundo. Parecía que cada segundo esperaba su permiso para darle paso al siguiente. El mundo había caído esclavo de su poder. Las cartas estaban echadas y él tenía el as de espada, mejor dicho de daga.
Salió de detrás del muro y caminó hacia ellos. Sus ojos, recorriendo todos los rincones, no veían más que la desolación callejera. Sólo la transpiración de neón sobre la acera daba un toque de agonía.
Aceleró el paso. Su mano extrajo el arma que reposaba en el bolsillo derecho.
La distancia disminuía, el momento de la batalla estaba a punto de llegar.
El pensar en la aniquilación de esa criatura Dantesca lo inundaba de placer. El verse de nuevo poseído por la vida cotidiana le provocaba una erección.
Una tableta de chicle escondida entre el césped protestó al ser pisada por Carlos. Lo que hubiera sido un crujido leve fue amplificado por el silencio.
Carlos saltó hacia un árbol desnudo y se quedó espiando hasta asegurarse de que su enemigo no lo vería.
Vio al Devora-Almas girar la cabeza como sabiendo que algo lo acechaba y después robarle más energía vital a su prisionera.
Mientras ellos unían sus bocas, Carlos comenzó a chuparse el labio inferior. No soportaba haberla perdido frente a ese engendro del demonio. Quería terminar con esto lo antes posible pero las fuerzas lo habían abandonado, habían sido absorbidas por Él ¿o por ella?
Se arrodilló y la confusión lo hizo llorar. No tenía la certeza de qué Él fuera el responsable. Sólo sabía que su vida se había trastornado en un torbellino de caos y que alguien, no importaba quien, iba a pagar por eso.
Se inyectó el puñal en el brazo y la dosis de adrenalina despertó nuevas fuerzas. De un salto salió al encuentro, pero ellos ya habían desaparecido.
Corrió calle abajo. Los pies retumbaban al golpear las veredas pero no le importaba. Que lo escucharan si querían, total no vivirían para contárselo a nadie. El juego de la seducción terminaría con madera y sangre, con amor y muerte.
Llegó a la esquina y miró hacia los costados. Seguían sin aparecer. Estaba seguro de que el Devora-Almas había notado su presencia y la había ocultado.
Otra vez el muy cobarde se escondió, rugió Carlos. ¿Porqué nunca daba la cara y solucionaba esto como un verdadero hombre?, se preguntó. ¿Sería porque no sabía nada? No le importaba.
Su instinto lo hizo girar hacia la derecha y continuó la carrera llamándolo a toda voz. Cruzó varias casitas parecidas entre sí, un bar, un hotel, un video club cerrado, un almacén con las persianas bajas y un garaje donde tres perros sin raza se unieron con ladridos a sus gritos como un lobuno cuarteto que honraba a la muerte.
Al doblar a la izquierda se encontró con un parque.
Luego de sentarse en un banquito de piedra, algunas lágrimas escaparon de sus ojos. Crearon canales en la mugre de su cara y murieron en la barba de días. Quería lastimarse por su fracaso pero su cuerpo se protegía.
Se recostó y, mientras trataba de esclarecer sus recuerdos, sus ojos se cerraron.
Se sentía como cuando ella se había ido a la clase de inglés, dejándolo solo en la plaza como un contraste ambulante con los chicos contentos que jugaban a la mancha o los adolescentes que magreaban a más no poder.
Había sentido ganas de putearlos. Los odiaba porque ellos no estaban condenados a permanecer solos.
Incapaz de hacerlo se dirigió a la estación del tren.
Recordaba a la vías como dos maxilares que le susurraban, lo atraían, acercaban sus pies al borde…
Un comando suicida formado por risas histéricas irrumpió en su mente y detonó la bomba. La explosión destrozó en pequeñas astillas sus recuerdos. Y Carlos fue atacado por la alienación del perdido.
El impacto lo hizo poner de pie y el reconocimiento seguir las carcajadas como si fuera un hilo que lo llevaría al centro del laberinto.
Carlos avanzó con el sigilo de la naturaleza muerta hasta unos arbustos. Miró entre las ramas para asegurarse.
Eran ellos, Vanesa y Sebastián.
Una carga eléctrica recorrió el cuerpo de Carlos y, cuando se dio cuenta, ya tenía el puñal en la mano.
Se detuvo. No quería perder la cabeza a último momento. Si el destino le había dado la última chance para el jaque-mate, no debería desperdiciarla. Era la estrategia lo que, según él, separaba la venganza de la psicosis.
—¿Fue tu primera vez? —preguntó Sebastián a Vanesa. Sus labios se torcieron hacia arriba y luego la besaron.
Carlos decidió que el momento había llegado.
Sus pies comenzaron a acercarlo. Su mano a alzarse. El puñal quería encontrar abrigo.
La pareja seguía intercambiando aliento. Y ni siquiera notaron la sombra que iba devorando la luz. Al menos hasta que fue tarde.
Un gato pasó a toda velocidad entre ellos, sobresaltándolos. Sebastián miró hacia atrás para seguir al felino y se encontró frente a Carlos.
Las miradas de ambos se cruzaron. El odio de uno y el miedo del otro se unieron en un abrazo fugaz que dio vida a la sorpresa.
Durante ese segundo, por la cabeza de Carlos rodaron miles de mutilaciones distintas. Se vio arrancándole los ojos a él como si fueran canicas y violando a la hija de puta con el puñal. La sangre que fluía de su vagina como si fuera una virgen eterna le provocó una sonrisa leve.
Pero los ojos de Sebastián atacaron. Inundaron el alma de Carlos con el aroma del miedo, con la esencia de la unicidad humana. Carlos se lo figuró como un Judas a punto de ser atacado por Cristo y su mano tembló.
El cuchillo cayó al suelo, encontrando abrigo en la tierra. Y Carlos penetró a toda velocidad en la oscuridad del parque, dejando a Sebastián con la incertidumbre.
Horas más tarde, Carlos se recostó sobre su cama y ahogó un alarido.
En su cabeza residía un torbellino.
Toda la gama de emociones humanas giraban con fuerza centrífuga, formando sensaciones ambiguas como el amor sentido hacia un bebé que deseaba matar o como la excitación provocada por el deseo de vomitar.
No sabía qué hacer. Se encontraba solo y no era hora para llamar a nadie. Se puso los auriculares y Megadeth empezó con su artillería pesada a todo volumen, destrozando todos sus pensamientos.
Acto 2 - El Influjo
Dicen los sabios que el mal siempre anda acechando al necio y que no hay persona más necia que el hombre confundido. En muchos aspectos el mal se parece a una araña que va tejiendo una bomba sedosa para atrapar a la presa e inyectarle la ponzoña de la tranquilidad.
Y, en el caso de Carlos, fue una llamada telefónica lo que activó la cuenta regresiva para su autodestrucción.
La ducha caliente de la mañana siguiente le había hilvanado ciertas ideas nuevas. Estaba agradecido.
Su raciocinio comprendía que la masacre habría empeorado el asunto ya que, aparte del dolor, habría compartido la celda con dos musculosos que se pelearían por su culo.
Después de secarse, revisó el sobretodo en busca del cuchillo. No estaba.
—¿Cómo puede ser si ayer lo tuve? —murmuró y su voz sonó como la de un drogadicto en estado de abstinencia.
El recuerdo del cuchillo dejado clavado en la tierra lo hizo gritar como a un ser primigenio.
Un RING se escapó del teléfono, Carlos no le prestó atención. Sólo le interesaba dirigirse a la cocina.
Otro RING quiso captar su atención, el pensamiento de un cuchillo filoso lo mató.
¿Para qué matarlos y seguir igual si puedo terminar con todo ahora mismo?, pensó.
El tercer RING provocó una leve (¿Tampoco me van a dejar morir en paz?) reacción de furia.
Vencido, el teléfono le dio paso al contestador. La voz de José ingresó en el cerebro de su amigo.
Carlos corrió a levantar el auricular y lo saludó con voz gutural.
—Estás hecho mierda hermano —dijo José—. ¿Qué tal si hoy vamos al cine?
—No —le respondió—. Estoy como el carajo y, aparte, tengo que terminar el informe para la revista. El número cierra mañana —mintió.
—¿Seguís mal por lo de Vanesa? No vale la pena destruirse la vida por una mina así. Vos sabés tan bien como yo que fue una hija de puta que te usó.
—No, pobre piba. Es que yo soy un fracaso como ser humano. No me puedo levantar ni a una ninfómana que estuvo treinta días en cautiverio. ¿Qué le vamos a hacer?
—Basta. No podés seguir así. Abandonaste todo menos el trabajo. Estás como enterrado en vida.
—Ya te lo dije mil veces. Estoy harto de mí. ¿No sabés lo que es darle de todo a alguien y que te cague de esa manera?
—Sí, te usó pero…
—Pero ¡las pelotas! Antes era una pendeja que no sabía ni vivir. Apenas movía el culo por su cuenta. Si seguía con su anterior novio era por costumbre, no por amor. Yo la hice lo que es. Ella me chupó la vida…
—Dale, dejate de jod…
—Dejate de joder vos. Yo hoy no voy a ir a ningún lado. —Le colgó y sus ojos se convirtieron en cataratas.
El teléfono sonó otra vez. Carlos esperó a que el contestador recibiera la llamada.
Era José de nuevo.
—Dale boludo, atendé. Vos no tenés la culpa de lo que pasó. La culpa es de ellos. Los dos tienen la culpa ¿Acaso te creés que el otro no se dio cuenta de lo que pasaba? No te atormentés más…
El contestador voló, llevándose consigo al teléfono, y un crack se escapó por la rajadura de su coraza cuando chocó contra la pared.
Carlos no oía más que “Los dos tienen la culpa”, repitiéndose con una cadencia infinita.
—Los declaro culpables del delito de usurpación de cuerpos. Me recordarán para siempre. Juro por todas las fuerzas del universo que me las voy a vengar.
Se levantó y golpeó la silla contra el piso. Algunas astillas se le clavaron en la pierna. Carlos no sintió dolor, estaba centrado en arrojar la silla.
El impacto exterminó todos los vasos. Los fragmentos de vidrios regaron el piso con estalagmitas en miniatura.
Carlos se quedó media hora mirando las figuras formadas por los vidrios o moviéndolas para crear nuevas. Cuando se cansó, saltó sobre ellas.
Las astillas penetraron las plantas de sus pies como pequeñas agujas infectadas por el odio y Carlos gritó como un banshee ardiendo en el infierno.
Nadie en el edificio pareció escucharlo. A esa hora la gran mayoría se encontraba cautivo en sus lugares de trabajo, atrapados por la urdimbre de la normalidad.
Unas risas salvajes comenzaron a cosquillearle la garganta y, luego, escaparon como fuegos artificiales por su boca.
Insertó el CD de Sabina, “Física y química”, y la marianita corrió de su lugar al silencio. Abrazó por la cintura a una ausencia llamada Vanesa y comenzó a imitar los pasos del vals.
Se movía de un lado a otro,
(Y desnudos al anochecer nos encontró la luna,)
de izquierda a derecha
(A los dos nos gusta el verbo fracasar)
y de adelante hacia atrás.
(Amor es ese juego donde un par de ciegos juegan a hacerse daño)
Era una marioneta manejada por un titiritero que usaba sus tendones como hilos.
Un profético “Deme pastillas para no soñar” marcó el fin del CD. Pero Carlos continuó girando por los rincones, sellando el piso con huellas de sangre.
El dolor le provocaba una erección. Y, cuando su pene quiso escapar, Carlos lo comenzó a acariciar con la ternura de una madre consolando a su bebé.
Se arrodilló entre más fragmentos de vidrio y el semen se eyectó para unirse con la sangre del piso.
—A tu salud Madmoaselle —repitió una y otra vez mientras se untaba el cuerpo con esa mezcla.
Una fuerte punzada le abrió los ojos. La oscuridad le hizo pensar que las ventanas se habían cerrado pero, al levantar la cabeza, la Luna le advirtió sobre la falsedad de su hipótesis.
Temblaba de frío y las plantas de sus pies succionaban lágrimas de ácido hacia su interior.
Gateó hasta el baño y, apoyándose en la pileta, se paró para abrir el botiquín de donde sacó dos botellas de agua oxigenada y una de alcohol. Una vez en el comedor, llenó los envases en un fuentón. Y, al meter los pies en la mezcla, pegó un fuerte grito que fue aplacado por el pedazo de mantel entre sus dientes. Sintió miles de ganchos clavándose en sus carnes, arrancándolas con lentitud y de a pedazos microscópicos.
Sus ojos lagrimearon y su cuerpo se contorsionó en un espasmo grotesco.
Poco a poco, el dolor fue cediéndole lugar al hambre. ¿Desde cuando no se llevaba bocado a la boca?
No lo recordaba, pero creía que desde la mañana anterior.
Su reloj señalaba las diez y Carlos se sorprendió por lo rápido que había pasado el tiempo. ¿Qué había hecho esas doce horas? No lo recordaba con exactitud. Sólo “Los dos tienen la culpa” rebotaba en su cerebro como una pelota de ping-pong que se acercaba y alejaba. El hambre le nublaba la mente. Así que se vendó los pies con dos pedazos del mantel y sacó de la heladera dos manzanas.
Después de alimentarse se preguntó que podría hacer. Era de noche tarde y no tenía sueño. Y, como no podía salir a caminar, se conectó a INTERNET.
Entró en Altavista y se quedó dos minutos esperando a que se le ocurriera una palabra clave sin éxito alguno. Y, cuando se disponía a apagar la PC, una palabra
(Cradwley) penetró su cerebro como una aguja quirúrgica.
No sabía quién era. Parecía un nombre. ¿Pero de quién?
Lo ingresó y aparecieron más de mil links relacionados.
Carlos probó con la tercera y se adentró en una página dedicada a la magia negra y otras religiones ancestrales.
Crawdley había sido un mago perverso que había pertenecido y fundado varias sociedades secretas.
Se creía que era poderoso y que conocía la llave del otro lado. Uno de sus libros claves, según leyó Carlos, es More than the 666 Beast and the 33 God. Un libro que sólo había sido escrito para los mejores discípulos.
Carlos siguió hojeando y vio varias cosas que captaron su atención. Sobre todo los relatos -según las páginas verídicos- de cuerpos mutados, almas destrozadas, muerte en vida y otras invocaciones interdimensionales. Lo relatos sólo hablaban de los efectos y nunca daban las recetas.
Buscó una dirección de E-Mail. Era Nazadgul@inner.cir. Y envió un mensaje contando sus problemas con Vanesa y pedía ayuda para solucionarlo.
Siguió leyendo fascinado por esa religión. Dos horas después, antes de apagar el sistema, volvió a inspeccionar su casilla de correo.
Había un mensaje:
Como no sabemos si es broma o no, le pedimos que envíe una foto suya junto a sus datos para poder comprobar si es usted realmente. Le advertimos, no se meta con nosotros ni nos trate de usar. Nuestras fuerzas son poderosas y saldrá muy perjudicado.
Pero si usted es sincero y nos envía un juramento, lo ayudaremos. Nada nos satisface más que esparcir la palabra de nuestro Señor por el mundo.
Carlos dudó sobre la veracidad del asunto. Temía que no fuera más que una broma cruel a un desesperado. Y tras meditarlo, llegó a la conclusión de que si había podido creer en Dios, lo podría hacer en cualquier otra cosa. Capaz eran más cumplidoras.
Buscó en el rígido una foto suya y la envió, asegurando que no era ninguna broma y que estaría dispuesto a jurar por cualquiera que le permitiera vengarse de esa puta.
Una hora después recibió respuesta:
Ok. Confiamos en su lealtad (tenemos el poder para poder arriesgarnos sin salir mal parados). A usted le ha tocado la Señora. Haga un pentagrama con sangre y semen en el piso, ponga cinco velas y rece lo que aparece en el archivo que le envío attacheado.
El recuerdo de esa mañana lo hizo sobresaltar. La duda se asomó pero fue acuchillada por un pensamiento. Vanesa era la culpable de su estado y debería pagarlo.
—Esa maldita puta —dijo por lo bajo mientras imprimía el archivo.
En el lugar donde se había masturbado premonitoriamente, diseñó con ayuda de su dedo y un trapo un pentagrama y lo adornó con cinco velas encendidas.
Memorizó sin dificultad las escrituras y, una vez en el centro de la figura, comenzó:
—Yo te invoco, No Nacido, a ti que creaste la Tierra y los Cielos, a ti que creaste la Noche y el Día…
Una ráfaga de viento abrió las ventanas y se dirigió hacia las llamas de las velas, aumentando su tamaño.
—A ti que creaste la Oscuridad y la Luz, tu Arte Asar-Un-Nefer que ningún hombre ha visto en ningún tiempo, tu arte Ia-Bezz, tu arte IaApophrasz…
Por la ventana entró levitando una silueta protoplasmática. Sus prominentes curvas la hacían lucir como una hembra que haría ver horribles a todas las barbies de Baywatch.
Una larga cabellera morena que descendía por su etéreo cuerpo le hizo pensar a Carlos sobre cómo sería desparramada entre las sábanas.
De repente comenzó a brillar, dejando ver un rostro poblado por diminutos seres gelatinosos. Ellos armaban formas tan inmundas que hacían arder los ojos de Carlos.
La aparición se presentó como La Puta Escarlata sin decir una palabra. Se comunicaba mediante la manipulación de las frecuencias instintivas.
—Tú me has llamado, tú me complacerás. Serás mío y algo tendrás. Tu cría poblará los infiernos y armará la legión cuando llegue el momento. Ese día ni Lucifer ni Dios, ambos unidos como amigos eternos, derrocarán a esta fuerza que traerá un nuevo orden verdadero. Las palabras fueron dichas, el fin de la ridícula comedia de la seducción está a punto de terminar y sólo Yo sé qué va a pasar —. Se acercó y le comenzó a desintegrar la ropa.
Abrió las piernas dejando ver un hueco lleno de ángeles deformes que rogaban otro hermano. Esas almas formaron con sus alas las paredes vaginales.
En el primer momento que la penetró, Carlos sintió un frío visceral
plagado de un miedo cavernario que le traspasaba el estómago.
El vómito tiñó las grandes tetas de La Puta. Sus pezones lo absorbieron a gran velocidad y crecieron hasta meterse en la boca de Carlos, donde comenzaron a jugar con las distintas zonas de su lengua, mostrando cierta preferencia por las partes más internas.
El hedor que exhalaba el espíritu lo narcotizaba, brindándole sensación de alegría. La misma alegría que, años atrás, había sentido al oler el humo de marihuana proveniente del fogón donde sus amigos cantaban canciones como Presente, El oso o Blowing in the wind.
El cuarto comenzó a girar cada vez a mayor velocidad, hasta que las paredes se transformaron en un negro espacio lleno de estrellas que irradiaban blancura. Esa luz lo sobreexcitaba. Si alguna vez hubiera aspirado cocaína, la abría comparado con una raya de primera calidad. No de esas berretas que venden a la salida de los colegios.
Su corazón se inflaba y desinflaba de modo vertiginoso. La sangre subía a su cabeza y escapaba por sus oídos y narices. El éxtasis más absoluto mezclado por el dolor angustioso de las peores torturas bailaban un vals dentro de su cabeza.
El mismo vals de locura y vacío celebrado esa mañana.
Al final, su cuerpo se tambaleó como si se aproximara el Apocalipsis y el hedor se convirtió en olor a mierda. Los pezones se metieron en la garganta de Carlos. Las estrellas se extinguieron y miles de agujeros negros se disputaron la absorción de su cuerpo. Carlos sentía el desmembramiento. Y los pezones, ahora pastosos, le impedían gritar.
Por fin, un orgasmo doloroso se apoderó de sus sentimientos y su pene vomitó un puñado de espermatozoides negros y marchitos. Un ser se acercó a la masa de esperma, los unió en una masa homogénea dentro de una esfera gris y volvió a desaparecer mientras la batía.
La Puta Escarlata lo soltó, dejándolo tirado en el piso, sin apenas energía para moverse. Lo miró con sus cuencas directo a los ojos y le transmitió:
—Ya eres parte de nosotros. Presiento que tu hijo será un guerrero muy valioso en nuestra batalla. Ahora viene mi parte. Hoy, cuando te despiertes, te habrás olvidado de todo lo que pasó esta noche. Volverás a ser como eras antes de conocer a esa maldita. Pero te prometo como esposa y madre de nuestro hijo que, cuando llegue el momento adecuado, cuando se ponga en práctica el ritual de iniciación de Vanesa y Sebastián, tú comenzarás con el tuyo. Ten paciencia, tu alma te avisará cuando llegue el momento en que las fuerzas puedan unirse. Chau esposo mío. Algún día verás a tu hijo salir de las cenizas y devorar a su propio padre—.
Y salió volando mientras emitía una carcajada que parecía salir de infinitas grutas vacías.
Carlos despertó a la mañana siguiente con una tranquilidad que se había ausentado por mucho tiempo.
El piso del dormitorio estaba limpio, sin una gota de sangre. Los vasos todos sanos y los muebles en pie. Todo el orden ocultaba la misa profana celebrada la noche anterior con el velo que cubre el escenario entre actos.
Se desperezó con un fuerte bostezo y fue al baño a recobrar la apariencia humana.
Mientras se duchaba con agua caliente y eliminaba el nido negro de su cara se rió.
—Y pensar que ayer quería matarlos y suicidarme, —carcajeó. —Pero no más mala sangre por ella, —juró para sí— hay miles de mujeres mejores que esa puta y alguna de ellas puede ser para mí.
Miró el almanaque, era quince de Mayo. Tenía que preparar la nota para el día siguiente o correría el riesgo de que lo echaran de su trabajo. Así que se preparó un café y se puso a trabajar.
Seis horas después de tipear sin frenar, terminó el trabajo. Le llamó la atención que no hubiera podido plasmar un solo sentimiento concreto en el artículo pero no le importó.
Estaba contento porque, según él, con solo sacar los adjetivos vagos, la nota parecía tener mayor objetivi dad.
Mandó el trabajo por INTERNET a la editorial y revisó la casilla de mensajes.
Estaba vacía.
Miró el reloj, eran las nueve de la noche de un viernes y no pensaba quedarse en su casa aburrido. Así que llamó a José y ambos decidieron encontrarse en la esquina de Tryxy, una nueva discoteca que se parecía a los laberintos del DOOM.
Cuando se encontraron, José corrió hacia Carlos y estuvo a punto de quebrarle la columna con una abrazo de oso.
—Pará, que van a pensar que somos trolos —bromeó Carlos.
José rió más, lo alzó y dijo:
—Que piensen lo que quieran, no todos los días hay noticias tan buenas.
La noche terminó con Carlos solo en medio de la calle.
Su amigo se había retirado una hora antes con, según sus propias palabras, un corchito erótico rubio que se había levantado en la barra.
En un primer momento, José no había querido irse. Pero Carlos lo había convencido prometiéndole que se quedaría hasta pescar algo.
Al final no había podido cumplir el pacto, pero no le importaba. Estaba feliz, muy feliz, extremadamente feliz. No sabía el motivo de esa felicidad pero la disfrutaba y con eso le bastaba.
El viento soplaba con violencia, inundándole las narices con el, para Carlos, rico olor del amanecer. Carlos vislumbró con felicidad el advenimiento del alba y decidió que era un hermoso día para irse caminando a su casa.
Una fuerza instintiva le gritaba que era hermoso y necesario entrar en comunión con las plantas y los pastos. Y Carlos seguía sin entender los porqué. Su alegría le evitaba pensar, condenándolo al placer de vivir el momento.
Así pasó los siguientes meses. Sin un día de depresión o malestar.
Sólo sentía la felicidad en su mayor abstracción.
Su dieta pasó de ser omnívora tirando a carnívora a ser plenamente vegetariana. La carne le era rechazada por el cuerpo. El sólo sentirla le producía nauseas. Pero él estaba feliz y, en los pocos momentos en que se preguntaba el porqué de esa felicidad, descubría que estaba enamorado. Enamorado de… No lo sabía, pero tampoco le importaba.
Acto 3 - Siniestra Marcha Nupcial
El veinticuatro de Septiembre, el Sol acariciaba la Iglesia del Padre Joaquín. Los rayos se adentraban en los murales vidriosos que representaban diversos pasajes bíblicos, tornándose multicolores para ayudar a embellecer una gastada alfombra roja o crear arco iris microscópicos en las lágrimas de las flores.
También, en un lugar cercano, esos mismos rayos eran sofocados por varias sábanas puestas por Carlos para impedir que la luz penetrase en su cuarto plagado de restos de fruta podrida y telarañas cargadas de moscas. Matando la oscuridad que tanto serviría para el arribo.
Vanesa abrió los ojos esbozando una sonrisa que parecía dividir la cabeza en dos. Por fin, después de tanto contar los días y las horas, llegaría el momento de dar el sí. Ella no quería casarse por iglesia ya que no creía en nada de eso, sin embargo había cedido a las peticiones de su novio. Total ese día iba a ser irrepetible para ambos y cumplir los sueños de él no le costaría nada. Pero sólo le había impuesto una condición. Que le pidiera al cura que los casara de mañana, apenas salieran del registro civil. Petición que el Padre Joaquín había aceptado de buena gana.
Con el torso desnudo y sentado en una silla cercana a la puerta, Carlos esperaba a alguien. Tenía la sensación de conocerlo, aunque no sabía quién era. Una extraña sensación de tristeza contaminaba su cuerpo.
De alguna forma intuía que ese día se casaba Vanesa. Las palpitaciones del corazón le emitían que pronto la absurda comedia llegaría a su fin.
Salieron del registro civil y se adentraron en un Renault 9 que habían contratado en la remisería. A la cabeza de una procesión automovilística, el remís se dirigió a la iglesia.
Una vez allí, Sebastián descendió y, luego de ayudar a bajar a su flamante esposa, se alisó el smoking.
Era temprano. Faltaba una hora para que comenzaran los ritos.
Durante ese tiempo, Vanesa fue a un cuarto de la iglesia a vestirse de novia y Carlos entró a la cocina para afilar el cuchillo curvo que había comprado, no sabía cuando, en una casa de brujería.
A las doce del mediodía, los acordes de la marcha nupcial invadieron los oídos de hombres orgullosos y mujeres llorosas, más por el recuerdo o anhelo de su propio casamiento que por el ceremonial. Sebastián, ubicado cerca del altar, esperaba impaciente a una novia que se hacía esperar.
Varios ruidos eléctricos sonaron detrás de Carlos. Giró la cabeza y sonrió. Era su Hijo, lo sentía en sus genes. Se había acercado a darle las pautas finales del acto.
La novia apareció ante los invitados, caminando con paso firme hacia el altar. Aunque no creía en Dios, sentía una fuerza infinita que lo acercaba más a su marido.
El cura preguntó por las alianzas, el Hijo por el cuchillo. Todos los participantes rituales asintieron.
Ambos sacerdotes dijeron las partes correspondientes, aclarándole a sus fieles las partes del contrato.
—¿Aceptas por esposa a Vanesa? —preguntó el religioso.
—Sí, acepto —respondió Sebastián. Un nudo corrió por su aparato digestivo hacia su garganta, amenazándole con sofocarlo.
—¿Aceptas por esposo a Sebastián? —volvió a preguntar el cura.
—¿Aceptas dar tu alma a Asar-UnNefer para que él haga con ella su voluntad?
—Sí —dijo Vanesa. Su voz fue clara.
Carlos meditó. Bajó la cabeza y tragó saliva. —Sí —dijo con voz pastosa.
—Entonces, los declaro marido y mujer —dijo el sacerdote.
—Entonces, por la gloria infinita de Abnuriat, tus peticiones serán otorgadas y tu sed de venganza sacia da.
—Puede besar a la novia.
—Córtate las venas para alimentar las semillas de la muerte.
La pareja se besó.
Carlos acarició su cuello con el cuchillo.
Los novios fueron a la casa de los padres de Vanesa donde habría una fiesta íntima. Sólo habían invitado a algunos parientes y amigos muy cercano.
Al entrar, sonó el Himno a la alegría.
Sebastián se detuvo en la puerta y alzó de sorpresa a Vanesa. Ella pegó unos gritos de alegría y sacudió las piernas como un insecto.
Los invitados, de pie, aplaudieron y vitorearon —Vivan los novios, vivan los novios—, seguidos por un “Que se besen” repetido hasta el hastío, y terminaron con otro aplauso.
La fiesta comenzó. La música escapó como un dios hambriento y la gente, entre masitas y sandwiches, la adoraron con un baile tribal.
En lo de Carlos también se organizaba una fiesta similar. Los invitados eran las moscas que, también entre comidas, creaban melodías con el vibrar de sus alas.
A eso de las siete, los novios tomaron sus maletas y, saludando a todos, se fueron a la terminal de ómnibus. Se iban a Mar del Plata por una semana.
Acto 4 - Grotesco final
Llegaron de luna de miel y encontraron en el piso una carta de José que los felicitaba por el casamiento y le pedía a Vanesa que lo llamara con suma urgencia. Ella acató la orden.
La noticia arrasó como un tanque con su equilibrio. Le pidió permiso a José y se metió en el baño para vomitar. No podía creer que Carlos se hubiera suicidado porque no podía vivir sin ella.
Sebastián llegó de hacer las compras y fue abrazado por gemidos de tristeza. Depositó la bolsa en el piso y fue a ver lo que sucedía.
Al entrar, se encontró con su esposa tirada en la cama. Tenía la cara totalmente roja y llena de lágrimas.
—¿Qué pasó? —preguntó con acento de preocupación.
—Car…Carlos —tomó aire— se…— mordió su labio inferior— se mató por mi culpa.
—No me digas que se suicidó.
—Si, yo lo maté. Si yo no lo hubiera abandonado…¡Yo lo maté! ¡Soy su asesina! —y se largó a llorar de forma desesperada.
Sebastián la acarició, esperanzado en consolarla. Pero ella le pidió que la dejara sola y él se retiró.
Horas se pasó tirada en la cama. Se sentía la peor basura del universo. No creía poder perdonárselo nunca. Por sus feromonas había muerto un hombre bueno, pensó. Incluso más bueno que su actual marido y ella nada había podido hacer.
Se había comportado como un animal y ese error había costado muy caro.
A eso de las seis de la tarde, Sebastián se acercó a la cama con un vaso se leche caliente y le pidió que se lo bebiera.
Ella lo miró con ojos vidriosos, avergonzándose por dentro de lo que había pensado antes. Dejó en la mesita de luz el vaso y empezó a jugar con el vello que crecía en el pecho de su marido. Sebastián bajó sus manos y las depositó en el culo de ella, apretándolo para recordar su firmeza. Su pene empezó a endurecerse y…
La soltó y corrió rápidamente al baño. Vomitó y se quedó tirado en el piso tratando de soportar las fuertes punzadas que intentaban traspasar su estómago.
Vanesa se acercó a ver qué sucedía y estuvo a punto de perder el conocimiento por segunda vez cuando vio el chorro de sangre y flema que había invadido el inodoro.
Se agachó a acariciar a su marido y él gritó del dolor mientras fuertes arcadas le transformaban la cara en una máscara grotesca.
Ella corrió al teléfono y llamó a la emergencia médica de la Obra Social.
La ambulancia llegó en diez minutos y los médicos entraron. Fueron conducidos a la habitación y, luego de varios exámenes, decidieron llevárselo de urgencia.
Sebastián se pasó dos días en la clínica Libertador siendo revisado por distintos especialistas. Al final, llegaron a la conclusión que había sido un ataque aislado, qué él estaba bien y lo dejaron retirarse a su casa.
Cuando terminó de comer, lo que según Sebastián era basura medicinal, se acercó a Vanesa mientras ella limpiaba la mesada. Comenzó a masajearle lentamente los dos grandes pechos. Al principio ella trató de evadirlo por el asunto de su salud. Pero luego la excitación terminó ganando y Vanesa le bajó la bragueta del pantalón.
Otra vez se quedaron en la nada. Apenas sintió el roce de su pene con la piel, un repentino vómito de sangre ensució la espalda de Vanesa. Ella estuvo a punto de gritar por el asco, pero el temor de empeorar el ánimo de su marido le ahogó el grito.
La ambulancia llegó otra vez para llevarlo a la clínica. Los médicos le volvieron realizar un chequeo a fondo. Y, como nada seguía saliendo en los análisis, concluyeron que podría ser un problema psíquico.
Las citas con el psicólogo no fueron de gran ayuda. En las primeras, le había querido encontrar algún tipo de dependencia sexual con respecto a la madre. Y, como por ese lado no encontraba nada, trazó la hipótesis de que Sebastián poseía una personalidad homosexual inconsciente que se autorreprimía por la cantidad de discriminaciones que corrían por esos días en el mundo.
Pero este segundo camino sólo llevó a que Sebastián abandonara las sesiones para no agarrar el sillón donde se pasaba una hora escuchando al psiquiatra diciendo sus cavilaciones, Boludeces de un frustrado las llamaba él, y destrozarle la cabeza.
Cuando hubo abortado los sesiones psicológicas, entró en una crisis. La cual se agrandaba cada vez que, al intentar penetrar a su esposa, vomitaba y las punzadas en el estómago se volvían más poderosas. Incluso en ocasiones lo atacaban con una furia tan grande que le daba la sensación de que su abdómen iba a estallar. Esas veces, sólo podía aplacarla pegando fuertes gritos que rozaban en lo inhumano.
Sebastián no aguantaba más.
Creía que, si seguía así, se iba a enloquecer. Y su esposa, quien lo cuidaba como si fuera un bebé y jamás le reprochaba el no poder satisfacerle, le aumentaba su frustración.
Un día, Sebastián regresó más temprano del trabajo totalmente desganado. No tenía más fuerza para continuar la lucha.
Al abrir la puerta de su casa, escuchó una serie de gemidos.
Venían del fondo y provenían de su mujer.
Los pies se negaban a avanzar y Sebastián tampoco lo quería. Su mente deseaba que Vanesa estuviera con un hombre y su corazón le latía la verdad.
Sentía que Carlos era el culpable de todo lo que pasaba. Por alguna razón había regresado de la tumba para eliminar a quien lo había rechazado.
El volumen de los gemidos aumentaron, fusionándose con la imagen de Vanesa siendo violada por los dedos de un esqueleto putrefacto con un cuchillo en la garganta.
—Por Dios, que esté con otro— pensó y se acercó con paso seguro hacia su dormitorio. Al llegar, la parte racional le hizo escuchar un rechinar de madera y Sebastián se limitó a espiar detrás de la puerta.

Lo visto le dio ganas de gritar pero para no alertar a nadie se mordió el brazo. Su mente comenzó a correr a gran velocidad, golpeándole los ojos con el horror más puro.
Vanesa se encontraba desnuda sobre la cama. Sus ojos lagrimeaban. Su cara era de un color rojo intenso. Y gozaba de la compañía de un amante sin vida. Una pieza de plástico que entraba y salía de su vagina con lentitud mientras su mano acariciaba sus pezones erectos como dos obeliscos marcianos.
Sebastián puteó para sí y abandonó la casa sin hacer ruido. Comprendía que él era culpable y se maldijo por haber rebajado a su esposa a ese nivel. Si ella fuera un poco infiel, pensó mientras se retiraba.
—Maldito consolador —gimió Sebastián. Estaba completamente borracho. Después de comprar las balas había decido tomar algo para juntar fuerza. Pero como ella no llegaba, terminó bebiendo por más de seis horas.
Una vez en la puerta de su casa, Sebastián entró y, sin hacer ruido, se dirigió hacia la biblioteca. Extrajo del cajón el revólver. Abrió la caja de las balas y un espasmo la vació contra el suelo.
El ruido sobresaltó a Vanesa, quien caminó hacia donde estaba su marido. Y, cuando lo vio cargando la pistola, corrió hacia él suplicándole que se detuviera.
Sebastián le suplicó con un graznido que lo dejara en paz, de que le diera una oportunidad a su felicidad. Vanesa quiso besarlo pero él la esquivó, comentándole lo que había visto esa tarde.
Ella se sonrojó por la vergüenza, le pidió perdón y le juró no hacerlo nunca más.
—Hacélo cuantas veces quieras— dijo él—. Yo soy quien te rebajó a ese nivel.
Ella le metió el dedo en la boca para masajear su lengua y depositó su mano en los genitales de él. Sebastián le sonrió, tratando de esconder el dolor que se había encendido junto a él, y la alejó mientras hacía el esfuerzo de tragarse el vómito.
Lo acontecido esa noche levantó un muro formado por las vergüenzas sexuales de cada uno. Ninguno se atrevía a hablarse y menos mirarse a los ojos.
Sebastián comenzó a dormir sobre unas mantas que tiraba en la cocina y a quedarse en el bar hasta estar seguro de que su esposa dormitaba.
Intuía que su matrimonio se estaba desmoronando como un puzzle en manos de un infante. La cobardía no le permitía tratar de recuperar lo que había perdido.
Con las mirada perdida en el espejo, Vanesa maldijo a las feromonas que le impedía marcharse de ahí. Deseaba haber probado con Carlos pero no podía. Las feromonas se habían convertido en su peor enemigo y la mantenía en su territorio.
Se hizo una bolita y lloró mientras mordía su rodilla para saciar su apetito de violencia. El pensar que seguiría así la horrorizaba.
—¿Porqué no me toca nada bien?— gritó. Cinco minutos después se durmió deseando encontrar algo que le diera la esperanza.
Tambaleándose por la borrachera, Sebastián abrió la puerta del dormitorio. La botella de vodka que se había apurado desde el pico le había engendrado la fuerza suficiente para encarar el problema.
Miró la cama. Estaba vacía.
Con temor a no verla más, se dirigió hacia la cama y tropezó con Vanesa, cayéndose sobre el colchón.
Se enderezó y la contempló durante cinco minutos.
Adoraba su cabellera pelirroja. Sus labios finos le hacían pensar que la escasez tenía su lado positivo. Y sus pechos prominentes le sabía a los mejores manantiales de agua salada.
Deseaba poder hacerla gozar y que no acudiera más a sus juguetes como si fuera una adolescente solitaria. Pese a su excitación, nada podía hacer. Su inconsciente lo atormentaba por algo que él no recordaba. Se puso de rodillas y rogó una vez más a Dios para que lo ayudara.
Luego la despertó.
—Lo pensé bien —dijo con un tono embriagado. —Esto no puede durar más. Aunque te amo, nuestras vidas se están yendo al carajo. Mañana pido el divorcio. Te amo mucho para verte sufrir así.
—Por favor no —gimió ella. —Todavía hay esperanza. Yo tengo algo de guita ahorrada. La podemos usar para buscar una cura afuera. Y, si no alcanza, nuestros viejos podrán ayudarnos.
—No alarguemos lo inevitable —. Retuvo la respiración y se largó a llorar. —Durmamos junto por última vez que mañana vamos al abogado—. Y le acarició el pelo.
No pudo conciliar el sueño. El aburrimiento le había hecho memorizar hasta el menor detalle del techo y los números del reloj resplandecían en la oscuridad como jeroglíficos infernales.
El ladrido de un perro lo hizo escapar de un sueño incipiente.
Miró a Vanesa y la ternura se apoderó de él. Ante sus ojos pasaron las tardes que habían jugado rol juntos, las películas que vieron y como cantaron junto, con los ojos brillando por la felicidad acuosa, en el último recital de Soda Stereo.
La flama explotó dentro de su cuerpo. La excitación comenzó a palpitar sangre para endurecer sus genitales. Y Sebastián le acarició la espalda hasta el culo a Vanesa.
Ella giró y le sonrió.
—¿Seguro que no va a pasar nada?
—Shh —le respondió mientras le sacaba la camisola para acariciar sus pechos.
Se besaron en la boca para aplacar el calor con su saliva. Sus manos hacían senderos en la espalda del otro. Los labios de Vanesa abandonaron la boca de su marido y comenzaron a descender. Pasaron por sus tetillas y se detuvieron en su abdómen, esperando que los dedos liberaran el miembro de Sebastián del interior de la placenta del pijama.
El pene se extendió ante ella como si fuera un crío saliendo del vientre de la madre. Vanesa hizo el trabajo de partera y lo comenzó a acariciar con sus manos.
Cuando su boca comenzaba a
acercarse a él, Sebastián pegó un alarido gutural y cayó inconsciente.
Sobresaltada, Vanesa abrió los ojos para ver cómo la cabeza rosada del pene se partía por la mitad y caía como una ciruela podrida.
Comenzó a manar sangre, manchando las sábanas y la cara de ella.
Vanesa quedó muda del terror. Abrió los ojos de par en par. Quería escapar de la maldición en que se había tornado su vida. Pero una fuerza ajena a ella le impedía moverse.
El morbo le mantuvo los ojos abiertos y le obligó a ver el nacimiento.
Una cabeza con rasgos humanos salió del interior del pene. Las facciones le resultaban familiares a Vanesa.
Y, pese a que sus labios estaban formados por membranas viscosas que se retorcían y sus ojos estaban cerrados como los de un infante recién nacido, lucía igual a Carlos.
Unos alaridos lo despertaron de un sobresalto. Abrió los ojos, la poca luz le lastimaba la vista. No comprendía lo que veía ni donde estaba.
Vanesa vio cómo la criatura abría lentamente los ojos y miraba hacia todos lados como un cachorrito buscando a su mamá. Una onda de ternura arrasó con su cordura y colicionó contra el espanto, dejándola catatónica. Su cerebro no sabía qué ordenes seguir.
Los ojos de Carlos se acostumbraron poco a poco y vieron a Vanesa al lado suyo, cubierta de sangre. El gran tamaño de ella lo asustó y quiso escapar.
Pero no pudo. Sentía su cuerpo atrapado en algo y no sabía en qué.
Martirizado, comenzó a mirar para todos lado, quería salir antes de que la gigante lo devorara. El desconocimiento le aumentó su temor.
Vanesa seguía mirando a la criatura menear la cabeza y sus ojos se llenaron de ternura.
Carlos trató de gritar para despertarse de su pesadilla, pero sólo pudo lloriquear como un bebé.
Su instinto le marcaba que debía escapar a toda prisa.
Fuertes punzadas en los genitales volvieron consciente a Sebastián. El dolor era inmenso, sentía escalofríos por todo el cuerpo. Miró hacia su pene y divisó una cabeza humana tironeándo de él, intentando arrancárselo.
Creyendo que era producto del Vodka, miró más detenidamente y se dio cuenta en que no era una cabeza agarrando su pene, sino que la cabeza era su pene.
Desesperado, corrió hacia la cocina. El trayecto fue difícil. Las punzadas le hacían perder el equilibrio y el llanto de angustia lo desorientaba.
Vanesa reaccionó con los llantos y corrió hacia ellos como si fuera atraída por un imán hormonal. Un instinto maternal germinó en el foso sagrado de su alma y el cerebro fue sustituido por el fruto de la locura.
Entró en la cocina y vio a su marido. Él sujetaba un cuchillo con su mano derecha, tenía la intención de castrarse. Vanesa pegó un alarido y saltó hacia él, envolviendo con sus manos a la criatura que había nacido de su amor.
Sebastián reaccionó milímetros antes de cortar a su esposa y alejó el cuchillo rápidamente. Vanesa lo miró a los ojos con una ternura tan fría que le heló la racionalidad.
—¿No te dás cuenta que es nuestro hijo? —y le sonrió.
Sebastián inclinó la cabeza. Sabía que la amaba y que sólo le había traído infelicidad durante todo su matrimonio. Esa noche era la primera vez desde hacía tiempo que la veía sonreír y no pensaba arruinarle el momento. Así, sus sentimientos se desconectaron de su cuerpo, encerrándolo en la crisálida de su cordura.
La mente de Carlos comprendió en lo que se había convertido y trató de manipular a su cuerpo para escaparse. Al principio lo podía controlar fácilmente. Pero, cuanto más lo acariciaban, más pasivo se sentía.
Cuando ya estaba al borde de dormitarse, escuchó decir
—Que duerma en mí.
Mientras su cara se internaba en la vagina, sintió a La Puta Escarlata diciéndole:
—¿Acaso no querías que ella te amara?
Y se durmió con el arrullo de la cuna corporal.
© 1999 Martín Brunás