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Esta historia comienza con la muerte de un judío, en la tarde-noche del 12 de septiembre de 1943. Por aquel entonces, yo era el cónsul de España en Shanghai, aunque mi verdadera profesión era la de médico.

Me disponía a ponerle una inyección a Nube Perfumada, mi criada china, cuando alguien aporreó la puerta de la casa.

—Yo iré a abrir. Tú quédate aquí —le dije.

Nube Perfumada ovilló su cuerpo como sólo sabe hacerlo una mujer que ha sido esclava sexual del ejército japonés durante dos años, hasta que contrajo la sífilis y su cuerpo quedó inutilizado. Gracias a mí, logró salvar la vida y recuperar cierta esperanza por la especie humana. Aunque el proceso estaba resultando tan lento como doloroso era el tratamiento contra la enfermedad. Dos veces al mes le tenía que inyectar sendas dosis del compuesto n.º 606, el Salvarsan, el único antisifilítico sintetizado que curaba la enfermedad sin ser tóxico para el paciente. Claro que las molestias de la inyección no eran nada en comparación con las heridas de su alma.

Yo, en cambio, no tenía nada que temer. Después de que Japón y Estados Unidos entraran en guerra, los nipones residentes en ese país habían quedado bajo la tutela de la embajada de España en Washington, de modo que mi situación en Shanghai era a todos los efectos la de un aliado. Y eso era decir mucho en los tiempos que corrían.

De manera que cuando abrí la puerta de la casa, no me sorprendió encontrarme a un agente del Kempei Tai, la temible policía secreta del ejército japonés. Lo reconocí porque en el uniforme llevaba la insignia de una estrella en forma de flor rodeada de hojas. Era un hombre pequeño con cara de oblea de maíz, nariz ganchuda como un loro y mirada oblicua. Como solía ocurrirle a la mayoría de los militares japoneses, el gran tamaño de la cartuchera de madera del revólver Máuser desentonaba con la baja estatura de quien la portaba, hasta el extremo de hacerle parecer cómico. Aunque si los japoneses tenían algo verdaderamente pequeño era el sentido del humor.

—¿Mister Niboli? ¿Monsieur Niboli? —se dirigió a mí.

Pese a que el inglés era la lengua franca de Shanghai, yo vivía en la Concesión Francesa, de ahí que el policía probara con los dos idiomas. De los setenta mil agentes que trabajaban en el Kempei Tai un tercio hablaban inglés, en contra de las costumbres japonesas. Muchos de ellos habían residido en Estados Unidos antes de que estallara la guerra.

—Soy yo —respondí.

Me sorprendió cuánto desentonaba la figura marcial de aquel hombre con el sereno bullicio de la Avenue Joffre, que nada más ponerse el sol se había llenado de transeúntes, culis arrastrando sus rickshaws, prostitutas, franceses partidarios de la Francia de Vichy, franceses contrarios a la Francia colaboracionista, rusos blancos (había tantos en la Concesión Francesa que habían bautizado la Avenue Joffre con el sobrenombre de Moscow Boulevard), amahs chinas vigilando a los niños occidentales que tenían a su cargo, miembros de la «yangjingband culture» (con ese nombre eran conocidos los chinos que habían sucumbido a las costumbres europeas), y militantes clandestinos del Partido Comunista chino y del Kuomitang que lideraba Chiang Kai-shek, sobre los que pendían un millar de bombillas que el viento agitaba como luciérnagas. El único signo de que Shanghai no era la misma ciudad de unos años atrás, era la falta de una nutrida cola delante del Cathai Teathre, donde antaño se exhibían los estrenos de Hollywood. Ahora las películas norteamericanas estaban prohibidas y sólo se proyectaban documentales bélicos que tenían como protagonistas al Ejército Imperial japonés o a la Wehrmacht. Un tipo de cine que no interesaba a las criadas chinas, siempre ávidas de romanticismo.

—¿Sería tan amable de acompañarnos a la morgue para identificar un cadáver? —me preguntó a continuación el agente del Kempei Tai, al tiempo que me indicaba el lugar donde esperaba una berlina de color negro con dos individuos en su interior.

Hasta ahora, siempre que había tenido que efectuar alguna vista extra-oficial por orden del Kempei Tai, había consistido en tratar algún caso médico relacionado con las enfermedades sexuales de las «jugun-ianfu», las «mujeres confort» que los soldados japoneses utilizaban para saciar el apetito sexual. Casos sin importancia que se arreglaban con unas píldoras y unas semanas de abstinencia.

—¿Un cadáver? —pregunté sin saber a quién podía referirse.

—¿Es éste el domicilio de Herr Leon Blumenthal? —prosiguió el interrogatorio en un intento por cerciorarse de que no se había equivocado de dirección.

—Lo es. Bueno, lo era hasta que ustedes obligaron a buena parte de los judíos a trasladarse al «área determinada para apátridas» —respondí.

Ése era el eufemismo que las autoridades militares japonesas empleaban para referirse al gueto de Hongkew, en el distrito del mismo nombre. El único gueto judío del mundo que no estaba en manos de los nazis. La idea de recluir a los judíos había surgido a raíz de la visita secreta (aunque en Shanghai las únicas cosas secretas eran las que no tenían lugar, todo lo demás acababa por saberse más tarde o temprano) del coronel de las SS Josef Meisinger, el jefe de la Gestapo en Tokio, con el fin de trasladar a las autoridades militares japonesas el resultado de la Conferencia de Wannsee, en la que se había aprobado «la solución final» para la «cuestión judía». El plan de Meisinger pasaba por apresar a los judíos cuando estuvieran celebrando el Rosh Hashanah, el día del Nuevo Año judío, embarcarlos en paquebotes, conducirlos hasta alta mar y dejarlos morir de hambre. Otra posibilidad pasaba por llevarlos hasta la isla de Tsungming, un lugar desierto, donde los judíos no tardarían en devorarse los unos a los otros ante la falta de agua y de alimentos. A cambio, los japoneses recibirían los bienes que se incautaran a los detenidos. El gobernador militar de Shanghai congregó entonces a los principales líderes de la comunidad hebrea, a quienes preguntó la razón por la cual los alemanes sentían tanto odio hacia ellos. El rabí Simon Kalish le dijo al traductor: «Di al gobernador que los alemanes nos odian porque somos orientales». La respuesta de Kalish provocó una leve sonrisa en el militar japonés, que tenía fama de hombre serio. Como consecuencia de aquella reunión, los japoneses se limitaron a encerrar a los judíos «sin patria», es decir, los procedentes de Alemania y de aquellos países que habían quedado bajo su dominio, en un gueto sin alambradas pero bajo un férreo control policial, la llamada «área determinada para apátridas». Un total de veinte mil hombres, mujeres, niños y ancianos. El resto, otros once mil, los judíos «con patria», se libraron de ser recluidos, siempre y cuando no poseyeran pasaportes expedidos por gobiernos hostiles como el británico o el norteamericano. De modo que los cerca de ocho mil judíos «sin patria» que por entonces residían fuera del distrito de Hongkew, se vieron forzados a vender sus hogares y negocios a precios irrisorios y a instalarse en el «área determinada para apátridas» antes del 18 de mayo de 1943, fecha límite impuesta por las autoridades japonesas. Aquellos que infringieran esta orden serían duramente castigados.

Así las cosas, yo había llegado a un acuerdo con Leon Blumenthal, según el cual él recuperaría la propiedad de la casa y todas sus pertenencias en cuanto finalizara la guerra. Además, fui incluido en su testamento como albacea, y en caso de que el encierro se prolongara en el tiempo, tenía autorización para vender las antigüedades que atesoraba la vivienda con la finalidad de comprar alimentos o medicinas en el mercado negro, que se había convertido en el negocio más floreciente de Shanghai.

Mi amistad con Leon Blumenthal se remontaba al verano del año 1939. Entonces yo trabaja como médico en el buque italiano Conte Biancamano, el mismo que sirvió a miles de judíos alemanes, polacos y austríacos como medio de transporte entre los puertos de Génova y Shanghai, en un viaje que duraba entre tres y cuatro semanas. Por aquel entonces, el mundo estaba dividido entre países donde los judíos no podían vivir y países donde no podían entrar. Shanghai era la única ciudad que no exigía visa, pasaporte, permiso de residencia o disponer de un capital para instalarse en ella. De modo que cualquiera podía asentarse en Shanghai sin más, fuera o no judío. Como se decía entonces: «Todo el que llegaba a Shanghai tenía algo que ocultar».

Mi labor como médico consistía en reconocer a los emigrantes judíos que embarcaban, con la finalidad de detectar posibles enfermedades que pudieran derivar en una epidemia cuando el barco se encontrara en alta mar. De manera especial, hacíamos hincapié en exterminar parásitos como pulgas o piojos, transmisores del tifus. Un trabajo delicado en extremo, por cuanto que de mi diagnóstico dependía en última instancia la autorización para poder subir a bordo. En muchos casos, el simple temor a ser rechazados era tan fuerte que hacía enfermar a pasajeros completamente sanos, que repentinamente se veían aquejados de ataques de ansiedad o de fuertes jaquecas causadas por la tensión. Fue así, bajo estas circunstancias, como conocí al matrimonio Blumenthal.

El primer contacto lo tuvimos frente a una foto del cantante argentino Carlos Gardel junto a su novia, Isabel del Valle. Ambos habían sido pasajeros del Conte Biancamano, en noviembre de 1933, y se habían dejado fotografiar en compañía de la tripulación, que había colgado los retratos en un lugar preferente del barco. Al parecer, Leon Blumenthal era un gran admirador del cantante argentino, y para demostrarlo musitó una estrofa del famoso tango Caminito. «Caminito que el tiempo ha borrado / que justo un día nos viste pasar / he venido por última vez / he venido a contarte mi mal.» Pese a su marcado acento alemán, su pronunciación era más que aceptable, de modo que acabé preguntándole dónde había aprendido mi idioma. Para mi sorpresa, fue su esposa, una hermosa joven llamada Norah a la que yo había confundido con su hija, la que respondió a mi pregunta en un castellano aún más correcto que el de su marido:

—Ésas son las únicas palabras que conoce de su lengua. Aunque Leon habla el inglés, el francés y el italiano aceptablemente bien, además del alemán y del hebreo, naturalmente.

—¿Y usted, dónde ha aprendido el castellano? —me interesé.

—Soy húngara, de origen sefardí —explicó con cierto regocijo infantil—. Mi apellido de soltera era Revesz. Norah Revesz. Aunque mi familia se trasladó a Dresde en 1932. La única ventaja que tienen los éxodos es que le brindan a una la oportunidad de aprender nuevas lenguas. Suele decirse que los judíos sefarditas expulsados de España siguen guardando las llaves de sus casas de Toledo, pero lo que de verdad han conservado es el idioma, la llave que abre todas las puertas.

El abundante pecho de Norah contrastaba con su cuerpo menudo y sus manos delgadas de dedos largos y rectos. Aunque lo que más destacaba en aquel organismo casi infantil eran unos ojos inquietos e inquisidores, bajo unas cejas negras y oleosas con forma de arcos de medio punto, que cuando se detenían sobre su interlocutor parecían juzgarlo en profundidad.

—¿Puedo preguntarle cómo se conocieron? —me interesé.

—Es una larga historia. Leon fue mi padre antes que mi marido —respondió a mi pregunta.

Y tras comprobar que aquellas palabras habían provocado que mi boca se entreabriera por el asombro, añadió:

—No se alarme. Leon no es mi padre biológico. Mi padre y Leon eran socios. A los dieciséis años perdí a mis progenitores en un accidente de circulación, cuando se dirigían a Badem-Badem. Entonces Leon se hizo cargo de mí. Más tarde, tras los sucesos acaecidos en Alemania como consecuencia de la «noche de los cristales rotos», Leon pensó que lo más conveniente era casarnos, para facilitar el papeleo en el supuesto de que tuviéramos que huir. Mejor una esposa que una hija adoptiva. De modo que somos lo que se suele llamar un matrimonio de conveniencia. Si me permite una pequeña licencia, la pasión en nuestro matrimonio la pusieron los nazis, pues fueron ellos quienes nos arrastraron bajo el huppah

Se refería al trozo de tela adornada que los judíos empleaban en sus ceremonias matrimoniales, y que simbolizaba, entre otras cosas, el nuevo hogar de los contrayentes.

No obstante, había dos elementos que diferenciaban al matrimonio Blumenthal del resto de refugiados. Por un lado, los dos conservaban el cabello intacto —en el caso de Leon, abundante y atildado—, un detalle que indicaba que no habían pasado previamente por un campo de trabajo. Por otro, el hecho de que hubieran logrado un camarote en primera clase evidenciaba que disponían de alguna reserva de dinero en efectivo, por encima de los diez marcos que autorizaban las autoridades alemanas. De hecho, el propio Blumenthal aseguraba haber obtenido los permisos para salir de Alemania en el cuartel general de la Gestapo en Breslau, su ciudad natal, gracias a los contactos que mantenía con miembros del partido nacionalsocialista, a pesar de su condición de judío.

Ambos superaron el reconocimiento «parasitario» sin problemas, aunque detecté que Leon tenía la tensión alta.

—¿Cómo tendría usted los nervios si hubiera sufrido la ignominia de ser arrojado de su país cual desperdicio? Ni siquiera imagina lo que es ser judío alemán en Alemania. Nos hemos convertido en reses marcadas listas para el matadero —me respondió en un italiano con fuerte acento teutón.

Hombre de pequeña estatura, cabeza demasiado redonda, ojos pequeños y almendrados, nariz aquilina y mofletes tan carnosos y rosáceos como los nudillos de sus manos, lo que más llamaba la atención era su sonrisa falsa y paciente. Aunque su carácter era eminentemente prusiano con un toque burgués.

Esa noche los invité a cenar en la mesa del capitán, donde yo tenía asignado un puesto.

Curiosamente, la relación harto particular que Norah me había descrito aquella tarde, no tuvo ninguna incidencia en el comportamiento de la pareja, de la que cualquier persona ajena a sus circunstancias hubiera dicho que formaba el matrimonio perfecto. La madurez y la experiencia en uno; la juventud y la vitalidad en otro. Norah se mostró en todo momento tan atenta y solícita hacia Leon como podía esperarse de una esposa que es treinta años menor que su marido. De hecho, en el transcurso de aquella velada comprendí el usado tópico que asegura que detrás de toda mujer enamorada se esconde una hija que ha admirado a su padre. Una clase de sentimiento que es perfectamente compatible con otra clase de atracción, más física. Me refiero a que ambos pasamos la noche fingiendo que buscábamos a alguien en el otro extremo del comedor, cuando en realidad se trataba de una excusa para que nuestras miradas se encontraran. Así que no tardé en sentirme embriagado por sus miradas, convencido de que las mías causaban el mismo efecto en ella.

A partir de entonces, el corazón me daba un vuelco cada vez que me tropezaba con Norah. Y si alguno de aquellos encuentros fortuitos se prolongaba más de lo debido en el tiempo, soltaba de pronto:

—He de irme. Tengo que reunirme con «papá» Leon.

Obviamente, yo interpretaba aquella forma de referirse a su marido como una invitación a la esperanza. Aunque se trataba de un arma de doble filo, pues la esperanza sólo se alimenta con más esperanza, y eso es lo mismo que respirar siempre el mismo aire, que acaba por enrarecerse.

En cierta ocasión, mientras contemplábamos las costas de Egipto desde una de las terrazas de la amura de estribor, Norah estableció un paralelismo entre los judíos y la gente de mar, por cuanto que tanto unos como otros pasaban la vida errando. Para el pueblo judío, dijo, la tierra firme se ha convertido también en un mar proceloso. Y cuando quise desmarcarme de aquella comparación asegurándole que yo nada tenía de lobo de mar, que mi interés por la navegación se debía únicamente al hecho de que enrolado en un barco podía conocer nuevos países y culturas, al mismo tiempo que ejercía mi profesión de médico, me replicó:

—Ya sé que no eres un lobo de mar. Pero si lo piensas, una oveja no está capacitada para vigilar el rebaño, sino que esa tarea ha de realizarla un perro pastor. Tú eres el perro pastor de este barco. Un perro pastor entre lobos de mar.

Esa tarde descubrí que su mirada no sólo era inquisidora, sino también acariciadora como un fino paño de terciopelo.

La euforia de mi repentino enamoramiento se fue consolidando durante la travesía, hasta el punto de que cuando llegamos a nuestro destino, solicité el finiquito y decidí instalarme en Shanghai, siguiendo la estela de aquellos miles de expatriados.

En Shanghai recibieron ayuda del Comité Internacional de Inmigrantes Europeos, una organización humanitaria creada por Victor Sassoon y Paul Komor, el cónsul honorario de Hungría en Shanghai, y del Comité para la Asistencia a los Refugiados judíos, fundado por Horace Kadoorie.

En circunstancias normales, un judío recién llegado a Shanghai tardaba varias semanas o incluso meses en rehacer su vida, y al principio su manutención dependía en gran medida de la caridad de los judíos ricos, quienes habían establecido un comedor gratuito en la sinagoga Beth Aharon. Pues bien, Leon pasó de alimentarse en el comedor de la beneficencia a sentarse en la mesa del propio Horace Kadoorie en el plazo de diez días. Otro tanto ocurrió con la vivienda y con el trabajo, que consiguió sin la intervención del International Committee. Un hecho que provocó que comenzaran a circular una gran variedad de chismes entre los miembros de la «nueva» comunidad hebrea de Shanghai, que acusaban a Blumenthal de ser un arribista sin escrúpulos. Una de las hablillas más extendida decía que Blumenthal había viajado desde Alemania a Shanghai con varias cápsulas llenas de pequeños diamantes en el estómago. Cada noche defecaba la mercancía en un bacín, la rescataba y la introducía en nuevas cápsulas que volvía a ingerir. De esa forma había logrado burlar los controles aduaneros de los alemanes.

Luego presencié con júbilo y asombro cómo Leon amasó una considerable fortuna en apenas dieciocho meses, los que transcurrieron desde nuestra llegada a Shanghai hasta que se produjo el ataque aéreo de Pearl Harbor, a primeros de diciembre de 1941, y las vías marítimas que comunicaban la ciudad con el resto del mundo se interrumpieron. Lo cierto fue que Leon supo sacar provecho de la entrada de Japón en la guerra, puesto que la primera medida que tomó el alto mando militar nipón (que se apoderó de la ciudad sin encontrar resistencia) fue limitar los movimientos de norteamericanos, británicos, australianos y holandeses, que, entre otras obligaciones, tenían que llevar siempre visible un brazalete con una letra, a modo de distintivo del país al que pertenecían. Aunque para cuando eso ocurrió, ya eran numerosas las familias que habían puesto a salvo a mujeres y niños en Tongkin, Hong Kong o Singapur, al tiempo que los cabezas de familia se instalaban provisionalmente en los hoteles del Bund, junto al malecón del río Wangpoo. Como consecuencia de la nueva situación, muchas mansiones fueron requisadas y otras puestas a la venta a precios de saldo.

Sea como fuere, el estado de confusión general se alió con lo que el propio Leon llamaba «su naturaleza ladina», es decir, la parte astuta, sagaz y taimada de su carácter, para obtener una fabulosa cantidad de dinero en un plazo de tiempo verdaderamente corto.

A finales de ese mismo año, Leon compró una villa en la Concesión Francesa, pues según se decía en Shanghai, uno podía aprender a hacer negocios en la Concesión Internacional de la mano de norteamericanos y británicos, pero si lo que quería era aprender a vivir, entonces tenía que rodearse de franceses y residir en la «Frenchtown». Y después de lo sucedido en Alemania, Leon aspiraba a convertirse en un bon vivant, por encima de todo.

Un día, cuando le pregunté a qué clase de negocios se dedicaba, me respondió con sorna:

—Mi fuerte son las antigüedades. Entendiendo por antigüedad todo objeto de valor que tenga al menos un día de vida. Naturalmente, están excluidas las baguettes y la repostería. Detesto el pan y los dulces. Tampoco trafico con recién nacidos. Pero no se deje llevar por las apariencias. Después de todo, como dijo Oscar Wilde, la ambición es el último refugio del fracaso. Y a mí, tras ser expulsado de Alemania y de que mi dignidad fuera pisoteada, sólo me quedaba aferrarme a la ambición.

Desde luego, Leon mantenía relaciones dentro del ambiente de los anticuarios europeos, los de la Concesión Internacional y los de la Concesión Francesa. Aunque también frecuentaba la compañía del señor Toyo Murakami, el propietario de una célebre tienda de objetos japoneses de Nanjing Road. Y en una ocasión le había visto con el dueño de la Tah Yin Art Rug Shop, un bazar de alfombras, sedas y muebles orientales de la Yates Road.

Durante una temporada, Leon quiso comprar una participación en el negocio que regentaba un chino llamado Ma Yuan Pei, propietario de El cielo chino, un célebre local que se dedicaba a fabricar adornos funerarios utilizando como materiales el bambú y el papel, según la tradición de los nativos. Los chinos tenían la costumbre de incinerar hermosos regalos como ofrendas a los difuntos, que incluían mesas, sillas, canastos repletos de trajes, y objetos más modernos como teléfonos, ventiladores, aparatos de radios, heladeras, termos y hasta automóviles y papel moneda falso. Sólo en Shanghai existían cincuenta negocios dedicados a esta clase de «arte». Aunque El cielo chino era el más rentable de todos, en parte por la reputación de su propietario. El señor Ma Yuan Pei, de quien se decía que había trabajado para el ejército chino fabricando baterías antiaéreas, aviones y tanques de bambú y papel a escala real para confundir al ejército japonés, rechazó el ofrecimiento de Leon argumentando que su negocio era más espiritual que material, y que aceptar que «un diablo extranjero» tomara parte en el mismo podía provocar el enfado de los «espíritus» para los que trabajaba. La negativa provocó un comentario poco afortunado por parte de Blumenthal.

—Quemar una silla o un sofá en honor de un difunto no es más que una superstición, un atavismo —le espetó al señor Ma Yuan Pei.

La respuesta del comerciante chino no se hizo esperar:

—¿Es que acaso sus difuntos huelen las flores que ustedes depositan en sus tumbas para honrarlos? ¿Acaso no tiene el mismo significado poner un ramo de flores en una tumba que quemar un objeto de uso cotidiano? Ambos comportamientos pueden ser considerados como un atavismo supersticioso, según su expresión, porque parten del mismo principio y su finalidad es también idéntica. Pensar que depositar flores sobre una tumba entra dentro de lo normal y que, por el contrario, quemar un objeto con forma de mueble es una anomalía supersticiosa, forma parte de la arrogancia del pensamiento occidental.

Curiosamente, Blumenthal tenía arrendado el local contiguo al que ocupaba el Graf Zeppelín Club, donde se reunían los nazis de Shanghai, y de cuya fachada colgaba permanentemente una esvástica.

Pese a que muchos de estos jóvenes exaltados que frecuentaban el Graf Zeppelín Club pronto comenzaron a intimidar e incluso golpear a los refugiados judíos por toda la ciudad, el establecimiento de Leon no sufrió ataque alguno en un primer momento. Las malas lenguas aseguraban que Leon había llegado a alguna clase de acuerdo económico con los nazis, a quienes sufragaba la indumentaria y algunas actividades, a cambio de inmunidad. Incluso se decía que le había proporcionado mobiliario antiguo al teniente coronel Hermann Kriebel, el cónsul general de Alemania en Shanghai. Aunque también hubo quien se atrevió a llegar más lejos afirmando que Leon pertenecía a una organización de judíos de ideología filo nazi, como si algo así fuera posible.

Cuando en cierta ocasión hice alusión a estos rumores, Leon me replicó:

—Detesto a los nazis tanto como el que más, pero el odio no basta para sobrevivir. Menos en una ciudad como Shanghai. Sé que algunos de mis correligionarios me acusan de carecer de escrúpulos, pero se equivocan. Se trata de algo mucho más sencillo: tengo talento, y también medios, para la supervivencia. Con mi comportamiento no perjudico a nadie. Los judíos tenemos un problema desde hace más de dos mil años: no hemos sabido despertar la compasión de otros pueblos. Todas las naciones nos achacan sus problemas y, en consecuencia, se ensañan con nosotros. Para los nacionalsocialistas, los judíos somos simples sanguijuelas que chupan la sangre del pueblo alemán. Así que yo he decidido actuar por mi cuenta. La primera obligación de todo ser humano es salvaguardar su propia existencia. De modo que todo lo que hago sigue el principio de la legítima defensa.

Los comentarios en torno a esta cuestión, empero, no disminuyeron. Al contrario, un día el North-China Daily News publicó un artículo titulado: «La fiesta de los Macabeos», que firmaba un periodista inglés apellidado Courtley. Un joven vehemente enfrentado a la política xenófoba del III Reich. El artículo aludía al carácter de los Macabeos, patriotas judíos que en época antigua habían luchado por la libertad de su pueblo frente a los sirios, en contraposición al comportamiento de los llamados «Kapos», abreviatura de las palabras alemanas Kameraden Polizei, judíos deportados por los nazis que trabajaban para éstos encargándose a veces de las más oscuras y terribles tareas, que habían arribado a Shanghai disfrazados de «hombres de negocios». La alusión a Leon Blumenthal era más que evidente.

Una semana más tarde apareció un editorial relacionado con este mismo asunto en el Israel’s Messenger, el periódico más influyente dentro de la comunidad hebrea de Shanghai. En esta ocasión, el periodista empleaba la metáfora del Gólem, un ser creado a partir de materia inanimada que se había convertido en una figura emblemática de la mitología judía. El artículo afirmaba que en los tiempos que corrían existían distintos tipos de gólems, que venían a ser entidades que, por carecer de alma (el nombre de Gólem parecía derivar de la palabra hebrea gelem cuyo significado era «materia en bruto»), estaban al servicio de otros hombres bajo condiciones controladas. Los gólems eran, por tanto, esbirros, criaturas artificiales que cobraban vida gracias a las fuerzas mágicas de sus amos, a quienes obedecían en todo. Los gólems carecían de la capacidad de discernir o de hablar, de modo que podía afirmarse que «no ladraban, pero sí mordían» y, en consecuencia, podían llegar a ser sumamente peligrosos. El artículo terminaba preguntándose cuántas de estas criaturas sin alma («judíos de barro que habían vendido su voluntad a cambio de dinero o de seguridad») se habían asentado en Shanghai, y recordaba que los gólems podían ser destruidos de la misma manera que habían sido creados, negándoles el nombre de Yahvé.

El nombre de Leon Blumenthal sobrevolaba de nuevo en el trasfondo de este artículo.

Más sorprendente si cabe fue la respuesta que me dio Norah cuando le trasladé mi preocupación por estos comentarios:

—Incluso el más suave té de jazmín deja un poso amargo en el paladar —me dijo.

De modo que, según Norah, la bonhomía de su marido podía compararse con las excelencias de un té de jazmín, cuyo sabor iba perdiendo propiedades conforme se iba degustando.

—¿Qué gana Leon trabajando para los nazis? —le pregunté.

—Dinero con el que comprar seguridad, con el que darle esquinazo al oprobio, como lo llama con sarcasmo —me respondió.

Creo no equivocarme si digo que Blumenthal llegó a ser el anticuario más importante de Shanghai hasta que fue internado en el «área determinada para apátridas». Ese mismo día su almacén ardió como una pavesa.

En cuanto a Norah y a mí, continuamos cultivando nuestra relación como si se tratara de una rara y a la vez delicada planta, regándola esporádicamente y protegiéndola contra las inclemencias del tiempo; es decir, Leon por una parte y mi desesperación por otra, que Norah trataba de aplacar insuflándome dosis de esperanza.

—Leon asegura que me concederá el divorcio cuando todo esto termine, pero que todavía no es el momento, que aún debemos permanecer unidos —me decía.

Según el procedimiento legal de separación entre los judíos, el marido era quien pedía el divorcio entregándole un documento llamado guet a la esposa.

Aunque yo había empezado a desconfiar de sus palabras. Norah había cambiado en los dos últimos años tanto como su forma de vestir. Normalmente, el papel de una mujer casada en Shanghai dependía de la posición que ocupara su esposo dentro de la comunidad, pero al carecer Leon de una profesión concreta y de una reputación (además de su fama de «Kapo» o de «Gólem» entre la comunidad judía, tampoco era un hombre religioso de rígidas costumbres), Norah tenía libertad para hacer lo que le viniese en gana. De manera que nunca se vio constreñida por el «corsé» que la sociedad imponía a las damas. Existía un Shanghai de esposas adormecidas, por así decir, y otro de mujeres que se aletargaban con el humo de las pipas de opio. Esta telaraña tejida de humo era el escenario donde Norah se desenvolvía con admirable soltura. Además, su vitalidad y su deseo de agradar eran tan grande que no tardó en convertirse en un personaje muy popular y, en consecuencia, en verse encumbrada socialmente, al menos en ciertos ambientes. Pero como ninguna sociedad admite los atajos —la «café society» de Shanghai, encabezada por rancias damas encopetadas y puritanas, se regía por los mismos prejuicios que la de Londres o París—, de una parte recibió indiferencia y desprecio. Así que su paso de la adolescencia a la madurez fue en realidad un salto, e hizo de ella una mujer sofisticada, cuya vida social fue adquiriendo el frenesí y el vértigo de la propia ciudad. Era como si Shanghai se hubiera convertido en una extensión de sí misma; o viceversa. Embutió su cuerpo de talla petite en vestidos ceñidos y faldas de tubo, y fue la primera joven de Shanghai en seguir la moda pin up girl recién importada de los Estados Unidos de Norteamérica: se pintó los labios de rouge, se rizó las pestañas, se onduló la melena y se subió a unos altos tacones de aguja. En suma, se convirtió en una de esas «chicas de calendario» que hacen que los hombres vuelvan la cabeza a su paso. Su transformación llegó a ser tan comentada que se acabó propalando un chiste que decía que había dos formas de perder el sombrero en Shanghai: una era tratando de alcanzar con la vista la última planta del Hotel Park, el edificio más alto de la ciudad, con sus ochenta y tres metros de altura; la otra era tratando de seguir el hipnótico cimbreo de la cintura de Norah Blumenthal. Y con esa actitud —sinuosa y provocadora— asistía a todos los actos sociales que se celebraban en la Concesión Francesa, desde estrenos cinematográficos a fiestas de cumpleaños. Tampoco se perdía un baile en el Hotel Majestic, donde se convirtió en la reina del «Lindy Hop» y de todos los bailes con swing. Incluso llegó a tener una pareja estable de baile. Un miembro de la legación francesa llamado Pierre, un tipo de modales afectados cuya ligereza de pies en la pista de baile era comparable a la de Aquiles en el campo de batalla. Pierre y Norah se hicieron tan famosos como Arnaldo Castro y su segunda esposa, Kavita Kadoorie, la pareja de baile más célebre que había habido en Shanghai en los últimos diez años. Además, se hizo inseparable de la escritora Emily Hahn, una norteamericana excéntrica que se hacía llamar Mickey. La señorita Hahn o Mickey residía en un distrito de mala nota, era la concubina del poeta y editor chino Sinmay Zau, era adicta al opio y siempre que acudía a un party lo hacía en compañía de su mascota, un gibón macho apodado Mr. Mills que vestía pañales y una impecable chaqueta de esmoquin. Aunque yo no lo había visto, se decía también que el guardarropa del mono Mills incluía un trajecito de visón confeccionado a medida por el mismísimo Gregori Keblanov, el peletero más famoso de Shanghai. En el haber de la señorita Hahn estaba el hecho de que trabajara para The New Yorker Magazine, si bien su mayor contribución al mundo de las letras era un manual titulado: Seductio y Absurdum: The Principles and Practices of seduction. A beginner’s Handbook. Aunque en aquella época estaba preparando una biografía de las hermanas Soong, una de las cuales era la esposa de Chiang Kai-shek, el líder del Kuomitang, el partido de los nacionalistas chinos. Esta obra se convirtió en un gran éxito cuando se publicó, sobre todo en los Estados Unidos de Norteamérica. Emily Hahn huyó a Hong Kong en compañía de su mono cuando las cosas se pusieron difíciles en Shanghai. Y allí, al parecer, se casó con un miembro de la inteligencia británica.

Leon alentaba estas compañías y esta clase de vida, en lo que parecía una huida hacia adelante, en un vano intento por escapar al destino que la ciudad les tenía preparado. Incluso permitía que Emily Hahn y su amante chino le llamaran «papá» Leon en público. Otro tanto ocurrió con su círculo de amistades de origen ruso, para quienes se convirtió en popotscka, diminutivo de padre en lengua rusa. Y si a la señorita Hahn le daba por sacar a bailar a Norah, cosa que solía ocurrir a menudo, «papá» Leon o popotscka se hacía cargo de Mr. Mills. Un animal de fuerte carácter que pataleaba cada vez que su ama salía a bailar a la pista del Hotel Majestic. Desde luego, Leon y Mr. Mills formaban un extravagante cuadro. Uno bebiendo güisqui escocés de malta sin parar; otro rezongando al tiempo que realizaba aspavientos de desaprobación con alguna de sus extremidades.

A veces, tenía la impresión de que Norah nos había sacrificado a ambos en aras de unos intereses espurios, pero cuando reflexionaba, me daba cuenta de que no era más que una chiquilla que, tras verse obligada a abandonar su país de adopción, había sido acogida en una ciudad donde las fluctuaciones de la vida se medían con sorbos de champán. De la misma forma que un semblante adusto puede ser sinónimo de seriedad, unas cuantas burbujas de champán pueden distorsionar la realidad. Para cualquiera que hubiera sufrido el escarnio de los nazis, los destellos del champán destacaban sobremanera frente a la oscuridad cada vez más creciente que se iba apoderando del mundo en su totalidad. Polonia, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Francia, Checoslovaquia, se habían fundido como bombillas viejas, y el apagón amenazaba con extenderse también a Asia. Desde luego, Shanghai no era lo que Norah creía, aunque era incapaz de percibirlo, porque para ella la ciudad estaba construida con el material de los sueños. De hecho, ni siquiera ella era lo que creía ser: una joven consentida y superficial. Bastaba con rascar un poco para descubrir que debajo vivía otra clase de persona, alguien que no confiaba en el mundo en el que había crecido y, en consecuencia, que carecía de certidumbres. No hay que olvidar que Norah ni siquiera había recibido una educación convencional. No había tenido tiempo. De modo que detrás de su comportamiento frívolo permanecía agazapado un existencialismo que tenía su fundamento en la incomprensión que le producía el mundo que la rodeaba. Su desenfreno, por tanto, no era más que el reflejo de su incapacidad para dominar o medir sus verdaderos sentimientos. Creo, sin temor a equivocarme, que yo era la única persona que percibía cuán vulnerable era.

—Fui una niña extremadamente desdichada y solitaria —me confesó en una ocasión—. Me crió mi nodriza, con quien mi padre mantuvo una relación hasta el día de su muerte. Como la aparición de aquella mujer coincidió con mi nacimiento, mi madre acabó culpándome de ser la causante de aquella aventura, por lo que nunca me mostró un afecto excesivo.

»Para evitar que su matrimonio se desmoronase, mi madre provocó el traslado de toda la familia desde Budapest a Dresde. Mi padre era anticuario, y la excusa que esgrimió mi madre fue la compra de unos lotes de porcelana de Meissen a precio de ganga. Por aquel entonces, Alemania tenía serios problemas para hacer frente al pago de las reparaciones de la guerra del catorce, así que se convirtió en una tierra de oportunidades para extranjeros con capital. Obviamente, la verdadera intención de mi madre era la de separar a mi padre de su amante. La respuesta de mi progenitor, en cambio, fue la de buscarle piso a su concubina a pocas manzanas de nuestra nueva casa. Despechada, mi madre optó por arrojarse a los brazos de otro hombre antes que hacerlo a las aguas del Elba. Pero ningún amante podía suplir el afecto que sentía por mi padre, al que amaba desesperadamente. Un sentimiento que rayaba en la devoción. La situación política, para colmo, se había enrarecido con el discurso antisemita de los dirigentes del partido nacionalsocialista, con lo que mis padres se plantearon regresar a Hungría cuanto antes. Era el momento de abandonar Alemania. Así las cosas, mi madre le propuso a mi padre que la acompañara a Badem-Badem justo antes de que se iniciara la temporada estival. Allí tenían pendiente cerrar no sé qué negocio con no sé qué familia noble católica venida a menos. «Los negocios son los negocios, y para que funcionen es importante mantener las apariencias. Ya sabes lo estrictos que son los católicos alemanes. Creo que las cosas se resolverán antes si viajamos juntos y aparentamos ser una pareja bien avenida. Una vez concluyamos la operación, podremos volver a Hungría y tú serás libre para hacer lo que quieras», argumentó mi madre. Mi padre accedió pensando que, una vez finalizado el negocio, podría en efecto regresar a su patria y poner punto final a aquel matrimonio que había muerto con mi nacimiento. Se estrellaron contra un árbol en la recta que hay en la entrada del hotel Steigenberger, donde tenían que hospedarse. Mi madre, que era quien conducía, puesto que mi padre detestaba los coches, ni siquiera pisó el freno. Simplemente, giró bruscamente el volante y empotró el automóvil contra aquél árbol a toda velocidad.

—¿Y en qué momento apareció Leon? —le pregunté.

—Leon hizo de intermediario en las primeras transacciones. Luego, con el paso del tiempo, se convirtió en socio de mi padre. Era un verdadero lince para detectar a ricos con problemas financieros. Siempre dice que la cosa que una persona vende más barata es su propia desesperación, en cuyo lote están incluidos normalmente todos sus bienes materiales.

Norah no volvió a hablarme jamás de su familia. Cierto día, Leon me dijo:

—Sé que no aprueba mi conducta. Pero el trayecto entre Alemania y Shanghai no es nada comparado con la distancia que existe entre Norah y yo. Me conoció cuando ya era demasiado tarde para ser su verdadero padre, y también demasiado mayor para ser su marido. Norah ha decidido vivir dentro de una ficción, y para conseguirlo ha creado un mecanismo para interpretar y dar sentido a su vida. En cuanto a mí, me siento tan sucio como un padre que deseara sexualmente a su hija. Algo terriblemente embarazoso teniendo en cuenta que ni siquiera soy un pariente lejano. Desde luego, en muchas ocasiones mi egoísmo me lleva a desear imponer mi condición de marido, pero si lo hiciera frenaría su legítima aspiración de conocer el verdadero amor con otro hombre. De modo que lo único que me queda para no perderla del todo es consentirla. O soy un padre indulgente, o me comporto como un marido indulgente. En ambos casos sólo tengo un camino: la indulgencia. Después de todo, nadie sabe cuánto va a durar este estado de cosas.

Desafortunadamente, duró más de la cuenta. Hasta que un día, sin darnos cuenta, cayó el telón sobre Shanghai, por expresarlo así, y «los años de Mr. Mills», como nos gustaba llamar a esa época, pasaron a la historia. En el Hotel Majestic se dejaron de celebrar bailes, y en el rostro de la ciudad se dibujó la expresión circunspecta de la incertidumbre.

A decir verdad, un episodio trágico marcó el final de este ciclo. Un joven poeta llamado Pascal Dagnan-Bouveret, amigo del amante de Emily Hahn, Sinmay Zau, se creó esperanzas con respecto a los sentimientos de Norah hacia su persona, sin tener en cuenta que para ella flirtear tenía el mismo valor que dar una limosna. El joven Dagnan-Bouveret era opiómano como Baudelaire, violento y temperamental como Rimbaud, y de nobleza carolingia y debilidad ósea como Toulouse-Lautrec. Desgraciadamente, el talento poético del pobre Pascal cojeaba tanto como su pierna derecha (motivo por el cual detestaba a Pierre, el compañero de baile de Norah). Podía decirse que aspiraba a convertirse en un poeta simbolista (treinta años después de que este movimiento poético hubiera pasado de moda), cuyo símbolo era Norah. El problema era que el comportamiento de Norah no escondía ninguna intención metafísica, tal y como creía Dagnan-Bouveret, y eso terminó por convertir al joven en un coeur supplicié. Desde mi punto de vista, Dagnan-Bouveret no era más que un joven romántico e inmaduro. Y a falta de talento artístico, se desvivía por mostrarse caballeroso, tanto que sus modales resultaban tan rígidos y lustrosos como la superficie de una puerta recién barnizada. Desgraciadamente, Dagnan-Bouveret no era para Norah más que un joven singular que le procuraba una clase de diversión que no tenía su fundamento en el deseo carnal, sino en el halago, y cuando el poeta fue consciente de que el afecto que esperaba recibir se circunscribiría a una inocua caricia de vez en cuando, se descerrajó un tiro en la habitación que tenía alquilada en el Hotel Majestic. En una nota, dejó escrito el siguiente mensaje: «Querida Norah, con mi acto dejas de ser mi musa para convertirte en mi hurí para toda la eternidad. Volveremos a encontrarnos en el paraíso. Tuyo. Pascal».

Gracias a la intervención de Leon, la nota del suicida Dagnan-Bouveret jamás llegó a manos de Norah, que comenzó a referirse a él como «mi pobre poeta». Aunque la bala quedó alojada en la sien derecha de Dagnan-Bouveret, aquel disparo resultó el pistoletazo de salida de una transformación más profunda, de la que todos fuimos víctimas a la larga.

Lo cierto era que, al margen de las críticas de sus correligionarios, como él mismo llamaba a sus hermanos judíos, Leon había sabido ganarse mi respeto con su actitud comprensiva y sus palabras siempre corteses. Por ejemplo, cuando tenía que argumentar la razón por la que le parecía prematuro separarse de Norah, nunca empleaba la expresión «permanecer juntos», sino «permanecer unidos». Con ese tipo de comentarios, daba a entender que era consciente de que su unión con Norah tenía como finalidad última (y única) la de formar un equipo y no una familia. Pero había otro elemento de su carácter que llamaba mi atención: Leon no ocultaba que sus actos perseguían su propio interés, sin importarle el bien común. Yo había tratado a un sinfín de hombres que, bajo el grueso manto de la hipocresía y el fariseísmo, escondían un proceder ruin e indigno. En ese aspecto, el comportamiento de Blumenthal era recto como un camino bien trazado, con independencia de que la dirección fuera o no la correcta. Cuando Leon embarcó en el Conte Biancamano, era un hombre que irradiaba una energía arrogante, a pesar de sus circunstancias, y cuando por fin logró establecerse en Shanghai y labrarse un porvenir, siguió haciendo gala de la misma enérgica arrogancia. Leon sabía ajustar su carácter a cada circunstancia, pero al mismo tiempo jamás se traicionaba a sí mismo. No ocultaba ser un Gólem, para utilizar la metáfora aparecida en el Israel’s Messenger, y en su condición de tal, «no ladraba pero mordía». Una vez que hincaba los incisivos sobre su presa, no la soltaba. Leon acostumbraba a decir lo que pensaba, su franqueza era tan robusta y firme como también lo era su insensibilidad, y desde luego jamás se avergonzaba de su conducta, ni siquiera cuando era abiertamente reprobable.

De modo que llegué a respetar a Leon por su fair play, como dicen los británicos, y cuando siento admiración por una persona, procuro ser tan devoto a ese sentimiento como a mi propia vida, incluso en el supuesto de que me haya enamorado de su mujer. Ni que decir tiene que Leon estaba al tanto de mis emociones y, en cierta forma, creo que me estaba preparando para la sucesión, si se puede expresar de esa manera. Después de todo, no sería el primer caso de un monarca que, tras la muerte de su antecesor, no sólo hereda el reino, sino también a la esposa.

En cualquier caso, la fidelidad acabó convirtiéndose en algo crucial en nuestra relación. Tanto que Norah evitaba dar pie a la tentación. Siempre que nos veíamos a solas, es decir, sin estar Leon presente, lo hacíamos en lugares públicos, en cafés al aire libre o en los salones de té de los hoteles del Bund. Durante esos encuentros, me solía embargar una sensación de vacío que, para colmo, me parecía imputable a mí, pues tenía la impresión de haber irrumpido en aquel extraño matrimonio sin permiso. Me sentaba a su lado cohibido, haciendo gala de una excesiva amabilidad (que no se correspondía del todo con mi verdadero carácter) y de un exquisito cuidado, como si Norah fuera en realidad una pieza de frágil porcelana que yo transportara en mis manos. Todo lo cual provocaba que mi comportamiento fuera a la larga antinatural. No en vano, yo no había tenido que huir de la Alemania nazi, yo no había sido despojado de todo, mi problema era haberme enamorado de la mujer de otro, de manera que a veces me sumía en la desesperación. Entonces Norah aprovechaba para lanzarme una de sus frases de consuelo como se arroja un salvavidas a un náufrago.

Desde el punto de vista sanitario, Shanghai contaba con numerosos hospitales, aunque insuficientes a todas luces para atender a los casi cuatro millones de habitantes de la ciudad. Muchos de esos sanatorios eran para uso exclusivo de occidentales o estaban ligados a instituciones privadas, así que en cuanto abrí un dispensario por mi cuenta para dar atención médica a la población local, me vi desbordado por el trabajo. La primera dificultad con la que tuve que enfrentarme fue con una epidemia del síndrome de Loeffler, una alergia que afectaba al sistema respiratorio causada por una planta llamada «privet». La falta de medicamentos, además, me obligó a aprender algunas técnicas de la medicina tradicional china, una clase de sanación holística que buscaba la armonía entre cuerpo, mente y espíritu, a base de terapias con hierbas, una alimentación específica y ejercicios físicos, de modo que pronto me gané fama de «curandero» entre ciertos sectores de la población. Por ejemplo, empleaba el extracto de la hoja del ginko, que contiene bioflavonoides y lactonas de terpeno, para el tratamiento de muchas dolencias relacionadas con el flujo deficiente de sangre al cerebro, en trastornos de la circulación, de la memoria o incluso de la audición. De las hojas, las flores y las semillas de la digital o dedalera fabricaba digitalina, un cardiotónico que fortalecía la contracción muscular del corazón. Aunque no sólo tenía que luchar contra las enfermedades, sino también contra la superstición de los enfermos. En muchos casos, los pacientes quemaban las recetas y luego echaban las cenizas dentro de una taza de té, que bebían como si contuviera las propiedades del medicamento preescrito. Para evitar estas situaciones, yo mismo me tenía que encargar de elaborar los preparados, y en ocasiones hasta tenía que pelearme con mis pacientes para que tomaran el medicamento delante de mí. Practicar una medicina tan absorbente y creativa al mismo tiempo, me permitía tener la cabeza ocupada en otros asuntos, lejos de Norah.

Luego, cuando los japoneses recluyeron a los Blumenthal en el «área determinada para apátridas» y yo me hice cargo de su casa, fue lo mismo que heredar una parte de ese reino, de esa tierra prometida que tanto anhelaba y que incluía los trajes y vestidos de Norah. Ni siquiera retiré las fotografías de la pareja que había repartidas por las distintas estancias de la casa. Tampoco alteré la disposición de los muebles, en un intento por recordar en todo momento mi interinidad. En cierta manera, me sentía como uno de esos caballeros del medioevo que custodian los bienes de su amada como si se tratara de reliquias. Podía pasar horas abriendo y cerrando los cajones y armarios, curioseando y rescatando fragancias y olores que pertenecían a la intimidad de Norah. Algo que me hacía sentir más próxima a ella.

—Nuestros bienes quedan en sus manos, Martín —me dijo Leon la noche antes de trasladarse al gueto.

Ahora todo había terminado para él.

El coche se deslizó por el asfalto de la Avenue Joffre con la suavidad y el silencio de un patinador sobre hielo. Todo el mundo aseguraba que los vehículos que usaba el Kempei Tai habían sido manipulados para hacer el menor ruido posible, de manera que la sorpresa fuera aún mayor. Se decía que tenían trucados los tubos de escape e incluso que el compuesto de sus neumáticos era especial, para que produjera un menor rozamiento. Pero se trataba de una leyenda: simplemente, los Packards, los Studebakers, los Chryslers, los Lincons, los Buicks y los Cadillacs norteamericanos habían desaparecido de las calles de Shanghai, puesto que sus propietarios permanecían internados. Por ese motivo, esa clase de automóviles eran conocidos por los europeos que no habían sido confinados en campos de internamiento como «los Prisioneros», en honor a sus legítimos propietarios. De modo que al haber disminuido el parque móvil, también lo había hecho la contaminación acústica. Eso era todo.

Otro tanto ocurría con los dos hombres que viajaban en los asientos delanteros, y que parecían haber sido aleccionados para no hablar e incluso para no oír lo que decían los pasajeros de los asientos traseros, casi siempre un alto cargo de la policía secreta y algún invitado o invitada. Si hubiera golpeado a uno de ellos con una barra de hierro, ni siquiera hubiera vuelto la cabeza para quejarse.

—Baje la ventanilla si lo desea —se dirigió a mí el agente que llevaba la voz cantante.

Obedecí.

Una bolsa de aire pesado y húmedo me golpeó el rostro con la fuerza de un puño de metal. Era el aliento del Shanghai ocupado por el Ejército Imperial japonés. Un olor que relacioné con la fatiga y con la vida mortecina de los enfermos.

Detrás del cristal me encontré con una ciudad sumida en una penumbra lúgubre, cuyo alumbrado emitía turbios destellos amarillentos de cerveza rubia. Una clase de iluminación que agigantaba las sombras y empalidecía cualquier color del espectro cromático. Fuera o no por mi estado de ánimo, pensé que la ciudad había perdido la sutileza de antaño, los matices que hacían de Shanghai un lugar inabarcable para los sentidos. Por ejemplo, la iluminación de la Avenue Joffre durante la Navidad era un espectáculo más embriagador incluso que beber una botella de vino junto a una hermosa mademoiselle en la veranda del Club Française. Ahora, en cambio, la ciudad se había contagiado del miedo anodino que, en distinto grado y como una enfermedad incurable, sentíamos sus habitantes.

Al llegar a la altura de un autobús de gasógeno, nos alcanzó la nube nauseabunda que emanaba del tubo de escape, tan densa como el géiser de un volcán.

Luego llegamos a la zona conocida como Le Grand Monde, una intersección de amplias avenidas en una de cuyas esquinas se encontraba un célebre club del mismo nombre, en cuya fachada sobresalían una docena de luces halógenas que le conferían un aspecto irreal. Era como darse de bruces con un tiovivo en medio de la oscuridad. Al detenernos frente a Le Grand Monde, reconocí los compases de Sombre dimanche,[1] en la voz de la cantante francesa Damia.

Sombre dimanche… le bras tous charges de fleurs

Je suis entré dans notre chambre le coeur las

car je savais déjà que tu ne viendrais pas

et j’ai chanté des mots d amour et de douleur:

Je suis resté tout seul et j’ai pleuré tout bas

en écoutant hurler la plainte des frimas… Sombre dimanche.

Je mourrai un diamanche oú j’aurai trop souffert

alors tu reviendras, mais je serai parti

des cierges bricleront comme un ardent espoir

et pour toi, sans effort, me yeux seront ouverts

n’aie pas peur, mon amour, s’ils ne peuvent te voir

ils te diront que je t’amais plus que ma vie…

Sombre dimanche.

El músico húngaro Rezsó Seress había compuesto la melodía de esta triste canción; según unos en París, en diciembre de 1932, después de romper con su amante; según otros lo había hecho en el restaurante Kispipa de Budapest, un año más tarde. Sea como fuere, la desgarradora música, a la que Jean Marèze y François-Eugéne Gonda habían puesto letra, había provocado numerosos suicidios en Hungría cuando se puso de moda en 1936, por lo que su emisión había sido prohibida en el país magiar, al tiempo que la BBC la bautizó como «La canción suicida». En Le Grand Monde, en cambio, sonaba a menudo, tal vez porque hacía tiempo que la clientela había dejado de creer en el amor, al menos en el amor desesperado. En Shanghai quienes se suicidaban con sobredosis de Veronal eran los banqueros, los apostadores del hipódromo o del Jai-alai, y no los enamorados.

—Me pregunto por qué en todos los dancings de Shanghai se empeñan en reproducir esa horrible canción que nadie puede bailar. Estoy cansado de oírla a todas horas. Es como un murmullo entre bastidores. Como escuchar el sordo rumor de una desesperación que no cesa —se quejó el agente del Kempei Tai.

En la Avenue Foch, el bulevar que separaba las dos concesiones, un simple saludo nos sirvió para sortear el control que ponía fin a la Concesión Francesa, que compartían un gendarme tonkinés con su uniforme azul y su sombrero anamita con forma de embudo y un suboficial japonés. Una frontera que ahora era meramente simbólica.

Au revoir la France! —exclamó a continuación el mismo hombre con un tono quedo y melancólico.

En la calle Nanjing, otrora corazón comercial de la Concesión Internacional, una multitud paseaba bajo neones que titilaban como estrellas en un firmamento remoto. No me sorprendió que la mayoría de los viandantes fueran japoneses. No en vano, la colonia nipona había pasado de los treinta mil miembros al finalizar la primera guerra mundial, a contar con más de cien mil en 1943. Además, el gobierno británico había llegado a un acuerdo para devolver el control de la Concesión Internacional a los chinos en el exilio, y en la ciudad se rumoreaba que los japoneses iban a abolir definitivamente el Council, la institución municipal a través de la cual los extranjeros habían gobernado las concesiones como si de países autónomos se tratara. Eso suponía el principio del fin de la presencia occidental en Shanghai, al margen del resultado de la guerra.

Otro coche hubiera sido frenado por los transeúntes que, ensimismados con la visión de los neones parpadeantes, invadían la calzada entremezclándose con los rickshaws tirados por famélicos culis, pero hasta los pedigüeños procuraban no acercarse más de la cuenta a aquellas berlinas negras con aspecto de ataúdes rodantes. A veces, frenaban en seco, se abría una puerta y acto seguido un peatón era arrastrado en contra de su voluntad a su interior. Nadie volvía a saber de él.

—¿Un cigarrillo? —me ofreció el agente del Kempei Tai a continuación.

—No me apetece. Gracias —me desmarqué.

—He oído decir que ustedes los españoles son los descubridores del tabaco —añadió.

—Digamos que descubrimos América, donde vivían hombres que ya conocían el tabaco.

—Pero sin la intervención de ustedes, el tabaco no hubiera llegado a Japón. Y yo no podría estar fumándome este cigarrillo en este momento. ¡Así que gracias! Dígame, ¿echa de menos su país?

—Digamos que para mí España, más que algo real, es un recuerdo. A veces ni siquiera estoy seguro de que exista.

Mi críptica respuesta provocó que el miembro del Kempei Tai se centrara en aspirar el cigarrillo hasta la boquilla.

Que los japoneses me trataran como a un aliado me incomodaba sobremanera, pero ése era el papel que tenía asignado en aquella farsa. Yo era el «amigo» español, representante de un gobierno que se había hecho cargo de sus compatriotas en los Estados Unidos de Norteamérica. De facto, España era el cuarto aliado de Japón. Un socio muy valioso por cuanto que, al haberse declarado país no beligerante, gozaba de una mayor libertad de maniobra en el escenario internacional. Al menos, eso pensaban los japoneses, desconocedores del nulo predicamento que Franco tenía en el exterior. Desde luego, yo no pensaba sacarles de su error. Tampoco pensaba aclararles que mi nombramiento como cónsul no obedecía a una cuestión ideológica, sino al hecho de que yo fuera el único candidato. Un mes después de la sublevación de Franco, el cónsul de España en Shanghai dimitió por motivos políticos, lo que provocó el nombramiento como cónsul del que hasta entonces había ejercido de vicecónsul y de encargado de negocios, un vasco llamado Julio de Larracoechea. Dos meses más tarde dimitieron el propio embajador y el secretario de la legación española en Pekín, y antes de que todos los poderes de la representación diplomática en China recayeran en Larracoechea, éste dimitió también y huyó de Shanghai a bordo del buque alemán Gneisenau. Las dimisiones en cadena de los diplomáticos españoles crearon un vacío de representación, que yo vine a cubrir meses más tarde y de manera temporal, hasta que la situación se recondujera. Yo llevaba viviendo fuera de España desde el año 1933, de manera que mi principal aval era el no haberme visto implicado en la guerra civil española. Aunque nunca hubiera aceptado convertirme en cónsul de no haber estado seguro de que siéndolo podía ayudar a la media docena de familias republicanas que residían en Shanghai y que habían llegado a la ciudad hipnotizados por cantos de sirena. Una música cuya letra hablaba de libertad y de cosmopolitismo, y que el ruido de las bombas caídas sobre Pearl Harbor había silenciado para siempre.

Mi padre, un industrial maderero que se había enriquecido vendiendo hélices de nogal al ejército francés durante la primera guerra mundial, me desaconsejó que aceptara el cargo aduciendo que yo no era lo que las autoridades creían. Según él, mi afán por alejarme de España no obedecía a la necesidad que tenía todo joven por descubrir el mundo por su cuenta y riesgo, sino que había una razón de índole superior. Yo, según mi padre, formaba parte de la legión de compatriotas que se habían visto obligados a exiliarse del país precisamente para que éste no perdiera su identidad como nación. Algo que venía sucediendo desde que los Reyes Católicos expulsaron a los judíos a finales del siglo XV. Desde entonces, la única forma que tenía España para reafirmar su identidad era deshaciéndose de los disidentes. Desde luego, yo no compartía la opinión de mi progenitor, puesto que mi exilio, si se podía llamar así, había sido voluntario. La verdadera razón por la que había abandonado España tenía que ver exclusivamente con la sensación de vivir en un país sumido en un letargo de siglos. Era como si las teorías del movimiento de los astros de Galileo fueran aplicables a todos los rincones del universo menos a España. Ni siquiera anhelaba encontrar la excelencia intelectual o la libertad política allende las fronteras, sino la efervescencia de un mundo en continuo movimiento. Vivir, experimentar, conocer nuevos lugares y nuevas culturas, eso era lo que deseaba. Y eso era lo que me ofrecía una empresa como la Lloyd Triestino y un paquebote como el Conte Biancamano. De modo que si mi decisión de marcharme de España incluía la búsqueda de una identidad, tal y como aseguraba mi padre, se trataba de la mía propia. En cambio, sí creía que se me podía aplicar una expresión china que dice: «Respirar y transpirar». Es decir, yo era alguien que aún no había encontrado su lugar en el mundo. Aunque después de haberme enamorado de Norah había comenzado a pensar que tal vez Shanghai fuera el sitio idóneo donde echar raíces.

Cuando dejamos atrás el colorista bullicio de la calle Nanjing, Shanghai volvió a parecer lo que ahora era: una ciudad ocupada por un ejército invasor, sumida en una atmósfera de terror; una ciudad cuyos habitantes se reunían para conspirar o intercambiar artículos de primera necesidad detrás de los troncos de los alcanforeros y de los plataneros.

En el Garden Bridge encontramos otro control, esta vez compuesto exclusivamente por soldados japoneses, por lo que tuvimos que aminorar la velocidad hasta detenernos por completo. Al reiniciar la marcha, el tinglado metálico de la estructura del puente hundió la amortiguación repetidas veces y el coche comenzó a balancearse y a dar pequeños saltos, como si renqueara. Durante un instante, tuve la sensación de estar viajando en tren por algún remoto paraje de Europa.

Luego circulamos en paralelo al consulado ruso, cuyo edificio estaba completamente a oscuras, hasta el cruce de la North Soochow Road, donde torcimos a la izquierda. Dejamos a nuestras espaldas la Broadway Mansion y el Pujiang Hotel, antaño uno de los establecimientos más animados de Shanghai, donde se daban cita los principales tahúres de la ciudad y donde se habían hospedado intelectuales de la talla de Albert Einstein o Bertrand Russell. Ahora todos sus huéspedes eran japoneses con dinero y hombres de negocios alemanes, y el propietario, un judío con pasaporte británico, había sido recluido en uno de los campos de internamiento.

Ya en el interior del distrito de Hongkew, mazos de cables se arracimaban formando ovillos que semejaban nidos de pájaros. Analizando la brisa caliginosa que llegaba desde el mar atravesando el estuario de río, se diría que en vez de refrescar servía como aglutinante. La chaqueta se quedaba pegada a la camisa, ésta hacía lo propio con la piel, y el pellejo se adhería al alma como un esparadrapo viejo y arrugado.

—Un calor sin tregua —volvió a dirigirse a mí el agente del Kempei Tai, al tiempo que se enjugaba el sudor con un pañuelo.

Los tejados sinuosos de aleros ondulados característicos de Little Tokyo, me hicieron recordar que llevaba al menos cuatro meses sin pisar aquella zona de la ciudad. No en vano, cambiar de distrito en Shanghai era lo mismo que hacerlo de país.