CAPÍTULO X
JUEVES… por la noche

No sólo nunca había ella hecho semejante cosa, sino que ni tan siquiera había pensado en que algún día iba a hallarse contemplando la posibilidad de hacerlo. Y, más aún —atormentada como estaba por el persistente temor de que seguramente no tardaría en lamentarlo— vaciló largo rato antes de tomar una decisión. No obstante, de nuevo en su cuarto, pensando hasta el desvelo en qué podría hacer, su desesperación no hizo sino aumentar con el transcurso de las horas, hasta que se resolvió a dejar de lado todo orgullo y telefonear a Milledge Mangrum, rogándole que fuese a verla cuanto antes. La advertencia que le hiciera Patsy Mangrum carecía de importancia en momentos en que sentía que Milledge era la única persona en el mundo que podía ayudarla.

Dispuesta a llevar eso adelante, rogaba por que se hallase en casa, negándose a suponer siquiera que pudiese darle alguna excusa para no acudir o que hubiera abandonado el pueblo en cumplimiento de alguna misión, porque sin él se sentía en el mayor desamparo. Se recordaba a sí misma una y otra vez que —aquella noche en el campo—, en retribución a su promesa de amor, él le había prometido protegerla, sin que le importasen futuras complicaciones.

Vernona no había bajado al comedor a la hora de la cena —hasta se negó a abrirle a Blanche, que subió dispuesta a persuadirla de que debía comer algo—, y no había visto a nadie desde la tarde. No sabía aún si le diría a Milledge que estaba dispuesta a irse con él, o mejor acaso que haría de buena gana lo que él pidiese si la ayudaba en el trance. Todo lo que le importaba en esos momentos era apaciguar el incesante torbellino de su mente. Había cobrado un miedo cerval por Winnie Mae Clawson y la espantaba pensar en su amenaza de hacerla despedir si no hacía voluntaria renuncia de su empleo.

Desde que dejara esa tarde a Winnie Mae, creía oír a cada instante el ruido de un automóvil deteniéndose frente a la casa, y esperaba que pronto oiría las voces de Milo Clawson o de alguno de los miembros del Consejo que vendría a notificarla de que no eran necesarios sus servicios en la escuela de Palmetto, sugiriéndole quizá con énfasis la conveniencia de abandonar el pueblo en cuanto tuviese listas sus maletas.

Era poco después de las ocho cuando, temiendo lo que iba a hacer, pero incapacitada por el momento para proceder de otro modo, bajó en puntas de pies, con todo sigilo, al vestíbulo de la planta baja.

El teléfono se hallaba en una mesita, entre la sala y el comedor. El menor ruido de la calle o del interior bastaba a aumentar su nerviosidad. Se oía el rumor de las voces de Ash y Blanche que conversaban en los fondos. En alguna casa de la vecindad, una radio aumentó súbitamente de volumen y la noche se llenó con el ritmo melódico de la música bailable. Se oía el canto estridente de Martha Belle, que, a solas en la cocina, estaba lavando los platos. Un automóvil pasó, sin detenerse, frente a la casa. Hasta le era posible percibir el tic-tac del reloj situado sobre la repisa de la sala.

Vernona tomó asiento junto a la mesita, y miró con aprensión al teléfono, permaneciendo tensa y erecta, y preguntándose una vez más si debiera permitirse a sí misma un paso semejante.

Nunca en su vida había llamado a un hombre por teléfono para pedirle que la visitara. Pero ahora trataba de convencerse de que, con Milledge, era distinto. Había prometido casarse con ella apenas pudiera divorciarse de Patsy sin comprometer su carrera. Y, sin embargo, por primera vez, la duda se prendió a su mente con tenaces garras, y se preguntó si no era una necia al creer de ese modo en su sinceridad, cuando a lo mejor le había mentido con deliberado propósito. Sin embargo, no queriendo por último dar crédito a sus propios presentimientos, se convenció de que no tenía otro recurso. Por ahora, Milledge era la única persona que podría o querría ayudarla. Se hallaba pronta a hacer lo que él le dijese.

Luego trató de pensar en lo que haría si le tocaba a su esposa atender al teléfono, aunque, se dijo, tan necesitada se hallaba del consejo y la ayuda de Milledge, que sería muy capaz de atreverse a enviarle recado con la misma Patsy. Si Patsy reconocía su voz y rehusaba, tendría que idear otro remedio para verlo. Sería algo arriesgado, quizá una temeridad, pero podría pedirle a Martha Belle que, de paso para su casa, le llevara esa misma noche unas líneas.

Alzó cuidadosamente el auricular, se lo llevó al oído y percibió el sonido intermitente del tono de discar. Luego, sin darse tiempo a pensar más, discó a toda prisa.

Por fortuna, fue el mismo Milledge quien atendió casi al instante. A juzgar por su voz, pareció sorprendido al enterarse de que era ella quien lo llamaba. A la primera inflexión de su familiar acento, una torpe languidez se apoderó de ella, y, acomodando sus brazos en la mesa, se inclinó sobre el teléfono.

—Sí… tuve que llamar —dijo atolondradamente, apagando su voz hasta un murmullo a fin de que Blanche y Ash no alcanzaran a oírla.

Cerró bien los ojos antes de hallar el coraje para participarle el motivo de su llamada.

—Milledge, necesito hablar contigo. Es importante. No, Milledge, por teléfono no…

Medió entre ambos una larga pausa.

—Sí… esta noche… Por eso te llamé, Milledge… Supuse que contestarías tú mismo. ¡Me alivia tanto haberte encontrado! No sé lo que hubiera hecho de no encontrarte. Hubiese sido terrible, Milledge. ¡Te necesito tanto!…

—Lo veo —dijo, quitándole la palabra de la boca—. Ojalá hubieras llamado más temprano.

Por primera vez, su voz le pareció extraña, y llegó a la inevitable conclusión de que se hallaba disgustado. Entrecerró los ojos, haciéndose a la idea de que accedería a ayudarla apenas supiese cuán urgente era. Oyó que luego decía:

—Ahora es algo tarde. Creo que sería mejor esperar…

—¡Pero si apenas son las ocho pasadas, Milledge!…

—Lo sé, pero había dejado un trabajo pendiente para esta noche. Es algo que debo terminar. No puedo postergarlo por más tiempo. Lo lamento, Vernona. Pero, realmente, debo hacerlo.

Su mano transpiraba apretando con fuerza el auricular.

—¿Pero no podrías tú… Milledge, por favor… no crees que podrías venir ahora… al instante?

—Pero ¿por qué esta noche? —dijo con brusquedad.

Esta vez la asustó la inflexión de su voz, preguntándose qué pensaría de ella que así le rogaba para que fuese a visitarla. Se prometió que si él accedía a verla, sería la única y vez que procediera de ese modo.

—Milledge…

—¿Cómo puede ser tan importante? —preguntó él.

—Pero lo es, Milledge —le encareció con angustia—. Es terriblemente importante.

—Veo que tienes urgencia; pero ¿qué cosa podría ser tan urgente a estas horas de la noche?

—Te lo diré cuando estés aquí, Milledge.

—¿Qué ha ocurrido, Vernona?

—Prefiero no decírtelo por teléfono.

—¿No crees que exageras?

—Es grave, muy grave, Milledge… Me afecta mucho… y también a ti; a los dos…

—¿Algo relacionado con lo de la otra noche? ¿Se trata de eso, Vernona?

—No… no es eso, Milledge. Es algo más.

Hubo una pausa, más larga que las anteriores. El pensamiento que entonces la asaltó fue que estaba tratando de hallar un motivo más convincente para no ir. Contuvo la respiración, con el alma en un hilo. Sentía que sus ojos se llenaban de cálidas y punzantes lágrimas. Era como si el eléctrico zumbido del teléfono la agitara hasta en lo más íntimo. A fuerza de apretarlo, el auricular le calentaba y humedecía la mano.

—¡Milledge… por favor! Haré todo lo que digas… todo lo que quieras de mí. Te lo prometo, Milledge. Puedes pedirme lo que desees. Sé lo que digo, Milledge. Puedes creerme. No te pediré nunca más nada…

—¿Dónde estás ahora? —Y fue como si su voz sonara a miles de kilómetros, como si estuviese hablándole desde algún remoto rincón del mundo. El estruendo de la música bailable golpeteaba sin piedad contra su conciencia. Aplastó la palma de la mano contra su oreja libre. Algo en la manera brusca y despegada con que él le hablaba parecía anunciarle que no lo vería más—. ¿Dónde estás ahora, Vernona? —repitió, forzando la voz con impaciencia.

—Donde Mrs. Neff.

—¿En la casa de Mrs. Neff?

—Sí, Milledge.

Hubo una pausa larga y significativa. Oprimió hasta el dolor el auricular contra su oreja. Se apoyó levemente sobre la mesa. El zumbido del teléfono acreció hasta ensordecerla.

—Prefiero no ir allí. —Pudo oír que decía, y fue como si su voz llegase a través de una enorme distancia. Empezaron a latirle las sienes—. No quisiera que me viesen allí por ahora. Se ha murmurado ya en el pueblo, y podría ser peligroso. Prefiero que el chisme se aplaque antes de mostrarme de nuevo por allí. Hasta sería mejor que no nos viésemos durante un tiempo. Te das cuenta, ¿no es cierto Vernona? Tengo que ser muy prudente con tales cosas. Debo evitar el verme mezclado en un escándalo.

Cerrando los ojos, musitó para sus adentros:

—¡Dios mío!, ¿qué voy a hacer ahora?

—¿Me oyes, Vernona? —dijo él, alzando la voz.

—Sí… y también dijiste antes que harías cualquier cosa por mí si yo te necesitaba. Recuerdas eso, ¿no Milledge? ¡No te habrás olvidado de la otra noche en el campo, y de todo!…

—Por supuesto que lo recuerdo —asintió con una risita—. Y eres, por cierto, una chica maravillosa, Vernona. Pasamos juntos una noche inolvidable. Colmaste mis más caros deseos. Eres una chiquilla encantadora. Pero será mejor para ti que me dejes manejar esto a mi manera. Debes comprenderlo. Ponte en mi lugar. El escándalo sería mi ruina. Estoy demasiado metido en la política, y me confiscarían. No puedo cometer imprudencias. Pero en cuanto se acallen las murmuraciones…

—Milledge… no comprendes. ¡Sería demasiado tarde entonces! ¡Tan importante es, que debo verte esta misma noche! ¡Ahora mismo, Milledge… ahora mismo!…

—Pareces algo alterada ahora, Vernona —le dijo—. Te llamaré luego.

—¡No, Milledge! —suplicó, conteniendo el llanto. Sería fácil para él prometer llamarla y luego no hacerlo. Y si ella trataba de telefonearle de nuevo, hasta podría no atenderla. La música de la radio cesó de repente—: ¡Milledge… ya has oído que no puede esperar!

—No te preocupes. Volveré a telefonearte.

Gradualmente cobró conciencia de hallarse de nuevo percibiendo el fuerte zumbido del teléfono y comprobó que no sólo él no la escuchaba ya sino que ni siquiera podía suplicarle.

Se quedó mirando con atormentada fijeza el auricular, que sostenía aún en su mano húmeda, y preguntándose si sería capaz de llamarlo de nuevo. No hubiese podido precisar cuánto tiempo transcurrió hasta el instante de percibir el pesado andar de alguien por el porche. Colgó precipitadamente el fono.

El ruido de los pasos se hizo más intenso, y no era fácil identificarlos. Hasta podrían ser de Milo Clawson que viniese a pedirle su inmediata renuncia, o de algún miembro del Consejo trayéndole idéntico mensaje.

Clavó la mirada en la silueta que surgía de la oscuridad y reconoció a Thurston Mustard que, con su ropa destrozada y todo revolcado, entraba tambaleándose a la casa. Al principio no la vió, pero cuando llegaba a la escalera se detuvo y la miró como si nunca la hubiese visto en su vida. No habría podido decir cuánto tiempo estuvo contemplándola, lo cierto es que ella abandonó la silla con toda cautela y luego corrió hacia la sala.

Se hallaba de pie junto a la mesa de centro cuando, recorriendo a tientas el corredor, entró en su busca. Observó que llevaba el cabello revuelto y despeinado y que parecía no haberse afeitado en varios días. Sus ojos brillaban penetrantes.

—¡Deje de escaparse de mí! —le ordenó con aspereza.

Ella no despegó los labios.

—Necesito hablar con usted.

Vernona persistió en su silencio.

—¡Dígame!… ¿dónde está Jenny? —preguntó.

—No sé, Mr. Mustard —replicó Vernona.

—Bueno… alguien debe saber dónde está, ¿no es así?

Vernona asintió con un movimiento de cabeza.

—Muy bien. ¿Y si alguien lo sabe, por qué no usted?

—Lo siento, Mr. Mustard. Pero no lo sé.

—Usted está tratando de ocultármela, ¿no?

—No, Mr. Mustard.

—No está mi coche, ¿no es cierto?

Vernona negó con un nuevo ademán de cabeza.

—Muy bien. Eso prueba que ha salido a alguna parte, ¿no?

—Sí, Mr. Mustard.

—Entonces… ¿a dónde fue Jenny?

—Oí decir que iba de visitas, Mr. Mustard. —Nunca había visto borracho a Thurston y su insólita conducta la asustaba. Temía que se pusiera furioso y la agrediese si llamaba a los Neff—: Sinceramente es todo cuanto sé de ella. No ha vuelto desde ayer. Pero tal vez regrese, Mr. Mustard.

Se le acercó con ligero tambaleo, y al inclinarse hacia ella por encima de la mesa, percibió el fuerte tufo a whisky. Entonces tuvo verdadero miedo y desistió de llamar.

—¡Diga! ¿No es usted esa maestra tan bien parecida que les sorbe el seso a todos en…?

Con la mirada fija en ella se aferró a la mesa con ambas manos como si hubiese hecho un descubrimiento tan agradable como inesperado.

—¡Claro que es ella! ¡Seguro que sí! No trate ahora de decirme que no es ella. Siempre me gustó imaginarme cómo sería intimar con usted. Pero no tuve más oportunidad que un chino. Estaba siempre temiendo cambiar una mirada con usted en presencia de Jenny; pero eso no quiere decir que no tuviese ganas de hacerlo. He divagado mucho al respecto todo este tiempo. Me han dicho que es capaz de hacer que un hombre se trepe a los árboles como una ardilla voladora en busca de nueces. Eso es lo que he oído en todas partes, de modo que ha de ser la pura y santa verdad. Todo el mundo lo dice excepto Jenny. Jenny dice que debiera existir una ley para encerrarla donde nadie la vea, a fin de que yo no me forje ilusiones sobre usted. ¿No sería eso una vergüenza, maestra? ¿Qué piensa usted de una mujer que ni siquiera rindió fianza para sacarme de la cárcel y que, en cambio, se fue de paseo en mi coche? ¡Linda manera de tratar a un hombre esforzado como yo!, ¿eh? ¡Hacía un año que no tomaba un trago; pero hoy me he desquitado en grande! He trabajado para mantenerla, y le he dado todo lo que disponía, y ella se manda ahora mudar como si no valiese yo más que uno de esos canarios moquillentos de que tanto habla Ash Neff. ¿Sabe lo que tendría que hacer? Tendría que ir y retirar el cheque con mi salario del próximo mes a fin de contratar a alguna que confíe en mí lo bastante como para ser mi cara mitad.

Se estiró, echó mano de una de las sillas, y la arrastró hasta él sentándose luego con todo el peso de su cuerpo. Después de hallar una cómoda postura se quedó contemplándola con aire grave y reflexivo. No tardó en menear la cabeza como si hablara consigo mismo, y medio se sonrió satisfecho.

—¡Y bien, simpática maestra, no se vaya usted! —le dijo—. ¿Me oyó? Quédese donde está. Hay importantes asuntos que debemos discutir entre usted y yo, asuntos endiabladamente importantes, y no quiero esperar demasiado a fin de arruinarlos. Cuando hayamos discutido la situación conjunta y en general, habremos puesto un sin número de cosas en su lugar.

Mr. Mustard —replicóle ella angustiada— ¿no cree usted que debiera pedir noticias de su esposa a Mr. y Mrs. Neff? Pueden tener alguna novedad para usted. —Temía quedar atrapada y retenida por la fuerza en la sala. Todavía estaba esperanzada en que Milledge telefoneara de un momento a otro y, cuando lo hiciese, tendría que atender el teléfono—. Por favor, vaya a preguntarles, Mr. Mustard —suplicó—. Podrían saber exactamente dónde está su esposa y cuándo volverá.

Thurston hizo un ademán de desagrado agitando una mano frente a su nariz.

—No se inquiete, maestra. Nada quiero ya saber de esa mujer. Es de lo último que hablaría. Mientras menos sepa de ella en adelante, mejor me sentiré. De quien quiero informarme es de usted. Quiero explorar a fondo, tomándome todo el tiempo posible, como lo hace un auténtico explorador cuando se propone averiguar algo por sí mismo. Quizá esta vez sea mejor que se haya ido Jenny. Tal vez no quiera volver más. ¡Y eso ya supone algo!…

Se echó hacia adelante en la silla, midiéndola con la mirada, examinándola con morosa y penetrante intimidad. Al cabo de un rato, volvió a reclinarse contra el respaldo y entreabrió sus labios en una sonrisa.

—¿Sabe usted una cosa, maestra? Usted causa efecto en un hombre. ¡Ya lo creo que sí! Después de mirarla y apreciar sus muchos atractivos, ninguno que esté en sus cabales podrá contentarse ya con nada. La sola vista de tan bellos encantos echa a perder a un hombre para el resto de su vida. Todas las demás pasarán a segundo plano. ¡Diablos, no! ¡A cuarto plano! Ahora bien: ¿quién desea soportar a su lado a una mujer de cuarto plano? ¡Yo no!…

Y sonrió con aire de conocerse bien a sí mismo.

—Le diré de qué se trata, maestra. Hagámonos la cuenta de que Jenny se haya ido al infierno, y que sea para mejor. Ya lo hemos dejado todo en claro y limpio de obstáculos. No tenemos para qué hablar más de eso. Ahora bien… ¿qué le parecería emprender un viajecito conmigo? ¿Sólo yo y usted, solitas nuestras almas? No quiere decir que nos casemos precisamente. Basta con que nos levantemos y nos vayamos. ¿Qué piensa usted de esto, eh maestra? ¿Suena bien, jmmm… eh… jmmm, simpática, eh?

—No, Mr. Mustard. No podría ser —se apresuró a decir.

—No se precipite tanto a rehusar lo bueno —dijo, enfadado por su instantáneo rechazo.

—Lo lamento, Mr. Mustard.

—Muy bien. Eso es mejor. Eso no es decir que sí ni que no. Siempre es el mejor sistema para discutir algo importante.

Acercó su silla hacia ella.

—¿Estuvo alguna vez en Chicago?

—No.

—Apuesto a que le gustaría saber cómo es.

—Algún día, Mr. Mustard. Pero no ahora.

—¿Por qué no ahora?

—Por varias razones.

—Cíteme una.

—Vine a Palmetto a enseñar.

—Usted no debe enseñar y lo sabe.

—Pero necesito hacerlo.

—¿No se estará creyendo que es mucha mujer para mí, eh?

—No. No es eso, Mr. Mustard.

Thurston cruzó las piernas y permaneció un instante pensativo.

—¡Escúcheme! —dijo con gravedad—. Tal vez usted no lo sepa; pero yo contaba con hacer un viaje de recreo a Chicago. Me lo he pasado trabajando y haciendo planes como un zurdo estúpido que se hace colocar los grillos por la mano derecha de un mono. Luego ese hijo de perra de Em Gee Sheddwood vino y me lo derribó todo. Ese hijo de perra de Sheddwood no quiere cultivar más mijo. Una miserable jugarreta como esa bastaría para convertir al más sobrio de los predicadores en un borracho perdido. Me manifestó que no cultivaría más mijo porque sabía lo mucho que yo esperaba de eso, y luego se volvió y me dijo que antes cultivaría tabaco para los conejos y nueces para los monos, con lo que demuestra hasta dónde llega su mezquindad. Pero a pesar de todo, lo mismo he de ir a Chicago. Pude guardar una pequeña suma en cierto lugar que tuve mis buenas razones para mantener en reserva. Me alegra mucho, por cierto, que no se haya usted casado con ese hijo de perra de Sheddwood. Ahora podrá partir conmigo a Chicago y hacerme compañía. ¿Qué dice de eso, simpática maestra? Sólo yo y usted, y solitas nuestras almas rumbo a Chicago, ¿eh?

—Lo siento, Mr. Mustard; pero yo no podría…

—¿Quiere dejarse de repetir eso una y otra vez? —la interrumpió, y dió con el pie en el suelo con todas sus fuerzas—. ¿Quién se cree, por último, que es usted, grandísima niña? Siga con eso y la voy a agarrar y a dar tantas palmadas en el trasero que se le va a poner morado. Hace que un hombre se ilusione y luego le da la espalda y quiere distanciarlo. La he estado observando cómo juega al «quiere y no quiere», y bien sabe que eso es todo lo que se necesita para que un hombre la eche al suelo, y le sobe la badana. Si yo no la echo al suelo y lo hago, otro cualquiera lo hará; y si no lo hace otro cualquiera, lo hará el que esté más cerca. Ahora ya sabe por qué no le conviene seguir conduciéndose como una grandísima niña. Usted es la chica más salerosa que se ha visto, con un grandísimo salero, y eso es cuanto necesito para lo que me aflige. Después de todos estos míseros años al lado de Jenny, voy a tomarme un largo desquite con usted. No sabía qué estaba yo echando de menos hasta que usted llegó a Palmetto, buena moza…

Hizo una pausa y la examinó de un modo especulativo.

—No se me hará usted la de las monjas por mucho tiempo. Sé cómo hacer para que se olvide de eso. Tengo lo que se necesita. Lo hallará bueno y en cantidad. Ahora, volvamos al asunto, juntemos las cabezas y discutamos ese viaje a Chicago que yo voy a hacer con usted, buena moza.

—¿Qué se puede hacer en Chicago, Mr. Mustard? —preguntó ella.

—Iremos a ver los grandes galpones de almacenamiento y los elevadores de granos. Seguramente habrá algunas exposiciones abiertas de maquinaria agrícola. Aparte de todo eso, visitaremos algunos de los clubes nocturnos de que he oído hablar. No va a arrepentirse de viajar conmigo a Chicago, simpática. Después, no querrá irse más de Chicago.

Una ruidosa tremolina tenía lugar en tanto en el porche de entrada. Vernona y Thurston, sobresaltados por tan repentino disturbio, se volvieron y prestaron oídos. Primero el ruido sugería los trastazos de varios hombres que estuviesen golpeándose en medio de un arrastrarse de sillas, y luego sintieron que alguien era empujado, entre forcejeos y protestas, desde el porche hasta el vestíbulo.

Un nuevo alboroto, de más corta duración, pero aún más violento, tuvo lugar en el vestíbulo y luego se vió a Ash que empujaba con todas sus fuerzas a Floyd Neighbors metiéndolo en la sala. Floyd fue a dar contra la pared, y allí quedó mirando fijamente a Vernona y Thurston. Estaba rojo y agitado. Ash se sentó casi sin resuello.

—¡Sabía que estaría aquí con alguno! —gritó Floyd, acusador, encarándose con Vernona—. Permite que cualquiera se le acerque, pero a mí me echa de su lado. Se lo permite a Mr. Cash, a Mr. Sheddwood y a Mr. Mangrum, y ahora está con éste…

Dirigió a Thurston una mirada furibunda, agitando los puños.

—Todos pueden hacer lo que se les antoja, menos yo. ¡Ha sido egoísta conmigo siempre que ha podido! —agregó mirando nuevamente a Vernona—. No juega nada limpio. ¿Por qué me hace esto? ¡Si yo no le gusto, no debe gustarle ninguno!

Blanche, que había oído la escaramuza del vestíbulo, y los gritos en la sala, llegó corriendo desde su pieza para averiguar lo que ocurría. Entró y se detuvo mirándolos a todos —de uno en uno— con ojos inquisitivos.

—¿Qué diablos está pasando? —preguntó con agitación, dando unos pasos hacia la mesa de centro—. Ya iba a acostarme cuando oí esta trifulca. Era como si se estuvieran peleando en toda la casa.

Ash señaló con el dedo a Floyd, que seguía arrimado a la pared.

—Ese era el causante del alboroto. Lo pesqué ahí afuera, detrás del tronco de la encina, en el patio. Yo estaba en el porche tomando el fresco cuando vi que se escondía detrás del árbol. Supuse que nos iba a hacer una nueva trastada. No se dió cuenta de que yo lo estaba mirando, porque no podía verme en la oscuridad; de modo que me deslicé al amparo del barandal, pude rodear la casa por el fondo y me arrastré a espaldas suyas. No sé lo que se traería entre manos esta vez; pero se conducía como si se estuviera aprontando para colarse, de nuevo en la casa y subir escalera arriba como ya lo ha hecho; y no quiero que eso vuelva a ocurrir tan pronto. Dos veces estuvo a punto de escapárseme; pero helo ahí ahora. Estos colegiales de su edad son mucho más fuertes de lo que uno piensa. Si yo no hubiera tenido tantos deseos de ponerle la mano encima, me habría arrojado al suelo en un periquete.

Blanche estaba meneando la cabeza llena de pesadumbre cuando Ash terminó de hablar.

—Debí haber llamado a la policía como fue mi intención —dijo—. La culpa es mía por no haberlo hecho. ¡No será porque no lo supe a tiempo!… ¡Floyd Neighbors: vas a enloquecer a esta pobre muchacha si sigues con esto! Será preciso tomar medidas…

—Sólo hay una cosa más cargante que un colegial metido a hombre —dijo Thurston— y es un pollo alharaquiento alardeando en un gallinero un sábado por la noche…

Ash buscó en su bolsillo y sacó un pequeño revólver, exhibiéndolo en la palma de la mano para que todos lo viesen.

—¡Esto es lo que tenía! —les dijo—. Palpé el bulto en su bolsillo cuando estaba tratando de sacarlo del patio. Menos mal que se lo quité…

—¿Qué diablos estaba haciendo con una pistola? —chilló Blanche, espantada a la vista del arma—. Pudo haber herido a alguien. Es terriblemente peligroso para un niño, y para cualquiera, cargar con semejante cosa…

—Pregúntale a él lo que estaba haciendo con eso —dijo Ash—. No quiso decírmelo cuando traté de averiguarlo. Se me enfurruñó y no quiso explicarse.

Floyd se abalanzó sobre Ash, de un manotón le arrebató el revólver, y luego, apuntándolo amenazante contra los que se hallaban en la sala, volvió a arrimarse a la pared.

Thurston, ya parcialmente sobrio a todo esto, abandonó la silla y se precipitó hacia Floyd.

—¡Dame esa arma, Floyd! —lo conminó con energía.

—¡Hará mejor en quedarse donde está, Mr. Mustard! —dijo Floyd, apuntando la pistola a la cabeza de Thurston, que se vió forzado a detenerse a escasa distancia.

—¡Cuidado, hijo! —lo previno Ash, preocupado—. Es muy peligroso manotear de ese modo. Esas cosas se disparan cuando menos te lo piensas. Lo mejor que puedes hacer es dejarla sobre la mesa, hijo. Sé por qué te lo digo. He presenciado algunas muertes por accidente: cuando te acuerdas, ya es demasiado tarde para reparar el daño. ¡Vamos, hijo, escúchame y haz lo que te digo!…

—No me importa —dijo Floyd, con los ojos clavados en Vernona, que se hallaba en el lado opuesto de la pieza—. Le dijo a mi papá que debía enviarme lejos, a otra escuela. Fue hoy a la botica y se lo dijo. Sé por él mismo que lo hizo… Quiere deshacerse de mí para gustar a otros…

—Hijo… estás alterado ahora. —Y Ash intentó razonar con él—. Nunca resultó nada bueno el amenazar a la gente con una pistola. Si la dejas, como te he dicho, y tomas asiento, podríamos hablar sobre…

—No se saca nada hablando con ella. Ha sido egoísta conmigo desde que llegó. Me gusta y ella lo sabe. Es mezquina conmigo porque quiere. Por eso le dijo a mi papá que me enviara lejos. —Empezó a llorar. Las lágrimas anublaron sus ojos y trató de enjugárselas con los nudillos de su mano libre—: ¡No voy a irme! ¡Nadie podrá obligarme!…

—Hijo, bien sabes que eres demasiado joven para portarte así con una muchacha sólo porque no quiere hacer lo que tú quieres que haga. Como sea, esa no es manera de conquistar a una muchacha. Lo comprobarás cuando seas mayor. No puedes obligar a Nona ni a nadie a hacer eso, y el hecho de apuntar con una pistola no te va a ayudar ni pizca. Luego, lo que debes hacer, es entregarme esa pistola y te doy mi palabra de que nos sentaremos todos aquí a arreglar las cosas para que no te envíen lejos, a otra escuela. Dame, pues, la pistola, hijo. Es lo único sensato…

Todos quedaron a la expectativa; pero transcurrían los segundos y Floyd no daba el menor indicio de haber escuchado a Ash. Mientras lo observaban, vieron que su mano comenzaba a temblar. Luego, súbitamente, en un abrir y cerrar de ojos, la pistola hizo fuego y la bala cruzó la pieza y silbó junto a Vernona errando apenas el blanco. Antes de que pudiera gatillar de nuevo, Ash y Thurston saltaron sobre él. En el preciso instante en que le echaban mano, sonó un nuevo disparo y Floyd cayó al suelo, soltando el arma.

En el acto Thurston dió un puntapié a la pistola para ponerla fuera del alcance, y luego, ayudado por Ash, entre ambos levantaron al niño y lo llevaron al verde sofá. Ya no lloraba; pero las lágrimas recientes inundaban su rostro. Vernona se acercó y se inclinó a contemplarlo. A poco se cubrió el rostro con ambas manos y lloró en silencio.

—¡Ve a telegrafiar al médico! —gritó Ash a Blanche—. Parece que es demasiado tarde; pero puede que el médico haga algo por él. ¡Dile que se dé prisa!

Blanche, retorciéndose las manos, dió por primera vez señales de vida desde que sonaron los disparos. Parecía que aún no se daba cuenta de lo ocurrido cuando salió de la sala. Martha Belle se hizo presente en el momento en que Blanche se precipitaba a llamar al médico.

—Creo, Ash, por el modo en que respira, que no va a durar mucho más —observó Thurston con un perplejo movimiento de cabeza.

Ash asintió en silencio, con aire grave.

—¿Qué lo llevó a hacer semejante cosa y a atentar también contra Vernona? —preguntó Thurston, ya del todo sobrio—. ¡Pudo haberla matado, Ash!

—¡No sé, Thurston! —dijo Ash, tomando asiento en una de las sillas, frente al sofá—. Además, Floyd no tenía edad suficiente para saber por qué lo hacía. La gente dirá ahora que podríamos haberlo impedido; pero no sé cómo. Se había hecho el ánimo de hacerlo y encontró la manera. A eso vino aquí esta noche, a dar muerte a Nona y dársela él. Fue una feliz casualidad que no la alcanzara a ella, de otro modo habría consumado todo lo que se proponía. Estaba obsesionado porque iban a enviarlo lejos, como él mismo dijo. Siempre temí —desde que dió tales muestras de afición por Vernona— que sucediera algo; pero no me imaginé que acabaría en esto…

Blanche volvió del vestíbulo y se paró junto a Vernona, al lado del sofá. Martha Belle lloraba en silencio.

—¿Dónde está el médico? —preguntó Ash.

—Ya lo enviaron. Dicen que vendrá pronto…

—Tendrá que darse prisa —dijo Ash, contemplando a Floyd— o va a ser demasiado tarde.

Se oyó en el vestíbulo el estridente sonido del teléfono. Vernona salió corriendo de la sala y levantó el auricular. Tenía la certeza de que era Milledge que llamaba por ella, como se lo había prometido. Cuando oyó una voz de mujer, se hundió desfalleciente en la silla. La operadora de la estación telefónica le estaba diciendo que Mike Vawn, el policía, se había enterado del tiroteo ocurrido en casa de los Neff, y que se dirigía hacia allí para investigar.

Vernona volvió el auricular a la horquilla, y se quedó mirándolo como alucinada. Sintió ganas de llorar; pero las lágrimas no acudieron a sus ojos. Oyó que Blanche se le acercaba.

—Nena, si está usted pensando en telefonear a Milledge Mangrum, no lo haga —dijo Blanche, sentándose al lado opuesto de la mesa—. Telefonearle ahora sería perder el tiempo. Patsy está decidida a no cederle el lugar en la mansión del gobernador, lo que quiere decir que en mi vida podré yo saber cómo se siente una cuando va allí de visita. No quisiera echarle a usted toda la culpa; pero no está de más que conozca la enorme decepción que constituye eso para mí, luego de haber confiado tanto en que se casaría con Milledge Mangrum. Cuando usted desdeñó a Jack Cash, cavilé mucho sobre el problema, y luego decidí que —después de todo— sería aún mucho mejor para usted casarse con Milledge. Fue por eso que empecé a contemplar la posibilidad de visitarla de vez en cuando en la mansión del gobernador.

Vernona se echó sobre la mesa, dobló los brazos y reclinó su cabeza en ellos.

—Lo siento, Mrs. Neff —dijo con un hilo de voz— pero no puedo evitarlo. Desde el principio sospeché que Milledge no me amaba, aunque no quería confesármelo a mí misma. Cuando vine a Palmetto, pensé que, dedicándome a la enseñanza, dejaría de tener miedo… miedo de enamorarme y sufrir un nuevo desengaño. Mr. Neff lo sabe, Mr. Neff me lo dijo una vez que yo parecía una de esas que…; pero no viene al caso. Como sea, me decía que yo era una de esas que sacaban a las gentes de los agujeros en que se arrastraban, y yo me lo he pasado sacando a flor de piel mi propia personalidad. Ahora todo el mundo sabe lo que en realidad soy. Detesté a Winnie Clawson porque descubrió que yo jamás podría amar a ninguno, sino que trataría siempre de conseguir a los hombres que no podía tener. He ahí por qué dijo que yo no era más que una pérfida y afortunada prostituta. No puedo seguir fingiendo por más tiempo. Tengo que ser lo que soy… ¡no puedo evitarlo!

—¡Qué cosa más singular, nena! —dijo Blanche—. ¿De dónde diablos ha sacado esa idea de sí misma?…

Pasó largo rato antes de que la joven respondiera a Blanche. Sintió el escozor de las lágrimas, que acudieron por último, a sus ojos, como el único consuelo que había hallado siempre en su soledad. Sus crispadas manos terminaron por soltarse aliviadas.

—Pude haber sido diferente, sin embargo, Mrs. Neff. Pero no del modo en que usted piensa. Me gustaba Floyd. —Levantó la cabeza de entre los brazos y miró a Blanche a través de la mesa—. Floyd me gustaba mucho. Estaba muy contenta de su pasión por mí. Deseaba amarlo con todas mis ansias; pero me lo prohibía a mí misma. Si hubiera tenido el coraje de huir con Floyd, e incluso casarme con él, podría haber sido feliz a su lado por el resto de mi vida. Fue la única oportunidad que jamás tuve de ser realmente feliz. Ahora habré de seguir siendo lo que siempre he sido; lo que Winnie Mae ha dicho que soy. Pero todo ha terminado ya. De nada sirve intentar explicarse. Todo ha terminado.

Se oyeron chirriar los frenos de un automóvil frente a la casa, luego el rechinar de la verja, los pasos apresurados de alguien que se encaminaba hacia el porche por el sendero de ladrillos. Ash y Thurston salieron al vestíbulo creyendo que llegaba el médico. Mientras estaban a la expectativa, Em Gee Sheddwood atravesó el porche y se detuvo en la puerta cancel. Sus ojos parpadeaban nerviosos hostigados por la luz.

Thurston Mustard fue el primero en moverse. Con los ojos puestos en Em Gee, echó mano al bolsillo, sacó un frasco con un resto de whisky, y se lo empinó con ruidoso gorgoteo. Después de limpiarse la boca arrojó por la puerta, despreocupadamente, la botella vacía, y por poco se la asesta a Em Gee, que, haciendo caso omiso de todos los presentes, atravesó el vestíbulo y se fue derecho a la mesa del teléfono donde estaba sentada Vernona.

—Escúcheme Vernona… algo anda mal —dijo con expresión lastimera—. Puede que usted crea que me conduzco de un modo peculiar después de lo sucedido, pero quiero cambiar nuevamente de parecer —dijo esto sin apartar la mirada de la joven y meneando la cabeza de lado a lado—. Wilma… Wilma… —se interrumpió, incapaz de rematar la frase.

Ash pasó a su lado y luego se volvió mirándolo cara a cara.

—¿Por qué tan afligido Em Gee? —preguntó con curiosidad—. ¿Qué le ha pasado para alterarse de ese modo?

—Wilma… —profirió Em Gee, parpadeando.

—¿Qué pasa con Wilma?… ¿No se casaron ya como usted lo había dispuesto?

Em Gee puso la cara larga:

—Jack Cash se casó con ella mientras yo me hallaba en la cárcel, Ash. La cosa está ya rematadamente hecha. Es demasiado tarde para deshacerla, Ash. Esa es la atroz vergüenza. —Se interrumpió por un momento y luego miró a Vernona—: Ni se me pasó por la mente que Jack Cash fuese capaz de hacer eso mientras yo daba vuelta la espalda. Pero si Vernona quiere…

Ash soltó la risa, diciendo como si hablara a solas:

—Jack Cash es otro hombre ahora, Em Gee. Debió tener en cuenta eso y poner a Vernona fuera de foco. Tiene más calorías que una casa en llamas desde que Vernona le metió fuego. Siendo como era, llevó un rato encender la llama para sacarlo humeando de su agujero, pero desde entonces no ha habido modo de apagarlo. Wilma va a tener que afanarse día y noche para que se enfríe.

Em Gee se había vuelto hacia Thurston y lo miraba furioso:

—Este agente agrario me buscó pelea en la calle e hizo que me metieran preso, obligándome a desperdiciar todo ese tiempo que había yo destinado a casarme. Lo único que le interesaba era hacerme cultivar mijo, a fin de que pudiera emprender un viaje a Chicago. —Y Em Gee tomó a Ash por un brazo—. Mire usted, Ash, Ash… escúcheme —agregó con gravedad—. Yo siempre fui uno a quien le gustó empezar una cosa y no soltarla por nada del mundo hasta terminar con ella. Quiero que olvide todo lo relativo a ese testimonio que usted iba a prestar por mí. Haga cuenta de que nada ha ocurrido. Me he propuesto casarme con una y quiero finiquitar el asunto.

Thurston se echó a reír ruidosamente y dijo:

—Em Gee, la próxima vez, si no quiere perder tanto tiempo en despachar su asunto, podría hacer las cosas mejor. Me importa un rábano ahora que usted cultive mijo o colas de gato, o tabaco para los conejos, o nueces para los monos, en todo el resto de su vida. Como sea, encontré ya el modo de ir a Chicago. ¡Y más que eso: adivino que no estaré solo ni un minuto!

Em Gee miraba a Vernona:

—Ahora, escúcheme usted, Vernona —dijo—. ¿Qué piensa de lo que le dije hace un rato? ¿Le parece bien? En adelante no tendrá ya que temer estos vaivenes míos que me llevan para atrás y para adelante. No tengo tiempo que perder en andar por ahí buscando de nuevo…

Blanche empezó a darle con el codo a Vernona.

—Ahí tiene la solución, nena —la urgió Blanche—. Esta es la gran oportunidad de su vida. Quizá nunca se le vuelva a presentar una proposición tan honesta hecha por un hombre rico. Además le evitará caer en eso que dice usted de sí misma. Vaya y dígale que se casará con él. No quiero que piense que soy dura de corazón, pues por naturaleza no lo soy. Tendría mucho gusto, a pesar de todo lo ocurrido, en que permaneciera en mi casa, como si fuera de mi propia familia, a no ser por los chismes que seguramente eso acarrearía. Porque ahora se levantará un vendaval de murmuraciones, y, por usted misma, no podrá quedarse ni un minuto más de lo debido. Quizás piense que es cruel decir esto; pero tengo que pensar en mí misma. Necesitaré recibir a la nueva maestra que llegue a Palmetto, y el Consejo Escolar…

Vernona se levantó de la mesa del teléfono. Estaba mirando a Thurston, a través del vestíbulo, y pugnando con las lágrimas que asomaban a sus ojos. Por fin, lentamente, desde las comisuras de sus labios, comenzó a extenderse una sonrisa.

—Nadie podrá disuadirme ahora de lo que me he propuesto hacer —dijo Thurston mirando a Em Gee con ceño belicoso—: Tengo que decir un par de cosas sobre el aspecto conjunto de la situación en general. Ahora bien, para empezar con…

—Demoraré muy poco en empacar mis cosas, Mrs. Neff —dijo Vernona a Blanche, sin apartar aún los ojos de Thurston. La incipiente sonrisa terminó por invadir sus mejillas—: Voy a irme por un tiempo con Mr. Mustard. Haremos un viaje juntos. Nos iremos en cuanto él diga que es la hora de partir…