CAPÍTULO VI
LUNES… por la noche
En cuanto terminaron de comer, Vernona subió a su habitación. Desde que regresara, había decidido que esa noche se acostaría temprano y leería en la cama; pero sintió que tras ella subían Thurston y Jenny Mustard, y se dispuso a esperar antes los acontecimientos. Porque, cansada y abatida como estaba a causa de lo ocurrido en la escuela, dejaría al instante su cuarto en caso de que tuviera que soportar otra de las interminables querellas de los Mustard. Estas solían durar una hora, o varias, o bien, cuando Jenny se mostraba especialmente furibunda y rencorosa, hasta después de medianoche.
En lugar de meterse en cama como se había propuesto, se sentó a esperar. Si empezaban con sus recriminaciones, se había hecho el ánimo de bajar a sentarse al porche o a la sala.
En cuanto entraron a su alcoba —vecina a la de Vernona— se oyó un violento portazo, y Jenny empezó:
—Tuve que estar rematadamente loca cuando me casé contigo, Thurston Mustard —le gritó, y su voz chillona se filtró clara y distintamente al través de la endeble pared que separaba las habitaciones.
Jenny parecía más furiosa que nunca, y Vernona, excitada su curiosidad, se quedó para saber a qué se debía esta vez la pelea. Durante la comida resultó evidente que Jenny se hallaba en uno de sus humores más sombríos y combativos. Entró al comedor con una sonrisa tan altanera como afectada, que mantuvo hasta abandonar la mesa. Comió apenas de su plato, y terminó retirándolo con una risita despectiva, provocada —al parecer— por la imposibilidad de pasar esa comida, y no cambió una sola mirada con Thurston mientras permanecieron en el comedor. Blanche aparentó no advertirlo; pero se cuidó mucho de iniciar una conversación directa con Thurston o Jenny. En la última pelea que sostuvieron en su habitación, la violenta furia de Jenny se debió a que Thurston le había dado sólo veinticinco dólares para comprarse un nuevo tapado de otoño, y no paró hasta que —horas más tarde— Thurston le prometió subir la prima a cuarenta dólares.
—Hay que ser cretina y caérsele la baba de tonta para casarse con un hombre como tú, Thurston Mustard. —Y su voz resonaba en toda la planta alta de la casa—. ¡Gracias a Dios que al fin recobro el juicio!…
—¡Schtt! —chistó Thurston, tratando de hacerla callar—. ¡Por favor no hables tan alto, Jenny!
—¡No quiero hablar bajo! —le retrucó, elevando más aun el registro de sus agudos—. ¡Hablaré tan alto como me plazca!
Thurston dijo algo en voz tan queda que Vernona no alcanzó a entenderle.
—Ojalá nunca hubiera sufrido ese colapso del sentido común que me llevó a poner los ojos en ti, Thurston Mustard —le dijo amargamente—. Ni el mismo Dios sabe en qué estaría yo pensando cuando presté oídos a todas las grandes promesas que me hiciste, ni cuando les di crédito. ¡Oh, qué necia fui! Gozaba de una posición respetable y digna en el Estado, que, dentro de pocos años, me habría valido una pensión de retiro, y tuve que caer y casarme como una soberana estúpida creyendo que cumplirías tus mentirosas promesas de hacer esto y lo otro por mí. ¡Y mírame ahora! Viviendo en la asquerosa promiscuidad de una casa de pensión como ésta en lugar de tener un hogar propio. ¡Es tan mortificante que ni siquiera me atrevo a invitar al más roñoso de mis parientes para que venga a visitarme! ¡Un simple felpudo harapiento y cochino en el suelo a manera de alfombra y una escupidera debajo de la cama! Ese desagradable Ash Neff chorreando siempre la mermelada por todo el mantel y por la pechera de su camisa sin prestar más atención a lo que hace que ese canario moquillento de que siempre está hablando. Tal vez a ti te criaron para vivir así; pero debieras saber que a mí no. ¡Soy una dama Thurston Mustard! Tú no eres más que un mercachifle de baratillo que nunca has sido capaz de conseguir —ni conseguirás nunca— un pasar decente en toda tu miserable vida. Y encima de todo eso me tratas como… como… como no sé qué. ¡Como una chancleta vieja que ya no sirve para nada! ¡Debieras saber que en todo el ancho mundo no hay ley que me obligue a aguantarlo!…
Su furia hacía crisis en esos momentos, a juzgar por el tono incisivo de su voz.
—Jenny, ven aquí, acostémonos y tratemos de arreglar las cosas —dijo Thurston, apaciguándola—. Sé que no tengo mucho dinero todavía; pero no está lejano el día en que todo mejore para nosotros. Voy a trabajar duro para darte el dinero a montones, Jenny. Ven… y acostémonos para poder hablar con más calma.
—¡Quita allá esas manos, Thurston Mustard! ¡No te atrevas a tocarme!…
—Jenny… déjame explicarte algo —la rogó, esforzándose por calmarla—. Bien sabes que te gusta que te expliquen las cosas, ¿no es así Jenny?…
—Sé exactamente lo que vas a decirme; pero puedes ahorrarte la molestia, porque no quiero dejarme engañar por eso. Lo haces para quitarme de la cabeza lo que pienso decirte. Sólo en dos ocasiones te da por ablandarte: cuando te entusiasmas por una pícara desvergonzada como ésa o cuando quieres hacerme callar. ¡Vete de aquí y déjame sola, Thurston Mustard!
—Pero bien sabes cuánto me preocupo por ti, Jenny…
—Si te importara una pizca siquiera de mí, tal como lo pregonabas al principio, no me habrías hecho todas esas falsas promesas que no has cumplido ni cumplirás nunca. Ahora te conozco al dedillo. No puedes engañarme.
—He hecho siempre cuanto he podido, y tú lo sabes.
—¡Cuanto has podido para mortificarme! Si tanto me quisieras, no te irías dejándome sola todo el santo día en esta maldita casa de pensión para volver por la noche y estarte ahí todo el tiempo mirando con ojos de pulga, mientras al otro lado de la mesa esa sinvergüenza llena todo el contorno con sus pechos desaforados, revolviéndome las entrañas. Me enloquece hasta tal punto verla exhibir de ese modo su indecente persona que te arrancaría los ojos —y luego haría lo mismo con ella… Estoy cansada, enferma de ver a esa tetona desplegando sus artimañas en mis mismas narices. ¡Es lo más mortificante que he visto en toda mi vida! Debieran tomarse medidas contra hembras tan descocadas…
—Por favor, no hables tan fuerte Jenny —suplicó Thurston—. Si no bajas la voz, ella oirá hasta la menor de tus palabras. ¡Si vinieras a mi lado y escucharas lo que tengo que decirte…!
Un zapato, o algo por el estilo se estrelló con estrépito contra la pared.
—¡Ése eres tuú!… ¡Pensando en ella antes que en mí! ¿Por qué no piensas en mis sentimientos en lugar de ocuparte de los suyos? Debí haberme imaginado que estabas pensando en ella y en la manera cómo lo llena todo con sus pechos exagerados…
—Pero Jenny…
—¡Cállate! No me importa que me oiga, palabra por palabra. Espero que lo haga… y que se queme las puercas orejas. Debiera gritarlo bien fuerte para hacerle oír lo que pienso de ella y de las de su calaña. ¡Qué va a ser maestra! Esa es la astuta estratagema con que encubre lo que en realidad es: ¡nada más que una ramera, por más que trate de parecer educada y fina! Hay muchas como ella que andan prostituyéndose por el mundo. A mí no me engaña ni por un minuto; conozco a las de su clase apenas las veo. Hay siempre alguna en cada lugar, por pequeño que sea. Quiero decirle lo que pienso de ella, y de ti también, ¡de ti, pobre diablo embaucador, mentiroso y rastrero! ¡Pensando en quitarme de encima para amancebarte con ella! Pues bien… déjame decirte algo Thurston Mustard: ¡no voy a tolerarlo!…
—¡Jenny! —protestó—. ¡Jamás ha pasado siquiera por mi mente la idea de amancebarme con ella!…
—Si no lo has hecho es por miedo a que yo te adivinara el pensamiento antes de que pudieras consumarlo. Buenas ganas me dan de mandarme mudar de aquí ahora mismo y no volver a verte nunca más, mientras viva y respire. Eso es lo que quieres que haga, ¿no es así?… Te hace cominillos el librarte de mí para correr a arrastrarte detrás de ella como un perro faldero que menea la cola. Pues bien… ¡no podrás librarte de mí, Thurston Mustard… si es eso lo que has tenido en la cabeza todo el tiempo!…
—Jenny —se apresuró a suplicarle—. Por favor… ven, métete en cama y déjame decirte algo…
—¡Apártate de mí, pedazo de embustero! Hubo un tiempo en que podías burlarte de mí con eso, pero ya pasó y harías bien en no volver a las andadas porque esta vez no te va a dar ni pizca de resultado. No voy a rebajarme hasta el punto de tratar algo contigo…
—Por favor, dame una oportunidad, Jenny…
—¡Darte una oportunidad! ¿Dónde está todo el dinero que decías haber ganado? ¿Dónde está el coche nuevo que ibas a comprar este año? ¿Dónde el dinero para comprarme zapatos y cartera? ¡Mira mis vestidos… míralos bien! ¿Qué pensaría hasta el más roñoso de mis parientes si me viesen ahora? Tengo que usar estos mismos vejestorios día tras día hasta cansarme de mí misma cada vez que me miro al espejo. En cambio, ella no usa trapos viejos, ¿no? ¡Oh, no! ¡Eso no reza con la pícara tetona! Tiene lindos vestidos para andar medio desnuda. ¡Pondría las manos al fuego a que eres muy capaz de darle dinero para que se compre esos desvergonzados y costosos vestidos, aunque yo no tenga ni una tira que ponerme!
—Jenny, bien sabes que he estado tratando por todos los medios de casarla con Em Gee Sheddwood. Dame la oportunidad para llevar eso adelante, ¿quieres? Es el único motivo que me animó a hablarla, e incluso a mirarla un par de veces… Es porque estoy tratando de dar forma al asunto de algún modo. Por otra parte, sabes de sobras que yo nunca le daría dinero. Siempre te di cuenta hasta del último centavo. Si Em Gee se casa y estabiliza su vida, cultivará el próximo año las cantidades de mijo que me interesa fomentar y luego, si con ello gano el premio de los agentes agrarios, podremos hacer ese viaje a Chicago de que te he hablado. Siempre has estado suspirando por conocer Chicago… No abrigo la menor intención con respecto a ella, ni a nadie, excepto tú. A nada conduce culparme a mí porque ella parezca lo que parece, según decías. Quizá sea un poco libre y fácil, como dijiste, pero eso no me ha interesado; en cambio ha ayudado mucho en lo que atañe a Em Gee Sheddwood. Te juro que sólo estoy interesado en el mijo de Em Gee y en ese viaje de recreo a Chicago…
—No creo ni jota de tus paliques, Thurston Mustard. Si muriera ahora mismo de un síncope, saltarías por encima de mi cadáver y correrías como un celaje tras ella. Ni siquiera esperaría a que me enfriara en la tumba para seguirla. Sé lo que tienes en la cabeza. Puedo ver todos los planes secretos que guardas en ella… ¡Y ella se merecería vivir contigo para que tuviera que soportar todas tus mezquinas tretas de mercachifle! —Se interrumpió y estuvo un rato riendo con risa histérica. Cuando volvió a hablar, lo hizo apoyando sus palabras con reflexivos movimientos de cabeza—: Nada peor podría sucederle, y quiera Dios que le ocurra cuando yo me separe de ti.
—No veo por qué sigues diciendo tales cosas, Jenny —lamentó él, resignado.
—Porque te vi cuchicheando y apalabrándote con ella y ese tal Em Gee Sheddwood la otra noche, en la vereda, antes de comer…
—Pero lo hice sólo porque estaba tratando de interesar a Em Gee Sheddwood en…
—Conozco bien el tremendo embuste que urdiste sobre eso; pero la verdad es que ahora estás tratando de desanimarlo a fin de tenerla para ti solo. Si yo diera vuelta la espalda en este mismo momento, lo primero que harías sería resbalarte hacia afuera para irle con tus zalemas. Y ella —si no tuviera otro hombre más cerca— las aceptaría encantada, porque así son siempre las de su clase. Te conozco Thurston Mustard. Ni jota te creo, aunque te hagas el santurrón. No me he olvidado de esa vez que en Piedmont County te balearon en un pie, cuando te jactabas de ser el único capaz de aconsejarle a esa tal Mrs. Herbuveau cómo podía cultivar rábanos de primavera en su jardín, y tuviste que abandonar el lugar para establecerte aquí. Si alguna vez conocí otra buena pieza, fue la tal Mrs. Herbuveau, y es una lástima que su marido no te haya baleado en la cabeza. Eres como todos cuando una mujer joven, libre y fácil se les cruza en el camino y los ataja con unos pechos desaforados… Apenas empecé a mostrar un poquito los años, empezaste tú a interesarte por las jóvenes. Conociéndote como te conozco, debes haberte arreglado con ella a espaldas mías, y esta es la hora en que ella estará en esa pieza riéndose de mí y pisoteándome el alma…
—Basta Jenny, no sigas diciendo esas cosas. Es el influjo del tiempo caluroso que estamos soportando lo que te pone así. Apenas pase este «veranito indio» y los días vuelvan a ser fríos, dejarás de…
—Por lo que a mí toca bien podría ser chino el «veranito». Es ella la que me enloquece… y no el tiempo.
—Pero bien en tu conciencia sabes que lo único que persigo es hacer que Em Gee Sheddwood cultive ese mijo, a fin de que podamos hacer nuestro viaje a Chicago. Nunca tuve ojos para otra que no fueras tú, Jenny. Todavía me gusta tu modo de hacer las cosas, cuando estás en vena…
—Si pudieras dejarme plantada, irías con ella a Chicago… que a mí…
—Óyeme, Jenny…
—Te gustaría más mostrarle las bellezas de Chicago a ella.
—Por favor, Jenny…
—Te avergonzarías si te vieran admirando las bellezas de Chicago conmigo, ¿no es así?…
—Jenny… ¡eso no es verdad!…
—Si no estuviera tan ocupada en atrapar a todos los hombres del pueblo en sus redes sexuales, en este mismo momento estaría haciendo las maletas para irse a Chicago contigo…
—Jenny… si no me crees, pregúntaselo a ella. Te juro que jamás le he dicho la menor palabra respecto a que vaya a Chicago conmigo…
—Sería yo harto necia si le creyese a ella siquiera una jota más de lo que podría creerte a ti en trance de muerte. Los dos negarían mientras tuviesen que dar la cara; pero apenas volviese yo la espalda correrían a hacerlo. Conozco bien a esta clase de hembras; no tienen más moral que un poroto cuando se trata de conseguir lo que se proponen. Y conozco bien a los hombres también, luego de haber sido lo bastante tonta como para casarme contigo… ¡contigo, miserable rastrojo, contigo!…
—Jenny… bien en tu conciencia sabes que yo me desvivo por hacer lo que me dices.
Sin esperar a más, Vernona abrió la puerta y atravesó corriendo el vestíbulo hacia la escalera. Cuando pasó frente a la puerta de sus vecinos, comprendió, por los gritos de Jenny, que su furia no se daría tregua; pero ya había escuchado bastante. Por primera vez oía a Jenny Mustard aludirla en una de sus peleas, y quedó aturdida ante esa acusación de querer seducir a Thurston Mustard. Se preguntaba cuántas noches llevaría Jenny hablando de ella de ese modo.
Nunca se le había pasado por la mente acuciar el interés de Thurston, y era sublevante saber que Jenny le dedicaba esos amargos e injustos comentarios. Admiraba a Thurston por su celo en lo tocante a las faenas agrícolas y por su absoluta consagración profesional; pero no recordaba haber experimentado un interés personal por él, y no podía comprender por qué Jenny abrigaba tales sospechas y la acusaba de hacer lo que nunca pensó. Varias veces le tocó advertir que Thurston la miraba tímidamente desde el lado opuesto de la mesa; pero su interés nunca le pareció más que amistoso y casual. No obstante, ella, íntimamente reconocía que dentro de su estilo rudo y corpulento era buen mozo y que merecía un conocimiento más cabal, así fuera efímero.
Cuando llegó a la planta baja, el porche se hallaba en silencio y a oscuras, sin más luz que una desvaída claridad amarillenta que provenía del vestíbulo, al través del corredor. Era un alivio escapar a esas disputas machaconas e interminables de Jenny, aunque compadecía a Thurston por tener que quedarse en la habitación soportando eso.
Como cabía esperar por la altura del año, era una de esas noches claras y húmedas tan propias del llamado «veranito indio», y ella dedujo que estaría más cómoda en el porche que en la sala. No se sorprendió al encontrar a Ash Neff instalado en una de las mecedoras; pero tuvo, eso sí, que sorprenderse al ver al sujeto que lo acompañaba. Ambos estaban de charla, y se interrumpieron bruscamente cuando la vieron aparecer desde el vestíbulo.
Antes de que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad, vió que el otro se ponía de pie. En cuanto lo hizo, percibió un inconfundible aroma a violetas recién cortadas. Ya era demasiado tarde para dar media vuelta y meterse de nuevo en la casa, y se apresuró a sentarse junto a Ash, en la silla vacante.
—¡Hola, qué tal, Vernona! —la saludó Jack Cash con familiaridad, yendo hacia ella y depositando en su falda un ramillete de violetas—. ¿Cómo le van las cosas?
—Buenas noches, Mr. Cash.
—Supongo que no tenía usted idea de que estaba yo en el porche, ¿eh Vernona? ¡Menuda sorpresa!, ¿no Vernona?…
Lanzó, como para sí mismo una leve risilla, y arrastró su mecedora hasta muy cerca de la joven.
—Bueno… acabo de llegar hace un ratito y estaba diciéndole a Ash que daría hasta el último botón de mi chaqueta por tener la suerte de verla esta noche. Ha sido una especie de pálpito repentino esto de no esperar hasta darle una cita, sino venir a verla aquí directamente. Ash me decía que, según su opinión, ya estaba usted acostada y que sería una vergüenza hacerla levantarse y vestirse sólo porque yo estaba aquí. Me hallaba, pues, sentado aquí pensando en lo que haría cuando… ¡hete aquí que se nos presenta más despierta que nunca! Supongo que reconocerá que ha sido una feliz casualidad para mí esta coincidencia de que usted bajara hasta aquí… ¿no le parece, Vernona?…
—Sí —respondió ella fríamente, preguntándose a que obedecía su visita. No esperaba que la visitara de nuevo después de lo ocurrido la noche del viernes—. Ha sido muy amable en traer estas violetas Mr. Cash —le agradeció poco después.
—Como ya le he dicho, Vernona, las violetas crecen silvestres en las inmediaciones de mi quiosco. Pensé en que nada de malo podía haber en recoger unas cuántas y traérselas. He observado que siempre las damas se enternecen un poco cuando se les lleva flores y cosas por el estilo, y eso ayuda a facilitarle a uno el camino para lo que persigue… —Se interrumpió de pronto y, como si algo hilarante cruzara por su mente, estalló en una estentórea carcajada—: ¡Y claro está que eso también reza para las maestras de escuela! De cualquier modo, siempre hay violetas disponibles en los alrededores de mi quiosco. No está de más saberlo cuando uno necesita hacerse de un ramillete con determinado propósito…
Ash empezó su acostumbrado balanceo y, luego de aclararse ruidosamente la garganta, intervino en la conversación por primera vez desde la llegada de Vernona al porche.
—Llámelo casualidad, si usted quiere —dijo—; pero yo no afirmaría que fue eso lo que trajo a Vernona hasta aquí. No es por casualidad que empiezan las peleas allí arriba… es esa hembra endiablada que se ha soltado de nuevo. Esa arpía de la planta alta sería capaz de desesperar a un santo cuando está con una de sus pataletas, y es seguro que le ha acometido una esta noche. A veces me estaciono en el vestíbulo de la planta alta con el oído pegado a su puerta, y eso me lleva a sentir una profunda lástima por Thurston Mustard. Por más tunante que sea un hombre, merece algo mejor en la vida que una mujer regañona. Nunca le he oído a Thurston nada que se parezca a los insultos que le dirige esa arpía cuando empieza con las suyas. También mi vieja tiene sus momentos, y me riñe duro y parejo, con o sin motivos; pero lo hace con señorío y no emplea malas palabras como Jenny Mustard; tanto es así que yo mismo me presto gustoso a ello.
»Porque he ahí algo a que no me acostumbraría jamás: oír a una mujer fastidiando por sus necios caprichos. A mi modo de ver, no encaja eso en la armonía de dos. Pero mi vieja lo hace de tal manera que hasta creo echaría de menos si dejara de reñirme. Es una sensación estimulante eso de estar metido en cama escuchándola, completamente a oscuras, a sabiendas de que si uno tiene a alguien para que se ocupe de todas las cosas fastidiosas de la vida, bien puede comportarse como un auténtico pacifista. Incontables veces pienso en que he sacado una buena tajada de la vida, y que tal vez sea por eso que me siento tan absolutamente conforme con todas las cosas, comparable a un canario moquillento que se columpia en la percha de su jaula…
»Cuando mi vieja echa esos discursos, siempre termina compensándome de un modo u otro, y no tardo en entregarme al sueño sintiendo toda la lástima de que soy capaz por el pobre Thurston Mustard, enjaulado ahí con esa arpía con patines. Si tuviera que compartir el lecho con semejante mujer, haría cualquier cosa menos el amor, y eso ya es bastante decir tratándose de mí, —si me conocieran ustedes bien verían que no me quedo corto ante ciertas cosas de la vida—. Pero esa arpía con patines de ahí arriba —¡esa tal Jenny Mustard!— hace, por cierto, que cada día que pasa con sus afanes, aprecie yo más a mi vieja.
Esperando impaciente su oportunidad, Jack Cash se inclinó sobre el brazal de la silla de Vernona, tan pronto como Ash dejó de hablar, y se apresuró a susurrarle algo al oído. Estaba tratando de que Ash no lo oyese; pero éste dejó de mecerse apenas sorprendió su actitud y se le aproximó aun más para oír lo que fuera.
—Vernona, me estaba yo preguntando… bueno… quisiera decir… si puedo hablar un ratito con usted en privado… sin que nadie esté delante. Podríamos salir a dar una vuelta en mi coche o ir juntos a la sala. Bueno es que sepa que a eso he venido esta noche. Tengo algo de suma importancia que decirle. ¡Grandes noticias, Vernona!…
Ella permaneció en silencio, tratando de pensar en lo que haría. Desde luego que no iba a meterse en su coche para darle ocasión a que la llevase campo afuera y tratara de hacerle el amor en algún solitario y extraviado paraje. Mientras duró la pausa, Ash allegó más aun la cabeza. Ya entonces ella acababa de comprender que no tenía cómo evitar el verlo a solas sin que, por cierto, hubiera de mostrarse incivil, y ella detestaba lastimar innecesariamente la sensibilidad de quien fuese. Se puso, pues, en pie. Pareció que Ash quería decir algo, tal vez ofrecer un consejo, pero ella iba ya en dirección a la puerta.
—Podemos ir a la sala, Mr. Cash —le dijo entusiasmada.
Ash volvió a la mecedora mascullando algo para su capote.
Jack Cash, precediendo a Vernona, entró a la casa con paso vivaz y encendió la luz de la sala. Cuando ella a su vez entró, lo vió de pie junto a la mesita del centro, mostrando los dientes en una mueca expectante. La joven advirtió por primera vez que llevaba el mismo desmañado traje azul y su detonante corbata amarilla y roja. Su cabello, lacio y descolorido, ostensiblemente partido al medio, formaba como un casco gomoso.
—Empezaremos por tomar asiento allí —le dijo, disponiéndolo todo de un modo a la vez dinámico y protocolar, y la condujo hacia el verde sofá—. ¡Eso es! ¡No podía ser mejor! ¡Siempre me gustó sentarme aquí porque cada cosa me resulta, tan familiar!… Si pudiera sacarme los zapatos, creería que estaba en casa…
Vernona tomó asiento en el extremo del sofá. Él, sonriendo aplomado, se sentó lo más próximo a ella que pudo.
—Por cierto que es una agradable sensación el estar de nuevo a su lado, Vernona —dijo, mirándola de hito en hito, como para asegurarse de que su aspecto no había cambiado desde la primera vez que se encontraron allí. Tras este minucioso examen, se echó hacia atrás en el sofá—. Esto me hace desear un pronto regreso, Vernona.
—¿Qué quería usted decirme, Mr. Cash? —inquirió ella, inmutable, y tratando de aumentar la distancia que los separaba.
—Bien suponía yo que tendría curiosidad por saber lo que me trajo tan pronto —le dijo, reclinándose familiarmente sobre su hombro—. Para explicárselo en su justo orden, le diré que la otra noche, después de dejarla, me puse a cavilar mientras volvía a casa. Después, ya no pude sacarme la cavilación de la cabeza y, desde entonces, he pasado un montón de tiempo, dándole vueltas en la mente al asunto. Es sólo por lo simpático que le cuento todo esto y para que vea la laya de tipo que soy. En pocas palabras le diré que he dado un gran paso al renunciar —de ahora en adelante— a ser el primero en visitar a las nuevas maestras. Lo he hecho a lo largo de tanto tiempo que me resultaba un hábito duro de extirpar, sobre todo si nos detenemos a pensar en la reputación que me he granjeado; pero estoy convencido de que más vale renunciar a ella que perder la gran oportunidad que se me presenta ahora.
—¿Cuál es esa oportunidad, Mr. Cash?
Se reclinó más familiarmente aún sobre ella.
—¡Adivine!
—No tengo idea, Mr. Cash…
—Debiera serle fácil adivinar.
—¿Va usted a dejar el pueblo?
—¡No… por supuesto que no!
—Entonces… no sé.
—Vamos a divertirnos un poco con esto… ¡a ver si adivina!
—Creo que será mejor que me lo diga, Mr. Cash, si quiere que yo lo sepa.
Acercándose más, y tendiendo el brazo sobre el respaldo del sofá, profirió una especie de cloqueo. Vernona se irritó; pero aparentó ignorar la posición del brazo, esperando averiguar a qué se refería. Tenía ya la certidumbre de que la oportunidad que lo hacía mostrarse tan hermético guardaba estrecha relación con ella.
—¡Bueno… parece que me toca decírselo a mí! —dijo, mostrando los dientes.
—También lo creo yo así, Mr. Cash.
—Vernona… mis grandes noticias se refieren a que he decidido dar el gran paso y casarme. Lo he pensado de pé a pá y me he formado la más firme convicción de que debo hacerlo. Encontré a Mrs. Neff en la calle y me aseguró que usted, la otra noche, había dicho todo aquello en son de bromas, y que no debía tomarlo en cuenta. En cambio, me metió algunas ideas en la cabeza, y allí siguen hasta este mismo instante. Me sentiría orgulloso de por vida si la tuviera a usted por esposa y he ahí por qué daría hasta el último botón de mi chaqueta para casarme con usted. Siempre pensé que, llegada la hora, haría algo drástico en ese sentido: quisiera casarme con una maestra y usted es la mejor parecida de todas cuantas he visto. Esa hermosa cabellera castaña, esos ojos que parecen vender salud, y esa manerita suya que está siempre como diciéndole a uno: «ven y atrévete, si puedes»… todo eso, en fin, hace que justamente me emocione pensando en que ha de ser sólo mía, y romper con todos aquellos que pretendan asediármela. Por eso quiero dejar esto arreglado con usted antes de que otro me gane de mano. Tal vez no lo sepa; pero se ha especulado mucho con usted en el pueblo durante los últimos días. Casi todo el mundo piensa que usted es demasiado aventajada de formas para permanecer soltera por mucho tiempo en Palmetto, y se han estado barajando conjeturas respecto a quién se casará con usted. Dicen que una joven con tal guapeza y con ese ascendiente tan especial que posee sobre los hombres, no puede seguir libre de requerimientos por mucho tiempo, sobre todo una vez que se difunda que —hasta el momento— ninguno está en vías de lograrla.
Se dió un breve respiro para mostrarle todos los dientes en una ancha sonrisa.
—Supe que la otra noche había salido a dar una vuelta en coche con Em Gee Sheddwood y también algo supe de su salida con Milledge Mangrum, y es precisamente lo que me aguijonea y me hace pensar tan seriamente. Una cosa le aseguro: y es que detestaría verla casada con un agricultor de estas tierras, que la obligaría a vivir en el campo; por otra parte, cualquiera podrá decirle que Milledge Mangrum, además de andar metido en política, no es precisamente de los casaderos, pues tiene una esposa que sabe ajustarle las cuentas en cuanto presume que ha ido demasiado lejos… Por lo que a mí respecta, me enorgullece declarar que estoy completamente decidido. Ahora bien, si usted quiere mantenerlo en secreto por un tiempecito, y seguir quizá con el curso hasta fin de año, cobrando de paso su sueldo, me parecería muy bien. No opongo la menor objeción a eso porque creo ser un espíritu muy amplio. No quisiera, sin embargo, darle con ello la impresión de que soy incapaz de mantenerla. Se trata simplemente de que el dinero que pudiera usted ganar ingresaría sin mayor esfuerzo.
—Usted podría seguir viviendo aquí con Mrs. Neff como si nada sucediera, y yo caería por aquí todas las noches. Sería mejor que Mrs. Neff estuviera en el secreto, a fin de poder entrar y salir de su habitación de la planta alta sin suscitar habladurías injustas. En todo lo demás, nos arreglaremos y procederemos como casados. Lo tengo todo planeado, y ahora lo único que nos queda por hacer es llegarnos hasta el próximo distrito para obtener la licencia y casamos allí a fin de que el secreto no se filtre. Podremos hacerlo aprovechando el próximo fin de semana, si a usted le parece bien. Por mi parte, ya estoy listo y tascando el freno. Pues bien… esas son las grandes noticias que tenía para usted, Vernona. ¿Qué piensa de eso?, ¿eh Vernona?…
Mientras hablaba, le había rodeado el talle con ambos brazos, y ahora estaba tratando de besarla.
—No tenga vergüenza por ello, Vernona —dijo, abrazándola tan estrechamente que ella apenas si podía respirar—. Todos se besan antes de casarse. Es el mejor sistema para conocerse rápido. ¡Vamos… déjeme darle un beso! Será nuestro primer beso, ¿no?…
Trató de contenerlo; pero ahora su brazo derecho la enlazaba por el cuello, sujetándola como una zarpa que fuese a estrangularla, y ella se había arrinconado indefensa en el extremo del sofá. Era inútil luchar contra la fuerza subyugante que le daba la excitación. Abandonó, pues, sus esfuerzos por resistirlo y se quedó aguardando la primera oportunidad de zafarse. Sus vestidos estaban en desorden; pero nada podía hacer ahora por su buen parecer. Cerró los ojos mientras la besaba, en espera del momento en que pudiese escapar. Llevaba él un largo rato acariciándola posesivamente cuando se dió cuenta de que ella permanecía insensible.
—¿Qué pasa, Vernona? —preguntó, perplejo— Ya que vamos a casarnos…
Echando mano de todas sus fuerzas la joven lo apartó de un empujón y se puso en pie. Él nada hizo por dominarla, y permaneció en el sofá delatando su aturdimiento en la mirada.
Ella estaba demasiado indignada para hablar. Desarrugó como pudo su vestido y apartó el cabello del rostro recogiéndolo hacia atrás. Durante los forcejeos en el sofá, una de sus medias se le había soltado de la liga y se le salió además una chinela. Perdido todo el valor, casi llorando, miró en torno en busca de la zapatilla. Fue entonces cuando descubrió a Blanche Neff.
Con un extraño fuego en los ojos y arrebolada de excitación, Blanche estrechó a Vernona entre sus brazos:
—¡Nena querida! —exclamó Blanche—. ¡No pude menos que oírlo todo! ¡Esto me resulta lo más inesperado del mundo! Realmente no andaba yo curioseando por aquí. Nunca vaya a decir semejante cosa… Bien sabe que no pertenezco a la clase de entrometidas, ¿no es así, nena? No tenía la menor idea de que aquí hubiese alguien. Tocó que vine a averiguar por qué estaba la luz encendida, y oí cuando Jack Cash la pedía por esposa. Me han enternecido siempre tanto los enamorados de verdad, que no pude contener el deseo de estarme ahí sin moverme ni un poquitín, y absolutamente muda. ¡Era algo tan maravilloso de ver! Me recordó los días de mi juventud… cuando Ashley me hacía la corte. Me alegro mucho por usted, nena. ¿No es algo prodigioso? ¡Cuesta creerlo! ¡De modo que ya se han comprometido! Sé que los dos van a ser muy felices. Jack Cash es un hombre muy simpático, ¿no es así?
Vernona encontró la zapatilla y se la puso. Volvió a acomodarse el vestido ya puesto en orden. Blanche estaba radiante de animación.
—No se sienta avergonzada, nena —díjole Blanche, cariñosamente—. Comprendo cómo debe sentirse en un momento como éste. También a mí las declaraciones me dejaban sin aliento…
—Todos parecen de acuerdo en dar demasiadas cosas por hechas —dijo Vernona, desde el otro lado de la mesita de centro.
—Pero es que oí cuando él se lo proponía, nena… Y luego la rodeó con sus brazos y le dió el más largo de los besos. Fue exactamente como ocurre a veces en el cine. Supongo que por eso me gusta a mí tanto el cine: una puede estar siempre casi segura de que alguien se va a casar. No importa el número de veces que se asiste a la declaración de un galán, pues se presta a imaginar que se le está declarando a una, ¡y es tan emocionante!…
—Supongo que advertiría usted que yo nada dije, Mrs. Neff…
—No era, en verdad, necesario, nena. Hay cosas que no son para expresarse en palabras.
Vernona giró sobre sí misma y se precipitó hacia la puerta: pero Blanche alcanzó a retenerla por un brazo.
—Pero usted va a casarse con él, ¿no es así, nena?
—No —dijo Vernona, escurriéndose por fin de Blanche. Ya por entonces, en el colmo del aturdimiento, Jack Cash se puso a su vez en pie, y, llegando hasta la mesita, se detuvo y dijo:
—¿Quiere decir que no quiere casarse conmigo después de todo… después de que yo he ido y…?
—Después de que ha ido… ¿y qué?… —le interrumpió ella, con ira.
—Bueno… el hecho es que se lo conté a unas cuantas personas por anticipado.
No pudo menos que reírse de él, e instantes después daba media vuelta y pasaba junto a Blanche en dirección al vestíbulo. Ash, que había permanecido de pie en el corredor, se hizo a un lado y luego la acompañó hasta el último peldaño de la escalera. Cuando se detuvo, pudo oír las voces excitadas de Blanche y Jack Cash, que le llegaban desde la sala.
—Le advertí que era un tonto si pensaba que usted le iba a permitir esa clase de conversaciones —comentó Ash, deslizando las palabras en tono confidencial al tiempo que dedicaba a Vernona venias de aprobación—. Estoy, por cierto, contento de que le hablara con palabras llanas, Nona. Cuando el papanatas se me apareció en el porche esta noche, le pregunté en busca de qué andaba, y en cuanto me contó que venía a proponerle matrimonio, le repuse que o yo era un macaco o una joven con su espíritu y coraje no iba a malgastarse de a poquito en una pobre minucia como él, por más necesitada que estuviese. Pero no hubo forma de hacerse oír por semejante papanatas, seguro como estaba de que usted iba a sufrir un desmayo ante la halagüeña perspectiva de casarse con él. Así estaban las cosas cuando apareció en el porche y lo vió. Y me dije que me comería los codos si Nona fuese lo bastante tonta como para aceptarlo. Y luego, cuando los vi entrar juntos en la sala, me dije —con toda la razón del mundo— que hace falta un hombre muy superior a Jack Cash para arrancarle el «sí», ¿no es verdad?… Me alegré muchísimo de que no se prestara a los planes del papanatas. Una joven de coraje como usted tiene que dar a un Jack Cash la misma importancia que la que yo le doy a un canario moquillento. ¡Ni vaya tampoco a permitir que nadie trate ahora de convencerla!
Blanche y Jack Cash abandonaron la sala a toda prisa, como si se hubieran puesto de acuerdo para hacerla cambiar de parecer; pero antes de que Blanche pudiese darle alcance, Vernona corrió escaleras arriba.
Una vez en su habitación, cerró la puerta con llave. Blanche estuvo allí al instante, casi sin aliento a causa de haber subido corriendo la escalera, y empezó a golpear y a rogarla que le abriese; pero la joven no abrió ni le dió respuesta alguna. Al rato dejaron de oírse los urgentes golpes, y oyó que Blanche se alejaba y volvía a bajar la escalera.
Sólo cuando, muerta de cansancio, se sentó en el lecho y empezó a desvestirse, se dió cuenta de que Thurston y Jenny seguían su disputa en la habitación vecina. La voz de Jenny era tan potente como siempre; pero ya a esa hora había empezado a enronquecer. Vernona cerró los ojos y prestó atención, pese a la fatiga.
—No creo ni jota en tus juramentos, Thurston Mustard —seguía diciendo con martilleo incesante—. Podrías ponerte de cabeza sobre la biblia y jurar hasta quedar morado, y yo seguiría desconfiando de ti mientras no te tuviese a la vista. Te oí jaranear con esa tal Mrs. Sunday por teléfono, y si vuelve a ocurrir otra vez, te dejaré plantado… ¡como lo oyes!…
—Jenny, iremos ahora mismo en el coche hasta su casa y podrás preguntárselo en su misma cara…
—Le abofetearé esa cara si te atiende por teléfono y permite que la vuelvas a festejar. Poco me importa que sea una pobre viuda en trance de criar pavos para poder vivir, y que necesita de tus consejos para alimentarlos. Puedes ir desde ya haciendo la elección: yo o ella. Si se me presenta un hombre decente, honrado, veraz, le costaría poco convencerme de que me fuera con él: lo haría antes de que siquiera me guiñase un ojo. Semejante hombre me permitiría usar el coche para hacer mis visitas cada vez que lo precisara, en vez de tenerme encarcelada como tú lo haces en esta inmunda casa de pensión. Un buen día voy a tomar el coche para ir de visitas, y no voy a volver más. Ya encontraré en cualquier parte un hombre que sea considerado con mis sentimientos. De todos modos, ninguno puede resultarme peor que tú. Aun suponiendo que no pueda obtener los vestidos que te niegas a comprarme, todavía conservo suficientes atractivos para interesar a un hombre bueno que se dará por feliz si puede mantenerme y permitirme ir de visitas en el coche… ¡Conque… deja que te sorprenda una vez más tratando de festejar a esa desvergonzada Mrs. Sunday con todos sus pavos!…
—No debieras seguir adelante con tales acusaciones, Jenny —imploró Thurston desesperado, opaca la voz—. Si siquiera te mostrases razonable acerca de…
Poniendo a un lado sus ropas, Vernona apagó la luz y se metió en cama. Escondió la cabeza bajo la almohada y —tensa, fatigada— quedó en espera del sueño, preguntándose si sería capaz de conciliarlo antes del alba.
Ya era medianoche pasada.