CAPÍTULO IX
JUEVES… por la tarde

1

Cuando a la tarde siguiente Vernona abandonó la escuela después del último toque de campana, y salió a la calle, divisó en la esquina a Winnie Mae, instalada en su cupé azul en la actitud de estar esperando a que ella pasara por su lado en el trayecto a casa.

Era ya demasiado tarde para volverse atrás, y evitar a Winnie Mae tomando por otra calle, y no le quedaba otra cosa que apurar el paso confiando en que no la detendría.

Vernona saludó muy amable, sonriéndole levemente, e hizo votos fervorosos por que le fuera posible seguir su camino sin tener que pararse a conversar con la esposa de su jefe; pero Winnie Mae, con presteza, y un algo imperativa, la obligó a detenerse. Milo se hallaba en la cancha de fútbol, donde el equipo se estaba entrenando para el partido del viernes —el primero por la competencia de la temporada— mientras Ruth Hollingsworth y Mrs. Beatenbaugh, terminada su labor del día, se habían retirado ya.

—¿Cómo puede pasar a mi lado sin detenerse a cambiar siquiera unas palabras conmigo, Miss Stevens? —dijo Winnie Mae, dándose por ofendida—. Yo diría que eso es muy descortés, Miss Stevens.

Llevaba un coqueto sombrero de otoño color carmesí; el atezado cabello denunciaba sus recientes tratos con el champú y el ondulador, y todo en ella hacía pensar en que se había arreglado deliberadamente para alguna solemne ocasión. De ordinario, Winnie Mae no prestaba mucha atención a su aderezo personal y usaba la misma ajada bata de casa de la mañana a la noche durante dos o tres días seguidos, y, habitualmente, descuidaba su cabello por largas temporadas.

La esposa del director era unos cuantos años mayor que Vernona, la aventajaba en varias pulgadas y, en proporción, era más corpulenta que ella. Además, tenía gruesas las piernas, ampulosas e invasoras las caderas y un busto prematuramente abultado que se combaba sobre su talle haciendo el efecto de estar mal colocado. Por desgracia, tenía además la tendencia a hablar a gritos con un ronco vozarrón e impresionaba a la mayoría de las gentes como sumamente egoísta y con una fastidiosa propensión a dominar a los demás.

—Es un encuentro muy agradable, Vernona —le dijo en un tono áspero cuando Vernona, volviendo sobre sus pasos, se aproximó al automóvil—. No tenía idea de que usted tomaría este camino para ir a su casa. ¿Vamos a tomar algún refresco? El día se presta para tomar algo refrescante, ¿no es así?…

El modo como lo sugirió sonaba más a orden que a invitación. Se estiró sobre el asiento y abrió la portezuela de la cupé.

—No tengo nada que hacer hasta que Milo se desocupe y detesto estar aquí esperándolo una hora entera. Es sumamente engorroso para él esto de quedarse todas las tardes después de clases sólo porque algunos de los muchachos quieren jugar al fútbol. El Consejo Escolar debiera ponerle un ayudante a Milo, y de ese modo podría retirarse a casa a su hora, como el resto de los profesores.

—Gracias, Winnie Mae —dijo Vernona, meneando la cabeza negativamente, y tratando de cerrar la portezuela del coche—, pero, en realidad, debo irme a casa en el acto. Tengo muchas cosas que hacer. Será para otra vez, Winnie Mae.

—¡Venga para acá! —la llamó, con enojo, y volvió a abrir la portezuela—. ¿Qué tiene que hacer ahora en casa?…

Vernona volvió a acercarse al coche.

—Por favor… suba, Vernona —le dijo entonces, congraciándose con una sonrisa—. ¡Será tan agradable que tomemos un refresco juntas, y me he visto tan pocas veces con usted desde que empezó el curso! Tendríamos que conocernos mejor, ¿no le parece?…

—Sí; me gustaría Winnie Mae; pero…

—De todos modos… ¿cómo es posible que tenga algo que hacer cuando han terminado las clases?… No hay quehaceres en Palmetto para una maestra. —Y rió con un malévolo arqueamiento de cejas—. Por lo menos, yo nunca hallé nada apasionante en qué emplear las tardes, ni tampoco los anocheceres, hasta que me casé con Milo. Aunque, como usted nunca ha sido casada, es difícil que lo comprenda, ¿verdad, Vernona?

Vernona seguía tratando de adivinar qué se traía Winnie Clawson entre manos para estar esperándola en la esquina e insistir luego con tanta porfía en que subiera al coche, pues la mujer del director la había tratado siempre con ostensible frialdad las pocas veces que tuvieron ocasión de verse.

No podía menos de sospechar que la amistad desusada que le demostraba Winnie Mae en la ocasión, tenía algo que ver, de algún pérfido modo, con lo ocurrido la noche de la víspera. Floyd Neighbors no concurrió a la escuela ese día —lo que, dadas las circunstancias había constituido un alivio para ella—, y hasta el momento, que ella lo supiera al menos, sólo los Neff y Patsy Mangrum sabían en el pueblo que Floyd había estado en su cuarto. En realidad, supiéralo o no Winnie Mae, Vernona estaba segura de que algo bien definido se traía en las mientes, y que no era por un sentimiento amistoso que la esperaba en la esquina y le sugería que fuesen juntas.

—¡Oh… venga y suba, Vernona! —insistió Winnie Mae impaciente, empujando esta vez la portezuela hasta atrás—. Todavía es temprano. Será sumamente entretenido si vamos juntas. ¡Tenemos tanto que hablar! Hasta ahora nunca hemos tenido realmente una oportunidad para conversar, ¿no es así?

Sin ganas, pero resignada, Vernona subió a la cupé y Winnie Mae puso al instante el motor en marcha. Después de rodar un trecho, advirtió que Winnie Mae sonreía con aire de satisfacción.

—En verdad, debiéramos haber intimado mucho antes, ¿no cree Vernona? —dijo, contenta del cumplido—. Después de todo, yo misma soy maestra, y probablemente volveré en breve a la enseñanza. Cuando una se halla preparada para algo, y encuentra un deleite en el trabajo, se hace difícil abandonarlo. Así me pasa con la enseñanza. El bebé tiene ya un año y puedo dejarlo con la nodriza durante el día. Siempre me gustó enseñar, desde los comienzos; pero supongo que todo se debe a que estoy naturalmente dotada para ello. Hay personas así, ¿no Vernona?…

—¿Dónde piensa dar clases? —inquirióle Vernona luego de preguntarse con qué objeto le estaría Winnie Mae haciendo esas íntimas confidencias.

—Oh… no lo sé. Realmente no he pensado mucho en ello todavía. Por supuesto que quiero estar cerca de Milo.

—¿Volvería a enseñar en Palmetto?…

—Por supuesto… si se presenta alguna vacante. Supongo que habrá una dentro de poco. Las maestras están siempre yendo y viniendo, ¿no es así, Vernona? Usted sabe cómo es. Es como si en cada escuela estuviese ocurriendo siempre algo, ya que si una renuncia o no la reeligen, será por algún motivo, y otra maestra toma entonces su lugar…

—Comprendo por qué le gustaría enseñar en Palmetto. Mientras su marido sea director…

—Naturalmente. No quisiera irme lejos dejando aquí a Milo a merced de ciertas maestras ambiciosas y sin escrúpulos prontas a intimar con un hombre apuesto al que suponen no muy sólidamente atado. Si interpreta bien lo que le digo, no dejará de suponer que precisamente por eso pude yo casarme con Milo. Lo quise solo para mí y me esforcé en conseguirlo antes de que ninguna pudiera hacerlo…

Cuando se volvió hacia Vernona, su sonrisa dió paso a una risilla ahogada.

—Usted sabe cómo es, Vernona —prosiguió, como si ambas estuvieran acostumbradas a las mutuas confidencias—. Hay siempre, en todo momento, alguna mujer que no sabe de escrúpulos. O andan buscando a uno que las mantenga o bien no son nada más que simples embaucadoras de hombres. Sé lo que me ocurría a mí misma antes de que —finalmente— me casara con Milo. De hecho convivíamos en secreto: en realidad, dormíamos juntos todos los fines de semana; pero, por cierto, no había en ello nada propiamente inmoral, porque tenía yo el propósito de casarme en cuanto él me lo pidiera. Probablemente por eso, porque son tan fáciles de conseguir, los hombres se vuelvan luego tan difíciles de conservar. Usted misma, Vernona, no ignorará lo fácil que le resultaría acostarse con algún hombre del pueblo, ¿verdad? Siempre es tentador tener un asunto con una chica atrayente, que luzca una dentadura completa y que les dé la impresión de que ciertos placeres son accesibles cuando se cumplen bien los requisitos. Eso, por cierto, reza también con Milo. Lo dejé que hiciera él mismo su trabajo, y llegó por mí a un punto tal de locura que —por último— cuando le dije que podríamos dormir juntos, había perdido en verdad toda coherencia. ¿No cree usted que así son los hombres, encanto?

—Realmente, no lo sé, Winnie Mae —respondió Vernona vagamente, preguntándose si Winnie Mae esperaría que, por mostrarse ella tan franca acerca de su propia vida, iba a confiarle sus asuntos personales.

Riendo, Winnie Mae le contestó:

—Por nada del mundo me convencerá usted, ricura, de que todas las citas que ha tenido desde su llegada al pueblo, cayeron por casualidad a sus plantas desde el azul del cielo. Una joven necesita ser realmente muy aguda para atraer a hombres de todo tipo, y, además, de edades extremas, desde poco menos que viejos a simples chiquillos, e interesarlos de tal modo como para hacerlos volver siempre, una y otra vez. Por cierto que no quiero significar que comete la vulgaridad de acostarse con un hombre cada vez que él se lo pida; pero debe saber usted muy bien hasta dónde puede llegar para mantenerlos interesados. Usted ha tenido citas con varios, sin contar a Jack Cash. Lo sé todo al respecto. Me hice el propósito de averiguarlo…

—¿Quiere decir… que conoce usted a todos los que me han visitado?

—Por supuesto —repuso Winnie Mae alzando las cejas, y con la misma risilla insinuante—. ¿Nada tiene usted que ocultar, verdad ricura?

—No —dijo, con calma—. Por supuesto que no.

Winnie Mae hizo un movimiento y tomó las manos de Vernona entre las suyas.

—¿Por qué no podemos ser buenas amigas? —díjole con una rápida mirada—. ¿No le gustaría que fuésemos una para otra? Hay tantísimas cosas de que podríamos hablar. Iré a verla a casa de Mrs. Neff. Sería mejor para mí ir allí, ricura. Si usted fuera a mi casa, siempre existiría el peligro de que Milo llegara inesperadamente.