Escultor de cabezas

Aníbal Gómez de la Fuente

¿Qué puedo decir?

No tuve más remedio que convertirme en editor para ver uno de mis cuentos publicados en Axxón.

Ustedes dirán si valió la pena.

Esta soledad me desgarra entre mis cuatro paredes. Pienso en la manera de alejarme de esta sensación y recurro a cualquiera de las actividades que me vacían. Me dedico a ellas con obsesión y quedo extenuado. Me voy a dormir esperando despertar mañana en otro mundo, un mundo en donde todo sea nuevo.

Paso entre las telarañas del sueño y despierto a la vida con los ojos llenos de lagañas. Tengo la visión interrumpida por esas excrecencias que me impiden ver. Mi despertar no es sosegado, por el contrario, resuena con la inquietud de los pájaros matutinos. Mientras despierto la realidad va cambiando, toma formas indefinidas que me invitan de nuevo al sueño, la siento como una masa viscosa que se desplaza con lentitud. Los contornos de las cosas se definen conformando una realidad exasperante.

Siento una necesidad desconocida: quiero parir algo. Mi interior se retuerce y me lastima. Voy hacia el taller y tomo una pieza de arcilla, me acomodo en un banco y la recorro con mis manos sintiendo la suave textura. Mojo mis dedos en agua para ablandar la masa y me dispongo a trabajar. El impulso de creación primario se desvanece, lo trato de traer y se diluye. No lo puedo contener, pero lo intento desesperadamente. Ya se fue y el vacío está de nuevo. Cuando aprieto mi mano siento la arcilla salir entre mis dedos. Esa textura suave antes me daba placer: ahora sólo me recuerda mi impotencia.

Ilustración: Beatriz Cordera

Recuerdo todas las pequeñas cabezas que tallé durante años, todas ellas en este tipo de arranques. Las modelé en arcilla, o las tallé en madera y alguna vez hasta en tiza. Sí, tiza, minúsculas cabecitas blancas; para el trabajo usaba unas agujas que había modificado para poder manipularlas durante el tallado.

Una idea loca cruza por mi cabeza: esas mismas pequeñas cabecitas modeladas por manos no humanas a la luz de una estrella de las que brilla en el cielo. Me imagino guiando unas manos extrañas, me imagino comunicando el pequeño universo de mi percepción. Desecho el pensamiento como otra fantasía.

Otro día de tedio se me presenta en toda su dimensión. Quisiera poder hacer pasar las horas hasta que llegue la noche, para volver a dormir; el recuerdo de mi despertar me habla de que no serviría de nada, sin embargo lo deseo. Lo deseo de veras.

Salgo a caminar y la tarde lluviosa me recibe con poca amabilidad. Trato de despejarme respirando el aire viciado de la última hora de actividad en la ciudad. Es cuando todos vuelven a sus casas y la cantidad de automóviles aumenta haciendo que el aire sea irrespirable. Me distraigo tratando de sortear las baldosas flojas. La vuelta que doy es corta y no satisface mis expectativas. Vuelvo a mi casa tratando de recordar la imagen de esta mañana pero la figura me esquiva.

Las horas se esfumaron y ya es de noche; mi deseo cumplido, sin embargo el malestar continúa. Miro los estantes llenos de pequeñas tallas, todas ellas cabezas de hombres que jamás he conocido, pero me resultan increíblemente familiares. Tomo una de ellas, una de las que está hecha en tiza, la interrogo sobre su origen. Por supuesto no me contesta y la deshago entre mis dedos. Es la primera vez que destruyo una de mis piezas.

Este ánimo destructor me recuerda la arcilla de esta mañana. La encuentro en el taller todavía húmeda. Amaso la arcilla para trabajarla sin saber que haré con ella. Cuando improviso una escultura en el fondo sé que es lo que quiero hacer, pero esta vez es diferente.

Trabajo las formas con gestos delicados y avanzo en la concepción de la obra. Parto. Concepción. Esta vez estoy terminando la pieza y aún no sé que es. Me pregunto a qué dan forma mis manos. Mi revoltijo interior se está deteniendo. Fue sólo un momento de claridad en el que supe qué hacer.

Aquella idea de otros apéndices tallando con instrumentos desconocidos en un planeta extraño vuelve a aparecer, pero esta vez acompañada de una sensación de certeza: me sé el instrumento. El miedo me estremece.

Miro la obra en la penumbra; adquiere una dimensión inesperada y sobrenatural. La figura emana algo sutilmente perverso. La apoyo en un estante y me presiona con una mirada imaginaria. Las sombras de la escultura delinean un contorno obsceno. La siento palpitar con un hálito inhumano.

Tomo la pieza y la llevo hasta el horno que está a la temperatura óptima, la deposito en el centro y cierro la puerta. Miro a través del vidrio opaco y veo la deformidad. Me siento enfrente del horno a esperar que la pieza esté cocida. Ya debería haberlo apagado.

Mientras escucho un lamento la pieza estalla. Recojo sus pedazos y los entierro en un baldío.

© 1999 Aníbal Gómez de la Fuente