CAPÍTULO VIII
MIÉRCOLES… al anochecer
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Por primera vez desde hacía varias noches reinaba el silencio en la casa. Afuera lucían las estrellas, había refrescado luego de un día caluroso y, a los lejos, se oían los ladridos errabundos de algún perro solitario.
Blanche y Ash se habían recogido ya, después de una hora de sobremesa, apagando todas las luces de la planta baja. Thurston Mustard seguía preso y Jenny había sacado el coche para ir de visitas por los alrededores. Martha Belle, poco antes de retirarse, recibió en la puerta de calle un paquete para Vernona, que la joven —apenas la negra lo subió a su habitación— abrió sin tener idea de quién se lo enviaba, hallándose con la sorpresa de que eran cinco libras de bombones remitidas por Milledge Mangrum.
—¿No le dije yo que Mr. Milledge Mangrum estaba trastornado a causa de usted, Miss Vernona? —había dicho Martha Belle con aire de triunfo, apoderándose de un puñado de bombones—. Ahora podrá ver usted lo que un hombre que anda a la que pesca hará cuando se le mete una en la cabeza. Como todos, tampoco éste va a contentarse —cuando llegue el momento— sólo con obsequiarle bombones. No importa que sean casados, solteros o acoplados, porque, cuando tienen ganas, andarán detrás de usted como fieras. Yo sé cómo proceden los hombres porque, solteros o no, negros o blancos, todos se parecen cuando no quieren que se aplace por más tiempo lo que buscan. Podré yo ser gorda y negra y no estar a tono con lo que atrae a los jóvenes de hoy; pero sé el cuidado que se precisa cuando vienen —tap, tap, tap— a golpear la puerta. Cuando un hombre de verdadero peso está encaprichado no se le puede disuadir con nada. Es de un solo rumbo, sordo a cualquier otra cosa, y todo lo que no sea eso le parece poco menos que un pecado…
Martha Belle se interrumpió, reflexiva, mientras observaba a Vernona.
—O es eso —dijo, con un asomo de duda— o bien es que está tratando de poner marcha atrás. —Una mirada de tristeza ensombreció su rostro—. Eso es lo malo que hay en esto, Miss Vernona. A veces es muy difícil saber de antemano lo que un hombre se propone. Siempre he dicho que por tal motivo la mujer encanece antes que el hombre. Es lo que convierte a los hombres en una complicación…
Vernona estaba demasiado excitada para prestar alguna atención a Martha Belle. Era el primer obsequio que Milledge le había hecho, y eso la transportaba de tal manera que, al irse Martha Belle, se sentó en la cama a llorar de emoción por haber recibido un regalo de él; comió luego algunos bombones, y terminó derramando nuevas lágrimas porque se sentía desdichada sin él.
Cuando subió después de la cena, hallándose muy sola, se moría por saber dónde estaría Milledge esa noche, y qué estaría buscando, y cuándo lo volvería a ver. Necesitaba estar a su lado —aunque íntimamente seguía afirmándose que no debiera verlo— y ahora que le había enviado los bombones suspiraba por él más que nunca.
Muchas veces desde que él la dejara la noche del domingo, se había recordado a sí misma su determinación, —mientras él fuera libre para casarse con ella— de permanecer inflexible después de aquella única cita de amor. Pero, a pesar de eso, no renunciaba a la esperanza de que muy pronto —por alguna excusable circunstancia— volverían a estar juntos. No ignoraba que había hecho exactamente lo que trató de evitar con su ida a Palmetto; pero, sin importarle ya qué pudiera sucederle, no quería echar en olvido lo que Milledge le dijera respecto a buscar alguna solución, porque creía que era sincero y que la amaba de verdad.
Eran más de las nueve cuando cedió su excitación y se sintió lo bastante cansada como para acostarse. Había empleado el último cuarto de hora en incesantes paseos por la habitación, y cuando se acostó y trató de leer una revista, permaneció largo rato apenas consciente de lo que veía en la página impresa. Hasta las ilustraciones en color se le presentaban como un inexpresivo borrón. Sus pensamientos volvían siempre a aquella noche de domingo, al largo paseo por el campo en sombras, y a las seguridades que le diera Milledge de hallar un medio para que pudieran unirse pronto.
Sumida estaba en estas cavilaciones, cuando cobró repentina conciencia de un sonido insólito, como de unas pisadas cautelosas sobre el piso sin alfombra del vestíbulo, e incorporándose en la cama, se puso a escuchar.
Como la puerta seguía abriéndose cada vez más, Vernona asió los cobertores con ambas manos, demasiado asustada para gritar pidiendo socorro. Podría ser Blanche, que hubiera subido a hablar con ella por algún asunto aunque Blanche jamás entraba a su habitación sin antes golpear. Martha Belle tenía la fastidiosa costumbre de abrir la puerta y entrar luego con aire casual; pero haría por lo menos una hora que la negra se había retirado a su casa. Como no oyera ya el chirrido de los goznes, se cubrió a toda prisa el rostro con las manos, y luego volvió a mirar.
En el primer instante, sin resuello y paralizada por el miedo, no atinó a hablar ni a moverse cuando reconoció al que había entrado en la pieza. Floyd Neighbors, cuyos ojos parpadeaban encandilados por la luz, parecía tan asustado como ella.
Se miraron con aire interrogante, y ambos parecían esperar que fuese el otro el primero en hablar.
—¡Floyd! —musitó luego Vernona con voz trémula, apenas perceptible—. Floyd… ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntóle al cabo, con ansiedad.
Su pijama estaba doblado a los pies de la cama, lejos de su alcance, y tiró de los cobertores ciñéndose con ellos. Se le había hecho un hábito no ponerse el pijama sino hasta el instante mismo de quedarse dormida, y en cuanto a su salida de baño, estaba en una silla al lado de la pieza.
Él seguía sin despegar los labios.
—Floyd… ¿por qué no dices nada? —díjole temblando de miedo.
No había él dado un paso más y la puerta continuaba abierta. Ella se daba a la vez cuenta de la excitación y la nerviosidad del muchacho, plantado allí, como sorprendido de hallarse con ella en esa habitación, y como si no atinara a saber lo que luego haría. Estaba a cabeza descubierta y con el mismo sweater verde que usaba para ir a la escuela. En sus pantalones y zapatos se advertían las manchas amarillentas del barro.
Lo vió de pronto moverse por primera vez y cerrar la puerta con todo cuidado, sin echar llave, y con el menor ruido posible.
—¡Quisiera que te explicases, Floyd! —díjole ella.
—¡Hola… Vernona! —profirió con torpeza, titubeante y avergonzado—. No podía estar lejos de usted, Vernona —agregó.
Pasado el estupor que le causara ver aparecer al muchacho en su alcoba, no estaba ya tan asustada como en el primer momento. Confiaba en que le prestaría la misma obediencia que en la escuela, y ya no la preocupaba tanto. Si hubiera sido un extraño el que entraba de ese modo a su dormitorio, a semejante hora de la noche, quizá habría gritado a todo pulmón en cuanto lo vió, pero después de todo —se decía— era uno de sus alumnos de grado diez.
—Floyd… no debes permanecer aquí —le dijo severamente, tratando de impresionarlo con su autoridad—. Tú lo sabes bien, ¿no es así?…
Tomando un leve resuello, Floyd se adelantó unos pasos.
—No llame a nadie, Vernona —le suplicó—. Por favor… no haga eso…
—Pero no puedes permanecer aquí, Floyd —le replicó en el acto, tratando de reírse de él por suponer que ella era tan fácil de persuadir. La risa no le sirvió de nada, y frunció el ceño con inquietud—: Debes irte al instante, Floyd. ¿Me oyes?…
—Por favor, no me obligue a irme, Vernona. ¡Déjeme quedarme! Es la primera vez que consigo llegar hasta aquí para verla de este modo. He estado toda la semana tratando de hacerlo. Por favor, Vernona, deje que me quede aquí ahora. Desde el viernes vengo pasando las noches en el jardín a la espera de una oportunidad para subir hasta aquí. Y siempre ocurría algo. A veces, usted salía de noche con alguno, o temía que Mr. y Mrs. Mustard me oyeran y lo descubriesen todo. Pero ahora nadie sabe que estoy aquí. No hay luces en la planta baja. Mr. y Mrs. Neff se fueron a dormir. Nadie lo sabrá nunca. No lo descubrirán. ¡Usted dejará que me quede…!, ¿no es así Vernona? ¡Por favor… diga que sí!…
Por segunda vez Vernona intentó reírse de él, pero su risa fue aún más breve que antes.
—Floyd… ¿qué clase de persona pensarías realmente que soy si te dejara quedarte? ¡Sé bien sincero!…
—No entiendo lo que quiere decir, Vernona. Sé que usted me gusta y eso es todo lo que importa. Pienso que es usted maravillosa…
No pudo menos que recordar la tarde del pasado viernes cuando la sorprendió llorando en el pupitre, y cuán consolador fue para ella que alguien la hiciera olvidar su soledad; y luego, aquel alocado impulso que instantes después la llevó a besarlo en la verja. Aunque, parado allí, a pocos pasos de ella, seguía pareciéndole infantil e inexperto, en cierto sentido ahora empezaba a encontrarlo diferente. Emanaba de su parte una poderosa resolución, intensa, consciente de sus fines, nada fácil de doblegar, que no había advertido hasta entonces… Era como si hubiese madurado desde la última vez que lo viera, y no parecía ya uno de los escolares que ocupaban un banco en su clase.
—¿Por qué viniste, Floyd? —le preguntó, recurriendo a toda su calma—. ¿Con qué motivo? Quiero que me lo digas con toda sinceridad.
Su rostro enrojeció como una grana y bajó la vista, evitando la mirada de Vernona.
—Porque… porque usted me gusta del modo en que le dije, Vernona —respondió con rubor—. La hablé ya de eso antes. No puedo evitar que usted me guste así.
Ella no respondió de inmediato; y, al cabo de un instante, él levantó la cabeza y volvió a mirarla de frente.
—Vernona… tuve que subir hasta aquí… Necesito mirarla. Necesito estar donde usted está. Usted recuerda lo que dije, ¿no? No puedo evitarlo. No puedo estar en la escuela mirándola sin que me asalten deseos de usted. Pero no quiero a nadie a su lado. Me gusta estar como estoy ahora. Es usted la que hace que me guste, Vernona. Tal vez sin darse cuenta, pero es lo mismo. Nunca me gustará otra. Usted será siempre la única que me guste. ¡Es tan encantadora! ¡Su cabello es tan lindo de mirar… que quisiera estar muy cerca de usted para poder tocarlo! Si usted me permitiera eso, yo haría todo lo que me mandase. ¡Palabra de honor! —Se le aproximó más aún—. Nunca me gustó nadie de este modo.