15

Absorber de nuevo la atmósfera de Shanghai fue lo mismo que regresar al seno materno, un viaje tan largo y doloroso como el que me había llevado en sentido contrario, desde la metrópoli hasta Yenán. El hedor de los cadáveres de los que nadie estaba dispuesto a hacerse cargo —ya porque pertenecieran a soldados japoneses o a colaboracionistas chinos—, el río Whangpoo enrollado al cuello de la ciudad como un collar de perlas que los rayos solares hacía destellar, los extemporáneos edificios del Bund, ahora convertidos en los vestigios de unas ruinas antiguas, como si además de las bombas hubieran caído de golpe mil años sobre sus fachadas, las atestadas calles, de las que fluía incesante un magma humano que se extendía en todas las direcciones, los cientos de famélicos culis, colosos sin músculos, tirando de sus rickshaws en un esfuerzo sobrehumano, Shanghai se movía sinuosamente, como una serpiente que estuviera mudando la piel. Todo parecía igual a como lo había dejado casi dos años antes, pero en realidad todo estaba a punto de cambiar para siempre. Las caras de antaño ya no parecían las caras de siempre. Muchas se habían llenado de arrugas, las mejillas enjutas y las miradas inquietas, ansiosas por encontrar la dirección deseada. Paradójicamente, el cese de las hostilidades no había traído la calma, sino una inusitada actividad, como si todo el mundo tuviese prisas por resolver los asuntos que la guerra había dejado en suspenso. Aunque, en realidad, nadie trataba cuestiones del pasado, sino del futuro inmediato. Claro que había algún estallido de odio de vez en cuando, pero en líneas generales lo que la gente buscaba era un barco, un tren o un avión para huir de Shanghai. El final de la guerra suponía la salida de los occidentales de la ciudad, y con ellos desaparecerían las Concesiones Internacionales. Shanghai volvería de nuevo a ser una ciudad China. Ni siquiera los chinos podían imaginar semejante escenario. De modo que empecé a tener la sensación de estar moviéndome dentro de un sueño que estaba a punto de evaporarse. Y como si la ciudad fuera a volatilizarse de un momento a otro, columnas de polvo ascendían por las calles principales hasta crear una neblina sucia y pastosa. Miles de pies barrían las aceras como escobas sincronizadas. Había quienes caminaban arrastrando baúles, camas y toda clase de enseres. Pero nadie corría por pánico, sino por instinto renovado. En vez de dar la impresión de que aquél era el principio de una nueva época, parecía que el fin del mundo estaba próximo. Acostumbrado a las columnas de soldados de las montañas de Yenán, que se desplazaban en formación, despacio y en hileras silenciosas, la muchedumbre de Shanghai era lo más parecido al caos. Incluso el padre Faury, quien se había ofrecido a acompañarme durante un trecho, se sintió sobrecogido por aquel estremecimiento desmesurado y, como quien sin saber cómo ni por qué se encuentra de pronto en medio de una estampida, caminaba a mi lado sin ocultar su aturdimiento, con los miembros rígidos y las articulaciones flojas. Cada paso que dábamos era un tour de force, para usar la misma expresión que había empleado el sacerdote el día de mi llegada a Yenán. Me despedí de Faury en el cruce del Bund con Nanjing (cuando lo dejé dio una vuelta sobre sí mismo, como una veleta buscando la correcta dirección del viento) y, contagiado por aquel nerviosismo frenético, puse rumbo al gueto de Hongkew, al tiempo que imploraba que Norah estuviera viva.

Me sorprendió comprobar que, a pesar de que los japoneses habían sido los primeros en abandonar Shanghai, el «área determinada para apátridas» aún no había sido abolida.

En el control de entrada del gueto, me encontré con Sherenchesvky, quien estaba de guardia. Cuando le pregunté si sabía dónde podía encontrar a Norah, me respondió:

—Quédese tranquilo, doctor Niboli, su mujer no se encuentra aquí.

—¿La han dejado libre? —le pregunté.

El policía me miró como si fuera la primera vez que escuchaba la palabra «libre» y no conociera su significado.

—No, doctor, hace más de un año que no vemos a su esposa por el gueto. Ya le digo, puede estar tranquilo. ¿No ha pasado por su casa? Durante estos días, todo el mundo anda resolviendo viejos asuntos. Tal vez haya salido…

¿El «hace más de un año» se correspondía con los casi dos años que yo llevaba ausente?, me pregunté.

La tranquilidad de la que hablaba Sherenchesvky se tornó inmediatamente en una profunda preocupación, pues si algo no había contemplado en todo este tiempo era precisamente que Norah no hubiese sido internada de nuevo en el «área determinada para apátridas».

Tomé un rickshaw y le dije al culi que me llevara urgentemente a la Concesión Francesa, temiendo que el sueño de Shanghai se hubiera convertido en una pesadilla justo un instante antes de su disolución.

Cuando por fin llegué a casa, encontré a Norah con las uñas largas y el rostro pálido e imperturbable, empolvado como el de una geisha. Sus ojos, otrora siempre vivos y despiertos, parpadeaban cansinamente, como si les costase un gran esfuerzo mantenerse abiertos. Era evidente que soportaban el peso de un sufrimiento indecible. En conjunto, Norah parecía un espectro, un ente incorpóreo. Otro tanto ocurría con la casa, que permanecía a oscuras, con las contraventanas cerradas: muebles (algunos de los que le había entregado a Fukuda a cambio de la libertad de Norah), vestidos, montañas de discos, opio, cigarrillos y, sobre todo, flores marchitas, montones de ramos de flores sin vida que nadie se había preocupado de retirar. La rapsodia húngara número 5, de Liszt, sonaba en el gramófono. Una composición verdaderamente lúgubre que el autor había dividido en dos partes. En la primera, la muerte parecía estar presente en cada acorde, mientras que en la segunda era la melancolía la que se apoderaba de la melodía. Me pregunté en qué momento y por qué circunstancias el ambiente insulso y hasta vulgar de la casa había recuperado la sofisticación de antaño. En ese instante, la imagen borrosa que llevaba persiguiéndome durante dos años se volvió nítida. Entonces lo comprendí todo: el coronel Fukuda me había alejado de Shanghai para quedarse con Norah. Fukuda había convertido a Norah en su «mujer de confort» y, a tenor de la expresión de ésta, ni siquiera libraba una lucha en su interior. Tal vez lo había hecho en otro tiempo, pero a estas alturas ya estaba vacía por dentro, y la prueba más evidente eran sus uñas, que habían crecido como las de un cadáver.

No formulé pregunta alguna. No tenía sentido. Los muebles, los vestidos, el opio y los discos se bastaban para explicarlo todo. Aunque se trate de una suposición, estoy seguro de que de haberle pedido a Norah que hiciera una relación cronológica de cómo se habían sucedido los acontecimientos, me hubiera contestado: «Durante todo este tiempo he estado muy ocupada dejándome crecer las uñas».

—¿Qué tal si empezamos por abrir las ventanas? —propuse, pensando que tal vez la luz y el aire lograrían despertarla de aquel sueño.

El chirrido de las contraventanas y el tintineo de los cristales terminó de romper el silencio. Escuchar de nuevo el bullicio de la Avenue Joffre fue lo mismo que oír llorar a un recién nacido por primera vez. Cuando estaba a punto de abrir la última ventana, Norah se acercó hasta mí y me hizo entrega de un recorte del Shanghai Times que había empezado a amarillear. Dentro de un recuadro parecido a una esquela, se podía leer el siguiente titular: «Muere el cónsul de España en Shanghai a manos de los rebeldes comunistas. Fue descubierto y ejecutado por los insurgentes cuando el diplomático, médico de profesión, llevaba a cabo una misión humanitaria auspiciada por el gobierno legítimo…» El resto de la noticia no era más que una sarta de mentiras, una burda manipulación que pretendía dejar en mal lugar a los comunistas, a quienes atribuían el asesinato de una docena de occidentales que colaboraban estrechamente con el Ejército Imperial Japonés en misiones que el columnista calificaba de «civiles».

—De modo que ahora somos dos muertos que han resucitado —observé.

—Tuve un hijo, Takeshi, pero Fukuda me lo arrebató a los pocos meses de nacer. Lo ha enviado al Japón para que se eduque con sus abuelos paternos —se arrancó a hablar con una voz queda y débil.

El efecto que semejante confesión tuvo en mi interior fue tan doloroso como si las fauces de la muerte hubieran comenzado a deglutir mi corazón.

—Preferí convertirme en su esclava sexual antes que regresar al gueto —prosiguió—. Al principio, resultó una experiencia devastadora, pero luego se volvió una costumbre. La degradación se convirtió en vacío, y la furia dio paso a la mansedumbre. Incluso la repugnancia que sentí al principio por mí misma, duró menos de lo esperado.

—Lo lamento… —dije, y me quedé mudo. ¿Qué podía decir? Sentía vergüenza de mí mismo, como si fuera yo, al huir, quien hubiera dado pie a aquella situación.

—Bueno, tal vez las cosas no resultaron tan fáciles como estoy dando a entender —acabó por reconocer—. Intenté suicidarme, y Fukuda respondió poniéndome vigilancia, un amah que, al parecer, había trabajado en una «casa de consuelo» del ejército nipón. Una mujer terrible que no me dejaba acercarme a las ventanas para que no tuviera la tentación de arrojarme al vacío o de romper el cristal para abrirme las venas. Incluso me acompañaba al cuarto de baño. Luego, tres meses después de dar a luz, Fukuda me entregó un papel con la dirección de Tokio donde, al parecer, se encuentra mi hijo. El muy cerdo sabía que yo no volvería a intentar suicidarme mientras existiera la posibilidad de recuperar a mi hijo. De modo que ese papel con esa dirección me ató a la vida. Quiero partir para Japón mañana mismo.

—No creo que eso sea posible. No creo que te lo permitan dadas las circunstancias.

—Si no me dejan ir mañana, lo intentaré pasado, y si no al otro.

—Tal vez cuando consigas el permiso para viajar a Japón, Fukuda haya trasladado a tu hijo a otro lugar. Has de obrar con mucha cautela.

—Fukuda sigue aquí, en Shanghai. Está prisionero en el Tun Wen College.

—¿Prisionero?

—Se dejó capturar. Ni siquiera intentó huir.

—No lo entiendo. Siempre pensé que un hombre como él acabaría haciéndose el harakiri. Es la costumbre entre los oficiales japoneses.

—Él ha preferido entregarse. Pero se trata de una larga historia que ahora mismo no me apetece contar. Ha sido condenado a morir por lingchin. Mañana será ejecutado junto a otros dos oficiales japoneses en el Public Garden.

Lingchin puede ser traducido como «morir de mil tajos» —observé—. Eso significa que será despedazado.

—Lo sé. El verdugo le amputará los miembros, al tiempo que se ocupa de que su corazón siga latiendo. Antiguamente, el reo tenía la posibilidad de sobornar al verdugo para que le clavara un cuchillo en el corazón antes de comenzar el desmembramiento. En esta ocasión, he sido yo quien ha sobornado al verdugo para que se ensañe con Fukuda. Le he pedido que mantenga latiendo su corazón el mayor tiempo posible.

—¿Has hecho eso? —le pregunté incrédulo.

—¿Qué otra cosa podía hacer? Deseo que sufra y que pague por lo que me ha hecho. Mira en lo que me he convertido.

—Para mí eres la misma persona que dejé en esta casa hace casi dos años. Para mí sigues siendo mi esposa —aseguré.

Si hubiera habido eco en aquella habitación, me hubiera sentido ridículo escuchando aquella declaración de principios que lo único que pretendía era lavar mi conciencia.

—Eso suena bien, muy bien, Martín, pero ya es demasiado tarde. En mi corazón ya no hay espacio para el romanticismo. Ahora soy una… ¿esclava sexual? Primero me violaban dieciséis hombres al día, luego su número se redujo a quince y después a catorce, a trece, a doce, hasta que sólo quedó uno: Fukuda. Pero ese «uno» valía por todos ellos juntos. De hecho, en ocasiones, tenía la impresión de que Fukuda era la reencarnación de esos quince hombres. Y si hablo de reencarnación es porque sé que esos quince hombres con los que me compartía fueron muriendo uno a uno. Él los mató. No sé cómo, pero estoy segura. Es imposible que vuelva a amar a un hombre como te amé a ti hasta que Fukuda se encargó de convertir mi vida en un infierno. Ahora, en mi corazón sólo hay cabida para una persona: el pequeño Takeshi, mi hijo.

Cuando por fin me decidí a abrazar a Norah, un escalofrío sacudió mis miembros. Por más que mis brazos intentaron abrazarla, eran incapaces de abarcarla en su totalidad. Me sentía incómodo, como si estuviera tratando de abrazar el tronco de un árbol, cuya superficie es rígida y áspera. En ese instante descubrí que el cambio no se había producido sólo en ella, sino también en mí. Yo también había padecido lo mío en Yenán, mi conciencia acarreaba la pesada carga de la culpa, y eso había hecho que mi amor se volviera sumiso y sin esperanza.

—No puedo volver a abrirte mi corazón, al menos por el momento. Aunque cabe la posibilidad de que jamás pueda volver a hacerlo —añadió.

—Buscaremos a alguien que te ayude a superar todo lo que has pasado —dije tratando de contemporizar.

—No necesito que me ayudes a buscar a Freud, sino a mi hijo. Con eso me basta —me replicó con cierto tono de acritud.

Volví a apretarme contra aquel tronco, como si Norah se encontrara debajo de la corteza.

—No podrás volver a confiar en mí, porque yo no volveré a confiar en ti. No creo que pueda volver a ser complaciente con un hombre. Lo siento —añadió.

—El tiempo curará tus heridas. Siempre lo hace —dije a continuación, agarrándome a aquellas palabras que no eran más que un lugar común.

—Mientras mi hijo siga viviendo lejos de mí, el papel que tendrá el tiempo en mi vida será el de agrandar mi soledad y mi tormento. Nunca le he dado mucha importancia al tiempo, así que no pienso utilizarlo ahora para atenuar mi dolor. No necesito ni aliados ni bálsamos.

Sus palabras, dichas con un tono de voz descarnado y triste, consiguieron al fin que abominara de mí, que tuviera la sensación de estar avasallándola. No en vano, tras oír de su boca aquella terrible historia, había empezado a sentirme como un cómplice de los japoneses. ¿Acaso yo no conocía desde hacía algunos años la existencia de las «casas de consuelo»? ¿Acaso no había asistido a algunas de aquellas muchachas sin denunciar que vivían como esclavas sexuales? Sí. Me había limitado a cerrar los ojos, como si lo que estaba ocurriendo formara parte de la «rutina» de la guerra. ¿No me convertía eso en un encubridor de los verdugos? De modo que si Norah había decidido no volver a confiar en mí, estaba en su derecho.

Esa noche dormí en el cuarto de invitados, y el mullido colchón de plumas de oca me resultó más incómodo que el kang, la plataforma que me había servido de cama en mi cueva de Yenán. Me sentía como un niño que, arrebujado en los brazos de la soledad nocturna, aguardara la aparición de sus fantasmas más íntimos con el pecho oprimido. Me encontraba al borde del desvanecimiento, pero la oscuridad, en vez de acogerme en su sueño, le servía de altavoz a mis desdichas. Pese a que no había probado bocado en todo el día, tenía la sensación de que mi estómago luchaba contra una pesada digestión. Claro que yo sabía de qué se trataba. Mi conversación con Norah me había saciado de vergüenza y me había colmado de estupor. Su sufrimiento, inimaginable para mí, era el espejo donde se reflejaba mi culpa. Era como si yo, con mi comportamiento, hubiera tejido la red que había servido para capturarla. Y así había pasado los dos últimos años, ahogándose lentamente junto a la orilla, boqueando la falta de aire sin hacer ruido. Ahora Norah vivía resignada, hasta el extremo de que ni siquiera fingía disgusto o indignación. La indiferencia había podido con su dolor. ¡Si al menos hubiera dado rienda suelta a su odio! ¿Podría el amor que sentía por ella restañar aquel daño? Lo dudaba. Lo único que yo podía hacer para ayudarla era tenderle un puente que ni siquiera alcanzaba las dos orillas del río. Que Norah llegara algún día a perdonarme, por tanto, iba a resultar tan difícil como devolverle la vida a un cadáver.

El coronel Yukio Fukuda fue ejecutado al día siguiente. Tal y como aseguró Norah, su cuerpo fue despedazado en una ceremonia pública que duró más de dos horas, el tiempo que tardó su corazón en dejar de latir. Para entonces, ya le habían sido amputadas las cuatro extremidades e introducido un roedor en las entrañas después de practicarle una incisión en el estómago que fue posteriormente cosida, al menos eso relataron las crónicas. Del primero al último, todos los periódicos matutinos de Shanghai reprodujeron en primera plana una fotografía en la que se veía a un niño de corta edad, tal vez de cinco o seis años, blandiendo un cuchillo junto al cuerpo del militar japonés. En realidad, se trataba de un trozo de carne amorfa e irreconocible. La foto, tomada por el fotógrafo indostaní Sadhu Ramana, puesto que los chinos no permitieron la asistencia de público occidental a la ejecución, fue reproducida por los principales rotativos del mundo, desde el New York Times a Le Monde.

Una semana más tarde, tuve la ocasión de conocer al fotógrafo en el bar del Cathay Hotel. Llevaba su cámara Kodak colgada del cuello, y a Gianni Molmenti enganchado del brazo.

Esa misma noche, al regresar a casa, encontré una nota autógrafa del coronel Fukuda. Al parecer, se las había arreglado para sobornar a uno de los carceleros. Si éste accedió a entregarme la misiva del jefe del Kempei Tai tras su muerte, se debió a su temor a que el espíritu del coronel se vengara si no cumplía con su parte del trato.

La carta del coronel Fukuda rezaba:

«Apreciado doctor Niboli:

»Me pregunto si habrá logrado sobrevivir. De no ser así, esta carta carecería de sentido práctico. En todo caso, escribir estas líneas me servirá de desahogo, de catarsis, puesto que paso los días en una celda de aislamiento, sin más contacto con la especie humana que las esporádicas visitas de mi carcelero, un buen hombre hasta donde le permite su avaricia. ¿Puede creer que a estas alturas estoy empezando a considerar a los chinos como a iguales? Es evidente que se trata de un rasgo más de la debilidad que se ha apoderado de mí en los últimos meses. Una degradación de mi carácter que ha tocado fondo al dejarse encerrar en esta cárcel.

»Pero sigamos un orden.

»Supongo que le sorprenderá recibir esta nota tanto como el hecho de que no me haya practicado el seppuku como muchos de mis camaradas de armas. Sobre este particular, es necesario que le aclare que el suicidio ritual por desentrañamiento requiere de la presencia de un samurai que, a su vez, decapite al suicida para evitarle un sufrimiento innecesario. Yo, llegado el momento de dar el paso, carecía de camaradas dispuestos a prestarme esa clase de servicio. Un detalle esclarecedor de cuán profunda llegó a ser mi indignidad en todos los órdenes de mi vida. Rompí el código de honor de todo samurai, el bushido. Perdí la rectitud, el coraje, la benevolencia, el respeto, la honestidad y la lealtad. En pocas palabras, traicioné todos los principios que habían regido mi vida hasta ese momento. La japonesa es una sociedad perfectamente ordenada, hasta el punto de que cada cual ha de cumplir con el papel que le ha sido asignado. Para un militar, lo primordial es la lealtad al emperador, a sus superiores, a sí mismo y a su nombre. Una cadena que se va fortaleciendo con cada nuevo eslabón. Nuestra moral, por tanto, está basada en el cumplimiento de las obligaciones que tenemos establecidas. La finalidad que persigue este férreo sistema está en la necesidad de que cada individuo desarrolle su propia voluntad sin trabas, sabedor de que no alcanzarla supondrá la vergüenza y la desaprobación de los demás, de la sociedad en su conjunto. Tal vez las palabras claves sean autocontrol y autodisciplina. Sin embargo, cuando la voluntad de un hombre no se corresponde con sus actos, entonces sabe que ha fracasado. Eso fue lo que me sucedió a mí. Me comporté de forma deshonrosa, y quien comete semejante infamia, se priva a sí mismo de tener una muerte honorable. Por ese motivo, una vez que Japón firmó su rendición incondicional, decidí entregarme al enemigo. ¿Qué clase de deshonra cometí? ¿Recuerda aquella noche en su casa cuando le hablé del kamikaze, el viento divino que libró a mi país por dos veces de ser invadido por las hordas de Kublai Kahn? Desde entonces, todos los japoneses nacemos bajo la protección de un kamikaze, lo que nos dota de fortaleza y de orgullo. Pues bien, el viento divino que me protegía contra las invasiones extranjeras, me abandonó el día en que fui a su casa a detener a «Lady Warrior» y conocí a su mujer. En ese instante, mi vida dio un vuelco, como el barco que navega por un mar que cree seguro y de pronto recibe el golpe de una ola que hace girar el casco hasta dejarlo del revés. Aquel golpe de mar lo arrojó todo por la borda y me convirtió en un náufrago. Sí, doctor Niboli, me enamoré perdidamente de su mujer, decidí que sería mía al precio que fuera y, para conseguirlo, ideé un plan para acabar con usted en «acto de servicio» (disculpe el eufemismo), comprometiendo su vida en una misión que no era más que una artimaña. Una estratagema absolutamente abyecta, lo reconozco. Un ardid que carecía de chu y de ji, de lealtad y de justicia. Desgraciadamente, fracasé, o quizá sería más exacto decir que ambos fracasamos. Usted fue lo suficientemente hábil para no caer en la trampa que le tendí (lo supe porque mandé abrir la bolsa de plástico que le envié, y en su interior encontraron el cuerpo de un hombre caucásico sin dentadura), pero al mismo tiempo fue incapaz de regresar a Shanghai para salvar a Norah de mí. Ciertamente, no lo hubiera conseguido. Incluso el propio Mao Tse-tung hubiera tenido más probabilidades de entrar clandestinamente en Shanghai que usted. Policías, espías y colaboradores, todos recibieron un retrato robot de su rostro y la orden de mantenerse atentos. Supongo que a usted le extrañará mi repentino cambio de comportamiento tanto como me extrañó a mí mismo al principio. Nunca antes había estado enamorado, con lo que todas mis debilidades quedaron al descubierto cuando conocí el amor carnal. Obviamente, me había acostado con decenas de mujeres, pero por ninguna había experimentado el más mínimo interés. Para mí no eran más que insignificantes mascotas a las que ni siquiera regalaba una palabra gentil. Siempre he sido proverbialmente odioso, grosero y tacaño con todas las mujeres que se habían cruzado en mi camino. Yo, además, pertenecía por derecho propio a una clase genuina, y ya desde la juventud había desarrollado una idea estricta y rigurosa sobre el papel que había de jugar la mujer en la sociedad: el de servir de solaz para el reposo del guerrero, a cambio de la recompensa de los hijos. Pero el amor me enredó en su madeja, y acabé anteponiendo mis intereses personales a los de mi nación. ¿Cómo ocurrió semejante cosa? Aún hoy carezco de una respuesta convincente. Y no la tengo porque el amor y la razón transitan por caminos paralelos, se ven pero no se tocan. Como dijo el pensador Pascal: «El corazón tiene razones que la razón no entiende». He descubierto además que las raíces del verdadero amor no están en cada uno de nosotros, sino que se encuentran ancladas en el centro de la tierra. Cuando una de estas raíces profundas sale a la superficie y trepa por nuestro cuerpo y se enreda en nuestro corazón, ni siquiera importa que el amor que uno siente sea o no correspondido. Se trata de una fuerza telúrica que ni la voluntad ni la moral pueden domeñar. Todo lo más que puede hacer un hombre es aprovecharse de su ímpetu. Yo, huelga decirlo, gozaba de una posición de privilegio, al contrario de Norah, con lo que no me costó inclinar la balanza a mi favor. Dos días más tarde de su marcha de Shanghai, le comuniqué que usted había muerto en su intento de alcanzar las montañas de Yenán y que, en consecuencia, habría de regresar al «área determinada para apátridas». Incluso me encargué de que el Shanghai Times se hiciera eco de la noticia de su fallecimiento. Luego aguardé otro par de jornadas hasta que la desesperación se apoderó por completo de ella. Fue entonces cuando le propuse que podía quedarse en la casa e incluso gozar de ciertos privilegios, como buena ropa y comida en abundancia, si se ponía bajo mi protección. Mi intención, desde luego, era convertirla en mi amante, pero eso hubiera dado mucho que hablar entre los alemanes y entre mis propios hombres, de manera que la obligué a convertirse en una esclava sexual, siempre bajo la promesa de que aquella situación no duraría más que unos cuantos meses. Mi plan consistía en elegir a quince Kempei Tai con buena formación intelectual y un correcto comportamiento sexual, ya me entiende, quince auténticos samurais, quince hombres de honor a los que iría eliminando hasta convertirme en el único dueño de Norah. Y eso fue lo que hice. A partir del segundo mes, empecé a informar a los comunistas a través de terceros sobre los movimientos de los hombres con los que compartía a Norah. Yo había mandado decapitar a un millar de rebeldes en el malecón del Bund, de modo que estaba seguro de que no desperdiciarían la ocasión de vengarse. Uno a uno, la resistencia fue ejecutando a mis hombres hasta acabar con todos. El día que murió el último de ellos, perdí de manera irremisible mi condición de soldado del Ejército Imperial japonés, al menos interiormente. Me quedé vacío, mi honor y mi dignidad se esfumaron dejándome indefenso frente al amor. Créame, nunca en toda mi vida me había enfrentado a un enemigo como ése. En consecuencia, abandoné para siempre «el camino del guerrero», que es lo que en verdad significa el término bushido. Fue entonces, como ya le he expuesto unas líneas más arriba, cuando decidí dejarme detener y someterme a escarnio en el supuesto de que mi país perdiera la guerra, tal y como ha sucedido. Para colmo, los ciento siete hombres que había decapitado con mi espada en Nanjing cayeron de repente sobre mi conciencia, como si alguien hubiera abierto y vaciado un saco lleno de sandías, y pasé de sentirme un samurai a sentirme como un vulgar asesino. Las cabezas cercenadas de esos hombres comenzaron a aparecer en mis sueños como fantasmas que reclamaran justicia. Sus bocas hablaban en un lenguaje silente, y sus ojos se clavaban en mi conciencia como agujas emponzoñadas. Tanto desasosiego acabó por convertirme en un fantasma, en la sombra de lo que había sido. Dejé de reconocerme. Me volví débil y vulnerable y, por primera vez en mi vida, deseé acabar con mis enemigos por el hecho de que los temía. Una clase de sentimiento que jamás había experimentado hasta entonces. Convertida mi vida, pues, en un viaje sin rumbo, Norah pasó a ser el único refugio donde me sentía seguro, el puerto que sirve de cobijo al marinero cuando arrecia la tormenta. Claro que aferrarme a ella era lo mismo que hacerlo sobre una roca resbaladiza llena de aristas cortantes y puntiagudas. Cada vez que la poseía, me arañaba y gritaba de dolor, una especie de lamento agudo y prolongado, sin saber que era precisamente su desesperación lo que nos unía. Sentir que su alma se desgarraba como un trozo de tela cada vez que entraba dentro de ella, me colmaba de dicha, me proporcionaba una felicidad indescriptible. Incluso dejé de cortar bambú por las mañanas, puesto que por las noches afilaba mi sexo en el interior de su vagina. Una fragua de dolor que me producía heridas profundas y lacerantes. En aquellos días, comprendí que el sufrimiento era la cualidad más extraordinaria de cuantas posee el ser humano. Sí, el sufrimiento es el manantial del que brotan todas las cosas, y cada vez que me acostaba con Norah lo que hacía era remover y enturbiar aquellas cristalinas aguas. Era como poner en marcha la rueda de una noria que transforma la fuerza del agua en una nueva energía. Ella sentía dolor por haber perdido a sus seres queridos, en tanto que mi desgarro tenía su origen en el hecho de haber traicionado a mi patria. Yo lo había sacrificado todo por su amor, y por esa razón me creía en el derecho de exigirle que renunciara a ciertos aspectos de su vida pasada. La colmé de regalos, le compré vestidos, zapatos, le proporcioné cuanta música se le antojaba, le facilité opio y cigarrillos, e inundé su casa de fragantes flores y aromáticos perfumes. A cambio, ella me dio un hijo (Takeshi, nombre que significa Hombre Fuerte). Desgraciadamente, su inclinación al suicidio fue en aumento con el transcurrir de los meses, en contra de lo que cabía esperar de una mujer que acababa de ser madre, de modo que no me quedó más remedio que mantener a nuestro hijo lejos de ella para que tuviera al menos ilusión por el futuro. Soy militar, y sé la importancia que tienen los alicientes para mantener alta la moral. Sin ellos la vida carecería de sentido. Un incentivo, un estímulo, un acicate… ¡En el fondo basta tan poco para tener esperanza! Como le dije en una ocasión, hay cosas que ni siquiera tienen que existir para ser reales. La pregunta que en estos momentos me formulo es la siguiente: ¿He sido un ser real o simplemente he existido como un fantasma? Dentro de unos días obtendré la respuesta.

»Un saludo.

La carta del coronel Fukuda ni siquiera estaba firmada, tal vez por la importancia que en las culturas orientales tiene el nombre de una persona, que siempre está ligado a sus antepasados, a los que ha de honrar mediante actos nobles que estén en consonancia con su prosapia. De modo que Fukuda no había firmado la nota para no manchar su apellido.

Jamás le enseñé la carta a Norah.

El 3 de septiembre de 1945, el gueto de Hongkew fue liberado por el ejército norteamericano, y la guerra terminó por fin para los miles de refugiados judíos de Shanghai. Nunca he olvidado la expresión que empleó un judío polaco cuando fue entrevistado por un periódico local para que narrara su experiencia en el gueto: «Shond khay», dijo en yiddish, «a shame of a life», «une vie de honte», «una vida de vergüenza».

Norah logró que los norteamericanos le permitieran viajar a Japón en diciembre de 1945. Ni siquiera llevó consigo su ropa, que decía detestar, como todo lo que le recordaba a Fukuda, a la Concesión Francesa, a Shanghai y, en última instancia, también a mí. Su único equipaje fue la nota que guardaba del coronel del Kempei Tai con una dirección que remitía al distrito de Sumida-ku, al este de Tokio. Desgraciadamente, la censura había prohibido que la prensa local diera la noticia del bombardeo de Tokio, que había tenido lugar el 9 de marzo de ese año. Ese día, a las diez y media de la noche, trescientos treinta y tres aviones B-29 de la Fuerza Aérea Norteamericana llevaron a cabo un «bombardeo alfombra» o de «saturación» sobre la capital de Japón. Durante dos horas, los B-29 arrojaron dos mil toneladas de bombas, de las cuales medio millón eran incendiarias de napalm y de magnesio, que arrasaron cuarenta kilómetros cuadrados de Tokio, entre los que se encontraba el municipio de Sumida-Ku, cuyas casas, la mayoría de madera y papel, se volatilizaron literalmente debido al fuego y a las altas temperaturas, que alcanzaron los mil grados centígrados. Tan sólo salvaron la vida un centenar de vecinos, que haciendo caso de la alarma antiaérea, se refugiaron en el parque Kinshi. Desde allí contemplaron con estupor cómo los llamados «turbantes antibombardeos», que usaban la mayoría de las mujeres japonesas para protegerse de las esquirlas durante los bombardeos convencionales, se encendían como antorchas sin que el fuego los rozara siquiera. El aluvión de bombas había provocado que el viento quemara tanto como brasas al rojo vivo. En total, más de cien mil personas perecieron y otras cuatrocientas mil resultaron heridas de distinta consideración.

De manera que cuando Norah llegó a Tokio en las navidades de 1945, el distrito de Sumida-Ku era una ciudad fantasma que aún no había restañado sus heridas, la casa de la familia Fukuda había ardido y sus moradores habían desaparecido sin dejar rastro. Semejante revés no hizo que el ánimo de Norah decayera, y convencida de que su hijo y los abuelos de éste habían logrado ponerse a salvo en el parque Kinshi, decidió dirigirse a Fukuoka, en la isla de Kyushu, de donde era originaria la familia Fukuda. Allí, los familiares aseguraron no haber tenido noticias de los padres del coronel Fukuda después del bombardeo de Tokio. En cuanto al pequeño Takeshi, ni siquiera conocían su existencia. De hecho, creyeron que Norah estaba loca.

Norah regresó a Tokio, segura de que los Fukuda se habían mudado a otro distrito de la capital. No tuvo en cuenta que de haber sido así, lo normal era que los Fukuda se hubieran puesto en contacto con sus parientes de Fukuoka para comunicarles que se encontraban sanos y salvos. Tras varias semanas de intensa e infructuosa búsqueda por todos los distritos de Tokio, que acabó minando su resistencia física y emocional, una patrulla de la policía militar norteamericana la encontró vagabundeando y desorientada en el parque Ueno.

Norah jamás se recuperó de ese golpe. A su regreso a Shanghai, tomó una habitación en el Hotel Majestic, la misma donde Pascal Dagnan-Bouveret, «su pobre poeta», se había suicidado. Los únicos objetos que consintió llevarse de su antigua casa en la Concesión Francesa fueron el gramófono y los discos de Liszt. La melancolía de aquella música, unida al resultado estéril de su viaje a Japón, me hizo temer que Norah optara por seguir los pasos del joven suicida. Yo trataba de estar al tanto de lo que ocurría en aquel cuarto a través de las doncellas y camareros que la atendían, a quienes llegué a pagar para que elaboraran una lista detallada de los medicamentos que Norah guardaba. Y cuando en uno de los partes, una doncella me transmitió la noticia de que Norah había conseguido un frasco de Veronal, soborné a la demoiselle para que, durante el desayuno, sustituyera las píldoras originales por otras inocuas, que yo mismo me había encargado de fabricar en el laboratorio de mi consulta. Tener a Norah tan cerca y, a la vez, tan lejos, era para mí el peor castigo de todos. En el fondo, me sentía como su verdugo, con independencia del papel que pudiera haber jugado Fukuda, de modo que si Norah se hubiera quitado la vida, la responsabilidad de tal decisión hubiera recaído enteramente sobre mi conciencia. Según mis informantes, Norah llevaba una vida aparentemente normal hasta la hora del almuerzo, se aseaba, se vestía, desayunaba y paseaba por los alrededores del Majestic; luego, después de comer, se tumbaba en la cama y fumaba opio hasta que perdía la conciencia. No obstante, Norah había conocido el opio a través de Fukuda, y por ese motivo nunca se entregó a él como una verdadera adicta, pues en el fondo de su corazón deploraba todo aquello que tuviera relación con su verdugo. Afortunadamente, la mortal tristeza de Norah quedó en eso, y como si la desesperación también dispusiera de sus propios mecanismos de defensa, al cabo de las semanas tomó la decisión de regresar a Europa, a Budapest, la ciudad de su infancia. Como ella solía decir cuando se refería a la capital húngara: «Ese hermoso lugar en el que no tenía que haber nacido».

En aquellos días, el enfrentamiento entre el Kuomitang y el Partido Comunista Chino parecía destinado a una nueva guerra civil. Algo que se palpaba en el ambiente desde hacía mucho tiempo. En esa situación, la presencia de extranjeros en una ciudad como Shanghai, cuya historia reciente tenía marcada a sangre y fuego la impronta foránea, no era recomendable, de modo que aproveché el ofrecimiento que me hizo el ejército norteamericano para trasladarme a Manila y contribuir desde allí a la difusión de la penicilina por todo el archipiélago filipino.

Norah y yo abandonamos Shanghai el mismo día, aunque con rumbos opuestos.

Durante cinco años, no volví a tener noticias de ella. Al parecer, permaneció en Budapest trabajando como intérprete hasta que se trasladó al recién fundado Estado de Israel, en septiembre de 1949. Allí se instaló en el Kibutz (o Kvutza, dado su pequeño tamaño) Degania, donde coincidió con algunos judíos rusos que habían sido residentes en Shanghai. Sea como fuere, Israel quedaba demasiado lejos de su pasado y también del recuerdo del pequeño Takeshi, por lo que a mediados de 1951 apareció por sorpresa en Manila, que quedaba a medio camino entre Shanghai y Tokio. ¿Apareció en Manila atraída por mi recuerdo? Se trata de una pregunta que le he formulado a Norah en numerosas ocasiones, y a la que nunca ha dado respuesta. Sea como fuere, en la capital filipina se puso en contacto con la embajada norteamericana, y allí consiguió que le proporcionaran mi dirección.

Ni ella ni yo nos habíamos preocupado de romper legalmente nuestro matrimonio, que seguía constando en el libro de registros del consulado de España en Shanghai. Poco a poco, pues, fuimos restañando la hemorragia que la guerra había provocado en nuestras almas, y Norah acabó por aceptarme de nuevo, aunque la parte espiritual de nuestra relación prevaleció desde entonces sobre la física. Como me dijo el día de nuestro reencuentro en Shanghai, no ha vuelto a confiar del todo en mí. Aunque se trata de un recelo que puede extenderse a todo el género masculino. Durante años, Norah recibió la ayuda de un psiquiatra, hasta que creyó llegada la hora de enfrentarse a su pasado por sí misma. Y pese a que logró superar la embriaguez de la mortificación, de su mente nunca desapareció el anhelo por reencontrarse algún día con su hijo. De hecho, todavía sigue removiendo y renovando los recuerdos que conserva del pequeño Takeshi. Un llanto, una risa, una noche de fiebre… Pero si antes rememoraba cada episodio con un brote de desazón, se refería a ellos con trágica desesperación, ahora lo hace como la beata que reza dos o tres rosarios al día. Se trata de un acto que lleva la misma carga de fe que de rutina. Claro que la vida de Norah no se ha limitado a luchar contra sus propios fantasmas. Hace algunos años fundó una organización que se dedica a rescatar los testimonios de las «esclavas sexuales» que han sobrevivido a las «casas de consuelo» de los japoneses. Un número muy reducido, todo hay que decirlo, ya que el destino final de la mayoría de estas mujeres fue la muerte. La organización, que fue bautizada con el nombre de Asian Women Rigths and Dignity, continúa en plena actividad y absorbe gran parte del tiempo de Norah. Su propósito es que, en un futuro no muy lejano, el gobierno japonés reconozca la existencia de las «casas de consuelo» y pida perdón e indemnice a las víctimas. Pero ésa es ya otra historia que deberá ser contada con toda clase de detalles en otra ocasión.