10
Norah y Nube Perfumada congeniaron a las mil maravillas. Ambas tenían en común el elemento más aglutinante de cuantos pueden darse entre dos personas: el sufrimiento. Ni siquiera el amor une tanto como el hecho de haber padecido alguna clase de vejación moral o física. Y, aunque de distinta manera y por diferentes circunstancias, las dos habían sido humilladas. No en vano, detrás de la Norah reina de los bailes del Hotel Majestic, se escondía una joven judía indefensa sujeta al albur del destino. Primero se había quedado huérfana en una tierra que no era la suya, luego se había visto obligada a huir de Alemania en compañía del socio de su padre convertido en su marido, para acabar finalmente encerrada en un gueto controlado por el Ejército Imperial japonés. El caso de Nube Perfumada era aún más sangrante. No sólo había tenido que ejercer de «mujer confort», sino que encima había sido obligada a comerse a una compañera.
Un detalle que ponía de manifiesto la buena marcha de la relación entre las dos mujeres que ahora vivían bajo mi mismo techo, fue el hecho de que Norah compartiera con Nube Perfumada los secretos de las recetas húngaras que, a la postre, era lo único que había heredado de su madre junto con unas cuantas fotografías y unos cuantos anillos y pendientes. Cada día, cuando regresaba del consulado, me encontraba con un nuevo platillo elaborado por Nube Perfumada siguiendo las indicaciones de Norah: gulash a la Csángó, judías a la Jókai, Marhpörkolt (un guiso picante de ternera), Tokány de «los siete caudillos», etc.
A veces, se unían a nosotros Stein y Friedman, quienes hicieron de la búsqueda de música húngara un asunto de amor propio. Después de movilizar a buena parte de su clientela, lograron encontrar sendas obras de Ferenc Liszt, la Rapsodia Húngara y la Sonata en si menor. Algo que colmó de felicidad a Norah. De modo que, entre la música y la comida, la casa se llenó de sonidos y de aromas centroeuropeos, donde la única nota exótica la ponía Nube Perfumada. Era como oír de repente un guqin chino en una taberna húngara, en cuyo interior un pianista excelso estuviese interpretando con maestría una pieza de Liszt.
Aquella complicidad sincera y espontánea, unida al celo que Nube Perfumada ponía en el cuidado de la enferma, cuya mejoría se hizo pronto evidente, me permitió iniciar las pesquisas que me había recomendado Czollek. Cada tarde acudía a dos o tres Casas del Singsong, pero lo único que obtenía eran evasivas de los propietarios. Nadie conocía a la amante de Leon por el simple hecho de que tampoco recordaban haber visto a Blumenthal en sus locales. Al cabo de una semana, decidí buscar la ayuda de alguien más acostumbrado a moverse en aquellos ambientes. Naturalmente, pensé en Lerroux, dada su necesidad de dinero para costearse el opio y la calidad de sus contactos en el mundo del hampa.
Cuando me planté de nuevo delante de él y conseguí reanimarlo lo suficiente, abrió la boca con sumo esfuerzo y me formuló la misma pregunta que la otra vez:
—¿Ha sido usted quien me ha hecho esto?
—No, no he sido yo —respondí.
Esta vez no hizo referencia al opio. Clavó sus diminutas pupilas sobre mi camisa, hasta que, poco a poco, fueron recobrando la capacidad de percibir aquello que había a su alrededor. Ver a un opiómano despertar es lo mismo que ver cómo un recién nacido contempla por primera vez el mundo que le rodea: todo es asombro y vacilación, miedo y emoción.
—¿Es posible que haya oído que se ha casado? —me preguntó al fin.
Saqué la foto de Leon de la cartera y se la mostré.
—Realmente es guapa la novia —ironizó.
—¿Reconoce a este hombre?
—Herr Leon Blumenthal. El judío «apátrida».
—Sé que tenía una amante y quiero que me ayude a encontrarla.
—¿No hemos tenido ya esta conversación? Nunca he ejercido de consejero matrimonial. Esos asuntos suelen llevarlos los detectives privados. Francamente, no creo que pueda servirle de ayuda —trató de desmarcarse.
—No se haga el listo conmigo, Lerroux. O tal vez la próxima vez que me pregunte si he sido yo quien le ha roto los dientes, recibirá un sí por respuesta. Me he casado con la viuda de Leon Blumenthal, quien a su vez tenía una amante que puede estar relacionada con su muerte. Por eso la busco. Le hablé del asunto la última vez que vine a visitarlo —aclaré.
—Oh, sí, la última vez que vino a visitarme… En realidad, es usted la única persona que ha venido a verme. Ni siquiera estoy seguro de que eso sea algo bueno. ¿Lo es? ¿A usted qué le parece? En cualquier caso, por si sus intenciones son honestas, le daré un consejo. No le recomiendo que busque a la amante de su amigo ahora que se ha casado con la viuda de su amigo.
—¿Por qué? —me interesé.
—Porque tal vez acabe liado con ella. Entonces se convertiría usted en el amante de la amante de su amigo y en el marido de la mujer de su amigo.
La sonrisa hueca y oscura de Lerroux me recordó una de esas grutas vacías y malolientes que uno encuentra en determinadas montañas o en playas desiertas.
—¿Acaso la conoce?
—La conocí.
—¿Cómo era?
—¿Que cómo era? Joven, bonita y china.
—Joven, bonita y china, hay un millón de muchachas así en Shanghai.
—Ya le he dicho que la conocí hace mucho tiempo. Si utilizo el tiempo pasado es porque si la viera ahora no la reconocería. El opio ha hecho muy bien su trabajo. Cabe incluso que en algún rincón de mi memoria guarde su dirección…
—¿Por qué no me lo dijo el otro día? —le reproché a continuación.
—Porque entonces no habría venido hoy a visitarme… —volvió a ironizar—. ¿Qué quiere que le diga? Tal vez usted no me formuló la pregunta correcta. Quizá, simplemente, yo no estuviera lo suficientemente en forma… ¿Quién puede saber por qué no le dije entonces lo que le estoy diciendo ahora?
—Me gustaría que hiciera un esfuerzo y tratara de recordar. Tengo una buena suma de dinero que ofrecerle.
—¿Cree que en mi estado podría llegar caminando siquiera hasta el control de la Concesión Francesa? Le aseguro que no. Tendría que emplear el dinero que me ofrece en comprar unos pulmones nuevos —se desmarcó.
—Dúchese, aféitese, y bébase un litro de café —le recomendé—. Le pagaré un rickshaw durante las veinticuatro horas del día. No tendrá que dar un solo paso a pie.
—Ése es el problema, para mí el día tiene más de veinticuatro horas. Para mí, hoy es todavía ayer, o mejor dicho, tal vez hoy sea la semana pasada. En resumen, no sé en qué día vivo, y no es algo que me preocupe demasiado. Si le parece, haremos otra cosa. Usted me da un poco de dinero y consigue que venga a visitarme una pedicura. Lo único que verdaderamente me incomoda de mi nueva vida son las uñas de los pies. No alcanzo a cortármelas. Yo, a cambio, trataré de recordar lo que pueda sobre la Shanghai girl.
Oír a Lerroux hablar de las uñas de sus pies, me hizo acordarme del discurso de Norah relativo al crecimiento de las uñas y la muerte.
—Tumbado ahí no logrará recordar nada. Se fumará el dinero que le dé y yo no obtendré nada a cambio —argumenté.
—Tiene razón. Yo conseguiré fumarme unas cuantas pipas a su costa y también que me corten las uñas de los pies… Pero tendrá que correr ese riesgo.
—Al menos sé que no huirá a ninguna parte —admití resignado.
—Aunque no lo crea, los opiómanos gozamos de períodos de gran lucidez. No son frecuentes, y no duran demasiado, pero los tenemos. Por ejemplo, recuerdo perfectamente que es usted el cónsul de un país fascista amigo de los japoneses…
Instintivamente, le dediqué a Lerroux una mueca de desaprobación.
—Aunque también sé que no es usted un fascista —añadió—. Me refiero a que usted representa a un Estado fascista sin serlo. Claro que si fuera el representante de un Estado comunista, tampoco militaría. De modo que no es fascista ni comunista. Y no es ninguna de las dos cosas porque no cree en el Estado. Lo que a usted le interesa de verdad son las personas, una por una: Herr Blumenthal, su esposa, su amante… La suya es la historia del elefante y la hormiga…
—¿Qué historia es ésa? —me interesé.
—Ahora no la recuerdo bien, pero sé que hay una historia así para establecer una analogía entre las dimensiones gigantescas que separan al Estado del individuo. Un elefante nunca podrá cuidar de una hormiga, por mucho empeño que ponga en no aplastarla. De hecho, un adagio africano dice: «Cuando los elefantes salen a pasear, las hormigas se quedan en casa». La verdad es que los elefantes ni siquiera ven a las hormigas… Soy armenio, es decir, una hormiga que ha sido pisoteada por muchos elefantes. ¿Entiende adónde quiero ir a parar?
—Le entiendo perfectamente. Armenia es una pequeña nación parte de cuyo territorio está en manos de las naciones vecinas, que son más grandes. Le daré ese dinero y le enviaré una pedicura antes de que decida volver a encerrarse en este hormiguero.
—¿Se da cuenta dé que Shanghai era hermosa precisamente porque daba cobijo a un montón de hormigas que habían decidido abandonar la senda de los elefantes? —reflexionó—. Cuando yo llegué a esta ciudad, Shanghai era una especie de Babel amurallada, una ciudad ideal, casi perfecta, pues sólo entre murallas les está permitido a los hombres poner en práctica las utopías. Luego Hitler y sus socios japoneses destruyeron la utopía de un manotazo, y el sueño de Shanghai se esfumó como humo de opio…
—Oyéndole hablar se diría que el mundo le necesita, Lerroux, pero en cuanto cierra la boca, le veo tal y como era en ese mundo antes de que se recluyera en este antro. ¿Desea saber qué es lo que veo? A un canalla sin escrúpulos, a un vulgar proxeneta y traficante de toda clase de cosas —intervine.
—Tiene buena vista. Aunque olvida una cosa. El mundo no me necesita, pero usted sí.
—El mundo no nos necesita a ninguno de los dos. De lo contrario, no estaríamos manteniendo esta conversación en un lugar como éste.
Lerroux dibujó un perfecto arco con la ceja derecha antes de decirme.
—Sus respuestas empiezan a parecerse a las de un opiómano, así que procure encontrar a esa mujer antes de que sienta la tentación de tumbarse en el camastro de al lado.
En la puerta del Monk’s me di de bruces con Mr. Chow, el propietario. Vestía una túnica blanca, como si acabase de regresar de un funeral. En esta ocasión, me adelanté lanzándole el adagio de Lerroux como si se tratara de un gancho en la mandíbula.
—Elefantes, hormigas… Es usted un hombre muy profundo, monsieur Niboli —observó—. Pero si me permite decirlo, a su historia le falta un dragón. A los chinos nos gustan más los dragones que los elefantes. Por eso decimos: «Cuando parece que las montañas están bailando y girando, nacen dragones». Es decir, el dragón alude al poder de la tierra… Aunque este detalle no le resta profundidad a sus palabras.
—No creo que mis palabras alcancen la profundidad de su fumadero. Estoy seguro de que alguno de sus clientes no ha vuelto a encontrar la salida —dejé caer.
—Así es, monsieur Niboli. Algunos de los que han entrado han salido con los pies por delante. Pero la culpa no es de mi local, sino de lo que mis clientes hacen en él. El opio es cualquier cosa menos una habitación con las puertas cerradas. Si me permite calificarlo de una manera literaria, el opio es una habitación con vistas… ¿Recuerda esa novela de E. M. Forster? Vendí un centenar de Una habitación con vistas cuando el Monk’s era una librería. Forster era un autor muy popular, sobre todo entre las damas británicas. ¡Cuánto echo de menos a esas viejas cotorras empingorotadas! ¡Son tan… exóticas las damas inglesas! ¡Oh, pero qué descortesía la mía! ¡He olvidado felicitarle por su matrimonio! ¿Aceptaría que le invitara a una botella de champagne en mi humilde club?
—Tal vez acepte su invitación cuando la señora Niboli se encuentre mejor.
—Naturalmente, lo primero es la salud. Espero que su dolencia no sea demasiado grave.
—Se está recuperando de unas fiebres tifoideas.
—Comprendo. Tanto hablar de dragones, de elefantes y de hormigas, nos hemos olvidado de las pulgas y de los piojos, quienes se han convertido en los amos de Shanghai desde la ocupación japonesa. Sí, desgraciadamente, Shanghai se ha transformado en una ciudad de parásitos… Naturalmente, no me refiero a mis clientes, sino a quienes le chupan la sangre a mi pueblo…
Y tras sorber un poco de aire como si se tratara de una sopa, me preguntó:
—¿Sabe quién va a ganar esta guerra?
—No, pero está claro que usted sí cree saberlo —respondí.
—En efecto. Yo sí lo sé. Basta con leer entre líneas. Todo el mundo cree que los vencedores serán los japoneses o, en su defecto, los nacionalistas del Kuomitang. Pero los ganadores de esta guerra serán los comunistas. Y le diré por qué. Los nipones creen que la libertad es algo que se administra; los nacionalistas, por el contrario, están convencidos de que la libertad es algo que se adquiere, que se encuentra al final de un camino que está representado por la lucha armada; los comunistas, en cambio, son los únicos que se han dado cuenta de que la libertad es una pedagogía, un anhelo que habita dentro del propio ser humano, de modo que no hay que correr detrás de ella como podenco tras su presa, basta con enseñarla. Los comunistas están enseñando la pedagogía de la libertad entre el campesinado hambriento como quien entrega un cuenco rebosante de arroz, y eso les hará ganar la guerra. Para un campesino, la libertad consiste en poder comer todos los días. Algo que, desgraciadamente, no ha ocurrido siempre en este país. China no es Pekín o Shanghai, sino sus campesinos. La inserción de los comunistas entre el campesinado es ya un hecho. Como ha dicho Chu Teh, uno de los líderes del Partido Comunista Chino: «Mientras que el Ejército Rojo es como el pez, el pueblo chino es como el agua».
Mr. Chow era un batracio, Lerroux era una hormiga a punto de ser aplastada por un elefante del tamaño de cualquier Estado, China estaba representada por un dragón en plena agitación, el Ejército Rojo era un pez nadando en una corriente que simbolizaba al pueblo chino, los japoneses eran parásitos, de modo que sólo faltaba averiguar qué animal se correspondía con mi personalidad. Por lo pronto, decidí regresar cuanto antes a mi madriguera.