CAPÍTULO I
VIERNES… por la tarde
La campana del corredor dió el toque de salida y hubo en su estridencia algo comparable a esos deseos que, a fuerza de insistentes, terminan por cumplirse.
De pie junto al pupitre, sintiendo el cálido roce de sus rodillas tensamente apretadas, Vernona Stevens se repetía a sí misma una y otra vez que debía conservar la calma hasta que el último de sus veintiocho alumnos abandonara la sala.
Era un viernes, avanzado el mes de setiembre. Acababan de dar las tres de la tarde. Terminaba recién la primera semana de la temporada escolar, y desde el lunes no hacía ella otra cosa que preguntarse por qué no se había ido a vivir a Washington con Inés apenas tuvo esa oportunidad.
Su hermana mayor que, a voluntad, sabía mostrarse temerariamente impulsiva o fríamente calculadora, y que había abandonado una buena posición en el servicio civil para vivir a expensas de un contralmirante retirado —(un amigo rico que se ha interesado vivamente por mí —explicaba Inés)— trató por todos los medios de convencer a Vernona de que no tenía temperamento para maestra y de que sería mucho más feliz disfrutando la excitante vida de Washington.
Vernona, sin embargo, en vez de ir a Washington, pidió prestados 500 dólares a un tío y obtuvo su certificado bianual de docencia en un instituto del Estado. Lo hizo para demostrarse a sí misma que no era inevitable vivir como su hermana, ni mucho menos tener el mismo modo de ser, pese a sus muchos puntos de semejanza, tantos en verdad, que a menudo eran tomadas por gemelas. No tenía, por otra parte, la menor intención de volver por ese instituto a renovar su certificado bianual; sino que, después de enseñar un año —o dos a lo sumo— pensaba casarse y formar su propio hogar.
Y allí estaba ahora, a casi trescientos kilómetros de su casa, entre gentes extrañas y frente al ajeno paisaje de las tierras bajas, profundamente descorazonada y confundida, dudando mucho de que pudiera permanecer en la enseñanza, ni por ese año solamente. Por primera vez en su vida conocía la soledad y la añoranza. Nunca antes se había sentido tan decididamente desdichada.
Apenas tuvo la certeza de hallarse sola, aunque todavía alborotaban en el vestíbulo las voces de los niños y niñas del noveno y décimo grado, se dejó caer con alivio en su sillón y escondió el rostro entre las manos. Luego se echó a llorar como si sólo eso importase.
No tenía idea de lo que iba a ser de ella en adelante, y ni siquiera se preocupaba por ello. Si Inés hubiera estado entonces a su lado, haría lo primero que le aconsejase.
El director, Milo Clawson, quien —además de enseñar matemáticas e historia— entrenaba los equipos de atletismo, se hallaba en la cancha de fútbol; y las otras dos maestras de Palmetto, Mrs. Beatenbaugh y Ruth Hollingsworth, se habían precipitado ya hacia el descanso de fin de semana.
El chato edificio escolar, de un solo piso, quedó de pronto sumido en una silenciosa quietud, y Vernona supuso que el portero no tardaría en presentarse allí para hacer el barrido y la limpieza. No quería que nadie la viese llorar de ese modo, aunque nada hacía, sin embargo, por evitarlo. Sabía que ningún miramiento sería capaz de contener su llanto, pues había traspuesto el umbral del autodominio. Durante toda la semana se había mostrado valerosa, inmutable, resignada; pero ahora sus lágrimas no admitían nuevas represiones.
No existía ningún motivo concreto para ese llanto —ninguno que no fuese meramente subjetivo— pues todo el mundo, incluyendo a Milo Clawson, había sido amable y servicial con ella durante aquella primera semana. Todos ellos parecían hallarse empeñados en que se aclimatase. Hasta Blanche Neff, en cuya casa se hospedaba, se mostraba maternal y considerada, haciendo todo lo posible para que el hospedaje le resultara confortable y hogareño. El único consuelo que tenía era pensar en que tal vez la mayor parte de las jóvenes de su edad que abandonaban por primera vez su hogar para ejercer la enseñanza, experimentaban tarde o temprano idéntico aplastamiento y caían en tales angustiosos accesos de lágrimas. No era pues el suyo un sentimiento diferente; pero tenía la impresión de que iba a durar una eternidad. Además, sentía como si la vida no mereciera la pena de vivirse.
Vernona era una joven atrayente, de cabellera castaña, ojos oscuros, estatura mediana, y un peso que prometía no exceder jamás de 54 kilos. Su cabello, color chocolate, era exuberante y ondulado, y sus labios ofrecían una provocativa redondez. Sus vestidos, aunque sencillos y más bien baratos, le sentaban siempre como un adorno, y en todo instante acostumbraba ir bien ataviada, donosamente pulcra. Nunca dejaba de llamar la atención a primera vista, así estuviera sola o en grupo numeroso, sobre todo a causa de su gracia, de sus senos bien señalados, y de la placentera conformación de su figura.
Las mujeres, en su mayoría, o le eran abiertamente hostiles o la envidiaban en secreto. Los hombres eran —por los más diversos modos— emocionalmente sensibles a su presencia, ya fueran apenas niños o ya tuvieran el doble o el triple de su edad. Siempre había gustado la compañía de los hombres, llegando a desear sus atenciones, y mucho le costaba no prodigar su afecto sin regateos a cualquiera que le gustase. Con el tiempo, esta rendida afección se iba haciendo más fuerte y pronunciada, y le costaba mucho más controlarla. Una vez, antes de abandonar el colegio, se había comprometido con Don Lander, un muchacho de su misma edad, y puesto que era un hecho que iban a casarse no escatimó las más apasionadas muestras de amor, y a menudo llevó en ellas la iniciativa, aún hasta en los casos en que él se resistía. Pero Don Lander terminó por cansarse de ella y, roto el compromiso, se casó con otra muchacha tres años menor. Siempre, hasta donde alcanzaban sus recuerdos, había sido su más fervoroso anhelo el casarse joven y formar un hogar. Con todo, necesitaba estar segura de que la próxima vez que se enamorase y diera su corazón a alguno, sería para sentirse protegida y segura. Temía que otra experiencia como aquella le hiciese seguir las huellas de Inés.
Casi un cuarto de hora transcurrió antes de que Vernona se percatase de que no estaba sola en la sala. Al principio no se preocupó de si era el portero o algún otro; pero de pronto contuvo sus sollozos y prestó oído. El eco de su propio nombre, extraño y como irreal, rozaba apenas su conciencia:
—¡Miss Stevens! ¡Miss Stevens!…
Antes de levantar la cabeza del pupitre intentó enjugarse las lágrimas; pero fue un impulso desganado, a medias, y entonces comprobó que —íntimamente— le preocupaba muy poco su aspecto. El mundo no parecía importarle mucho. Sentía como un alivio al mostrarse así. Las lágrimas seguían, rodando por sus mejillas, y no tardó en soltar de nuevo el llanto. Sin embargo, al poco rato, volvió a oír aquella voz que parecía musitar su nombre:
—¡Miss Stevens!… ¿Qué le ocurre?…
Al oír esto contuvo el aliento y volvió a prestar oído, preguntándose quién sería el que así le hablaba.
—¿Por qué no me contesta… Miss Stevens?…
Vernona alzó la vista. Por entre las lágrimas que nublaban sus ojos vió escorzarse el rostro familiar de Floyd Neighbors, alumno del grado diez puesto bajo su inspección en las horas de estudio. En aquel momento no hubiera podido decir si la presencia de Floyd le causaba complacencia o enojo. Al cabo de unos minutos, confortada quizá por el pensamiento de que ya no estaba sola, dejó de llorar.
Floyd se había aproximado a la tarima del pupitre, y ahí estaba, en el centro de la sala, contemplándola con perplejidad. Al verlo allí comprendió cuán inconveniente resultaba que uno de sus discípulos la viese llorar, pues era presumible que luego lo sabría todo el colegio; pero ya era demasiado tarde para impedirlo. Pensó en lo difícil que sería explicarse ante Milo Clawson y los demás profesores si llegaran a preguntarle por qué lloraba en la sala después de clases.
Floyd Neighbors era un muchacho de elevada estatura, y tenía dieciséis años, la misma edad de su hermana menor. Bastante desarrollado para sus años, era un estudiante despierto y aplicado, y a la vez uno de los mejores atletas de la escuela. Su padre, Ed Neighbors, era propietario de la única botica de Palmetto —la «Neighbors Drug Company»—, situada en la calle principal, y a ella acudían con frecuencia después de las clases alumnos y profesores, a tomar sus sodas refrescantes. Floyd, durante el año anterior, había estado ayudando a su padre los días sábados en el negocio.
Desde las primeras clases, Vernona venía advirtiendo que Floyd pasaba gran parte de las horas de sus estudios dirigiéndole miradas intencionadas, tanto que ella había llegado a tener la incómoda impresión de que o el muchacho desaprobaba el tono oscuro de sus cabellos, el torneamiento de sus piernas, el modo cómo la ceñía su vestido, o bien se sentía fascinado por ella. De todos modos, cualquiera fuese el rasgo suyo capaz de llamarle la atención de modo tan absorbente, ella no acertaba a definir si se sentía molesta o halagada por su impertinente contemplación. Desde que notara esto por primera vez, había advertido que perdía algo de su naturalidad en presencia del niño, y, en diversas oportunidades, se sorprendió a sí misma acechando una ocasión para dirigirle una rápida ojeada y comprobar si la estaba mirando. Como esto ocurría siempre, sus miradas se encontraban casi invariablemente y Floyd esbozaba entonces una tímida sonrisa.
Justamente el día anterior —jueves por la tarde— Floyd se había demorado más de la cuenta en su banco, en tanto que todos sus demás condiscípulos habían salido, y ella tuvo la absoluta certeza de que se quedaba con la intención de decirle algo. En otras circunstancias, no hubiera hallado nada de particular en que un alumno se quedara después de hora para preguntarle algo relacionado con sus estudios; pero, en vez de darle a Floyd la oportunidad, recogió apresuradamente sus cosas, cerró con llave el cajón del pupitre, y salió dejándolo solo. Luego, durante el trayecto a su casa, se fue preguntando por qué había procedido de ese modo. Todo lo que se le ocurrió deducir fue que constituía en verdad un peligro consentir la excesiva familiaridad de un alumno, especialmente en aquella edad, antes de conocerlo mejor. Ahora, sin embargo, no había manera alguna de eludir su mirada indagadora y su aire interrogante, pues ahí lo tenía, cada vez más próximo.
—Miss Stevens… ¿por qué llora usted de ese modo? —le preguntó Floyd, aproximándose más aún—. ¿Qué le sucede, Miss Stevens?…
Pero pese a todos aquellos pensamientos, la alegraba su presencia allí, junto a ella. Esa agobiante sensación de soledad se había desvanecido como por encanto y de nuevo empezaba a sentirse una mujer normal. Terminó por sonreír.
—No es nada Floyd —replicóle, echando mano de toda su calma, pues temía traicionarse en el leve temblor de la voz—. Supongo que me he pasado la semana tratando de tener una buena sesión de llanto…
Pero apenas lo dijo, prefirió no haberlo hecho. Después de todo, era sólo un muchacho de grado diez y no un adulto con quien pudiera ella sincerarse:
—Ya pasó todo, Floyd. Vamos a olvidarlo, ¿eh? He sido muy tonta al amilanarme de este modo…
Se preguntaba en tanto cómo estaría impresionando a Floyd, con el rostro anegado en lágrimas y el cabello desgreñado.
—Y bien, Floyd… ¿quería hablar conmigo? —inquirió rápidamente, tratando de parecer personal—. Ya puedes consultarme…
—¿Qué la hacía llorar de ese modo, Miss Stevens? —inquirió él, obstinado.
—Quizá nunca debí ser maestra, Floyd. Sabrás que no todos tenemos aptitudes para la enseñanza… ¿Nunca lo oíste decir?…
De nuevo volvió a arrepentirse de lo dicho. Era como si la misma fuerza que ponía en juego para impedir que el muchacho penetrara sus sentimientos, pusiera en evidencia toda la angustia encerrada en su corazón. Entornó los ojos, y sintió por fin como un alivio esa oportunidad de confiarse a otro ser humano que parecía dispensarle su simpatía. Como fuese, ya no estaba avergonzada de que Floyd Neighbors la hubiese visto llorar.
—Me alegra que sea usted maestra —le oyó decir.
Abrió los ojos con sobresalto. Vió que él la estaba mirando de hito en hito, y tardó en replicar:
—¿Por qué, Floyd?… ¿Por qué dices eso?…
—Porque si usted no hubiese sido maestra, y no hubiese venido a dar clases en Palmetto, yo nunca la habría visto…
Sin detenerse en pensar, ella empezó a decir:
—Floyd… ¿por qué tú…? —Pero se interrumpió bruscamente.
—Usted es maravillosa, Miss Stevens. Nunca había yo visto a nadie como usted.
Se sintió culpable de haber motivado tales palabras, las mismas palabras que seguramente le hubiera dicho la víspera en caso de darle ella ocasión. Sobrevino una pausa embarazosa, y sus incómodas miradas revelaban hasta qué punto podía llegar a ser grave todo aquello. Ahora estaba plenamente segura de que había despertado interés en el muchacho, y no un interés didáctico por cierto. Así pues, las perspectivas eran escalofriantes. Nunca había siquiera imaginado que pudiera sucederle semejante cosa.
Buscó desesperadamente alguna frase apropiada para decepcionarlo, a fin de que, en adelante, desistiera de fastidiarla.
Empezó por reírse de él, y aunque su risa no fue muy sincera, logró de todos modos el necesario acento de crueldad, pues Floyd pareció resentido.
Luego comentó con aire intrascendente:
—Apuesto a que le dices lo mismo a todas tus maestras, Floyd…; pero no necesitas de eso para obtener buenas notas… Basta con que estudies a conciencia…
Pero él dió la callada por respuesta, y ella bajó la vista, incapaz de resistir su mirada penetrante. Sabía que el muchacho no la disgustaba; había en él algo poderosamente llamativo. Sintió impulsos de aproximársele y de pedirle disculpas por haber herido sus sentimientos.
—No me importan las notas, Miss Stevens —dijo él, lentamente—. Y jamás le he dicho eso a nadie antes…
Cualquiera fuese su propósito —y la espantaba adivinar el único posible— resultaba claro que no era con palabras ni con actitudes como había que disuadirlo. Sorpresivamente, Vernona se apartó un tanto y empezó a recoger sus útiles; pero, de reojo, alcanzó a ver que él daba un nuevo paso hacia el pupitre, y algo le advertía que estaba contemplándole el cabello con morosa delectación. Apenas consciente de lo que hacía, Vernona se puso de pie, mostrándose en toda su esbeltez, y, con gracioso movimiento de cabeza, volvió a su lugar un mechón rebelde. Entretanto, sentía que los ojos del muchacho vagaban excitados por su cuerpo.
—Miss Stevens… —dijo, como intentando una pregunta.
Vernona se volvió, ceñuda:
—De una vez por todas, ¿qué haces aquí, Floyd? —inquirió, tan severamente como pudo. ¿Por qué no estás jugando al fútbol, como otras tardes, con los demás muchachos del equipo?…
Floyd, por toda respuesta, le clavó unos ojos firmes y penetrantes. Era evidente que su aspereza lo había herido. Vernona tuvo la sensación de que nada podría ella ocultar a la perspicacia de esa mirada. Apartó el cabello de su rostro y se arregló el cuello del vestido, y, al hacerlo, advirtió que de nuevo le temblaban las manos.
—¿Por qué no me contestas, Floyd? —dijo.
—Hoy no tenía ganas de jugar, Miss Stevens, y Mr. Clawson me dijo que si no participaba del entrenamiento me fuera a casa…
—Entonces… ¿por qué no te has ido a casa, Floyd? —Y quedó esperando su respuesta; pero él no contestó—. ¿Por qué has vuelto aquí… a fastidiarme después de hora?… Floyd dió otro paso hacia ella. Ahora la tenía al alcance del brazo. Vernona temía un nuevo encuentro de sus miradas, comprendiendo que si no se guardaba de él y le dejaba suprimir toda distancia, perdería en el acto el ascendiente.
Se preguntaba si el portero, o Milo Clawson, o, en fin, cualquier otro, oirían sus voces en caso de gritar. Quedó así en un ansioso alerta, tratando de adivinar los pensamientos del muchacho y de ocultarse a sí misma sus propios pensamientos, mientras percibía el impaciente restregueo de los dedos de Floyd en el borde del escritorio. Tanto el propósito como la capacidad de resistirlo se debilitaban en ella por momentos. Comprendió que sería más fácil dejarse desear por el muchacho.
—No me has contestado, Floyd —lo instó con aspereza—. ¿Por qué no te vas a casa… por qué sigues aquí?…
Le dirigió una mirada de soslayo y vió que antes de contestar se pasaba la lengua por los labios resecos:
—Porque he querido quedarme para acompañarla hasta su casa, Miss Stevens —dijo con atrevido y juvenil desenfado—. Ese es el motivo, Miss Stevens.
Ambos estaban ahora nerviosos. Vernona pudo advertir el ligero temblor de sus brazos, que la tensión le hacía oprimir estrechamente contra su cuerpo.
—Déjeme hacerlo, Miss Stevens. ¿Me lo dejará, no es cierto? ¿No está bien eso? ¡Permítamelo! Para eso me quedé. Le llevaré los libros, o lo que usted quiera. ¿Me dejará, Miss Stevens?
El esplendoroso sol de Setiembre hacía que la tarde fuese cálida e inquietante. Fustigaba implacable las copas de los árboles que bordeaban el patio, se colaba como una llama por las ventanas de la sala de clases e iba a aguijonear la afiebrada piel de la maestra, obligándola a enjugar su húmeda frente con el dorso de la mano. El frío y la escarcha de comienzos de semana habían cesado bruscamente para dar lugar a esta falsa primavera.
—Déjeme, señorita, por favor —seguía rogando él, sin la menor cohibición. Ella apreciaba entretanto la intensidad de su urgencia.
—Por favor, señorita, dígame que sí… ¿Me dirá usted que sí?…
—Floyd… —comenzó a decir, como en un balbuceo. Seguía apretando las rodillas para evitar el temblorcillo de su cuerpo.
—Tendrá que dejarme, Miss Stevens —insistió aún el muchacho—. ¡Tendrá que hacerlo! ¿No me oye?
Interrumpió los ruegos y, ansioso, quedó pendiente de sus labios. Se hizo un silencio que Vernona empleó en un detenido examen de aquel rostro. Tenía sólo dieciséis años; ella lo aventajaba, pues, en seis, y, sin embargo, en aquel momento no parecía existir tal diferencia en sus edades. Bien podría él tener veintidós, y ella dieciséis. Le llevaba varias pulgadas en la estatura y pesaba unos doce kilos más, por lo menos. Además —aunque de cierta infantil manera— era buen mozo, y si tuviera diez años más la incertidumbre que ahora la acometía sería indudablemente mucho menor. Si no fuese tan joven iría quizá mejor peinado, y sus ropas parecerían recientemente planchadas, sería menos desgarbado y tendría más confianza en sí mismo. En tal caso ella ciertamente podría, de buena gana y sin remordimiento, acceder a cuanto le pidiese. Sería muy difícil rehusárselo.
Vernona cerró bien los ojos y movió la cabeza como para ahuyentar tales pensamientos. Quedaba en pie un sólo hecho —se recordó a sí misma con decisión—: ella era la maestra, y él… el discípulo.
—Floyd Neighbors —manifestó, con todo el enojo de que fue capaz— ¿es amistad lo que me propones o es… algo más? —Lo miró de frente, severa, sin asomo de sonrisa—. Porque si es algo más…
Se interrumpió, incapaz de mantener el tono, y, sin arriesgar una nueva mirada, se precipitó hacia afuera. Poco le costaría a él sin embargo, impedirle que abandonara la sala, y, por otra parte, si ella lo intentaba, sus cuerpos tendrían que rozarse al trasponer el umbral hacia el vestíbulo.
Volvió sobre sus pasos y enfrentó a Floyd. En esos pocos segundos, mientras el corazón le latía apresuradamente, se dijo que su carrera de maestra —por incipiente que fuese— era mucho más importante que las sensiblerías de uno de sus discípulos. No podía darse el lujo de permitir tales interferencias.
—Floyd… ¿qué diría la gente al ver a un muchacho de tu edad caminando por la calle junto a una maestra de mis años?… ¿No crees tú que todo Palmetto hallaría eso muy singular? Podría suscitar comentarios, ¿no?…
—No me importa lo que diga la gente, Miss Stevens —replicó sin titubeos— pueden decir todo lo que quieran. A mí me gusta usted, y eso es lo único que me importa…
—¿Aunque sea mayor… mucho mayor… que tú?…
—No interesa. De todos modos… no es tan mayor.
—Floyd —agregó ella, con gravedad—… Seguramente tienes alguna amiguita… ¿Qué pensaría de todo esto?…
—Ninguna otra me gusta. Nunca me gustó una muchacha antes de verla a usted. Ni volverá a gustarme ninguna mientras viva. Sólo usted me gustará siempre.
—¿Me dirás de qué modo especial te gusto, Floyd? —le preguntó, como burlándose—. ¿Es mi talento, son mis métodos de enseñanza… acaso mi sentido del humor, lo que tanto te atrae? Necesito estar segura de comprender esto a fondo, a fin de obrar en consecuencia. ¿Se trata de un sentimiento platónico o quieres hacerme el amor? ¡Ea! Pongamos las cartas sobre la mesa…
—Bueno… —profirió, bajando la vista—. No sé exactamente lo que quiere decir. —Pero luego, alzando de nuevo los ojos, fue bastante explícito:
—Hay una sola manera de gustar de usted Miss Stevens. Usted está hecha para eso. Nadie sabría gustar de usted de otro modo. Lo he venido pensando desde que empezamos las clases… el lunes por la mañana. La vi entrar y me gustó en el acto. Me gustó una enormidad. Desde ese momento, minuto a minuto, no ha hecho otra cosa que gustarme cada vez más. Y va a seguir gustándome. Puede decir lo que quiera; pero nada me acobardará. Tengo que gustar de usted, Miss Stevens. No puedo evitarlo.
—Floyd… ¿y si yo te dijera que tengo un amigo maravilloso… que me subyuga, y que se ha comprometido a casarse conmigo? ¿Qué harías tú?
—No me lo imagino. Pero, de todos modos, creo que no cambiarían mucho las cosas. Seguiría gustándome usted. Estoy resuelto. No voy a echarme atrás pese a todo lo que pueda decirme.
Nadie había hablado jamás a Vernona de esa manera. Aquello la impresionaba de un modo extraño: placentero a la vez que espeluznante; y se preguntaba qué hubiera sido de ella si —cuando tenía dieciséis años— alguien le hablara así. Al pensar en que hacía sólo un instante derramaba lágrimas amargas sobre aquel pupitre, compadeciéndose de su destino y lamentando no haber escuchado a su hermana en vez de dedicarse a la enseñanza, sólo podía explicarse todo eso como un sueño absurdo, o como un desgraciado accidente ocurrido a otra persona.
—¿Está pensando en una nueva excusa, no es cierto? —dijo luego él—. No sacará nada.
En verdad, lo que ahora estaba pensando era que lo imprevisto del caso quizá le hacía exagerar la prudencia. Probablemente el interés que por ella manifestaba Floyd Neighbors no era más que la adhesión infantil e inofensiva de un colegial por su maestra, que pasaría pronto sin dejarles ni siquiera un recuerdo. Era, pues, ridículo que estuviera tomando a Floyd tan en serio. Probablemente nunca le había hecho el amor a una muchacha.
—Por supuesto que puedes acompañarme a casa, Floyd —dijo, por fin. Le alargó los libros con gesto invitador y echó a andar delante en dirección al pasillo. Casi al momento estuvo Floyd a su lado, mirándola con ojos ansiosos.
—Lo que hacía era cerciorarme bien de que tu deseo de acompañarme era sincero, Floyd. Cualquier maestra se siente halagada al comprobar que tiene discípulos dispuestos a escoltarla hasta casa llevándole los libros. Me complace mucho este gesto tuyo.
Mientras atravesaba el patio y alcanzaban la calle, Floyd no despegó los labios. Seguía caminando junto a ella, y, como queriendo tal vez asegurarse que ya no formulaba reparos a su compañía, hizo que en varias ocasiones su mano rozara a Vernona. Ella fingió no advertirlo.
—Miss Stevens —empezó a decir de pronto, casi en un jadeo, como si no pudiera contener ya por más tiempo su pregunta:
—Miss Stevens, puedo yo… o mejor dicho, ¿está usted dispuesta a dejar que me guste usted… en la forma que le dije?
Por supuesto, Floyd —repuso, con una risita—. Quiero gustarte. A toda joven le interesa agradar. Me sentiría muy apenada si no te gustara.
Caminaron un rato muy juntos. Habían hecho la mitad del camino hacia la casa de Mrs. Neff.
—No me estoy refiriendo a eso de platónico, ni a nada de lo que usted dice. Tampoco a cosas de la escuela… y demás por el estilo. Me refiero a la forma en que me gusta: ¡a eso que le dije!
—Por supuesto, Floyd. Puedes gustar de mí como te plazca.
—¿De veras, Miss Stevens?
—De veras, Floyd.
—¿Ahora mismo?
Vernona movió la cabeza en señal negativa:
—Cuando seas mayor, si es que aún persistes y no te has enamorado de otra.
—¿Cuántos años mayor? —Fue su urgente pregunta.
—¡Oh… unos diez años! Veamos… dentro de diez años tú tendrás veintiséis y yo treinta y dos. —Y no pudo menos que reírse:
—Floyd… cuando yo tenga treinta y dos no te atreverás a mirarme dos veces seguidas, ¿sabes?…
—Eso no tiene nada que ver. De todos modos, no voy a esperar tanto.
—¿Por qué no?
—Porque quiero que sea ahora mismo.
—Sabrás esperar si yo te lo pido, ¿verdad, Floyd?
—¡No!
Tenían ya a la vista la casa de Blanche Neff, un blanco edificio de dos pisos situado en la esquina. De pronto, Floyd la detuvo aferrándola por un brazo y ambos quedaron dándose las caras, en la umbría vereda de grava. Rojos chalecitos de ladrillo y blancos edificios se alineaban a ambos lados de la calzada; pero ni en porches ni terrazas se veía alma viviente que pudiera observarlos. Sólo a la distancia, en una esquina de la manzana próxima, se divisaba un grupo de escolares que, camino de su casa, se habían detenido a jugar en un promontorio de arena.
—¿Qué te ocurre, Floyd? —le preguntó.
—Miss Stevens… ¿podría acompañarla mañana nuevamente hasta su casa?
—No, Floyd —repuso ella con firmeza—. Creo que no debes hacerlo. No sería prudente. Una vez está bien; pero nada más.
Vernona vió tal decepción en el rostro del muchacho que sintió pena por él y lamentó no haber hallado otras palabras para decírselo. Le dolía verlo tan afligido. Trató de animarlo con una sonrisa.
—No veo por qué —dijo él, con voz quebrada.
—Por esta vez no tiene nada que ver, Floyd. Pero si las gentes te ven muy seguido acompañándome a casa, se preguntarán a qué se debe eso y luego empezarán las murmuraciones. En un lugar tan pequeño como es Palmetto una maestra de escuela no puede dejar que esto ocurra. Probablemente, y en menos que canta un gallo, le pedirían la renuncia. No puedo, por nada del mundo, permitir que eso suceda.
—No me importa lo que diga la gente.
—¿Tampoco te importa lo que dirían de mí?
Mientras él, por toda respuesta, clavaba con aire mohíno los ojos en el suelo grava, Vernona se le escurrió y echó a correr precipitadamente calle abajo. No volvió la cabeza, sin imaginar que Floyd iba a seguirla todavía el trecho restante.
Abrió la verja y, siempre de espaldas, pasó al jardín. Floyd la alcanzó en el preciso instante en que se cerraba el pestillo. Alargó la mano y logró descorrerlo; pero en el acto ella lo contuvo, y movió la cabeza negativamente.
—Déjeme pasar al porche —dijo él, y agregó—: Necesito decirle una cosa.
Vernona insistió en su negativa.
—¿Por qué no? —porfió el muchacho.
—Por muchas razones, Floyd. Algunas las conoces tan bien como yo.
—¿Puedo volver esta noche, después de la comida, para verla de nuevo?
—No, Floyd.
—Para entonces todo estará a oscuras. Nadie lo sabrá. Podremos ir a un lugar donde nadie nos vea.
Nueva negativa.
—Sé de muchos lugares que nadie conoce.
Vernona no contestó.
—¡Todo es porque vendrá a verla Jack Cash!, ¿no?
—No sé a quién te refieres, Floyd.
—Subiré a su habitación entonces —prosiguió con pertinacia—. He descubierto una escalera detrás del porche. Sé cómo subir por ella. Es fácil.
—Eso no hace al caso, Floyd.
—¿Por qué?
—Porque… —Y se interrumpió, preguntándose hasta qué punto el muchacho era consciente de lo que decía. Luego trató de echar mano de un argumento decisivo para desanimarlo de una buena vez:
—Porque eres apenas un niño… un niño de dieciséis años y yo soy mucho mayor que tú. Ese motivo debiera bastarte, Floyd. Debieras comprender que una mujer de mi edad no puede interesarse por ti. ¿No lo comprendes, Floyd? ¡Ve a pedirle citas a las muchachas de tu edad!
—No veo la diferencia. Como sea, usted me gusta. Quiero ir esta noche a su habitación.
—Floyd… un hombre no debe pedir a una muchacha… a una muchacha decente, que lo reciba en su habitación. No es propio.
—No veo por qué no pueda yo ir a su habitación.
—Hay dos clases de muchachas, y… evidentemente, me has incluido en la peor.
—No sé de qué clase sea usted; pero me gusta.
Más de una vez Vernona había oído discutir en el Instituto el problema que planteaban ciertos alumnos que se apasionaban por sus maestras y querían hacerles el amor; pero tal cosa le pareció siempre demasiado teórica, y hasta fantástica. Nunca se había visto en el caso de tomar el asunto en serio. Incluso ahora mismo le resultaba fantástico, porque —por alguna razón que no acertaba a definir— Floyd Neighbors no le parecía ligado a la sala de clases ni a la escuela sino apenas por un remoto vínculo. Le resultaba más real imaginárselo junto a ella en algún recoleto refugio, libre de miradas indiscretas, y de pronto se preguntó qué sensación experimentaría si en ese momento Floyd la estrechara en sus brazos y tratase de besarla.
—Floyd… ¡te exijo que olvides todo esto! —dijo, al cabo, con ostensible urgencia, presintiendo cuán peligroso era permitir que tales imágenes se formaran en su mente—. Por favor, no vuelvas a repetir nada semejante. Te exijo que lo olvides. Sé que lo harás si es sincero el afecto que dices profesarme. Soy tu maestra, no puedo significar otra cosa para ti. Recuerda eso siempre: ¡en la calle, en la escuela, dónde quiera que te halles!
Se sorprendió así misma mirándolo a lo hondo de los ojos. Estaba un tanto enojada con él por haberle hablado del modo en que lo hizo, y había fruncido el ceño sintiendo que eso la ayudaba a sostener su determinación. Era importante mostrarse resuelta, se decía, pues no se le escapaba que no sería para ella ningún sacrificio dejarlo salirse con la suya. Ante un muchacho de sus atractivos, estaba muy expuesta a perder el control; y una vez que esto ocurriese no le quedaría otra cosa que presentar la renuncia y abandonar el pueblo en el acto. Veía ya a Inés riéndose de ella por haber creído en sus aptitudes para la enseñanza. Lo vió todo tan claro en ese instante que mordió los labios en un rictus desesperado:
—Lo que debes hacer, Floyd —dijo— es volver a la cancha de fútbol. Y concurrir a ella todos los días. ¿Me lo prometes?
—No volveré a jugar fútbol en mi vida —le replicó, rotundo—. Ya me he hecho esa idea, y usted no podrá cambiarla. —Con brusco impulso se estiró sobre la verja y la tomó fuertemente por un brazo—: ¡Tendrá que decir que sí a algo que yo quiero!
Espantada, trató de desasirse; pero él la apretó aún más. Vernona volvió la cabeza hacia el interior de la casa, temerosa de que Blanche Neff pudiera estar en el porche observándolos.
—Por favor, déjame ir, Floyd —suplicó—. Ya sabes que no puedo conducirme así.
—La dejaré ir cuando me diga que sí.
Comprendió que no era el momento para ponerse a pensar en lo que él quería significar con aquel sí. Sin embargo, necesitaba saber a qué se refería; pero no estaba segura de si debía preguntárselo. Por otra parte, aquel garfio le estaba haciendo doler demasiado el brazo.
—¿Vas a decirme que sí? —la acosó.
—¿De qué estás hablando, Floyd? —dijo ella tratando de mostrarse serena—. No sé a qué te refieres.
—Primero tiene que darme su palabra. Nada bueno espere si antes no me promete que dirá que sí.
Se oyeron los pasos de un transeúnte que se acercaba. ¡Buena la harían si, al pasar frente a la verja, veía a aquel colegial de grado diez aferrando de ese modo a su maestra por un brazo! Había que hacer algo en el acto.
—Está bien, Floyd —asintió, mirándolo de frente—. Te lo prometo… Ahora, ¿de qué se trata?
—Le soltó el brazo y profirió tímidamente:
—Déjeme llamarla Vernona en lugar de… Miss Stevens.
La sorpresa que experimentó Vernona dió en el acto lugar a un gran alivio. El transeúnte que recién la alarmara, había cambiado de pronto el rumbo y, sin llegar a advertirlos, se introdujo en una de las casas vecinas.
—¿Eso… es todo? —preguntó ella, con toda cautela.
Ansioso, Floyd asintió con la cabeza:
—¿Me dejará?
—Sí… por supuesto —se apresuró ella a responderle, y, por primera vez desde que se hallaban en la verja, le dedicó una sonrisa—. Me complace tu deseo. Pero no en clase, ¿eh? ¡Por ningún motivo en la escuela!
—¡Claro que no! —aprobó él, agradecido, radiante como un sol—. Con eso me basta. Justito con eso… El resto del tiempo no puedo… no debo, llamarla Miss Stevens. Me siento feliz con eso.
—Podías haberlo pedido antes, Floyd —dijo ella—. ¿Por qué no lo hiciste?
—Tenía miedo a… miedo a que usted no me dejara.
Vernona tomó sus libros de manos de Floyd y empezó a subir los peldaños de ladrillos. Pero no había rebasado aún la mitad de los peldaños, cuando —por un motivo que nunca se preocupó de esclarecer— dió una brusca media vuelta y volvió sobre sus pasos. Parecía que el corazón iba a escapársele del pecho cuando se inclinó sobre la verja, echó los brazos al cuello de Floyd y lo atrajo hacia sí con todas sus fuerzas, besándolo apasionadamente. Quedó como colgada de él, con sus labios apretados contra los suyos. No se movió hasta sentir que los brazos del muchacho enlazaban su talle, y entonces, recurriendo a toda su capacidad de sacrificio, consiguió zafarse.
—¡Hasta pronto, Floyd! —profirió por encima del hombro, mientras se volvía y echaba a correr hacia la casa.
La respuesta de Floyd fue apenas un confuso murmullo.