HONG KONG, 1975
Estimado doctor Niboli:
Permítame comenzar mi relato aludiendo a mi nombre, Zemin, cuyo significado es «el que sobrevive con agua». La razón por la que recibí este nombre tuvo que ver con las circunstancias de mi nacimiento, pues, en un primer momento, mi propia madre me condenó a morir ahogado, siguiendo una terrible costumbre de mi país que afecta a los hijos no deseados. Tenga en cuenta que yo era fruto de la relación entre una china con un occidental (un «falso diablo extranjero», como decían los chinos en aquella época), algo que no estaba bien visto dada la situación política general.
Sin embargo, en aquellos días, China requería de varones que pudieran nutrir un ejército con el que oponer resistencia a los japoneses, y atendiendo a esa necesidad, mi abuelo decidió hacerse cargo de mí. De esa forma salvé la vida y, por haberme librado de morir ahogado, recibí el nombre de Zemin.
No volví a ver a mi madre hasta tres años y medio más tarde, si bien, como usted comprenderá, no guardo ningún recuerdo de aquel encuentro. Su repentina muerte en el frente de batalla marcó definitivamente mi destino. Tampoco soy capaz de recordar el rostro de mi abuelo ni el de mi tío, ambos combatientes del Ejército Rojo, quienes también perecieron pocos meses antes de que la guerra tocara a su fin.
Sin nadie en el mundo, fui adoptado por un compañero de armas de mi abuelo llamado Wang, de quien aún conservo su apellido, pues siempre fue para mí como un padre.
En compañía del señor Wang llegué a Shanghai, el último día del mes de agosto de 1945, dos días antes de que se firmara en la cubierta del acorazado Missouri la rendición formal de Japón.
Unos días más tarde tuvo lugar un acontecimiento que, a la postre, acabaría marcando mi vida para siempre.
El señor Wang me llevó al Public Garden, donde hasta entonces los chinos habían tenido prohibida la entrada. Al parecer, en aquellos jardines, convertidos en un símbolo de la lucha de mi pueblo frente a la opresión extranjera, se estaban llevando a cabo ejecuciones sumarias de algunos criminales de guerra japoneses que no habían tenido la oportunidad de huir a tiempo.
Las ejecuciones, para deleite de la masa, eran lentas y crueles. Colocados sobre un patíbulo construido a base de tablas de madera, los reos eran despedazados poco a poco. Primero les eran amputadas las extremidades, para luego seguir laminando los cuerpos, loncha a loncha, trocito a trocito, pero sin que las heridas afectaran a los órganos vitales. Se trataba de que aquellos hombres padecieran una lenta y terrible agonía comparable al dolor y al sufrimiento que habían infligido al pueblo chino.
Además de las amputaciones, a cada reo le era practicada una incisión de quince centímetros en el estómago, le era introducido un pequeño roedor en las entrañas y le era cosida la herida. No sé cómo se las apañaban, pero los verdugos —quizá sería más correcto llamarlos matarifes— lograban mantener conscientes a los reos en todo momento. Al menor desfallecimiento, eran reanimados haciéndoles inhalar sustancias específicas para tal fin o restregándoles trozos de hielo por la nuca. Los torturados, por su parte, proferían alaridos de una intensidad como jamás he vuelto a escuchar. Algunos de aquellos gritos aún resuenan en mi interior como el eco de una pesadilla.
Cuando la orgía de sangre llegó a su cenit, el señor Wang me arrastró hasta el cadalso, puso un cuchillo en mi mano y me obligó a situarme a un metro de distancia de uno de aquellos hombres. Claro que hacía rato que había dejado de ser tal para convertirse en un amasijo de carne que aún respiraba. «Blande el cuchillo, hijo, pues tu inocencia representa la inocencia del pueblo chino», dijo el señor Wang. Yo ni siquiera conocía el significado de la palabra blandir. Miles de ojos se posaron entonces en mí, y otras tantas bocas comenzaron a jalearme. Durante unos segundos, me convertí en un símbolo, en el brazo vengador de China. No blandí el cuchillo, pero sí que tembló entre mis manos, sobrecogidas por aquel terrible espectáculo. El olor de las heridas en carne viva me hizo tambalear, si bien no llegué a perder el equilibrio. Entonces, sin saber por qué, sentí la proximidad de aquel hombre despedazado como una amenaza. Incluso podía escuchar el murmullo de su respiración, un viejo tren renqueante detenido en la parada anterior a la muerte. Supongo que temí que aquel tren pudiera arrollarme. Un terrible estertor seguido de un vómito de sangre por parte del reo quebró definitivamente mi ánimo. Lo último que recuerdo es el balanceo de la copa de un árbol que bailaba cadenciosamente al son de la brisa del verano. Un árbol de ramas recias, verdaderamente hermoso. Según me contó el señor Wang, entré en una especie de éxtasis que me llevó a hundir el cuchillo repetidas veces en el cuerpo del reo, hasta que exhaló su último aliento. Terminado el trabajo, arrojé ufano el cuchillo cual matarife después del sacrificio. ¿Pero acaso un niño de cinco años puede tener motivos para obrar de esa manera? ¿Me compadecí de ese hombre o, por el contrario, quise tomarme la justicia por mi mano, tal y como reclamaba la masa enfervorecida? Ni siquiera hoy lo sé. Por aquel entonces, no podía saber lo que era justo y lo que no. Había presenciado numerosas injusticias, pero sin saber que la moneda tenía otra cara, la de la justicia. Pese a mi corta edad, lo único que había conocido en la vida era la muerte: mi madre, mi abuelo y mi tío, mi única familia, habían fallecido de forma violenta y repentina, y también había visto morir a un sinfín de heridos que eran trasladados desde los diferentes frentes hasta los hospitales de campaña de la región de Yenán. A veces, los cadáveres eran almacenados a docenas en algunas de las cuevas que rodeaban el campamento. A falta de otras distracciones, los niños nos acercábamos hasta aquellas grutas para contemplar los rostros de los cadáveres como si fueran fotografías. De hecho, en algunas ocasiones seguíamos a uno de los fotógrafos del Ejército Rojo, quien acudía a aquellas improvisadas morgues siempre que llegaba un cadáver distinguido. Entonces mandaba acicalarlo y, a continuación, le hacía la foto de rigor. De esa forma, el cadáver distinguido pasaba a convertirse en héroe de nuestro pueblo. En esa morgue reconocí el cadáver de mi madre, que había fallecido en la región fronteriza de Shensí-Kansú-Ningisia, la más progresista de toda China, donde se había logrado crear un fuerte movimiento antijaponés y se habían eliminado a los déspotas locales y a los funcionarios corruptos. Aunque le resulte difícil de creer, estaba tan familiarizado con la muerte que para mí tenía el mismo valor que la vida, así que a los cuatro años anhelaba convertirme algún día en uno de aquellos cadáveres distinguidos. De hecho, la única fotografía que conservo de mi madre es un retrato que le hizo el fotógrafo del partido después de que los forenses acicalaran su cadáver. Sí, doctor Niboli, mi madre era Nube Perfumada.
También le recuerdo a usted, siempre detrás del doctor George Hatem. A menudo, me preguntaba por qué tenía usted un semblante tan serio, de la misma manera que no entendía por qué el doctor Hatem era conocido por todo el mundo como Ma Haide, que significa por un lado «caballo» y por otro «virtud del mar». Como usted ha señalado acertadamente, un extraño apodo que nada tenía que ver con aquel hombre de aspecto tranquilo y bonancible.
Pero volvamos al Public Garden.
Como ya habrá imaginado, querido doctor, el hombre al que acuchillé repetidas veces era el coronel Yukio Fukuda. De modo que yo soy el crío cuyo rostro apareció en la primera plana de los principales diarios del mundo.
Durante varias semanas, pasar delante de una carnicería se convirtió en una pesadilla, pues me provocaba un irrefrenable deseo de vomitar. Cualquier res despezada me recordaba al coronel Fukuda. De hecho, no he vuelto a probar la carne desde entonces.
Créame si le digo que su relato me ha servido de gran consuelo, pues evidencia que aquel día en el Public Garden, apuñalé a un hombre que ya estaba muerto por dentro.
Desconozco el momento exacto en el que el señor Wang se alejó del ideario comunista. Lo cierto fue que para cuando comenzó la guerra civil que acabó con el ascenso de los comunistas al poder, mi padrastro era ya uno de los hombres de confianza de Chiang Kai-shek, con cuyo séquito nos trasladamos hasta el refugio de Taiwan, «la provincia renegada», como la llaman los chinos continentales.
En Taipei, la capital, pasé gran parte de mi infancia y de mi juventud.
Dada mi condición de huérfano, madame Chiang Kai-shek se convirtió en mi protectora, y se encargó personalmente de que recibiera una esmerada educación, tanto en inglés como en francés. Recibí, por tanto, una educación «nacionalista» por un lado y «cosmopolita» por otra, si me permite expresarlo de esa manera. El recuerdo de Shanghai, no obstante, permaneció indeleble en mi memoria, aunque con las distorsiones propias de alguien cuyas evocaciones se retrotraen a la primera infancia. Sea como fuere, ya estuviera en la Universidad de Harvard o en la Sorbona de París, todos los conocimientos que me interesaban tenían que ver con la cultura de China, de la China continental, y de la ciudad de Shanghai en particular. La literatura, la música, la pintura, todo me atraía, pues en suelo chino había pasado los primeros años de mi infancia, años convulsos y dolorosos. Regresé a Taipei con veintitrés años, seis meses antes de que mi padre adoptivo dejara este mundo a causa de una enfermedad incurable. Diez días antes de su muerte, el anciano, que intuía próximo su fin, me hizo entrega de un sobre que prometí no abrir hasta un día después de finalizadas sus exequias.
Lo que encontré dentro de ese sobre fue una carta autógrafa de mi madre. Como me había pasado dieciocho años antes en el Public Garden de Shanghai, la lectura de esa epístola cambió mi forma de ver las cosas y marcó para siempre mi destino.
La carta (me he permitido corregir el estilo, puesto que mi madre no era muy diestra en el arte de la escritura; se lo digo puesto que usted conoció a Nube Perfumada y tal vez no reconozca su modo de expresarse) comenzaba con el siguiente encabezamiento:
«Para el pequeño Zemin de su desdichada madre».
Querido Zemin, hijo mío:
Te pido perdón por haberte privado de todo aquello que una madre está obligada a darle a un hijo.
Me queda el consuelo de que cuando leas estas líneas, ya serás mayor y, por tanto, tal vez puedas entender los acontecimientos excepcionales que rodearon mi vida. Con esto no quiero que pienses que estoy dando a entender que yo era una mujer destacada. Todo lo contrario. La singularidad se encontraba en el mundo que me había tocado vivir: una nación desmembrada, donde la vida de millones de pobres valía menos que un trozo de tierra yerma; un país invadido violentamente por los japoneses y pacíficamente por extranjeros occidentales; una tierra en la que la mujer se había convertido en una esclava de los deseos de los hombres más miserables y crueles que la humanidad haya conocido; un Estado sin cabeza y sin timonel y, en consecuencia, en plena zozobra. ¿Acaso, pues, no me convertí en lo que llegué a ser empujada por estas circunstancias?
Soy hija de campesinos que dejaron el campo para seguir a nuestro líder, el camarada Mao Tse-tung. Los comunistas me enseñaron a leer y a escribir, y con la lectura y la escritura, se despertó mi interés por la política. De haber nacido varón, mi destino hubiera sido asistir a la universidad. Con esta base, no me costó aprender el arte de la simulación, la única forma posible si quería ayudar a sobrevivir a los míos, a mi pueblo. No me avergüenza haber ocultado mi verdadera personalidad, pues si había algo que sobresalía en una ciudad como Shanghai era precisamente la mentira, el disimulo, la impostura.
Pero hasta un corazón fabricado para latir como un reloj y dar la hora con fría y metódica precisión, puede sufrir una avería. Y eso fue lo que me sucedió cuando conocí a tu padre. Comprendí entonces que jamás podría engañar a mi corazón, sustraerme al amor, aunque en ningún caso tuviera proyectado enamorarme.
Pero ocurrió sin darme cuenta, y las fuerzas que durante años había ido guardando para luchar contra los enemigos del pueblo chino, las gasté en el amor. El proyecto inquebrantable para el que me había estado preparando, se quebró como un frágil palillo de madera. Imagina a alguien que se dirige con todos sus ahorros al banco, y que en el camino encuentra un casino y, en un arrebato de locura, decide entrar para doblar las ganancias por medio de un golpe de suerte. Algo así me sucedió a mí. Me lo jugué todo a una carta, y perdí los ahorros de toda una vida. A cambio, conocí a tu padre, que se convirtió en mi único anhelo. Bastó que me prodigara un poco de ternura, algo que yo no había conocido hasta entonces, como si las relaciones entre las personas se rigieran por un único principio: el del deber. ¡Qué despacio corría el tiempo cuando estaba a su lado y a la vez cuán rápido latía mi corazón! Ni siquiera el torbellino de la guerra podía darle alcance a mi corazón desbocado. El mundo exterior dejó de afectarle a mi mundo interior. El sueño era mucho mejor y más placentero que la realidad. El siguiente paso fueron las manifestaciones de intimidad. Nunca antes había sentido un interés tan inquisitivo por otro cuerpo; y otro tanto le ocurría al que iba a ser tu padre. Ni siquiera la diferencia de edad entre ambos supuso un problema, pues yo ya había asumido aquella relación como parte de mi destino. Al final, claro está, me quedé embarazada.
A los dos años, tu pequeño rostro ya reflejaba ciertos rasgos que no se correspondían con los de la raza china. La razón de esta singularidad de tu fisonomía es debida a que tu padre era un hombre blanco, un judío alemán llamado Leon Blumenthal.
Nuestra historia de amor, como casi todas en aquella época que tenían como protagonistas a un europeo y a una joven china, estuvo marcada por la incomprensión y el desprecio para conmigo por parte de los míos. Para empezar, ningún occidental se casaba con una china. A todo lo más a lo que podía aspirar una relación de esta naturaleza era al concubinato. Pero la guerra había anquilosado hasta las costumbres más laxas. Tu nacimiento vino a complicar las cosas sobremanera, tanto que te arrancaron de mis brazos. Es posible que alguien te cuente que quise tu muerte, y fue así, pero si deseé algo tan terrible para mi propio hijo no fue porque no te amara, sino porque no soportaba la idea de que nos separaran. Además, temía que pudieras ser objeto de alguna clase de represalia. ¿Que por qué teníamos que vivir separados o por qué iba nadie a represaliar a una criatura inocente? Ha de bastarte con saber que un minuto después de alumbrarte, mi vida dejó de pertenecerme para siempre. Al romper tu cordón umbilical, yo quedé unida para siempre a mi pecado, que incluía nuestra separación física. Al ser tú el fruto de ese pecado, también tu vida corría peligro. Así eran las cosas. Los hijos nacidos de una relación mixta a menudo eran ahogados en las aguas de cualquier río o canal, y las madres sometidas a las más terribles vejaciones. En mi caso particular, además, existía un agravante. Yo era miembro del Partido Comunista, hija y hermana de dos destacados combatientes, con cuyos dirigentes había adquirido el compromiso de trabajar para el pueblo chino. Quedarme embarazada de un extranjero equivalía a haber traicionado la confianza que el partido había depositado en mí. En consecuencia, fui obligada a separarme de ti (afortunadamente, gracias a la intervención de tu abuelo, quien vio en ti a un futuro soldado para combatir a los japoneses, salvaste la vida) y a tener que llevar a cabo ciertas misiones especiales. ¿Qué sentido tiene ocultártelo cuando lo que deseo precisamente es abrirte mi corazón? Me vi obligada a prostituirme primero y a convertirme más tarde en una esclava sexual del ejército japonés. El trabajo más humillante de todos cuantos existen bajo el cielo. En la casa de lenocinio, al tiempo que era sometida a las vejaciones más atroces que puedas imaginar, sonsacaba a los soldados y oficiales japoneses, y así pagaba la deuda que había contraído con el pueblo chino.
Mi vida dio un giro un día de otoño del año 1942, cuando la máxima autoridad del Kempei Tai, el coronel Yukio Fukuda, el cliente más importante de cuantos visitaban el prostíbulo, quiso defecar sobre el rostro de una de mis compañeras, una joven llamada Jiaodi. Al negarse ésta a complacer a Fukuda, la encerró en una habitación, y al resto nos castigó sin comer. Durante tres días consecutivos, no nos permitieron probar bocado, a pesar de que nuestro ritmo de trabajo era el de siempre, es decir, entre cuarenta y cincuenta servicios por jornada. Al tercer día, Fukuda se presentó en la «casa» para comunicarnos que el castigo había sido levantado. Luego nos sirvieron una abundante comida a base de carne guisada con guarnición de patatas. Un manjar que jamás habíamos probado antes. Comimos con apetito y en silencio, casi felices. Al finalizar, Fukuda, esgrimiendo una sonrisa que no olvidaré jamás, nos comunicó que acabábamos de comernos a nuestra compañera.
Desde ese día, juré combatir a los japoneses con todas mis fuerzas. Mi odio hacia ellos se hizo tan fuerte como el amor que sentía por ti. Comerme a un ser humano, a una persona a la que quería y compadecía, me deshumanizó, me dotó de una coraza. Nunca volví a ser la misma persona. A partir de entonces, me volqué en la misión que tenía encomendada, me convertí en una serpiente que sabe administrar su veneno y, de esa forma, me gané la fama de ser la informante más eficaz de cuantas trabajaban en las «casas de consuelo». No había nada que un japonés no me dijera si lo que yo deseaba era que me lo dijera. Un día, sin darme cuenta, me había convertido en «Lady Warrior».
Hijo, te he robado la infancia y te he condenado a vivir una vida injusta. El dolor que he padecido por esto es infinitamente mayor al daño que me hayan podido infligir los soldados japoneses. Para restañar la herida parcialmente, para dulcificar mi discurso, tal vez debería decirte que tu padre se sintió orgulloso de ti, de modo que puedas guardar un recuerdo agradable de él, pero mentiría. Cuando por razones obvias no pude ocultarle a mi familia que estaba embarazada, me vi obligada a separarme de tu padre, quien nunca supo que venías de camino. Fui llevada al campo hasta que di a luz, y cuando regresé a la ciudad, comencé a trabajar en un prostíbulo como te he mencionado unas líneas más arriba. No obstante, quiero que sepas que tu padre me amó siempre, hasta el último día de su existencia, y que si hoy puedo escribir estas líneas es gracias a él, pues me salvó la vida cuando los japoneses decidieron deshacerse de mí. Es posible que tu padre no fuera la mejor persona del mundo (durante un tiempo trabajó para uno de los mayores enemigos de nuestro pueblo, un japonés llamado Yoshio Kodama, fundador de una peligrosa organización criminal llamada Kodama Kikan), pero te aseguro que tampoco era un mal hombre y, llegado el momento, supo corregir su comportamiento. Ni siquiera estoy en disposición de ofrecerte detalles sobre su biografía, sobre su vida en Europa, que yo misma desconozco, en cambio, puedo asegurarte que siempre me trató con respeto y amor. Imagino que te preguntarás por qué no le hablé nunca de ti. La respuesta es sencilla: porque revelarle tu existencia hubiera sido lo mismo que hablarle de un hijo al que nunca conocería. Por aquel entonces, China no toleraba que los padres de sus hijos fueran extranjeros, y tenía razones de sobra para mostrarse recelosa. Además, siempre tuve la esperanza de hacerlo cuando la guerra hubiera finalizado, pues estaba convencida de que, una vez que los japoneses hubieran sido derrotados, las cosas resultarían más fáciles. Desgraciadamente, tu padre murió asesinado antes de que la situación se hubiera aclarado. Si algo tiene la guerra es que complica tanto la vida que a veces acaba por destruirla. Si cuando seas mayor sientes la necesidad de conocer algo más sobre tu progenitor, busca a un médico español llamado Martín Niboli. Esta persona ostenta el cargo de cónsul de su país en Shanghai, y se hizo cargo de la casa que tu padre poseía en la Concesión Francesa, cuando los judíos sin patria se vieron obligados a trasladarse al gueto de Hongkew. ¡Son tantas las cosas que me gustaría compartir contigo, hijo! ¡Pero es tan corto el tiempo del que dispongo! Ahora, mientras escribo estas líneas de despedida, que serán lo único que pueda dejarte en vida, te estoy viendo corretear en compañía de otros niños de tu edad. Apenas puedes mantenerte en pie, y, sin embargo, ya das muestras de lo que serás en el futuro: un hombre digno e inteligente que, si la providencia, la sabiduría y la determinación acompañan a nuestros líderes, conocerá una China libre de la opresión extranjera.
Mañana marcho para la región del norte, pequeño Zemin, tú que has conseguido sobrevivir al agua y a los errores de tu madre. Voy al frente a luchar contra los japoneses. En toda mi vida no he hecho otra cosa más que combatir, ya fuera contra el hambre, la injusticia y los invasores, pero puede que ésta sea la última batalla que libre. Si es así, me perderás de nuevo, esta vez para siempre, pero a cambio ganaras otra madre, la Nación China. Ella te procurará los cuidados y las atenciones que yo he sido incapaz de darte.
Te pido perdón de nuevo, hijo mío. Recibe todo mi amor.
Tu madre.
NUBE PERFUMADA
Ya ve, doctor Niboli, su historia es también mi historia. Mis padres fueron Nube Perfumada y Leon Blumenthal. El hecho de que yo sea considerado por todo el mundo como un autor anglo-chino, como se asegura en las reseñas biográficas de mis libros, se debe principalmente a un error. En realidad, soy un ¿germano-chino de padre judío?, un ¿alemano-chino-judío? Suena bastante raro, ¿no le parece? ¿Qué sentido tendría, pues, complicar la vida de mis editores? Resido en Hong-Kong desde hace algunos años. Después de leer la carta de mi madre decidí abandonar Taiwan. Mi conciencia entró en conflicto, se quebró, y la única manera que encontré para curarme fue indagar sobre mi pasado, sobre la historia de mi familia y también sobre la historia de mi pueblo. Empecé con la fotografía que «alguien» me había hecho en el Public Garden cuando yo era tan sólo un pequeño campesino recién llegado de las montañas de Yenán. Durante algunos años, estuve siguiendo el rastro del nombre que aparecía al pie de la instantánea: Sadhu Ramana. Después de numerosas pesquisas, localicé al señor Ramana en Hong Kong, donde trabajaba para una agencia de noticias, y hacia la colonia británica dirigí mis pasos. Gracias a él conocí a Gianni Molmenti, con quien no tardé en establecer lazos de amistad. Ya sabe usted cuán locuaz ha sido siempre nuestro amigo, al que le gustaba creer que todo cuanto ocurría importante en Shanghai tenía lugar en el Jazz Club del Hotel Cathay, donde él tenía instalado su cuartel general. Hasta que en una de nuestras conversaciones sobre el Shanghai ocupado por los japoneses, pronunció el nombre de mi padre: Leon Blumenthal. Claro que el nombre que yo buscaba era el suyo, doctor Niboli. El resto ya lo conoce.
Ahora me toca a mí darle una noticia que alegrará de manera especial a su esposa.
Hace cinco años, cuando con el propósito de escribir un libro empecé a investigar sobre el llamado tesoro de Yamashita (con el nombre de ese militar japonés se hace referencia a los tesoros artísticos chinos que Yoshio Kodama y sus socios enviaron a Japón vía el archipiélago de las Filipinas), entré en contacto con un joven y brillante profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Tokio. Para serle del todo sincero, mi verdadera intención al plantearme un proyecto de esa envergadura era descubrir el grado de implicación de mi padre en el Kodama Kikan, puesto que mi madre aseguraba en su carta que mi progenitor había trabajado para Yoshio Kodama. Sea como fuere, el mencionado profesor me proporcionó pistas muy útiles para mi investigación, tales como que en 1945, el Kodama Kikan acumulaba fondos valorados en 175 millones de dólares en platino y diamantes, y que diez años más tarde, Yoshio Kodama completamente libre de todo cargo criminal, invirtió parte de ese dinero en la fundación del Partido Liberal, que acabó fusionándose a su vez con el Partido Demócrata japonés. Todo con la connivencia de los generales norteamericanos Charles Wiloughby, el máximo responsable del G2, y de MacArthur, el nuevo amo del imperio vencido. Al cabo, el profesor japonés y yo terminamos por congeniar, puesto que ambos teníamos varias cosas en común: los dos habíamos nacido en Shanghai durante los días de la ocupación japonesa, y tanto él como yo habíamos nacido fruto de una relación mixta. Otra cosa que nos unía era que uno y otro habíamos sufrido siendo niños muy pequeños el efecto devastador de las bombas, él en Tokio y yo en Yenán. Por si esto no fuera poco, mi colega y yo éramos huérfanos. Al leer su historia, doctor Niboli, acabo de descubrir que mi amigo está equivocado en este punto. Sí, el nombre de este profesor de Historia Contemporánea es Takeshi Fukuda, y tiene su residencia en la municipalidad de Sumida-Ku, al este de Tokio. Se trata de una pequeña vivienda de madera que yo he visitado y que, según mi amigo, fue levantada sobre las ruinas de la casa familiar, que quedó destruida durante los bombardeos de Tokio. El salón de la casa está presidido por un retrato de su padre, el coronel Yukio Fukuda, ejecutado en Shanghai al finalizar la segunda guerra mundial. A su madre, según me ha contado, nunca llegó a conocerla. Ni siquiera imagina la impresión que me causó descubrir que el coronel Fukuda del retrato era el mismo hombre que había vejado y abusado de mi madre. Tuve una arcada y vomité a los pies de aquella imagen, pues de pronto reconocí al hombre que yo había acuchillado en el Public Garden. Nunca me he atrevido a contarle a Takeshi Fukuda quién fue su padre en realidad, ni tampoco el papel que jugué en su ejecución. En el fondo, siento por él la misma lástima que durante años tuve de mí mismo. Los dos somos víctimas, con independencia del grado de culpabilidad de nuestros progenitores. En una guerra, los niños no tienen la opción de elegir un bando. Ahora que he descubierto gracias a usted que la madre de Takeshi está viva, creo que conocerla podría servirle de consuelo. En cualquier caso, se trata de una decisión que dejo en sus manos.
¿Cómo puedo darle las gracias por todo lo que ha hecho por mí, por todo lo que hizo por mi madre, querido doctor?
Después de leer su relato, no sé si seré capaz de escribir el libro que me llevó a ponerme en contacto con usted, al menos no sé si podré hacerlo con la objetividad que requiere, pues he de reconocer que ciertos pasajes de su historia me han llegado a lo más profundo del corazón. Gracias a su testimonio, he podido acercarme a mi madre como persona, como mujer. El pasaje de la floristería o su comportamiento como fiel criada, me han enternecido, a la vez que me han hecho comprender que «Lady Warrior» nunca pudo con Nube Perfumada. Nunca sabré si mi padre le regaló en alguna ocasión un ramo de rosas a mi madre, pero me consuela saber que un día recibió de usted una flor. Otro tanto ocurre con el frasco de perfume. ¡Le estoy tan agradecido! Ahora, sin temor a equivocarme, estoy seguro de que la palabra que mejor define el papel que nos ha tocado jugar tanto a Takeshi Fukuda como a mí en esta historia, se corresponde con el vocablo hebreo Shatnez, el término que alude a la prohibición de mezclar lana con lino. En lo que a mí respecta, no me cabe ninguna duda: Leon Blumenthal, mi padre, representa la lana, mientras que Nube Perfumada, mi madre, es el lino. Me falta por resolver si soy un digno hijo de esta mixtura prohibida.
Reciba un afectuosísimo saludo.
WANG ZEMIN o ZEMIN BLUMENTHAL