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Vernona aseguró más estrechamente los cobertores y trató de cubrirse bien con ellos sus brazos y hombros. Desde el viernes había experimentado la inquietud, aunque se esforzó por desecharla, de que él intentaría un paso como aquél. Aunque ni por un momento se le había ocurrido que en realidad pudiera hallar la manera de colarse hasta su pieza. Pero allí estaba ahora, a pocos pasos, suplicándole que le permitiese hacerle el amor.
Aferrada a los cobertores, se preguntaba si siendo él tan joven tendría siquiera una idea de lo que era hacer el amor. Trató de imaginarse qué haría si ella no fuese la maestra ni él su alumno, y hubiera entrado a su pieza de esa manera, pues de otro modo jamás lo hubiese besado aquella vez. Se había dejado entusiasmar deliberadamente por Milledge Mangrum, como una defensa contra su inclinación por Floyd. Sin embargo, cada vez que se hallaba a solas con Floyd, se sentía más estrecha e íntimamente inclinada hacia él.
Estuvo a punto de pedirle que le pasara el pijama a fin de ponérselo bajo los cobertores, pero desistió al comprender que eso le daría ocasión para acercarse más, y ya había avanzado hasta la mitad del cuarto. Si quería conservar algún dominio sobre sí misma, era importante mantenerlo lo más alejado posible.
—¿Cómo entraste, Floyd? —le preguntó, esperando distraer su atención mientras se daba tiempo a pensar en lo que haría.
—Subí por la escalera de afuera, que da al fondo, al término del vestíbulo —explicó con infantil orgullo, ansioso por contarle algo y, por primera vez, esbozó una tímida sonrisa—. Es fácil llegar hasta aquí de ese modo, Vernona, y la puerta estaba sin llave. Me parece que Mr. Neff nunca le echa llave. Me será fácil volver por el mismo camino la próxima vez…
—No habrá próxima vez, Floyd…
—Pero es fácil, Vernona —dijo él, mordiéndose el labio con nerviosidad—. Nadie más que nosotros lo sabrá. Pude haber estado aquí antes, porque me hallaba en el jardín desde que oscureció, pero esperé a que Martha Belle se retirase y quise asegurarme de que Mr. y Mrs. Neff estuviesen durmiendo —explicaba, observándola esperanzado—. Nadie sabe que estoy aquí ahora, Vernona. Tampoco harán averiguaciones. Nadie sabrá nunca nada de esto.
—Eso no tiene nada que ver, Floyd —le advirtió gravemente, moviendo la cabeza en señal de desaprobación.
Comprobaba que la confianza en su habilidad para obligarlo a obedecer era ahora menor que al comienzo, y se preguntaba cómo podría impedir que le hiciera el amor en caso de que porfiase y se precipitase sobre ella. Recordó que él se jactaba de ser más fuerte que ella.
—Bien sabes que no debieras estar aquí —le dijo severamente—. ¿Qué dirían tus padres si lo supieran?
Tardó en contestar. Se mostró preocupado.
—No han de averiguarlo si usted no se lo dice…
—Pero mi deber sería decírselo. Bien lo sabes…
—Pero… no lo dirá… ¿verdad Vernona?…
Ella no respondió.
—Papá me enviará lejos, a otra escuela, si se lo dice. Me tiene amenazado con que hará eso si alguna vez le doy malos ratos. Dió a entender eso, y lo hará. No quiero que me envíen lejos, Vernona. Quiero estar donde usted está. Por favor, no se lo diga a papá. No podría irme lejos… quizá no volvería a verla más.
Se acercó a los pies de la cama y allí permaneció contemplándola. Sus ojos, brillantes e intensos, buscaban la mirada de la joven. Ella no tenía la menor intención de decirle al padre ni a nadie que había estado allí. Sería desastroso si llegara a saberse. El chisme correría por todo el pueblo. No había maestra capaz de conservar el puesto en tales circunstancias.
—¿Qué piensa hacer, Vernona? —preguntó con ansiedad—. ¿No les va a decir nada, no?
—No les diré nada, Floyd, si te vas al instante y me prometes no volver nunca más por aquí. Sería terrible si alguien descubriera que vienes a mi cuarto por las noches. La gente dirá que te lo he permitido. Después de eso, no podría yo permanecer en Palmetto como maestra. Tendría que renunciar e irme a otra parte. ¿Tú no querrías que me fuese de Palmetto eh?
—Yo me iré con usted, Vernona —le dijo, ansioso—. Eso será muchísimo mejor. Luego no tendrá por qué asustarse de nada. Tengo unos pequeños ahorros de mi trabajo de los sábados en la botica. Además, venderé mi bicicleta. ¿No podríamos hacer eso, usted y yo, e irnos a otra parte? Podemos hacerlo ahora mismo, si quiere…
—No sabes lo que estás diciendo, Floyd. Nunca podría yo hacer semejante cosa. Es absurdo. Aun no existiendo otras razones, es muy grande la diferencia de edad entre nosotros, las jóvenes de mi edad no se casan con niños de dieciséis años…
Humillado por su actitud poco asequible, permaneció un instante en silencio. Parecía lastimado y a punto de llorar.
—Lo siento, Floyd —le dijo ella cariñosamente—, pero tienes que hacerte cargo de eso.
Se acercó con un movimiento sorpresivo y se sentó al borde de la cama.
—Vernona, quiero decirle algo.
—No quiero oírlo.
—Pero es algo sobre usted.
—No voy a escucharte, Floyd…
—Deje que me acerque más, y se lo diré.
—No, Floyd —rehusó con firmeza.
Se quedó mirándola indeciso, por un instante, y luego Vernona vió que se le arrimaba.
—Vernona…
—Si te acercas más… gritaré, Floyd. Te lo advierto.
—No haga eso —dijo, apartándose de ella con prontitud.
Permanecieron largo rato inmóviles y en silencio. Desde los cuatro costados del pueblo se oía ladrar a los perros. La brisa de la costa soplaba sobre la pradera y hacía crujir las ramas de los árboles contra la ventana. En la casa no se oía ruido alguno.
—Vernona —dijo él gravemente, conteniendo la vez—, me seguirá gustando usted. No puedo evitarlo. No puedo esperar a ser mayor de edad gustándome tantísimo. Tiene que dejar que sea ahora mismo.
La joven nada dijo, y afianzó más aún los cobertores con la presión de su barbilla.
—Tampoco quiero que ningún otro esté con usted. Soy el único que puede hacerlo. Mataré a quien sea que lo haga. Lo juro. Será mejor para Mr. Mangrum que no le guste a usted más que yo. Y mejor para usted si él no le gusta en lo más mínimo. Dígale que se aparte. Si trata de convencerla de que le guste, lo mataré. Lo mataré en un santiamén, a él y a cualquiera.
—No hables así, Floyd —dijo ella, volviendo a asustarse—. Matar a otro es algo terrible. Amenazar solamente ya es bastante malo. No digas tales cosas, Floyd.
—¡Bueno… es la verdad! Mataré a cualquiera que trate de gustarle, aunque usted no lo acepte. Tiene que prometerme que ninguno podrá con usted.
Cubriéndose el rostro con ambas manos, Vernona trató de idear un medio de hacer salir a Floyd de su alcoba sin llamar a los Neff. Tenía miedo a que cumpliera sus amenazas si no accedía a sus exigencias.
—¿Me va a prometer eso? —insistió.
—No me hagas tenerte miedo, Floyd.
—No tendrá que temer nada si hace lo que le pido.
Comprendió que nada de lo dicho hasta entonces había surtido el menor efecto en él y él tomó las manos apretándoselas con fuerza.
—Floyd… quiero que me prometas algo —dijo, inquieta—. Si te importo tanto como dices, lo prometerás. Es la única manera que tienes de probármelo.
—¿Qué quiere que le prometa? —preguntó él, receloso.
—Quiero que me prometas… que si yo te permito…
Diciendo esto le puso la mano en el hombro, y entonces, él, con una violencia que le quitó el aliento, la estrechó en sus brazos hasta que, entregada y sumisa, se recostó contra la dureza muscular de su cuerpo, mientras que él la apretujaba con infantil atrevimiento. Cerrando los ojos, la joven trató de pensar en lo que luego haría para alejarlo. No lamentaba lo hecho, pero sabía que mientras más y más tiempo dejara transcurrir de ese modo, más difícil le sería obligarlo a obedecer. Lo que se había propuesto era arrancarle la promesa de que se iría si lo dejaba abrazarla, pero no tuvo tiempo de comprometerlo, pues ya él lo estaba haciendo.
—Floyd… no me prometiste…
—Prometeré cualquier cosa si me deja quedarme aquí ahora.
Nada podía hacer contra el deseo avasallador que se estaba apoderando de ella. A pesar de todo, no supo cómo se halló a sí misma apretándose apasionada contra la tensa dureza de su cuerpo.
—Floyd… si te dejo besarme… del modo como quieres… sólo por una…
—¿Qué tendré que prometer? —balbuceó.
Apegó ella su rostro al del muchacho, enlazándolo con ambos brazos.
—Nada —musitó—. No me prometas nada… bésame del modo que deseas…
Al primer contacto de sus labios, le fue fácil olvidar cómo había llegado él hasta allí y cómo había tratado ella de que se fuese. Acaso lamentaría luego, o acaso no, lo que estaba haciendo; pero lo único cierto es que ahora no quería que se fuese, dejándola sola.