13
Encontré a Norah durmiendo, con las contraventanas cerradas, pese a que eran más de las dos de la tarde. Cuando logré que se despertara, después de zarandearla con insistencia, tuve la sensación de que estaba tan vacía por dentro como la propia casa.
—Welch ihr name ist? —me preguntó.
Los últimos acontecimientos habían modificado el carácter alegre de Norah, que ahora se había vuelto más taciturna y reservada. A veces, simplemente, buscaba refugio en la impenetrabilidad como modo de aislarse del mundo que la rodeaba. Entonces se abstraía, y sus ojos se volvían hacia su interior, como si hubiera perdido todo interés por el mundo exterior.
—Norah, cariño, soy yo —dije empleando un tono que pretendía ser persuasivo y suave al mismo tiempo.
—Welch ihr name ist? —repitió la pregunta.
—Amor mío, soy Martín, tu marido.
—Diles que no quiten la música.
Hablaba como si estuviera aturdida, y en el brillo de sus ojos se apreciaba ansiedad y súplica al mismo tiempo. ¿Había fumado opio? Ese pensamiento me hizo recordar a Lerroux.
—Mi vida, estoy yo solo. No hay nadie más conmigo. La música no está sonando. Ahora dime qué has tomado.
Mi explicación pareció espolearla levemente.
—Somníferos. He tomado somníferos. Veronal —reconoció.
—¿Cuántas píldoras?
—No estoy segura, tres, quizá cuatro, las estuve ingiriendo hasta que conseguí dormirme.
—El Veronal es un barbitúrico muy peligroso. Podías haber muerto de una sobredosis.
—Pues para ser tan peligroso tiene un nombre ridículo —se desmarcó.
—La mayoría de los medicamentos suelen tener nombres estúpidos. Se llama así porque uno de los médicos que lo descubrió tomó una dosis de prueba mientras viajaba en tren por Italia. Cuando despertó se encontraba en la ciudad de Verona.
—Verona, Veronal. Es estúpido. ¿Qué hora es?
—Las dos y veinte de la tarde.
Hasta ahora, Norah había sobrellevado las decepciones con entereza, pero estaba claro que este último golpe había resultado demasiado duro incluso para ella.
—De pronto, la casa se llenó de soldados japoneses —comenzó a narrar—. Buscaban a Nube Perfumada. Lo revolvieron todo y me hicieron muchas preguntas. Al frente estaba ese coronel… Fukuda. Dijeron que Nube Perfumada había asesinado a Leon porque habían sido amantes. Aseguraron que tu criada era en realidad una activista del Partido Comunista Chino conocida como «Lady Warrior»…
—Estoy al tanto. Vengo de hablar con el coronel Fukuda —intervine.
—También me dijeron que Nube Perfumada había huido de Shanghai en compañía del padre Faury, y que nuestro certificado de matrimonio había desaparecido.
—Todo se arreglará —dije al tiempo que la estrechaba entre mis brazos.
—¿Cómo? Fukuda me aseguró que volvía a ser una apátrida y que, en consecuencia, tendría que volver al gueto…
—Quería asustarte, nada más. Está muy enfadado con todo lo ocurrido. Teme que puedas saber más de lo que dices.
—¿Saber más sobre qué?
—Sobre la relación que Leon mantenía con Nube Perfumada. Y también sobre las circunstancias que rodearon su asesinato. Fukuda empleó la expresión «complot».
—Antes de marcharse me dijo que volveríamos a vernos, y que para entonces esperaba que hubiera recobrado la memoria. ¡Un «complot»! Es lo más absurdo que he oído en mi vida. Yo sabía que Leon tenía una amiguita, pero jamás le pregunté de quién se trataba. Quería evitar a toda costa que pensara que estaba celosa. La primera vez que vi a Nube Perfumada fue aquí, un día antes de nuestra boda. Nunca imaginé que pudiera tratarse de la amante de Leon. Le abrí mi corazón, y ella hizo otro tanto, así que nos hicimos amigas. En todo este tiempo jamás realizó un comentario que me hiciera sospechar que conocía a Leon. Tampoco habló nunca de política. Le gustaba probarse mis vestidos y rociarse con mi colonia. Su tema de conversación preferido eran las películas de Ruan Ling-yu. Las había visto todas.
Norah se refería a la actriz más famosa del Shanghai de los años treinta, de la que todo el mundo decía que era «la reina del cine mudo chino», una hermosa joven que se había quitado la vida a los veinticinco años, en pleno éxito, y que había dejado una nota de suicidio con sólo dos palabras: «Nada importa».
—Lo sé, cariño.
—¿Qué va a pasar ahora? —me preguntó a continuación.
—Fukuda quiere que ocupe el puesto de Leon —reconocí.
—¿Ocupar el puesto de Leon? ¿Qué quieres decir?
—El coronel Fukuda me ha pedido que me infiltre en el cuartel general de los comunistas y que tome unas cuantas fotografías, de lo contrario cumplirá la amenaza de devolverte al gueto.
—Comprendo. Me utiliza como rehén para chantajearte —dijo sin ocultar su decepción.
—No quiero que te preocupes. Tengo un plan. Voy a ofrecerles mis servicios a los comunistas, de esa forma trabajaré para los dos bandos y estaré a salvo —dije tratando de transmitirle confianza.
—Tampoco quiero que tú te preocupes. No pienso consentir que Fukuda se salga con la suya. No voy a permitir que me encierre de nuevo en el gueto. ¿Cuánto tiempo calculas que tardarás en completar tu misión?
Norah trató de imprimir a su voz el entusiasmo de antaño, cuando era la joven más admirada de la pista de baile del Hotel Majestic, pero a mitad del camino se quebró estrangulada por un sollozo que trataba de abrirse paso a través de su garganta.
—A lo sumo dos meses a partir de hoy. Primero he de contactar con los comunistas, luego he de encontrar la forma de salir de Shanghai, y por último he de viajar hasta las montañas de Yenán.
Evité hablarle sobre el carromato lleno de cadáveres en el que habría de ocultarme para salir de la ciudad.
—Dos meses… encerrada en esta casa, sola, sin compañía —reflexionó en voz alta.
—Un empleado del consulado te traerá comestibles todas las semanas, y le diré a Stein y a Friedman que vengan a visitarte con frecuencia. También hablaré con Gianni Molmenti. Si necesitas ponerte en contacto conmigo, habla con él. Mantiene buenas relaciones con informantes comunistas, así que sabrá cómo hacerme llegar tus mensajes.
—¿Y si Fukuda descubre tu juego? —me preguntó a continuación.
—Si eso ocurre, espero que para entonces Japón haya perdido la guerra.
Hice ese comentario a sabiendas de que si alguien tenía todas las cartas para ganar la guerra eran precisamente los japoneses. La única posibilidad de derrotar al ejército nipón pasaba por la intervención militar de la Unión Soviética en Manchuria, pero eso no ocurriría mientras el frente occidental estuviera abierto. En un informe al que había tenido acceso, se aseguraba que la correlación de fuerzas en el área Asia-Pacífico, era de seis a uno a favor de los japoneses frente a las fuerzas aliadas.
—Tienes que prometerme que no volverás a tomar somníferos, al menos mientras yo esté fuera —añadí.
—No me gustan los somníferos, pero no habría podido conciliar el sueño sin ellos… Me sentía abrumada con las últimas noticias —argumentó Norah.
—Lo comprendo, pero ahora es necesario que estés alerta, que no bajes la guardia. Tal vez tengas que huir de la casa, y quiero que estés preparada.
—¿Huir de la casa?
—Siempre cabe la posibilidad de que pueda ocurrirme algo. En ese caso, Stein y Friedman te procurarán un escondite seguro.
—Creo que has pasado por alto un detalle importante. Desde que vinieron los japoneses buscando a Nube Perfumada, hay un «prisionero» aparcado al otro lado de la casa —observó Norah.
Me dirigí a la ventana y miré a través de la cortina con disimulo. Creí reconocer el Packard de color crema que Fukuda conducía el día que vino a comprobar que había cumplido con mi parte del trato. En su interior permanecían dos hombres leyendo sendos periódicos. De nuevo, me sentí como una piedra de Gô cercada por fichas enemigas.
—Parece que Fukuda se ha tomado en serio este asunto —mascullé.
—Cada seis horas, cambia el coche. Cada vehículo está a su vez ocupado por dos individuos. De modo que ocho hombres vigilan la casa las veinticuatro horas del día. No creo que me den la oportunidad de escapar en el supuesto de que te ocurra algo.
El comentario de Norah me dejó sin argumentos, así que opté por provocar un abrazo mutuo que sirviera para confortarnos. Los brazos de Norah, en cambio, no tardaron en quedarse laxos. Luego me dirigí al gramófono y pinché el vinilo que descansaba sobre el plato. La música de Liszt irrumpió en la habitación como un meteorito procedente de un asteroide. De hecho, no parecía que Liszt, Shanghai y la guerra que el mundo estaba librando pudieran pertenecer al mismo planeta.
—Toma un baño de agua fría —le recomendé—. Y frótate las sienes con la esponja. Te despejará.
Luego, mientras Norah tomaba ese baño, aproveché para consultar el mapa de China que guardaba en la habitación que utilizaba como despacho. Localicé Yenán en el curso medio del río Amarillo, en el noroeste de China. Calculé la distancia desde Shanghai, y llegué a la conclusión de que tal vez pudiera llevar a cabo mi misión en un plazo más corto, quizá en cinco o seis semanas. Por último, escribí el nombre de Walter Czollek en un tarjetón con el membrete del consulado, y llamé a Nube Perfumada para que fuera a entregarlo al club judío. Un segundo después de haber pronunciado su nombre, caí en la cuenta de que había desaparecido de nuestras vidas para siempre. Rescaté de mi memoria sus límpidos ojos oscuros rasgados como la sonrisa de un niño, y llegué a la conclusión de que nadie cuyos ojos sonrieran, a pesar de no tener motivos para hacerlo, podía ser un asesino.
Un rickshaw tirado por un culi me llevó hasta la ciudad china bajo un intenso aguacero. A pesar de lo cual el calor se filtraba a través de las ropas húmedas. Cuatro jóvenes protectores se hicieron cargo de mí junto a la North Gate. Pero cuando ya creía que íbamos a dirigirnos de nuevo al pabellón de té donde había tenido lugar mi primer encuentro con Czollek, fui obligado a subir en un coche y conducido hasta el 1025 de la Bubbling Well Road, a escasos metros de donde había sido hallado el cuerpo sin vida de Blumenthal.
—Herr Czollek le espera en el gabinete de madame Soloha —me indicó uno de mis acompañantes.
Madame Soloha había sido la clarividente más famosa de Shanghai, aunque dada la situación general, la distinguida clientela hacía tiempo que había desaparecido. Después de todo, a nadie le interesaba un futuro cuyas predicciones habían quedado reducidas a la supervivencia diaria. A nadie le interesaba conocer el mañana, sino el día a día. Ahora madame Soloha alquilaba sus salones para celebrar reuniones de otra índole, en las que las predicciones corrían a cargo de políticos y conspiradores, quienes se habían convertido en los nuevos clarividentes. De sus decisiones dependía el futuro de todos.
—It’s raining cats and dogs! —exclamó Czollek a modo de saludo, al tiempo que se descubría y se despojaba de su chaqueta empapada.
Había menos solemnidad en su tono de voz y en sus ademanes que la vez anterior, aunque tal vez se debiera a mi actitud, un vez que yo había perdido la paciencia y la capacidad para mostrarme condescendiente.
—¿Sabe que el coronel Fukuda está al tanto de la reunión que celebramos en el distrito chino? —inquirí—. De nada sirven sus protocolos de seguridad, Czollek.
—Él me vigila y yo le vigilo a él. Pero no ha de temer nada. Fukuda jamás podrá darme caza en un lugar como éste. Me protegen cien hombres dispuestos a sacrificar sus vidas. Una muralla humana tan sólida como la Muralla China.
Czollek había pasado por alto que no nos encontrábamos en el distrito chino, y que la muralla humana de la que hablaba, en consecuencia, sólo existía en su imaginación. La Bubbling Well Road formaba parte de la zona de influencia japonesa, dentro de la antigua Concesión Internacional.
—Es usted un mentiroso —le recriminé.
—Soy lo que tengo que ser en cada momento —me replicó—. El día de nuestro encuentro no estaba en disposición de proporcionarle más información de la que le di. Los japoneses estaban a punto de descubrir a «Lady Warrior», y teníamos que ser extremadamente cautos. Además, le dije lo que verdaderamente tenía importancia para usted, que detrás del asesinato de Herr Blumenthal se encontraba el coronel Fukuda.
—Me temo que el coronel Fukuda disiente de usted en ese extremo. Él asegura que fueron ustedes quienes asesinaron a Leon Blumenthal.
—Está confundiendo los usos horarios con el tiempo físico, el de Newton, si me permite expresarlo así. El tiempo físico no cambia, lo que varía son los usos horarios. En el fondo, sigue siendo usted el cónsul de un país fascista, y por eso se ve en la obligación de decantarse por la versión del Kempei Tai.
Empecé a pensar que, al igual que ocurría cada vez que me reunía con el coronel Fukuda, Czollek adaptaba su versión de los hechos de manera que resultara verosímil.
—Se equivoca. No le doy más crédito a las opiniones de Fukuda que a las de usted, pero él, como buen Kempei Tai, ha sabido encontrarme el punto débil.
—¿Y cuál es ese punto débil?
—Mi mujer. Al parecer, Nube Perfumada no ha huido sola a las montañas de Yenán. Le acompañaba el padre Faury, quien ha puesto pies en polvorosa llevándose consigo todos los papeles que guardaba en la catedral de San Ignacio, incluido mi certificado de matrimonio. Así las cosas, Fukuda amenaza con devolver a mi mujer al gueto si no me presto a viajar hasta las montañas de Yenán en busca del dichoso papel que demuestre que estoy casado. Obviamente, el certificado es una mera coartada. Lo que Fukuda pretende es que haga de espía para él tomando fotos y dibujando planos de la zona. Incluso me ha autorizado a entrar en contacto con ustedes para que me sacaran de Shanghai en uno de los carros que recogen los cadáveres todas las mañanas…
Czollek se tomó unos segundos antes de decir con tono solemne:
—Siento tener que decirle esto, pero es usted un hombre muerto.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Para empezar, que yo sepa, el padre Faury no ha viajado a Yenán llevándose los libros de ninguna iglesia. Cuando sacamos a alguien a través de los carromatos mortuorios, le recomendamos que coloquen libros entre las ropas, pues en más de una ocasión han frenado el empuje de las bayonetas de los soldados japoneses. Pero se trata de obras pequeñas, no demasiado voluminosas. Pero hay algo aún más preocupante en su historia. Las montañas de Yenán han sido bombardeadas cientos de veces y fotografiadas desde el aire otras tantas, de modo que carece de sentido enviar a alguien hasta allí para tomar unas cuantas fotografías inútiles a estas alturas de la guerra. En Yenán, doctor Niboli, no hay casas que bombardear puesto que no queda ninguna en pie, de manera que las tropas que hay allí destinadas viven en el interior de cuevas. Me temo que el coronel Fukuda quiere deshacerse de usted.
La exposición de Czollek terminó de confundirme.
—¿Por qué Fukuda iba a querer eliminarme? Soy el cónsul de una potencia amiga.
—Creo que todo está bastante claro. Cuando nos hemos encontrado me ha dicho que Fukuda estaba al tanto de nuestro primer encuentro. Eso significa que no se fía de usted. Tal vez piense que es usted, y no su mujer, quien sabe más sobre la muerte de Herr Blumenthal de lo que aparenta. Quizá tema que usted pueda poner en entredicho sus métodos en alguna instancia superior, en algún tribunal, cuando la guerra concluya. Los japoneses suelen ser muy celosos con sus secretos.
—Me temo que ya no tengo opción de dar marcha atrás —reconocí sin ocultar cierto abatimiento—. Si me presento delante del coronel con una negativa a seguir sus planes después de haberme reunido con usted, descargará toda su ira contra mi esposa.
—Desde luego se encuentra usted en un callejón sin salida. Aunque si le sirve de consuelo, nosotros los comunistas decimos que generalmente las revoluciones se producen en los callejones sin salida.
—¿Y si me permiten trabajar también para ustedes? —sugerí—. Yo podría pasarle al coronel Fukuda la información que ustedes crean conveniente, información falsa, naturalmente. De esa forma, todos saldríamos ganando…
—No lo entiende, doctor Niboli. El coronel Fukuda no precisa ninguna información de usted. Su «plan», por decirlo así, es sencillamente descabellado. Si la situación no fuera la que es, le diría que le está tomando el pelo. Pero como la situación no es para tomársela a broma, le vuelvo a repetir que Fukuda quiere verle muerto.
No, no lo entendía.
—Eso es completamente absurdo —me reiteré.
—Tal vez lo sea. Quizá yo esté equivocado.
—Dentro de unos días voy a recibir una funda de plástico y, según usted, es en realidad mi mortaja —elucubré en voz alta.
—En efecto. Aunque tal vez pueda salvarle la vida. Claro que si acepta lo que voy a proponerle tendrá que variar sus planes ligeramente.
—Hable.
—Meteremos un cadáver en la bolsa que le proporcionen los japoneses, y usted se introducirá en otra distinta. Le colocaremos en la tercera fila del carromato y le sacaremos de Shanghai sano y salvo. Al menos, ésa es la teoría.
—¿Por qué en la tercera fila? —me interesé.
—Porque es la fila más segura. Si colocáramos su cuerpo en los montones de arriba, las bayonetas niponas atravesarían su cuerpo sin dificultad; por el contrario, si lo depositáramos en el fondo del carromato, moriría por aplastamiento. En el supuesto de que logre sobrevivir, le llevaremos a Yenán, pero no para tomar fotografías, sino para cuidar heridos. Estamos faltos de personal sanitario. Yo le salvo la vida, y usted nos presta un servicio a cambio. Creo que es lo justo.
—A su banco le sigue faltando una pata: mi esposa —le hice ver.
—Obviamente, ella tendría que regresar al gueto, pero incluso en ese caso, las cosas no estarían perdidas del todo. Olvida que en el gueto judío viven cien mil chinos, muchos de ellos comunistas. Por no mencionar que también hay comunistas entre los propios judíos, polacos y lituanos en su mayoría. Disponemos de una amplia red de colaboradores. Aunque Fukuda encierre a su esposa en una inmunda cloaca, la encontraremos y haremos todo lo que esté en nuestra mano para cuidar de ella. Se lo prometo.
—¡Promesas! Mienten ustedes tanto que ya no sé a quién creer ni tampoco qué hacer —me quejé sin poder contener la amargura y la desesperación que me abrumaban.
—Comprendo su estado de confusión, pero si Nube Perfumada hubiera asesinado a Leon Blumenthal como asegura Fukuda, ¿por qué no huyó después de cometer el crimen? ¿Qué sentido tenía que permaneciera en su casa? Piénselo, es usted el cónsul de una potencia que no pinta nada en esta guerra, menos aún en el escenario internacional. Para nosotros, usted, con todos mis respetos hacia su persona, no significa nada. Usted le compró la casa a Blumenthal, incluida la caja fuerte, y luego se reunió conmigo, de modo que Fukuda, como ya le he dicho, desconfía de usted. Cree que usted sabe más de lo que aparenta, que está al tanto de lo que había en esa caja fuerte, y ahora teme que pueda reaccionar de una manera, digámoslo así, contraria a los intereses de Japón.
—Mi obligación es ser diplomático, de modo que mi papel como cónsul no es entrometerme donde no me llaman.
—El problema es que al interesarse por la muerte de Herr Blumenthal más de la cuenta, se ha metido donde no le llaman. Ahora Fukuda le teme, aunque no lo demuestre públicamente, y le aseguro que se trata de un hombre que no entiende de medias tintas, sino de medios cuerpos. Ya me entiende.
—¿Qué diablos había en esa caja de seguridad que, según usted, tanto preocupa a Fukuda? ¿Y quién la robó? —le inquirí.
—Nadie robó la caja fuerte, doctor Niboli. Nube Perfumada conocía la combinación, y allí guardaba la documentación que Blumenthal había empezado a entregarle. Obviamente, la función de la joven era la de un correo.
—¿Por qué entonces Nube Perfumada escenificó un robo delante de mí? —me interesé—. Incluso llegó a golpearme, como si se estuviera defendiendo de un ladrón que, al parecer, no existía.
—No he hablado con la muchacha sobre ese extremo, así que desconozco cuáles eran sus intenciones al comportarse de esa manera —se desmarcó.
—¿De qué hablaban esos documentos?
—De cómo exterminar masivamente al pueblo chino por medios algo más sofisticados que las bayonetas o las espadas. Si dispone de unos minutos, empezaré por el principio. Nube Perfumada entró en contacto con Herr Blumenthal un par de meses después de que éste se estableciera como anticuario. El partido suele utilizar a jóvenes como ella para que mantengan los oídos bien abiertos. Han de tomar nota de quién entra y de quién sale de cada negocio, y también de qué se habla. Pero nada más. Sin embargo, al cabo de las semanas un sentimiento profundo se estableció entre ambos. Herr Blumenthal y Nube Perfumada se enamoraron. Cuando el padre y el hermano de Nube Perfumada se enteraron de lo que estaba ocurriendo, la obligaron a renunciar a aquella relación con un bárbaro extranjero sin patria y, como castigo, fue destinada al servicio más duro que puede realizar una joven del pueblo por su patria: convertirse primero en prostituta y luego en una «mujer confort», en una esclava sexual del ejército nipón. Hace tan sólo tres o cuatro años hubiera resultado imposible, pero los japoneses empezaron a hartarse de tener que ejercer de soldados y de alcahuetas, con lo que abrieron la mano y entregaron el control de muchas de estas casas de lenocinio a la iniciativa privada. De esa forma, Nube Perfumada pasó a engrosar el ejército de esclavas sexuales del ejército nipón. La cuestión fue que durante un largo período de tiempo, Nube cumplió su cometido a la perfección, proporcionándonos una información muy valiosa que nos hacía llegar a través de la mujer de confianza de su amah. Ella misma se jactaba asegurando que era capaz de sacarle tanto provecho a un pene como un locutor de radio a su micrófono. Conforme mayores eran las vejaciones que sufría en el interior de aquella casa, más empeño ponía en sonsacar a sus verdugos. Fue entonces cuando se ganó el apodo de «Lady Warrior». Obviamente, su trabajo entrañaba un gran peligro. Las esclavas sexuales de los japoneses no suelen vivir mucho tiempo, ya por las brutales palizas que reciben o por el simple hecho de que prescinden de ellas cuando caen enfermas o sospechan que saben más de la cuenta. Y eso fue lo que ocurrió con Nube Perfumada. Llegado el momento, trataron de eliminarla, le propinaron una tunda y arrojaron su cuerpo a un canal. Entonces el amor, que había permanecido todo este tiempo latente, obró un nuevo milagro. Blumenthal no había aceptado la pérdida de la muchacha, de la que, al parecer, se había enamorado de verdad, así que intensificó su trabajo para los japoneses expoliando el patrimonio cultural chino a cambio de libertad de movimientos por la noche. Fue así como logró dar con el paradero de la «casa de confort» donde estaba recluida Nube Perfumada. Allí aguardó, noche tras noche, agazapado en la oscuridad, sabedor de que más tarde o más temprano, los japoneses se desharían de la muchacha cual desperdicio. Cuando eso ocurrió, la cargó sobre sus espaldas y la llevó hasta su consulta…
—De modo que fue Leon quien dejó el cuerpo de Nube Perfumada en la puerta de mi consulta —interrumpí a Czollek.
Su voz de locutor de radio hacía rato que había dejado de reverberar.
—Así es. Pero esta historia tiene una segunda parte —prosiguió—. Los contactos con las altas esferas del poder político y militar de los japoneses, permitieron a Herr Blumenthal tener acceso a cierta información sensible, y eso acabó por remover su conciencia. Un día, cuando la muchacha ya trabajaba para usted, la abordó y le propuso entregarle ciertos documentos comprometedores que deberían llegar a manos de la resistencia china. Nube nos trasladó la propuesta de Herr Blumenthal, y decidimos aceptarla. Como medida de seguridad para mantener a salvo estos documentos, el propio Herr Blumenthal nos habló de una caja fuerte que había encastrada en el suelo del dormitorio de su antigua mansión, cuya combinación sólo él conocía. Como ya le he dicho, los documentos hacían referencia a ciertos experimentos secretos que los japoneses están llevando a cabo para iniciar una guerra química de consecuencias devastadoras para el pueblo chino. Bombas de porcelana que, en vez de explosivos convencionales, transportan virus: cólera, tifus…
Cuando Czollek terminó de narrar aquella especie de melodrama, volví a sentirme como una pieza de Gô por la que tanto Fukuda como mi interlocutor pugnaban. Después de todo, la finalidad del juego de Gô consistía en capturar la pieza del adversario.
—¿Y qué hay de esa reunión que iba a mantener uno de sus hombres con Blumenthal la mañana siguiente a su muerte?
—En esa reunión iba a proporcionarnos las direcciones exactas de los lugares donde los japoneses están llevando a cabo sus experimentos. Al tener noticias de su muerte, pensamos que el Kempei Tai le habría torturado y sonsacado, por eso decidimos poner a salvo a Nube Perfumada. Sin embargo, los japoneses han tardado varias semanas en actuar, lo que nos ha llevado a pensar que Blumenthal murió con la boca cerrada.
—De modo que el Gólem colaboracionista con los nazis y con los japoneses ha terminado por convertirse en un héroe.
—Digamos que se convirtió en un mártir a su pesar —me replicó—. Las circunstancias le obligaron. Todo comenzó cuando Blumenthal, que viajaba con frecuencia a Nanjing en busca de antigüedades, descubrió la existencia de la Unidad 1644. Un cuerpo de elite del Ejército Imperial japonés que está adscrito al Departamento de Prevención e Investigación de Epidemias. Luego tuvo conocimiento de la existencia de otras unidades secretas, la 100, con base en Changchun, la 516, sita en Qiqihar, la 543 establecida en Hailar, la 1855 situada en Pekín, y la 731 con sede en Pingfang, cerca de la ciudad de Harbin, en Manchuria. En todas estas unidades se están llevando a cabo los experimentos más atroces que cabe imaginar. En la unidad 731, por ejemplo, que está camuflada como una depuradora de agua, se hacen vivisecciones con seres humanos, incluso con mujeres embarazadas, se amputan miembros a personas a las que luego se les reimplanta el opuesto, es decir, donde tendría que ir el brazo derecho se injerta el izquierdo, y viceversa, se inyecta sangre animal a las cobayas humanas o, simplemente, se les introduce en una cámara presurizada hasta que mueren. También se prueba la efectividad de las granadas y de los lanzallamas con prisioneros chinos, coreanos, mongoles, rusos y hasta con algunos pertenecientes a los ejércitos de las potencias aliadas. Además, en estas unidades, como ya le he comentado, se están llevando a cabo numerosos experimentos biológicos como la fabricación de gas mostaza y otros artefactos explosivos cuya carga es vírica. Ni siquiera un Gólem sin alma como Herr Blumenthal pudo darle la espalda a esa realidad. Aunque, desde mi punto de vista, creo que en el cambio de actitud de su amigo tuvo que ver el giro que está tomando la guerra. Blumenthal era un hombre inteligente y siempre sabía jugar sus cartas. Así que me temo que detrás de su repentino altruismo se escondía su pretensión de lograr un salvoconducto para el supuesto de que los japoneses pierdan la guerra. De esa forma, siempre podría esgrimir méritos frente al bando vencedor.
La prolija exposición de Czollek me dejó sin habla.
—¿Hasta cuándo tendría que permanecer en Yenán si acepto su propuesta? —le pregunté cuando hube digerido sus palabras.
—Me temo que hasta que termine la guerra.
—Y hasta que ese día llegue, Norah tendrá que regresar al gueto. No parece una decisión fácil.
—Analícelo desde otra perspectiva: si usted está en Yenán y su mujer en el gueto, significará que los dos estarán vivos. Si sigue los planes de Fukuda, caerá en su trampa y dentro de unos días usted estará muerto y ella habrá vuelto a enviudar. ¿Cuándo ha dicho que recibirá su «equipo» para salir de Shanghai?
—Dentro de dos días.
—Si decide aceptar mi propuesta, le veré en el Blodd Alley cuando haya recibido el material, a las cuatro y media de la madrugada. Allí el carromato recoge los cadáveres de la Concesión Francesa.
—El toque de queda no concluye hasta media hora más tarde —dije buscando un pretexto.
—Ya lo sé, doctor Niboli. Tendrá que caminar ocultándose entre las sombras.
Tras mantener un cauto silencio durante unos segundos, añadió:
—Como le he dicho, en Yenán hacen falta médicos. Tal vez sea el momento de dar un paso adelante.
—Tengo la sensación de que con su propuesta pretende utilizar mi nombre como reclamo propagandístico —sugerí.
—¿Cree que le necesito como elemento propagandístico? Veamos qué tal suena el titular: CÓNSUL DE PAÍS FASCISTA BUSCA REFUGIO EN EL CUARTEL GENERAL DE LOS COMUNISTAS CHINOS. Desde luego, no suena mal del todo. Son varios los médicos occidentales que están ayudando al Ejército Rojo en Yenán y en otras partes de China. No se ofenda, doctor Niboli, pero muchas de estas personas tienen una talla moral e intelectual superior a la suya. Le prometo que nadie sabrá que se encuentra en Yenán si ése es su deseo —me replicó.
Por un momento, me asaltó la impresión de que, detrás de mi obstinación por salvar a Norah, el afecto había dejado paso a la desesperación.
El mismo coche que me había llevado hasta la Bubbling Well Road me devolvió a la North Gate del distrito chino. Allí renuncié a tomar un rickshaw, pese a que continuaba lloviendo con mucha intensidad. Sentía la necesidad de purificarme con el agua que caía del cielo. ¿Debía seguir los consejos de Czollek? ¿Podría dejar atrás a Norah a cambio de salvar la vida de ambos? ¿Cuál sería la respuesta de Fukuda cuando supiera que, contrariamente a sus planes, yo había conseguido huir con los comunistas? Supongo que no era el momento para andarse con sutilezas retóricas, pero la falta de respuestas terminó por llenarme de un amargo fatalismo, como si las calles abiertas y bulliciosas de Nanshi se hubieran trasformado de repente en oscuros y sórdidos callejones sin salida. Mis propias dudas y confusiones se encargaban de aislarme. El dueño de una peluquería china me ofreció sus servicios mostrándome un espejo como reclamo. Al ver mi rostro reflejado en el azogue, me percaté de que las aletas de mi nariz estaban demasiado dilatadas, como las branquias de un pez que agonizara fuera del agua. ¿Era eso en lo que me había convertido? Desde luego, tenía la extraña sensación de haber mordido un anzuelo.
No le dije a Norah nada sobre el cambio de planes. Incluso me inventé alguna recomendación superflua para que creyera que mi viaje a Yenán entrañaba menos peligros de los que cabía imaginar. Le hice prepararme unas mudas de ropa limpia y, delante de ella, me ocupé de seleccionar unos cuantos libros para el camino. Recordando las palabras de Czollek, escogí media docena de ejemplares de grosor medio, fáciles de camuflar y de amoldar en la cintura. Fueron, no obstante, cuarenta y ocho horas realmente duras, sobre todo porque Norah me escrutaba el rostro cada cierto tiempo, como si sospechara algo. Yo, entretanto, me centraba en consultarle aspectos relativos a los preparativos y, para ser del todo sincero, hablar en aquellos términos de mi viaje a Yenán me proporcionaba cierto consuelo. Me daba seguridad, como si todavía fuera dueño de mi propio destino. Incluso tuve ocasión de ocuparme de diversos asuntos cotidianos, como informar a mis subalternos de mi viaje «sin destino», del que tenían prohibido hablar con nadie, o de reunirme en el Didi’s Café con Stein y Friedman, a quienes entregué una suma de dinero en efectivo y pedí que se ocuparan de Norah durante mi ausencia. Obviamente, mi subconsciente omitía todo lo que tuviera que ver con el carromato lleno de cadáveres entre los que tendría que completar la primera etapa de mi trayecto. También tenía tiempo para reflexionar sobre las razones que podía tener Fukuda para desear eliminarme. Por más vueltas que le daba, siempre encontraba algún cabo suelto. Que me hubiera reunido con Czollek sin el consentimiento de Fukuda no era motivo suficiente para que quisiera acabar con mi vida. En Shanghai todo el mundo se reunía clandestinamente con todo el mundo. Formaba parte de eso que se llama diplomacia. Tampoco me parecía una razón de peso el hecho de que yo hubiera comprado la casa a Blumenthal. Se trataba de un detalle insignificante. Yo había adquirido aquella vivienda por una razón humanitaria, para ayudar a un amigo. Además, Blumenthal era un judío colaboracionista, y yo el cónsul de un país amigo del Japón. ¿Qué podía, pues, temer Fukuda de mí? ¿Tal vez precisamente el hecho de que yo pudiera estar al tanto de lo que, al parecer, Blumenthal había descubierto: que los japoneses estaban experimentando con armas químicas? Aquella información no tenía valor para mí, por no mencionar que carecía de pruebas. Al gobierno que yo representaba le importaban un bledo los métodos que Japón empleara para ganar la guerra. ¿Acaso Fukuda temía que, en caso de sobrevivir, yo pudiera convertirme en un testigo de cargo? Se trataba de un planteamiento absurdo. Ni siquiera la clase de trampa que pensaba tenderme formaba parte de su estilo. Sus métodos a la hora de llevar a cabo sus purgas carecían de sofisticación, eran bastante simples y le bastaba con un cuchillo bien afilado y un callejón poco transitado. Pero si los planes de Fukuda pasaban por prescindir de mí, tal y como podía colegirse de los argumentos esgrimidos por Czollek, otro tanto podía decirse de Norah. Es decir, la vida de Norah corría tanto peligro como la mía, con la salvedad de que yo ya tenía un plan para escapar de la muerte.
Las dos últimas noches que pasé con Norah resultaron duras en extremo. Por un lado, procuraba desterrar mis preocupaciones durante unas cuantas horas, tratando de sobreponerme a la evidencia de que mi viaje no tenía fecha de regreso. Pero cuando, por ejemplo, intentaba mantener relaciones íntimas, era lo mismo que penetrar en una habitación vacía. Dentro de mí anidaba el terror animal a la muerte, y la oscuridad del cuarto (que incluía la vagina de Norah) era el caldo de cultivo ideal para una angustia que crecía en mi interior tanto como la sombra de una montaña de espaldas al sol. Hacer el amor no nos hacía estar más unidos, al contrario, nos separaba, nos aislaba. Luego dormitaba a intervalos, acosado por lúgubres pensamientos. Veía mi cuerpo desnudo, tumbado boca arriba en una cama de sábanas blancas. Tan níveas que la luz se reflejaba en ellas como en un campo nevado. Mis ojos estaban abiertos y no podía parpadear. Tampoco podía mover la cabeza o las extremidades. A pesar de eso, notaba cómo las uñas de mis manos y de mis pies crecían lenta y pausadamente, como raíces centenarias, hasta que al final se enroscaban sobre mis piernas y brazos creando una fuerte tenaza. Por alguna razón, soñaba los sueños que le hubiera correspondido tener a Norah. Y eso me desasosegaba aún más que un mal presagio. Además, fingir tanta normalidad me angustió más incluso que recibir mi equipación con la que habría de salir de la ciudad, consistente en una amplia bolsa de plástico negro, una mascarilla y un cinturón cuya hebilla escondía una diminuta cámara fotográfica.
Eran las cuatro y veinticinco de la madrugada cuando llegué al punto de encuentro convenido. Había logrado pasar desapercibido escondiéndome en portales sombríos y tratando de caminar sin hacer ruido, para lo cual me calcé unos zapatos con suela de goma. Nubes de vapor que arrastraban el nauseabundo aliento del Wangpoo cubrían la calzada del Blood Alley, uno de los callejones más pestilentes de Shanghai por méritos propios. La bolsa vacía que portaba conmigo crujía como escarcha en medio de la noche silenciosa. El ruido de la bolsa contrastaba con la quietud momentánea que reinaba en la calle. Las sombras semejaban muros de hierro, un lienzo de pared infranqueable, sin aristas, que se extendía hasta los confines del horizonte, donde el amanecer empezaba a desplegarse con pinceladas de tono malva. Aquel trazo de color era el primer síntoma de que el mundo estaba a punto de empezar a convulsionarse de nuevo. El horizonte acabaría escupiendo al sol como un tuberculoso esputa sangre nada más levantarse. Cuando los penachos de neblina comenzaron a disiparse, me percaté de que en la acera de enfrente yacían cinco cadáveres. La visión me estremeció tanto como la humedad, y gotas de sudor frío comenzaron a resbalar por mi frente. Luego, como por arte de magia, aparecieron Czollek y sus hombres detrás de la bruma. Crucé la calle y me reuní con ellos. El grupo estaba formado por un total de trece individuos, diez chinos y tres occidentales, incluido Czollek. Todos vestían ropas de campesinos, como si se dirigieran a segar un campo de trigo, pero en vez de guadañas, llevaban pistolas y machetes en los cintos. Cuando enfrenté mi mirada con la de Czollek, me dijo:
—Como me temía, si se metiera dentro de la bolsa que le ha proporcionado Fukuda, sería lo mismo que si se vistiera de esmoquin para dar un paseo por Chapei.
Se refería a uno de los distritos más deprimidos y pobres de Shanghai.
—Sólo tiene que echarle un vistazo a sus compañeros de viaje para comprobar que yo tenía razón —añadió—. La bolsa que le han entregado se distinguiría entre un millón de cadáveres. Ahora sí que no me cabe la menor duda, Fukuda quiere acabar con usted.
Las palabras de Czollek me espolearon para atreverme a mirar directamente y a poca distancia los cuerpos de los cinco cadáveres que yacían sobre la acera. Dos eran dos varones chinos envueltos en papel de periódico. Si bien quien se había encargado de amortajarlos ni siquiera se había tomado la molestia de cubrirlos con un número suficiente de hojas para guardar al menos cierto decoro. Los otros tres cadáveres habían sido introducidos en sendas bolsas de plástico transparente, que la suciedad de la calle y la humedad habían manchado y enturbiado.
Czollek ordenó a uno de sus hombres que inspeccionara el contenido de las bolsas, en busca de un cadáver de raza caucásica que pudiera reemplazarme.
—¿Y si esta noche no ha muerto ningún blanco? —le pregunté.
—Entonces tendrá que ocupar la bolsa de un chino. El problema surgiría si los soldados japoneses abrieran la bolsa que le ha entregado el Kempei Tai y encontraran el cadáver de un oriental. Pero las probabilidades de que eso ocurra son casi nulas. Los soldados nipones temen contagiarse, así que se ponen mascarillas y clavan sus bayonetas en los cuerpos inertes. Pero ni siquiera dedican mucha energía a esta tarea. Los japoneses se creen superiores en el terreno militar, de modo que casi prefieren que los camaradas salgan de Shanghai y se unan al Ejército Rojo en el frente. Es allí donde vuelcan su esfuerzo por eliminarnos. Por cada comunista que logra abandonar Shanghai, las autoridades locales se quitan un problema de encima.
—De modo que los soldados japoneses hunden sus bayonetas sobre los cadáveres por puro trámite —solté aquella frase para tratar de convencerme a mí mismo de que no corría peligro.
—Así es. Aunque hoy me temo que tendrán la orden de estar más atentos.
—Que me hundan una bayoneta en el estómago a modo de trámite o con saña no cambia el resultado: moriré desangrado —observé.
La primera bolsa contenía el cadáver de una Shanghai girl, lo que provocó que el secuaz de Czollek, un chino de cuerpo atlético y pelo oleoso, realizara un comentario soez acerca de los pechos de la muchacha. En la segunda bolsa apareció un anciano oriental tan flaco como un rickshawman. De la tercera y última bolsa brotó el cadáver de Lerroux como una cobra del cesto de un encantador de serpientes. En un primer momento quedé hipnotizado por la escena, paralizado por la sorpresa, pero cuando mi cerebro asimiló y analizó la visión, se me hizo un nudo tan fuerte en el estómago que acabé vomitando a los pies del cadáver del armenio.
—Siempre había pensado que los médicos estaban acostumbrados a tratar con la muerte —observó Czollek.
—Y lo estamos. He vomitado porque conozco a este hombre. Se llamaba Lerroux y era opiómano. Frecuentaba un fumadero que está a menos de cien metros de aquí —expuse.
—Su verdadero nombre era Calouste Odajian —me corrigió Czollek.
—¿Conocía a Lerroux? —pregunté sorprendido.
—Conocía a Odajian antes de convertirse en Lerroux, cuando era tan sólo un joven idealista. Hace seis años que decidió dedicarse a otros menesteres. Un día me dijo que estaba desencantado con el mundo de la política, que estaba harto de rusos rojos y blancos, de chinos comunistas y de chinos nacionalistas, de demócratas y de republicanos, de laboristas y de conservadores, de monárquicos y de socialistas, y yo le contesté que en realidad su desencanto era con el mundo en general, y que ése era precisamente el punto de arranque de nuestra ideología. Sólo las personas lúcidas experimentan desencanto. Sólo los inconformistas son capaces de apreciar la imperfección. Pero Odajian no atendió a mis argumentos y prefirió desligarse del movimiento. Desde entonces no había vuelto a saber de él. De modo que nunca llegué a conocer a Lerroux como usted le llama.
—Lerroux era cualquier cosa menos un idealista. Digamos que se dedicaba al contrabando, hasta que cayó en los brazos del opio. Pero me temo que lo que buscaba detrás del Gran Humo era una forma de suicidio lento y apacible —apunté.
—Lamento oír eso. Pero siempre se le dieron mal las previsiones, de ahí que siempre eligiese el camino equivocado. ¿Desde cuándo eran amigos?
Que Czollek se refiriera a Lerroux como mi amigo, me hizo compadecer al armenio pues, en efecto, tal vez era yo la única persona que le había prestado atención en las últimas semanas.
—No éramos amigos. Aunque en una ocasión recurrí a él para que me ayudara —reconocí.
—Desde luego, esta noche va a serle de gran ayuda. Va a suplantarle y, con un poco de suerte, puede que hasta le salve la vida.
Las palabras de Czollek me impulsaron a mirar de nuevo el cadáver de Lerroux, como si con ese gesto pretendiera agradecerle lo que estaba a punto de hacer por mí después de muerto. No pude evitar fijarme en su pene. Sobresalía encima de la pelvis no por su gran tamaño, sino porque el estómago y los pulmones habían desaparecido consumidos por el Gran Humo. El opio le había robado el cuerpo, de manera que la protuberancia de su sexo era la única parte de su organismo que transmitía la morbidez que acompaña a los seres vivos.
Un agudo relincho anunció la llegada del carromato mortuorio, cuyas riendas manejaba un mayoral chino que había tenido que cambiar la recogida de excrementos humanos, que se usaban en el campo como abono, por la de cadáveres. Antes de que el carretón llegara a nuestra altura, tuve tiempo para preguntarme la razón por la cual se seguían utilizando animales de tiro para retirar los cadáveres de las calles. Existían ambulancias y camiones sanitarios que podían realizar el mismo trabajo de una manera mucho más rápida y salubre. ¿Por qué entonces las autoridades japonesas se empeñaban en mantener aquel servicio en aquellas condiciones? Otro tanto podía decirse de los comunistas. ¿Acaso no había otra manera de salir de forma clandestina de Shanghai?
—¿Cree que podrá hacerlo? —me interrogó Czollek, al tiempo que señalaba con los dedos índices de ambas manos la bolsa de la que estaba siendo extraído el cuerpo de Lerroux.
La escena me recordó a un gusano cuyo cuerpo estuviera siendo arrancado de su capullo por un entomólogo.
—Lo único que le pido es que no me pongan encima el cadáver del armenio. No podría soportarlo —solicité.
—Descuide. Le ruego que me entregue la mascarilla. Sería como llevar un cartel anunciando su presencia. ¿Ha metido algunos libros entre su cintura y el pantalón?
—Bartleby, el escribiente, de Melville. El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, El fantasma de Canterville, de Oscar Wilde y La isla del tesoro, de Stevenson —recité—. Todos son libros de tamaño medio, como me recomendó.
—Alabo su gusto literario. La lectura le servirá de entretenimiento en su largo viaje hasta Yenán. ¿Está listo? No tenemos mucho tiempo.
—Preferiría no hacerlo —dije empleando la famosa frase que el protagonista del relato de Melville repite como una coletilla irritante.
—Desafortunadamente para usted, no puede permitirse no hacerlo —se descolgó Czollek—. Usted es médico, vive en el Shanghai ocupado por los japoneses y está casado con una judía cuya vida depende en gran medida de que usted salve la suya.
Como un soldado obligado a obedecer las órdenes de un superior, di un paso al frente.
Al deslizarme por el interior de la superficie lisa del plástico, sentí primero un escalofrío que me recorrió la espina dorsal, y a continuación rompí a sudar copiosamente. Empecé a temer que el siguiente paso fuera una crisis de angustia. Ahora era yo el gusano dentro de su capullo, un lugar excesivamente cálido y turbio para un ser humano.
—¡Aya whei! ¡Vamos, rápido! ¡Chop-chop! —exclamó Czollek a sus hombres.
Lo último que vi antes de que Czollek subiera la cremallera y de que el carromato arrancara a andar fue que el sol se había instalado en el horizonte como una moneda iridiscente. Por alguna razón que desconozco, pensé que lo mejor sería dejar de respirar cuando sintiera la presencia de soldados japoneses. Sin embargo, al cabo de un par de minutos, la humedad se encargó de pegar la bolsa a mi cuerpo como una segunda piel, con lo que tuve que redoblar los esfuerzos para no asfixiarme. Como me había provisto de una pequeña navaja, agujereé la bolsa por varios puntos para asegurarme la provisión de aire necesaria. Cuando empezaba a dominar la situación, puesto que los cortes en la bolsa me habían facilitado el suministro de aire, surgió un nuevo problema: el traqueteo del carromato hacía que los cadáveres que tenía encima se movieran y me clavaran los huesos. Era como si los muertos buscaran la postura más cómoda a la hora de viajar. El recuerdo de Lerroux me vino de nuevo a la mente, y añoré no haber fumado un par de pipas de opio antes de acceder a subirme a aquel carromato.
Tras dos paradas, que duraron algo más de media hora, llegamos al control del distrito de Chapei, el último antes de adentrarnos en los suburbios de Shanghai. En cuanto el carromato se detuvo, todo se llenó de voces japonesas acompañadas de un extraño silbido parecido al de una tetera. Un nudo de terror se agarró a mi garganta como un par de manos asesinas. Luego cerré los ojos, procuré reducir al mínimo mi respiración, entre otras razones para que disminuyera mi ritmo cardíaco, contraje el estómago y agucé el oído. Al cabo, me di cuenta de que el ruido que oía era el de las botas de los soldados pisoteando los cadáveres como si fueran racimos de uvas de las que hubiera que separar el mosto del hollejo y de la pulpa. Entremedias, se colaba la voz del plástico interponiéndose entre los cuerpos y la goma de las suelas. Trataba de discernir con qué se correspondía cada sonido, cuando de pronto la hoja de una afilada bayoneta me alcanzó en un costado. Fue como sentir el picotazo de una abeja. Afortunadamente, yo llevaba la cintura protegida por los libros, que frenaron la embestida, causándome únicamente una pequeña herida. Teniendo en cuenta la zona en la que había sido herido, el libro que me había salvado la vida tenía que haber sido El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. A continuación, las mordeduras de las bayonetas se multiplicaron, al mismo tiempo que las voces, como si una manada de buitres con los picos afilados graznara de alegría tras haber descubierto carroña con la que alimentarse. Una segunda bayoneta hundió su hoja en mi brazo derecho. En esta ocasión, noté cómo la hoja desgarraba el bíceps braquial primero y segundos más tarde el tríceps. El latigazo de dolor me pilló tan desprevenido que ni siquiera tuve tiempo de gritar. Empecé a pensar en qué parte de mi cuerpo recibiría un nuevo pinchazo, pero como no podía saberlo, contraje todos los músculos, para que la tensión frenara el avance del cuchillo. El nuevo ataque se produjo cuando ya creía que todo había pasado. Alguien gritó una palabra en japonés y, acto seguido, la hoja de la bayoneta atravesó en esta ocasión mi muslo izquierdo. Noté el calor de la sangre saliendo a borbotones, como si mi corazón se hubiera trasladado al músculo tensor de la fascia lata. Emití un gemido para mis adentros, que se mezcló con el escaso aire que ya me quedaba en los pulmones. Llevaba dos o tres minutos aguantando la respiración, tragándome el dolor para no proferir un grito que me hubiera delatado. Un minuto más tarde perdí el conocimiento.
Cuando recuperé la conciencia, me encontraba en el puerto de Zahkou, en un destartalado trasbordador que se estaba preparando para remontar el río Chieng Tang. No recordaba cómo había llegado hasta allí ni cuánto tiempo había transcurrido. Ocupaba un sucio catre por el que hubieran matado mis compañeros de viaje, un centenar largo de campesinos de cuerpos famélicos por el hambre y rostros quemados por el sol. Además, alguien había cosido mis heridas y luego las había desinfectado con un emplaste a base de hojas de té y de llantén, un eficaz cicatrizador.
Traté de reincorporarme, pero no tenía fuerzas, así que me dirigí a un campesino chino y le pedí que llamara al patrón del barco. Tardé varios minutos en hacerme comprender. El loadah se acercó hasta el catre que yo ocupaba y me dijo en un dialecto del pidgin:
—No se levante durante la travesía. Nos pondría a todos en peligro. Los japoneses tienen espías en ambas orillas del río. Si le ven podrían sospechar. Si desea entretenerse, aquí tiene sus pertenencias.
Y me entregó una vieja bolsa de tela enguatada en cuyo interior se encontraban los cuatro libros que me habían salvado la vida.
Su boca desdentada y maloliente me recordó a la de Lerroux.
—¿Viajo solo? —le pregunté.
—No, no viaja solo. Todos estos hombres van al mismo sitio que usted. Para los realmente pobres y para los ricos en ideales, Yenán se ha convertido en un lugar de peregrinación.
—¿Y para usted?
—En un buen negocio.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —proseguí el interrogatorio.
—Diez mil días, tal vez más. Pero no debe pensar en el calendario. Llegar a Yenán lleva su tiempo. No es fácil. Ahora, discúlpeme. Tengo otros asuntos que atender.
«¿Y si, en efecto, la guerra dura otros diez mil días? ¿Y si no vuelvo a ver a Norah?», me pregunté. Había rescatado a Norah del gueto, y a continuación, la había abandonado a su suerte. ¿Qué me había impulsado a comportarme de esa manera? ¿Acaso no me daba cuenta de que en la partida de Gô que estaban jugando los japoneses y los comunistas chinos yo no era más que una ficha intercambiable? Más tarde o más temprano, una vez hubiera cumplido mi papel en aquella partida, me eliminarían. De pronto, me invadió la sensación de haberme precipitado, de haber huido de Shanghai por cobardía, por carecer del valor de enfrentar la situación plantándole cara a Fukuda. Cada una de mis reflexiones iba acompañada por el balanceo que hacía la barcaza en su avance, lo que terminó por ponerme el estómago de punta. Haciendo uso únicamente de un brazo y de una pierna logré por fin reincorporarme, hasta situar la cabeza por encima de la borda. Mis pulmones se llenaron entonces del humo del motor que una brisa pastosa arrastraba en la dirección de la marcha, y mis ojos quedaron cegados por la intensa luz, mucho más blanca que la de Shanghai. Luego me alcanzó el tufo de la sentina, parecido al hedor del durián del Long Bar del Hotel Raffles de Singapur. Tuve dos arcadas seguidas, pero sólo vomité un poco del miedo que tenía pegado al estómago como una lapa.
A continuación, con el cuerpo de nuevo recostado sobre el jergón, le eché un nuevo vistazo al pasaje. Pensé que la mayoría de aquellos campesinos, de haber pasado por mi consulta de Shanghai con alguna dolencia, habrían quemado las recetas para luego echar las cenizas en el interior de una taza de té. Pronto serían soldados del Ejército Rojo. Les darían una instrucción básica, aprenderían a disparar de forma poco eficaz y, durante el tiempo que durara la guerra, llamarían a las bombas que caían del cielo «huevos de avión». Eso sí, cualquier acción que acometieran la llevarían a cabo bajo el escudo protector más poderoso de cuantos existían: la fe en las convicciones y en las supersticiones.