14
El libro de Conrad se convirtió en el símbolo de mi periplo hasta Yenán. El ejemplar había quedado parcialmente destruido cuando fue atravesado por la bayoneta, a lo que había que añadir las manchas de sangre fruto de la hemorragia que me había causado la herida. A pesar de lo cual pude seguir la travesía del capitán Charlie Marlow a través del río Congo en busca de Kurtz, un agente comercial cuya conciencia había sido engullida literalmente por la selva. «La selva había logrado poseerlo y se había vengado en él de la fantástica invasión de que había sido objeto. Me imagino que le había susurrado cosas sobre él mismo que no conocía, cosas de las que no tenía idea. Al quedarse solo en la selva había mirado en su interior y había enloquecido. El denso y mudo hechizo de la selva parecía atraerle hacia su seno despiadado, despertando en él olvidados y brutales instintos, recuerdos de pasiones monstruosas…»
Yo no navegaba río arriba entre una espesa vegetación ni por un río insalubre, pero en cierta forma me sentía como ese capitán que se enfrentaba a lo ignoto de la naturaleza en pos de la búsqueda de aquello que resultaba aún más desconocido que cualquier paraje remoto de la Tierra: el alma de un semejante. Ninguna selva, por enmarañada y espesa que fuera, podía compararse con la complejidad del ser humano.
Al cabo de unos días, el paisaje que adornaba los márgenes del río dio paso a campos de arroz primero y más tarde a suaves cordilleras del color esmeralda de las hojas de las plantaciones de té que, conforme nos íbamos acercando al norte, fueron perdiendo su verdor para introducirnos en una tierra de tonos jaldes. Los valles se convirtieron en surcos, y las picudas cumbres de vistosas aristas en planas mesetas donde el frío helaba y el calor quemaba. Incluso las nubes cargadas de agua fueron sustituidas por otras de polvo, que se arremolinaban a nuestros pies silbando una música que estuvo a punto de volverme loco. En alguna ocasión incluso sufrí un espejismo, creí ver a Norah caminando hacia mí con los brazos extendidos, como si me implorase que no la dejara abandonada en aquel lugar inhóspito.
Yenán resultó ser una ciudad deslavazada, que había sido arrasada por las bombas japonesas hasta no dejar un edificio en pie, en medio de un paraje árido, rodeada por montañas sin vegetación y por dos ríos. En aquel ambiente desolador, llamaba la atención el entusiasmo de sus habitantes, soldados del Ejército Rojo y campesinos que habían huido de sus aldeas para peregrinar hasta el santuario de los comunistas chinos. Lo más sorprendente era que habían abandonado sus humildes moradas para acabar viviendo en cuevas excavadas en las paredes de las colinas. Quienes se alistaban en el Ejército Rojo recibían un uniforme, a veces de segunda mano, un gorro y una vieja manta.
—Tengo entendido que su viaje ha sido un tour de force —se dirigió a mí el padre Faury, convertido en uno de los miembros del comité de bienvenida.
—Durante los últimos días no he dejado de preguntarme una cosa —dije. Y me callé para provocar la curiosidad del sacerdote.
—¿Qué cosa? —acabó picando.
—Si tan seguros están de su victoria, ¿por qué se esconden en este rincón apartado de China, a miles de kilómetros de todas partes?
—¿Una visita diplomática? ¿Tal vez su gobierno ha decidido entablar relaciones diplomáticas con los comunistas chinos? Bienvenido a la nueva Galilea, doctor Niboli —dijo Faury pasando por alto mi comentario.
Por un instante, tuve la sensación de estar hablando con un acólito del agente comercial Kurtz, cuyo seso había sido absorbido por el entorno. Allí donde había habido una casa o un edificio público, los comunistas habían sembrado las ruinas con vistosos carteles propagandísticos, en algunos casos simples banderines, que el viento hacía ondear. El predominio del color rojo, que evocaba campos de amapolas que la brisa acariciaba, me hizo recordar unos versos de John McCrae, un médico canadiense caído en Europa durante la Gran Guerra. Yo sabía que Faury había participado en la batalla de Verdun, así que recité de memoria:
—En los campos de Flandes, las amapolas se mecen / entre las cruces, fila a fila, / marcando nuestro lugar; y en el cielo / las alondras, lanzando aún su valiente grito, vuelan / sin que nadie las sienta aquí entre los cañones. / Somos los muertos. Pocos días antes / vivimos, sentimos el amanecer, vimos crepúsculos rojizos, / amamos, y fuimos amados, y ahora yacemos / en los campos de Flandes…
—En esta meseta jamás crecerán las amapolas, ni siquiera sobre los campos de cadáveres caídos en combate. Además, aquí, en Yenán, los muertos se levantan para combatir. Cada mañana, una hueste de fantasmas se une a nuestro ejército. Cada caído, cada difunto que haya derramado su sangre por la causa de una China libre, convierte en invencible al Ejército Rojo.
Los ojos de Faury brillaban enfebrecidos a causa de las convicciones.
—Creo que ha perdido la razón por completo, Faury.
—¿Ha estado alguna vez en Palestina? —me preguntó a continuación.
—No —respondí.
—Pues Yenán se parece a Palestina. No sólo por fuera, sino también por las cosas que están sucediendo. Mao está obrando milagros en este lugar. Está multiplicando los panes y los peces.
—Y usted ha decidido convertirse en su apóstol y también en su evangelista.
—Yo sólo soy un humilde testigo, doctor. Cuando digo que Mao está llevando a cabo milagros, me refiero a que está consiguiendo que cada chino arrime el hombro y aporte su granito de arena, o de trigo, a ser posible. El milagro, pues, consiste en haber despertado la conciencia dormida de millones de pobres, y de haber sido capaz de movilizarlos en aras de una causa común: expulsar a los japoneses de China y establecer en su suelo una República Popular, desde luego mucho más solidaria y justa que la que ha desarrollado el camarada Stalin en la Unión Soviética.
—He oído que a Stalin no le gusta Mao. Que prefiere brindarle su apoyo a Chiang Kai-shek.
—A Mao tampoco le gusta Stalin. Piensa de él que es un déspota sectario poseído por un numen diabólico. Que un hombre muerda a un perro no sería noticia en la Unión Soviética de Stalin, a menos que el perro fuera estalinista y el hombre un reaccionario.
—Me pregunto qué dirían sus superiores si escucharan sus prédicas a favor de Mao Tse-tung —dejé caer.
—No soy yo el que habla, sino mi conciencia. Y los ojos de la conciencia no distinguen las jerarquías —se desmarcó.
—¿Podría ayudarme a encontrar a Nube Perfumada? —le pregunté dándole un giro a nuestra conversación.
—¿Para qué quiere ver a la muchacha?
—Me gustaría saludarla y, de camino, formularle algunas preguntas.
—No le está permitido hablar de las misiones que llevó a cabo en Shanghai. Su pasado en Shanghai es secreto.
—¿Acaso su misión consistía en engañar a un pobre ingenuo como yo? —le pregunté.
—¡Vamos, doctor, no sea melodramático! ¡Usted es cualquier cosa menos una persona ingenua! ¡Nadie ha querido tomarle el pelo! La cuestión era que necesitábamos utilizar la caja fuerte que Leon Blumenthal tenía en su casa para guardar cierta clase de información. Era un lugar seguro, puesto que la casa de Blumenthal se había convertido en la residencia del cónsul de un país amigo de Japón: usted. Sin esa caja fuerte, el trabajo de «Lady Warrior» hubiera resultado mucho más arriesgado.
—Así que usted también estaba al tanto de lo que ocurría en mi casa.
Faury encogió los hombros en señal de asentimiento.
—De manera que, en cierta forma, yo era una pieza importante en sus planes, puesto que utilizándome se aprovechaban de la inmunidad de la que gozaba en mi condición de cónsul.
—Como le he dicho, nuestra intención era utilizar la caja fuerte que había en su casa, sin que usted se viera involucrado.
—Una de las preguntas que deseo formularle a Nube Perfumada gira precisamente en torno a esa cuestión. Si durante varios meses utilizó aquella caja fuerte para esconder documentos sin que yo me enterara, ¿por qué fingió que habían robado en la casa la misma noche de la muerte de Blumenthal? ¿Por qué dejó la caja de seguridad abierta para que yo la viera?
—Tal vez quería ponerle sobre aviso. Quizá quería llamar su atención para que no se conformara con las explicaciones que los japoneses le habían dado sobre la muerte de su amigo. «Lady Warrior» amaba de verdad a Leon Blumenthal.
—Lamento tener que insistir, pero me gustaría ver a Nube Perfumada. Todavía hoy sigo sin entender muchas cosas. Me siento traicionado por ella.
—«Lady Warrior» partió hace veinte días para la región fronteriza de Shensí-Kansí-Ningsia, donde está la principal base de apoyo antijaponés del norte de China.
—¿Y cuándo regresará?
—¿Y usted, cuándo piensa volver a Shanghai? —me respondió con otra pregunta.
—Me temo que no podré hacerlo hasta que finalice la guerra —reconocí.
—Pues lo mismo ocurre con «Lady Warrior». Ha sido enviada en misión permanente, de modo que todo dependerá de cómo evolucione la guerra.
Una semana más tarde, después de que me buscaran acomodo en un yaodong, una cueva en la que únicamente había un kang, una plataforma que servía de cama, y una ventana cuyo marco estaba fabricado con borras de lana y el cristal había sido sustituido por hojas de papel, recibí la orden de trabajar en calidad de ayudante con el doctor George Hatem, una leyenda viva entre los comunistas chinos.
Hatem, un médico norteamericano de origen libanés nacido en Búfalo, Nueva York, había dejado Shanghai en 1936 para unirse al Ejército Rojo en Yenán, siguiendo la estela del periodista Edgar Snow, el primer occidental que había escrito un libro sobre los comunistas chinos. Especialista en enfermedades venéreas, Hatem era tan abnegado y al mismo tiempo tan eficiente realizando su trabajo que pronto se ganó el respeto de la cúpula de los dirigentes revolucionarios chinos. Más tarde empezaron a tener en cuenta su opinión sobre otros asuntos que nada tenían que ver con la medicina, puesto que era un hombre práctico que no abandonaba nunca la senda del sentido común, y así, poco a poco, acabó convirtiéndose en médico y consejero del mismísimo Mao Tse-tung, quien sentía un gran afecto por él. De hecho, Hatem fue quien, tras efectuarle un reconocimiento a fondo, se encargó de desmentir que el líder comunista se estuviera muriendo a causa de una extraña enfermedad, rumor que habían propalado los chinos nacionalistas del Kuomitang.
De modo que yo vine a ocuparme de aquellos casos que el doctor Hatem no podía atender, dadas sus nuevas atribuciones como médico personal y consejero político de Mao.
—George Hatem es mucho más que un simple médico. Se trata de un hombre bueno y justo. Él sí que es un verdadero apóstol de la doctrina comunista —me dijo Faury cuando quiso ponerme al día de la personalidad de quien iba a convertirse en mi superior.
No le faltaba razón al sacerdote. Al menos, eso podía deducirse del currículo de Hatem. Tras estudiar medicina en la Universidad de Carolina del Norte, en la Universidad Americana de Beirut y en la Universidad de Ginebra, había llegado a Shanghai en 1933 y abierto un dispensario médico para los pobres al año siguiente. En noviembre de ese año había empezado a estudiar marxismo de la mano de la escritora y periodista Agnes Smedley. A continuación, visitó a los comunistas en Shaanxi, su base del sur de China antes de que fueran atacados por las tropas del Kuomitang y obligados a emprender la famosa «Larga Marcha». Sea como fuere, Hatem, a quien escandalizaba el grado de corrupción de una ciudad como Shanghai, abandonó la urbe y se trasladó al noroeste de China, a Yenán, donde los comunistas habían establecido su nuevo cuartel general. Allí, ya convertido en el doctor Ma Haide, apodo de difícil traducción, fue nombrado asistente médico del Departamento de Salud de la Comisión Central Revolucionaria, cargo cuyo nombre era mayor que las dimensiones del despacho donde realizaba su trabajo. En 1937, formalizó su ingreso como miembro del Partido Comunista Chino, y poco después contrajo matrimonio con una hermosa joven china llamada Zhou Sufei. Su relación con Mao era tan estrecha que fue quien enseñó al hijo de éste a jugar al tenis de mesa.
Hombre de una profunda humanidad, pronto me tomó afecto, no sólo por mi situación personal, de la que se compadecía, sino por el hecho de que yo, como él antes, hubiera abierto un dispensario médico para tratar a la población china de Shanghai, tradicionalmente marginada por las autoridades sanitarias locales.
El trabajo que tenía que llevar a cabo, en términos generales, no difería mucho con respecto al que había realizado en Shanghai. Obviamente, abundaban los enfermos con heridas de guerra y en algunos casos, a falta de láudano o de morfina, nos veíamos obligados a utilizar el opio como analgésico y como anestésico. También teníamos numerosos problemas a la hora de realizar transfusiones de sangre. Por un lado, la pérdida de plasma sanguíneo de muchos pacientes era enorme dada la gravedad de las heridas que presentaban; por otro, los posibles donantes se encontraban tan débiles a causa del hambre y de los sobreesfuerzos que realizaban, ya fuera en largas marchas por la región o en el frente de batalla, que extraerles sangre equivalía a ordeñar una vaca con las ubres secas. A veces, las jornadas se prolongaban hasta altas horas de la noche, pues tener que amputar una pierna o un brazo a un paciente en estado de semiinconsciencia era lo mismo que tratar de domar a un potro salvaje susurrándole al oído. Entonces al opio había que sumarle un buen lingotazo de vino de arroz.
A mediados de febrero de 1944, ocurrió algo que marcó mi estancia en Yenán. Era un día de mucho frío, cuando un correo nos anunció la llegada para esa tarde de una columna de heridos procedentes de la región fronteriza de Shensí-Kansí-Ningsia. La aviación japonesa había desatado un ataque por sorpresa, y las bombas habían alcanzado a un batallón del Ejército Rojo en pleno desplazamiento entre dos puntos.
El primer cadáver que llegó al hospital fue el del teniente coronel que estaba al mando, el segundo cadáver fue el de un capitán, el tercero pertenecía a «Lady Warrior». Pese a que su cuerpo presentaba numerosas heridas causadas por la metralla, su rostro estaba intacto, levemente macilento como el marfil viejo, y no presentaba signos de haber sufrido. Era como si la muerte le hubiera sorprendido durante el sueño. Mis colegas chinos interpretaron aquel hecho como un designio del destino, que había decidido preservar la belleza de una de las grandes heroínas del Ejército Rojo, facilitando la labor de los forenses para que pudiera ser fotografiada y su retrato difundido como se merecía a tenor de los méritos contraídos en la lucha contra el invasor. Para mí, en cambio, la serena expresión del rostro de Nube Perfumada tenía un significado completamente distinto, como si la muerte hubiera sido una liberación para ella. Toda su vida había estado marcada por el sacrificio y el sufrimiento, de modo que terribles heridas en el torso, en el abdomen y en las piernas, que en otra persona hubieran provocado una mueca de dolor, habían conseguido lo que nunca había logrado estando viva: relajar las facciones de su faz.
Antes de cubrir su cuerpo con una sábana, besé su frente a modo de despedida. De pronto, creí oler en su piel la colonia de Norah, el Huile Esentielle de Ylang-Ylang, y recordé su forma tan peculiar de pronunciar el nombre de aquella planta: ee-lang-ee-lang.
—¿Por qué fingiste que habían entrado a robar aquella noche? ¿Acaso haciéndolo pretendías que me involucrara en tu lucha? —le pregunté al cadáver.
Luego me vino a la cabeza otra de sus frases: «Ningún hombre me ha mirado a los ojos mientras se acostaba conmigo».
—¿Por qué me mentiste? ¿Y qué buscabas metiéndote en mi cama? —volví a preguntarle.
Esa misma noche comencé a escribirle a Norah de una manera compulsiva. Cada diez o doce horas garabateaba unas cuantas líneas, en las que invariablemente le pedía perdón por haberla abandonado y rogaba a Dios que fuera benévolo con ella. En el fondo, temía que pudiera tener un final parecido al de Nube Perfumada, pues una de las cosas que había descubierto en Yenán era lo mucho que ambas se parecían, como si sus vidas hubieran corrido en paralelo, sin tocarse, pero sin dejar de verse.
Para terminar de completar mi deterioro emocional, empecé a soñar con Fukuda. Siempre era el mismo sueño. El coronel me susurraba algo al oído, una frase incomprensible que, transcurridos unos segundos, se transformaba en el silbido agudo de una bomba rasgando el cielo. Luego, cuando el ingenio explosivo alcanzaba su objetivo, el estruendo se tornaba de nuevo en la voz de Fukuda quien, con voz clara, recitaba una de las frases del libro de Joseph Conrad que yo había leído durante mi viaje desde Shanghai a Yenán: «Es curiosa la vida… Lo más que de ella se puede esperar es cierto conocimiento de uno mismo que llega demasiado tarde… una cosecha de inextinguibles remordimientos…» Entonces me despertaba sobresaltado, como si la metralla de aquel artefacto —la voz del coronel Fukuda— hubiera alcanzado de lleno mi conciencia. No en vano, cada vez me sentía más confuso y perdido. En cambio, sí que había cultivado en mi interior una cosecha inextinguible de remordimientos. El hecho de haber abandonado a Norah en Shanghai me corroía las entrañas como un ácido. La distancia, infranqueable a causa de la guerra, me hacía sentir impotente, y eso me atormentaba.
Una semana más tarde, llegó la última compañía del batallón masacrado. Al parecer, habían tenido que tomar un desvío para no ser objeto de nuevo de los bombarderos japoneses, que seguían sobrevolando la carretera que unía el norte del país con Yenán. Una veintena presentaban heridas de distinta consideración, el resto, los que venían sanos, estaban desfallecidos, hambrientos y ateridos de frío. Para mi sorpresa, uno de estos hombres que había sufrido los rigores del hambre, del frío y de la lluvia, era el periodista español que firmaba sus crónicas bajo el nombre de «Alfil».
—De modo que su verdadero destino era el norte de China y no Sudamérica —le dije a modo de saludo.
—Nadie conoce su destino, doctor Niboli, hasta que ya es demasiado tarde —me respondió exhausto.
—Me engañó —le reproché.
—No le revelé hacia dónde me dirigía porque entonces los japoneses me hubieran encerrado en el campo de concentración de Singapur. Pero siempre estuve seguro de que usted sospechaba sobre mis verdaderas intenciones.
—He de reconocer que nunca creí que pretendiera llegar a Sudamérica por la ruta del Pacífico.
Ahí lo tiene.
—¿Y su esposa? —le pregunté a continuación.
El semblante de «Alfil» se ensombreció como si mi pregunta hubiera rescatado un recuerdo que había logrado depositar en la parte más profunda de su cerebro.
—Murió hace tres semanas, de cólera. En el norte ha habido una epidemia —dijo con un tono de voz que era un siseo apenas audible.
—Lo siento. No debería haberla traído.
En realidad, el reproche iba dirigido a mí mismo, y decía: «No deberías haberla abandonado», en alusión a Norah.
—¿Ha estado enamorado alguna vez? ¿Tiene esposa? En algunas parejas eso de «en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe» no es una forma de hablar, ni siquiera una metáfora. Se trata de algo real. Una cadena de dos eslabones, dos personas que suman una, dos cuerpos que viven con un solo corazón.
Recibí aquel comentario como un croché en el mentón. Tal vez Norah esperaba de mí una clase de amor parecido al de «Alfil» y su esposa. Para colmo, yo temía que Norah hubiera recurrido de nuevo al Veronal en cuanto hubiese sido consciente de que yo no regresaría. De modo que por muchas vidas que salvara, sentía que no había hecho suficiente.
—Yo también estoy casado —me dije a mí mismo en voz alta.
—¿Vive aquí su mujer? —se interesó «Alfil».
—No. Mi mujer es judía, y los japoneses la tienen recluida en el gueto de Shanghai. Tal vez haya muerto.
—Una cadena de dos eslabones, dos personas que suman una, dos cuerpos que viven con un solo corazón. Yo creo en la muerte física de las personas, pero no así en la espiritual —concluyó «Alfil».
A finales de julio de 1944, presencié el encuentro entre Mao y el coronel David Barret, quien junto con una veintena de hombres había sido enviado a Yenán en misión especial por el gobierno de Estados Unidos, con el propósito de entablar relaciones con los comunistas y de camino evaluar el potencial militar del Ejército Rojo y las reformas de las que tanto había hablado el periodista Edgar Snow en sus artículos y en su libro Red Star Over China. Aunque el interés del líder comunista no estaba en el coronel Barret, sino en la figura de otro norteamericano llamado Linebarger, miembro del Cuartel General del Teatro de Operaciones de China, India y Borneo, con sede en Chongqing, la capital del gobierno nacionalista. Los norteamericanos estaban ayudando indistintamente tanto a los comunistas como a los nacionalistas en su lucha contra los japoneses, y lo que Mao pretendía dilucidar a través de Linebarger, hombre experto en asuntos de guerra psicológica, era si los norteamericanos mentían o eran unos tontos al pretender jugar con dos barajas al mismo tiempo. Los estadounidenses se quedaron sorprendidos del trato que los guerrilleros comunistas daban a los prisioneros de guerra japoneses, a quienes adoctrinaban con notable éxito. Tanto que uno de los cautivos japoneses había sido elegido concejal en el gobierno de la ciudad. A los ojos de cualquier extranjero, daba la impresión de que lo que estaba ocurriendo en Yenán era, tal y como defendía el padre Faury, un milagro. El propio Mao explicó que había que ganar para la causa comunista a gran número de los que habían sido obligados a incorporarse a las fuerzas reaccionarias, y que en mayor o menor grado se sentían inclinados hacia la revolución. Entonces Barret le preguntó qué hacían con aquellos prisioneros que no estaban dispuestos a abrazar la revolución comunista. Mao le respondió que, exceptuando a aquellos que hubieran incurrido en el odio profundo de las masas, eran puestos en libertad. De esa forma se quedarían sin argumentos para unirse de nuevo a las fuerzas reaccionarias. Por último, Mao le dijo a Barret y a sus hombres que el triunfo de la revolución era seguro, ya que habían conseguido enardecer a los campesinos convenciéndolos de que China no pertenecía a la oligarquía, sino a ellos, a los humildes. Luego, el líder comunista narró ante el atento auditorio una antigua fábula llamada El Viejo Tonto que trasladaba las montañas, con la que pretendía explicar su punto de vista.
—Ésta es la historia de un anciano que vivía en el norte de China hace mucho tiempo, y a quien todos llamaban el Viejo Tonto de la montaña norte —se arrancó Mao—. Su casa miraba al sur y frente a su puerta se alzaban dos altas cumbres, Taijang y Wangwu, que obstruían el paso. El anciano convocó a sus hijos y, azada en mano, todos comenzaron, con gran decisión, a demoler las montañas. Un contemporáneo de nuestro héroe, a quien conocían como el Viejo Sabio, los vio trabajar y dijo burlonamente: «¡Qué tonto es lo que están haciendo! Resulta absolutamente imposible para ustedes, que son tan pocos, demoler esas dos inmensas montañas». El Viejo Tonto replicó: «Cuando yo muera, mis hijos continuarán la tarea; cuando ellos ya no estén lo harán mis nietos y los hijos y nietos de éstos, y así hasta el infinito. Altas son las cumbres, pero no pueden crecer más y, con cada palada que nosotros damos, se vuelven un poquito más bajas. ¿Por qué no hemos de lograr eliminarlas?» Una vez que hubo refutado la errónea teoría del Viejo Sabio, prosiguió cavando día tras día, incansable gracias a su convicción.
»Dios, conmovido ante lo que ocurría, envió dos mensajeros a la Tierra, que se llevaron las montañas sobre sus hombros.
»Hoy, sobre el pueblo chino, también pesan dos montañas. Una es la del imperialismo, la otra, la del feudalismo. El Partido Comunista de China ha resuelto, ya hace mucho, eliminarlas. Debemos perseverar y trabajar incesantemente y nosotros también conmoveremos el corazón de Dios. Nuestro Dios no es otro que todo el pueblo chino. Si él se pone de pie y cava junto con nosotros, ¿por qué no hemos de poder eliminar esas dos montañas?»
En la entrada de la cueva donde tuvo lugar el encuentro, me aguardaba el padre Faury.
—Ya le dije que Mao era el nuevo Mesías —observó.
—Incluso tiene su propio sermón de la montaña —ironicé.
—También le dije que Yenán se parece a Galilea. Es indudable que lo que está sucediendo en este lugar cambiará la historia de China primero y posiblemente también la del resto del mundo. Mao es el único líder que se ha dado cuenta de que las armas son un factor importante en la guerra, pero no el decisivo. El factor fundamental es el hombre, y no las cosas. Yo mismo se lo he oído decir en público. El aliento de los países industrializados huele al azufre que emana de sus fábricas, y su voz es el rugido de los motores de sus industrias. Es la voz de las cosas. En cambio, la voz que se oirá de China será la de sus campesinos, la del pueblo, que proclamará a los cuatro puntos cardinales los logros de sus líderes, que serán sus logros…
—Desde luego es usted un hombre de fe. ¿Y si se equivoca?
—Usted lo ha dicho: soy un hombre de fe. Y la fe no está sujeta a equívocos. La fe es un tesoro que se posee o no se posee.
—Lo que usted tiene no es fe, sino esperanza. Simplemente, desea que las cosas acaben siendo como usted cree que deberían ser. Es usted un idealista.
—¿Desde cuándo es un pecado ser un idealista? Pero la cuestión de fondo es otra. Tanto usted como yo tenemos una visión del mundo antes de comer y otra después de haberlo hecho, pero existe otro punto de vista: el de los que viven sin nada que echarse a la boca. Ése ha sido el caso del pueblo chino, que tradicionalmente ha sido despojado de todo por la clase dominante. Para usted y para mí, la fe, la esperanza e incluso el idealismo forman parte de una diatriba intelectual. Un lujo al alcance de nuestros bolsillos. En cambio, para quienes no tienen nada, la fe es el primer paso para alcanzar la convicción incansable de la que habla Mao. Mire a su alrededor. Yenán es una meseta que antes fue una cordillera. Entre un estado y otro sólo media el efecto de la erosión. Si la metáfora la trasladamos a la situación política que vive China en estos días, lo que los comunistas pretenden es erosionar la superficie del cuerpo social, eliminar los picos y las simas, que son el origen de las desigualdades.
—Un mundo plano.
—Un mundo justo, sin desigualdades. Usted no puede creer en él porque vive en lo alto de la montaña, donde el aire es fresco y puro y el agua corre mansa y limpia.
—Ni siquiera se imagina cuán opaca es mi existencia, padre Faury —reconocí.
—Debería sentirse orgulloso por sentirse infeliz. Pero si le sirve de consuelo, le diré que el amor, siempre que sea verdadero, es lo único que la erosión no mutila. El amor se siente igual en la cima de la montaña, en la meseta o en la más profunda sima.
—¿Y qué me dice del tiempo y de la distancia como agentes erosivos? —me interesé.
—Que también se superan con terquedad y empecinamiento —me respondió el padre Faury.
Mi vida volvió a dar un giro el 18 de julio de 1945, año del gallo según el calendario chino, cuando recibimos la noticia de que la aviación norteamericana había bombardeado el gueto de Hongkew por equivocación. O mejor dicho, las bombas buscaban una estación de radio japonesa que había sido emplazada en el corazón del distrito, pero al parecer algunos artefactos habían errado el objetivo. Doscientas cincuenta personas murieron, y otras tantas resultaron heridas. De entre las víctimas, se calculaba que entre cuarenta y cincuenta eran judíos «apátridas». Como yo estaba seguro de que Norah había sido devuelta al gueto, temí lo peor. Aunque para ser del todo franco, yo no imaginaba a Norah con libertad para moverse por las calles del gueto, sino encerrada en un heim o en una sórdida mazmorra, sometida a continuas torturas y vejaciones.
El bombardeo del gueto de Shanghai, no obstante, fue el punto de inflexión que determinó la caída del poder militar del Japón, a pesar de que los combates que mantenía el Ejército Rojo contra los soldados japoneses en el norte de China no habían perdido ni un ápice de su crudeza.
El 7 de agosto fuimos informados de que el día anterior, un B-29 Superfortress de la fuerza aérea norteamericana había arrojado una bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima. Un artefacto explosivo apodado Little Boy. Tres días más tarde se llevó a cabo una operación similar sobre la ciudad de Nagasaki. En esta ocasión el nombre de la bomba era Fat Man. Entremedias, la Unión Soviética denunció el pacto de no agresión que tenía con Japón y atacó a los japoneses en Manchuria, lo que provocó la rendición del Imperio del Sol Naciente.
Ni que decir tiene que el derrumbe militar de Japón resultó una gran sorpresa, entre otras cosas porque nadie en Yenán conocía el poder destructivo de las bombas arrojadas sobre suelo nipón, ni pensaba que los soviéticos fueran a poner tanto empeño por derrotar a los japoneses en Manchuria.
El presidente de los Estados Unidos de América justificó los ataques sobre Hiroshima y Nagasaki con las siguientes palabras: «Habiendo hallado la bomba, la hemos utilizado», dijo. Lo más curioso de todo fue que un año antes, la aviación china también había bombardeado Nagasaki, si bien lo que habían arrojado los aviones era propaganda, los llamados «pases de rendición», documentos con aspecto de ser oficiales con los que los chinos pretendían mostrar su buena voluntad para con el pueblo japonés. Cuando meses después Mao fue preguntado sobre aquellos acontecimientos, dijo: «La bomba atómica es un tigre de papel que los reaccionarios norteamericanos utilizan para asustar a la gente. Parece terrible, pero de hecho no lo es. Por supuesto, la bomba atómica es un arma de matanza a gran escala, pero el resultado de una guerra lo decide el pueblo y no uno o dos nuevos tipos de armas».
Japón se rindió el 14 de agosto de 1945, después de que el emperador Hirohito, en alocución radiofónica, hiciera una «reescritura a los soldados y marineros», ordenándoles el alto el fuego.
El 1 de septiembre abandoné Yenán con rumbo a Shanghai, en compañía de una docena de colaboradores del Ejército Rojo, entre los que se encontraban el padre Faury y «Alfil».