Susurros

Carlos Gardini

Si el 5 por ciento de los escritores escribieran como Carlos, ser editor sería muy fácil. Sobre su obra, el especialista Pablo Capanna dice: “Gardini ha demostrado que puede hacerse ciencia-ficción sin recluirse en el provincialismo cultural y poniéndose a la altura de los modelos consagrados” (hablando de la novela El libro de la tierra negra).

Considera la muerte como un viaje peligroso donde todos los errores pasados pesarán en tu contra.

—William S. Burroughs

Es gordo y alto, desgarbado como un simio. Entra en mi celda con una sonrisa de benefactor de la humanidad. Con cuarenta años menos sería boy scout. Me tiende la mano, dispuesto a realizar su buena acción del día.

—Oscar —se presenta. Camisa celeste, corbata azul, pantalón negro. Planchado y almidonado, obviamente orgulloso de su oficio de asistente correccional, como los llaman en el programa de rehabilitación. No carcelero, sino asistente correccional. Su especialidad no es aporrear a los presos sino rehabilitarlos. Ni siquiera lleva una porra colgada del cinturón.

Le doy la mano. Oscar tiene palmas callosas. Con el canto de la mano podría astillarme un hueso del cráneo, hundírmelo en el cerebro. Oscar no necesita porra.

Vacilo, no sé con qué nombre presentarme. Oscar cabecea comprensivamente.

—Vamos a llamarlo Alfonso, si no le molesta —me sugiere.

Vamos a llamarlo. Oscar habla con el respaldo de toda una institución. No sólo él, todo el sistema judicial va a llamarme Alfonso, si no me molesta. No me molesta. Me molestan muchas otras cosas. Aún estoy débil después del tratamiento. Oigo continuamente esos susurros en un agujero de mi cabeza. Estoy preso y no sé por qué. Y no sé por qué porque no sé quién soy. ¿Qué más da que me llame Alfonso, Juan o Pedro?

—Ya le han explicado la situación —dice Oscar—. Yo soy el encargado de cuidarlo y vigilarlo. Si me hace caso, nos vamos a llevar bien. ¿Nos entendemos?

Nos entendemos. Oscar es mi ángel de la guarda. Me habla pausadamente, como un padre. Nos sentamos.

Me tranquiliza diciéndome que estoy en buenas manos. Tiene experiencia en rehabilitación. Ha sacado gente decente de la peor basura que pueda imaginarme. Ha tratado con madres que ahogaron a sus bebés, con mocosos alcohólicos que acuchillaron a un padre alcohólico por una botella. La peor basura. Pero en todos ha encontrado algo bueno. En todos había un ser desamparado y desesperado, un hermano.

—Confío en usted —miento.

—Eso espero —dice Oscar.

Sonríe, se acaricia la camisa celeste. Yo sonrío, me acaricio la camisa gris.

—No recuerdo nada —murmuro. Y es verdad. No recuerdo nada, y eso me perturba. Supuestamente he cometido un crimen espantoso, supuestamente he elegido el tratamiento de amnesia selectiva en vez de la cadena perpetua, supuestamente me han revuelto los sesos con drogas y sondeos electrónicos. Soy yo pero no soy yo. El resultado es que me siento injustamente encerrado, porque no sé de qué me culpan.

Oscar se alegra de que no recuerde nada y me explica la situación. Él y yo seremos los dos únicos ocupantes de un ala entera de un piso de la cárcel. Las demás celdas están desocupadas, porque yo no debo ver a nadie. Cualquiera podría recordarme quién fui y provocar una regresión.

Además, es importante que en la primera etapa del tratamiento el sujeto trate con una sola persona. Dice “sujeto”, no “preso” ni “convicto”.

—Estaremos los dos solos —dice Oscar.

—Como una luna de miel —digo sonriendo.

Oscar no sonríe. Se pone muy serio. Recita lo que ha venido a decir, con voz monótona, de memorándum.

Alfonso es el nombre que me ha puesto el programa de rehabilitación. Me explica que el tratamiento de amnesia selectiva todavía está en una etapa experimental. Aunque se ha usado aquí y en otras partes, algunos resultados son equívocos. En un par de casos hubo regresión. El reo —no, el sujeto— recobró su persona lidad y tuvieron que dejarlo encerrado. Yo estaré a prueba un par de meses. Si todo resulta, quedaré en libertad, otra persona. Si vuelvo a ser quien era, me pasaré la vida en una jaula.

Pregunto en qué puedo colaborar.

Oscar abre las manos. No sabe qué decirme. Con el mismo tono paternal, me pide que confíe en él, y sigue recitando.

Me recuerda que el juez me dio la opción, que estoy aquí voluntariamente. Yo soy el mismo pero soy otro. Conservo mi modo de ser, mis conocimientos, mi educación, mis pequeñas manías, pero no recuerdo mi nombre ni las causas por las que me han encarcelado. Oscar explica todas estas cosas como un médico an tes de una operación. La voz es serena, casi culta, excepto por algún cultismo que lo delata. El boy scout no es un académico.

—Mis pequeñas manías —comento—. ¿Y cuáles serían mis grandes manías?

Oscar tuerce la cara en un gesto. ¿Repugnancia? Pero se las arregla para sonreír púdicamente, como una mujer fácil que simula recato. Desecha el comentario con un ademán.

—¿Tendré acceso a la biblioteca? —pregunto.

—Dentro de ciertos límites —me dice con franqueza.

Sonríe de nuevo y sigue recitando, No podré consultar ningún material que se relacione con mi propio caso, donde se mencione mi verdadero

nombre. No, verdadero no. Mi nombre original, mi nombre de antes. Ahora mi verdadero nombre es Alfonso. Las asociaciones podrían causar una regresión. Podré consultar libros bajo censura estricta. La radio y la TV están prohibidas, pero puedo ver y escuchar casetes pregrabados. En otras palabras, tengo prohibido todo contacto conmigo mismo.

—Fui un caso famoso, ¿verdad? —sugiero.

Oscar me mira con desconfianza. La sonrisa se le ha borrado.

—Supongo —dice con cautela.

—¿Y usted no lo conocía?

A Oscar no le gusta la pregunta. Su cara de benefactor de la humanidad se llena de arrugas.

Sonríe, se señala el uniforme. La

gama de expresiones faciales de Oscar es limitada. Sonrisa/blanco/sonrisa/blanco, como una luz intermitente.

—Nunca leo las crónicas policiales —responde al fin.

Sonrío a mi vez. Conque Oscar tiene sentido del humor. Es realmente una cárcel de lujo.

Oscar me muestra unos papeles. Las autoridades se comprometen a no poner cámaras ni micrófonos en mi celda. Las entidades médicas y legales que auspician el programa de rehabilitación supervisan el cumplimiento de ese compromiso.

—Su intimidad está garantizada —dice Oscar—. Tal como se le prometió en el juicio. Yo soy su único nexo con el mundo —añade con orgullo, pronunciando “nec-so”.

Hojeo los papeles. Parágrafos, apartados e incisos.

—Todos desean que usted se sienta cómodo. Que el tratamiento dé resultado —dice Oscar, combatiendo mi desconfianza.

Me levanto, camino hacia la ventana.

—Ultimo piso —comento—. Han sido muy considerados.

—Todo es parte del proyecto especial —dice secamente Oscar.

Miro afuera. Es una humosa tarde de invierno, pero yo veo los detalles con una precisión perturbadora, como si el tratamiento me hubiera aguzado los sentidos. En la neblina se ve la estación de ferrocarril, el parque, la villa miseria. Chicos sucios juegan a orillas de una laguna aceitosa, un par de villeros se frotan las manos frente a una fogata. Mi cárcel de lujo no está en un barrio modelo.

Tiene su gracia. Como he cometido crímenes espantosos, tengo este penthouse con rejas, y la amnesia selectiva me permite el lujo de no sufrir el menor remordimiento. Afuera, los inocentes tiemblan de frío.

Oscar me trae un casete con Lo que el viento se llevó, algunas revistas. Penthouse, una modelo pelirroja en la tapa; en el correo de lectores, gente que alardea de sus hazañas sexuales. Un semanario de actualidades: guerra en Medio Oriente. En la tapa, una foto de palestinos en armas, un titular: “Arabia Saudita y Kuwait invaden Bahrein. Siria amenaza con intervenir”. El humor de la semana: un presidente rascándose la cabeza ante un presupuesto. La sección Sabía Vd.”¿Sabía Vd. que la hembra del gusano de seda emite una sustancia llamada bombikol, que puede atraer a los machos a varios kilómetros de distancia?”

En todo este material busco algún rastro de mí, de la persona a la cual renuncié para ser Alfonso. En cierto modo he muerto. Viajo por la muerte y sólo conservo un puñado de susurros. Pongo Lo que el viento se llevó, intrigado. Aunque siento mi vida como una serie de pantallazos, una película fragmentada, recuerdo perfectamente Lo que el viento se llevó. ¿Por qué el autor de un crimen espantoso se interesaría en una vieja película romántica? Me fascina el tendal de heridos en el hospital de campaña de la estación ferroviaria. Me duermo mientras Rhett y Scarlett se besan con el trasfondo de Atlanta en llamas.

—Ni siquiera me han dejado elegir mi nuevo nombre —le digo a Oscar.

—¿Qué más da un nombre? Alfonso da lo mismo que otro.

—No tengo cara de Alfonso.

Oscar sonríe.

—Yo no tengo cara de Oscar. —El sentido del humor de mi ángel de la guarda.

—Me conformaría con que usted me llamara por el nombre que yo eligiera.

Oscar deja de sonreír. Me mira como si le hubiera propuesto una obscenidad.

—¿Usted cree que esto es injusto, verdad?

—Es injusto. Ahora soy un hombre inocente.

Oscar sacude la cabeza. Trata de sonreír de nuevo. No puede. En cambio le tiembla la boca. Siento una pequeña satisfacción. He enriquecido su gama de expresiones.

—Si al menos pudiera saber quién soy, lo soportaría mejor —agrego.

—No diga “quién soy”. Diga “quién era”. Y no creo que le convenga saberlo.

—Tal vez estaría orgulloso de lo que hice.

Oscar se levanta como si lo hubieran pinchado. Se alisa la camisa celeste, que está perfectamente planchada.

—Rezaré por usted —dice, y se va de la celda dando un portazo.

Tengo sueños, pero no estoy seguro de que sean míos. Los sueños son como una mancha parda: susurros de sangre. Tal vez ahí esté yo. Tal vez ahí esté lo que yo era antes de ser Alfonso.

Me levanto y miro por la ventana. Invierno. Locomotoras haciendo maniobras en la playa de la estación. Chicos de la villa jugando junto al agua sucia y escarchada. Ya no me convence estar en este penthouse con rejas.

Entra Oscar, silbando un tango. Me trae el lápiz y el papel que le he pedido. Oscar se sienta en su silla y yo dibujo. Cruces, cruces, cruces.

Le muestro los dibujos a Oscar.

Por primera vez Oscar pierde los estribos. Me arrebata los papeles, hace un bollo. Noto que cierra el puño para pegarme.

—¿Quién era yo? —le pregunto.

Oscar abre la mano con esfuerzo, separando los dedos uno por uno. Intenta sonreír pero no puede. Labios trémulos, su nueva adquisición. Ahora sus expresiones son temblor/blanco/temblor/blanco.

—Tal vez fui un santo —digo—. Tal vez me han condenado por ser un gran hombre.

Más temblores. Oscar no dice nada.

—¿Por qué se cree mejor que yo? —insisto—. Tal vez no sea mejor que yo.

—Rezaré por usted —dice, con un tono casi amenazador. Al irse, cierra la puerta suavemente. Y entonces comprendo cuál es el camino.

Oscar me habla de sus amigos, de la vida que le espera afuera cuando termine mi tratamiento y pueda irse.

—Está tan preso como yo —murmuro.

Oscar simula que no me oyó y sigue hablando. Todos los días presenta informes sobre mí. Los fines de semana su familia viene a visitarlo. Oscar tiene esposa, hijos. Sus hijos tienen excelentes notas en la escuela.

Un ciudadano modelo que cría ciudadanos modelo.

—Jesús —digo de pronto.

Oscar deja de hablar, me mira intrigado.

—Imagínese a Jesús —continúo—. Despertando en el sepulcro, resucitando sin saber quién es, sin saber siquiera que había anunciado su regreso. Cuando sale, no reconoce a sus discípulos.

Oscar se frota la sien tratando de comprender de qué le hablo. No comprende.

—¿De qué me habla, Alfonso?

—Imagínese. Ha venido a salvar el mundo, y ni siquiera lo recuerda.

Alfonso ya no intenta sonreír. Me mira con verdadero odio. Pienso que hace tiempo que no veo tanto odio en una cara. Al pensarlo, recuerdo que ni siquiera sé quién soy.

—No entiende, ¿verdad? Él estaría en mi situación —explico, asestando el golpe de gracia—. Sería como yo. Yo podría ser Jesús y ni siquiera me enteraría.

Oscar —el boy scout, el ciudadano modelo, el creyente— empieza a entender. Se levanta del asiento. Ya no habla de su trabajo ni de su familia.

He dado en el clavo.

—Si el tratamiento resulta —dice—, usted se irá de aquí dentro de unas semanas.

Ahora es él quien me desconcierta.

—Sí —digo, esperando que continúe.

No continúa. Al fin entiendo que no piensa decirme nada. Simplemente le disgusta la idea de que yo salga de aquí. En un gesto involuntario, se moja el dedo con saliva. Con la saliva se traza una cruz sobre la mejilla. El ademán es profundamente perturbador. Los susurros se intensifican en mi cabeza.

Oscar se levanta. Esta vez no promete que rezará por mí.

Sueños inducidos por el ademán de Oscar. Caras con un tajo en forma de cruz en la mejilla. Susurran, susurran. No con la boca, sino con esos labios que les he abierto con un cuchillo. Las imágenes desfilan con creciente claridad. Cortes, tajos, mutilaciones, el sabor de la sangre. Y al final, siempre, mi marca registrada, la cruz en la mejilla.

Me despierto. Trato de olvidar el sueño. Pienso en Lo que el viento se llevó. Hojeo una revista. “En protesta por la invasión saudita-kuwaití a Bahrein, un grupo izquierdista japonés vuela la embajada británica en Ecuador”. Encuentro la sección Sabía Vd. “¿Sabía Vd. que Alan Turing, creador del primer programa informático de ajedrez, fue juzgado en 1952 por homosexualidad y condenado a sufrir un intenso tratamiento hormonal?” Sí, lo sabía, respondo entre dientes. Y ese mismo año Turing se suicidó. Impulsivamente tomo un lápiz y escribo en la misma revista: “Los blandos que condenan la pena de muerte no comprenden que la muerte, para alguien como yo, sería infinitamente más dulce que pasarme la vida encerrado entre cuatro paredes, oyendo continuamente el susurro de los muertos”.

Miro la frase. La reconozco. No acabo de inventarla, sino que la he reproducido de memoria. Es una frase de mi diario, escrita poco antes de mi captura. El sueño de anoche no era un sueño sino un recuerdo.

Acabo de recobrar mi personalidad, aunque todavía no recuerdo mi nombre. El tratamiento ha fracasado. Es como la sección Sabía Vd. “¿Sabía Vd. que Alfonso, antes de ser Alfonso, asesinó y mutiló a su esposa y tres hijos, marcándolos a cuchillo con una cruz en la mejilla?” Sí, lo sabía, respondo. “¿Sabía Vd. por qué?” Porque me condenaban a una vida de encierro, con su pretensión de que los mantuviera y alimentara. Recuerdo vívidamente los detalles, mi diario, mi planificación y mis dudas. Yo me desharía de mi mujer y los tres hijos que ella había corrompido e iniciaría una vida nueva sin ataduras y con una cuenta bancaria a mi disposición. Las cruces sugerirían el acto de un psicópata. Recuerdo las muertes, recuerdo que algo falló y me atraparon, recuerdo el arresto y el juicio. Recuerdo todo menos mi nombre. “¿Sabía Vd. que Alfonso fue sometido a un tratamiento de amnesia selectiva pero recobró la memoria, condenándose automáticamente a pasar su vida en la cárcel, entre cuatro paredes, oyendo susurros?”

Me miro en el espejo y estoy sonriendo. Poco a poco comprendo que la sonrisa es una mueca. Siento repugnancia y remordimiento. Es como un ruido de estática en mi cabeza. Estoy recobrando al que era antes de ser Alfonso, pero estoy mal sintonizado. Debería sentir euforia, y sólo siento pavor y dolor.

Me golpeo la cabeza como si fuera una radio vieja, para ver si la hago funcionar. Por un instante veo en el espejo mis obras de arte hechas de dolor, sangre y excrementos.

De pronto me derrumbo. Me acerco al inodoro y vomito.

Los susurros crecen. Ahora es un bordoneo inmenso, una manga de langostas en un campo sin horizontes, pero todo el campo está en mi cabeza.

Para silenciarlo, me golpeo la frente contra la pared. La pared se mancha de sangre, la sangre salpica el catre, pero los susurros persisten. Bocas con forma de cruz. “¿Sabía Vd. que para Alfonso el encierro es peor que la muerte?”

—Pronto vendrán a atenderlo —dice Oscar. Estoy tendido en el catre. Oscar me ha cubierto la cabeza con un trapo o toalla.

Sonríe, no con su sonrisa de boy scout, de benefactor. Hay algo distinto.

—¿Ha recordado, verdad? —me pregunta.

—¿Cómo lo sabe?

Me ayuda a levantarme, me lleva hasta el espejo, señala. Con la uña, me he abierto un tajo con forma de cruz en la mejilla.

—Su marca registrada —dice. No usa un nombre, pero ya no me llama Alfonso.

—Quiero volver a ser Alfonso —digo, y noto que estoy implorando—. Los susurros me aturden.

Los susurros. El ardor en la mejilla no me importa.

—Imposible. El tratamiento no se puede practicar dos veces. En eso son taxativos —dice Oscar, pronunciando “tac-sativos”. Y añade, con un buen humor que definitivamente no es el del boy scout—: Imagínese, podría trastornarle la cabeza.

Abren la puerta de la celda y entran dos sacerdotes de blanco. No, un médico y un enfermero. Oscar me palmea el hombro.

—Rezaré por usted —susurra.

© 1999 Carlos Gardini