12
Una berlina negra aguardaba mi llegada en la pista de aterrizaje del aeródromo de Hungchiao. Un oficial del Kempei Tai me comunicó que tenía orden de acompañarme hasta el Tun Wen College, donde me esperaba el coronel Fukuda.
Al tomar asiento, tuve la sensación de que me sentaba sobre un flan de gelatina. El traqueteo del motor terminó de hundirme en las entrañas de aquella superficie blanda y resbaladiza. A pesar de que el cielo estaba plomizo y amenazaba con descargar una buena cantidad de agua, el calor era sofocante. Cuando el coche arrancó, los oídos me zumbaron como si aún me encontrara a nueve mil pies de altitud. Nada más tomar la carretera principal, nos cruzamos con una cuerda de presos, chinos tuberculosos que, con las bocas tapadas por mascarillas, caminaban bajo la atenta mirada de una columna de soldados japoneses cargando las palas, las antorchas y las latas de combustible con las que cavarían sus propias tumbas y sus cuerpos serían incinerados después de ser fusilados. A la derecha, el río Wangpoo parecía una vena a la que el verano hubiera desangrado. Desde el quai de France (la zona francesa del Bund) hasta la desembocadura del canal de Soochow Creek, una gigantesca lengua de lodo había dejado en el dique seco a decenas de sampanes, cuyas estructuras de madera habían sido lamidas por el sol y ahora parecían esqueletos de animales prehistóricos.
Un cuarto de hora más tarde, me encontraba en una habitación acolchada y sin ventanas del Tun Wen College, cuyo único mobiliario era una mesa de madera y dos sillas a juego. Las aspas de un ventilador pegado al techo removían el aire cansinamente. A pesar de lo cual, la habitación estaba cargada de presentimientos. La falta de ventanas los mantenía allí dentro como prisioneros que hubieran consumido el aire de la estancia después de ser torturados. Sobre la mesa descansaba un tablero lacado de goban. A tenor de la disposición de las piedras o fichas, alguien estaba en plena partida de Gô. Tomé asiento en una de las sillas y contemplé el tablero en un intento por descifrar algún posible mensaje en torno a la distribución de aquellas pequeñas piedras blancas y negras, pero mi conocimiento del juego era demasiado rudimentario. Yo sólo sabía del Gô que era un juego de estrategia, muy popular entre los intelectuales chinos, coreanos y japoneses, y también entre los militares nipones por su parecido y semejanza con el arte de la guerra. Se trataba de ir colocando piedras blancas o negras en torno a las trescientas sesenta y una intersecciones de un tablero que disponía de diecinueve líneas horizontales y de otras tantas verticales. La finalidad del juego consistía en cercar las piedras del adversario hasta dejarlas sin salida. Según se jactaban los jugadores profesionales, la complejidad y el grado de dificultad del Gô equivalía a jugar cuatro partidas de ajedrez simultáneas.
Al cabo de unos minutos, hizo su entrada el coronel Fukuda. A pesar de que mantenía la expresión impasible de siempre, había un síntoma que ponía de manifiesto que las cosas no marchaban bien del todo: la palidez de su rostro se había tornado grisácea.
—¿Por qué me ha hecho venir a esta especie de sala de torturas? ¿Acaso pretende amedrentarme? —me adelanté.
—Detesto tener que trabajar en una habitación con ventanas —se justificó Fukuda—. Y tampoco soporto el ruido, de manera que mandé acolchar las paredes. Una guerra requiere la máxima concentración.
—¿Qué desea de mí? Me gustaría poder reunirme con mi esposa cuanto antes.
Y como el militar se quedó contemplándome en silencio, como si no entendiera el motivo de mi comentario, añadí:
—Ni siquiera he tenido tiempo de disfrutar de una auténtica luna de miel, ya me entiende, coronel.
Fukuda me ofreció un cigarrillo, que rechacé con un gesto. Luego colocó un pitillo en la comisura de sus labios, lo encendió y, tras expulsar una vaharada de humo que acabó convirtiéndose en una gigantesca voluta, dijo:
—Me temo que tengo que darle una mala noticia.
—¿Qué sucede? ¡Hable! —exclamé sin ocultar la impaciencia que se había apoderado de mí.
Durante treinta largos segundos, Fukuda se quedó contemplando la composición que las fichas habían formado en el tablero de goban, al tiempo que inhalaba humo por la boca y lo exhalaba por la nariz. Tuve la sensación de no ser más que una de esas piedras que descansaban sobre el tablero rodeadas por otras piedras. Una piedra cercada por otras de distinto color.
—¿Recuerda que le dije que no investigaríamos la muerte de Herr Blumenthal? —dijo al fin.
—Sí. Para no enturbiar sus relaciones con los nazis —agregué.
Fukuda hizo de nuevo una pausa, si bien en esta ocasión con la intención de que la frase que iba a pronunciar a continuación causara en mí el efecto deseado.
—Por una cuestión de seguridad, no le dije toda la verdad. Herr Blumenthal colaboraba con nuestro ejército, de modo que tras su muerte abrimos la pertinente investigación —reconoció.
—En consecuencia, fueron ustedes quienes le proporcionaron el pasaporte ruso —observé.
—Así es —reconoció Fukuda—. Necesitaba un pasaporte para poder llevar a cabo su cometido.
—¿Elegir y tasar las antigüedades chinas que luego ustedes sacan del país para recaudar fondos con los que sufragar la guerra que mantienen con China?
Conforme fui desgranando la pregunta, la grisácea palidez de Fukuda se fue acentuando. Aunque no parecía probable que fuera a perder la serenidad. Todo lo contrario, la expresión de su rostro se tornó pétrea y su cuerpo fue adquiriendo una inmovilidad amenazadora, como la de una serpiente justo antes de saltar sobre su presa.
—La clase de trabajo que Herr Blumenthal realizaba para nosotros no viene al caso —se desmarcó—. La cuestión es que hemos descubierto por fin a la mujer que andaba detrás de su asesinato. Lamento tener que comunicarle que la amante de su amigo era su criada china.
Por un segundo creí estar oyendo a Lerroux en el fumadero de opio. Después de todo, la atmósfera de aquella habitación estaba tan cargada como la del Monk’s.
—¿Mi criada china? ¿Nube Perfumada? —pregunté incrédulo.
—«Lady Warrior» —me corrigió.
—¿Lady qué? Tiene que haber un error.
—No hay ningún error, doctor Niboli. Su criada trabaja para el Partido Comunista Chino. Su nombre en clave es «Lady Warrior». Desgraciadamente, se nos ha escurrido de entre las manos cuando estábamos a punto de capturarla. Ha huido a las montañas de Yenán.
Si Fukuda estaba en lo cierto, Walter Czollek me había mentido. O mejor dicho, todo el mundo lo había hecho: Leon, Nube Perfumada, Czollek, y el propio Fukuda. Pensé en Norah y me pregunté si ella también me habría mentido.
Como si Fukuda tuviera el don de leer mi pensamiento, añadió:
—Ahora resulta de vital importancia que hable con su mujer y trate de sonsacarle todo lo que sepa, hasta la última palabra. En caso de que usted no tenga fuerzas o la voluntad necesaria, entonces intervendremos nosotros.
—¿Qué quiere decir con eso de que intervendrán ustedes? Soy cónsul de un país amigo, y mi esposa goza de inmunidad diplomática. No pueden interrogarla —le hice ver.
—En efecto, eso sería así en el supuesto de que Norah Blumenthal fuera en realidad su esposa.
Desde que ostentaba el cargo de cónsul, había procurado hacer de la moderación uno de mis atributos, pero Fukuda sabía cómo exasperar a cualquiera.
—¿De qué diablos habla? ¿Qué trata de decirme?
—«Lady Warrior» no ha huido sola de Shanghai, lo ha hecho acompañada del padre Faury.
—¿Faury?
—Otro comunista impenitente. El problema radica en que el padre Faury se ha llevado consigo toda la documentación que había en la catedral de San Ignacio. De manera que «técnicamente» no hay constancia escrita, ningún documento, de su boda con la viuda de Leon Blumenthal.
—Mi mujer es una joven de veinticuatro años a la que nunca le ha importado la política. Herr Blumenthal era como un padre para ella, de modo que no creo que sepa nada sobre…
—También «Lady Warrior» tiene veinticuatro años —me interrumpió Fukuda—. La edad no es un impedimento para que uno se tome en serio a sí mismo.
—El nombre de Norah Revesz figura en el registro del consulado como ciudadana española de pleno derecho —insistí en mi reivindicación.
—También aparece el nombre de Norah Blumenthal en el registro de residentes del «área determinada para apátridas» —me replicó—. La fecha de mi documento es anterior a su registro, así que es la que prevalece. No obstante, si lo prefiere, le daremos orden al embajador del Japón en su país para que traslade el problema a su gobierno.
Obviamente, yo no deseaba que en España se supiera que me había casado con una judía después de haberla sacado del gueto. Algo que hubiera comprometido mi situación frente al gobierno para el que trabajaba. Al verme en un callejón sin salida, empezó a faltarme la respiración, como si Fukuda fuera una boa constrictora que llevara rato tratando de asfixiarme con la presión de sus anillos vertebrales.
—¿Cómo puedo saber que está diciendo la verdad? Ya me mintió al hablarme del pasaporte ruso de Herr Blumenthal.
Fukuda dibujó lo que parecía una sonrisa detrás de la nube de humo antes de decir:
—¿Acaso importa la verdad?
—Si Nube Perfumada era la amante de Leon Blumenthal, ¿qué móvil tenía para matarle? —reflexioné en voz alta.
—Seguramente «Lady Warrior» recibió la orden de sonsacar a Blumenthal, puesto que los comunistas sabían que su amigo colaboraba con nuestro ejército. Luego, cuando dejó de serles útil, acabaron con él —elucubró Fukuda.
Ni siquiera le dediqué un segundo a aquel argumento. Después de todo, lo que verdaderamente importaba eran las consecuencias, Norah, yo y la validez de nuestro enlace matrimonial.
—¿Qué quiere que haga? —pregunté a continuación.
—Eso depende de cuánto desee volver a estar casado con la viuda de Herr Blumenthal.
—Sea más explícito.
—¿Ha jugado en alguna ocasión al Gô? —me preguntó señalando al tablero de goban que había entre ambos.
—No. Aunque sé de qué va el juego, más o menos.
—En el Gô se utiliza el término japonés sente. Significa iniciativa. De manera que todo jugador está obligado a responder a su oponente. Y eso es lo que quiero de usted, que tome la iniciativa en la partida.
—¿Tomar la iniciativa? ¿Cómo?
—Quiero que hable con su esposa y que averigüe cuál es su grado de implicación en este «complot». Luego, cuando ese extremo se haya resuelto, quiero que se haga pasar por muerto, salga de la ciudad escondido en la carreta que recoge los cadáveres del «área determinada para apátridas» y se dirija hasta las montañas donde se esconden los comunistas. Una vez allí le reclamará a Faury el certificado que demuestra que está usted casado, aunque lo que hará en realidad será reunir planos y tomar fotografías de la zona, que me entregará a su regreso.
Uno de los métodos que tenían los insurgentes para salir de Shanghai consistía en hacerse pasar por muertos entre las decenas de cadáveres, desde indigentes chinos a judíos enfermos, que eran recogidos por carromatos y trasladados fuera de la ciudad por una cuestión de higiene. Como los japoneses estaban al tanto de esta práctica, solían clavar sus bayonetas al azar entre los cuerpos sin vida. En algunas ocasiones, aquellos que lograban librarse de los japoneses haciéndose pasar por muertos sucumbían al cabo de las semanas contagiados por el tifus o por otras enfermedades infecciosas.
—Sin duda, ha perdido usted el juicio —le hice ver.
—Tal vez, pero si no hace lo que le digo, no me quedará más remedio que ordenar que recluyan de nuevo a Norah Blumenthal en el «área determinada para apátridas». En esta ocasión, le diré al oficial Ghoya que le busque una habitación «especial», ya me entiende, un lugar donde corra el riesgo de contraer el tifus que me dijo que padecía y que luego no resultó sufrir. Usted tampoco me contó toda la verdad.
—¿Qué cree que harán los comunistas cuando me vean aparecer en su territorio reclamando un certificado de matrimonio con una cámara fotográfica en la mano? —le pregunté con el propósito de hacerle entrar en razón.
—Pensarán lo mismo que yo cuando me vino con la monserga de que se quería casar con la viuda de Herr Blumenthal: que es usted un romántico incurable que no quiere ver a su esposa encerrada de nuevo en el «área determinada para apátridas». Además, cuenta con el apoyo indirecto tanto del padre Faury como de «Lady Warrior». Ambos han podido comprobar que el amor que siente por Norah Blumenthal es, digámoslo así, verdadero. De hecho, el propio padre Faury le ha proporcionado la coartada perfecta al huir con todos esos papeles. En cuanto a la cámara fotográfica, no tiene por qué preocuparse. Pondremos a su disposición una verdaderamente pequeña, que podrá ocultar sin levantar sospechas.
—Los carromatos de la muerte están repletos de cadáveres que han fallecido por causa de la tuberculosis o del tifus. Me contagiaré y moriré antes de llegar a las montañas de Yenán —observé.
—Muchos cadáveres son envueltos en papel de periódico. Usted «viajará» dentro de una bolsa de plástico negro, con una mascarilla. Nosotros se la proporcionaremos.
—¿Y cómo respiraré si «viajo», como usted dice, dentro de una bolsa de plástico? —me interesé.
—Los carromatos de la muerte comienzan su recorrido en la Concesión Francesa, luego pasan por la Concesión Internacional y, por último, recogen los cadáveres del «área determinada para apátridas». Desde aquí hasta las afueras de la ciudad hay unos veinte minutos. Justo el tiempo que dura la reserva de aire de una bolsa para cadáveres si ésta es lo suficientemente amplia. Además, le proporcionaremos una mascarilla, de modo que podrá abrir parcialmente la cremallera en caso de necesitar aire. Obviamente, los soldados encargados de reconocer los carromatos de la muerte recibirán la orden de no hundir sus bayonetas en la bolsa que usted ocupe. Así que lo que tiene que hacer ahora es postularse delante de los comunistas y lograr que le permitan unirse a su movimiento.
—¿Quiere que entre en contacto con los comunistas? —pregunté sin dar crédito a su propuesta.
—¿Acaso no lo ha hecho ya? —se pronunció Fukuda imprimiéndole a su semblante una expresión de severidad—. En esta ocasión nos mantendremos al margen, para no levantar sospechas. Dispone de cuarenta y ocho horas.
Saber que Fukuda estaba al tanto de mi encuentro con Walter Czolleck aumentó la sensación de hostilidad que me oprimía el pecho.
—Veo que ha pensado en todo —dije.
—Si quiere que los comunistas confíen en usted, tendrá que salir de Shanghai siguiendo los mismos métodos que ellos emplean, en un carromato de la muerte. Los comunistas no creen en la acción sin sufrimiento. Primero anduvieron durante más de un año desde el sur hasta el norte de China. En el trayecto murieron miles de ellos, y quienes no sucumbieron a la larga marcha, tuvieron que alimentarse con la corteza de los árboles o de las bayas que encontraban en el camino. Incluso ahora que están a salvo en las montañas de Yenán, viven en el interior de cuevas.
—De modo que, según usted, los comunistas sólo confiarán en mí si les demuestro que para llegar hasta ellos soy capaz de sufrir y de pasar calamidades —razoné.
—Más o menos. Aunque si es capaz de captar la filosofía del juego del Gô, entonces estará en disposición de comprender que hay cosas que ni siquiera tienen que existir para ser reales. A veces, la simple apariencia basta para suplir la realidad. Y ésa será la baza principal de su juego. Viajará en un carromato de la muerte, pero lo hará dentro de una bolsa de plástico; fingirá ser un enamorado inconsciente al que mueve la desesperación, pero en realidad será los ojos y los oídos de Japón en las montañas de Yenán…
—El problema es que jamás he jugado una partida de Gô —reconocí.
—Mientras sepa ocultárselo a su adversario, le servirá incluso de ventaja. Como le he dicho, ni siquiera lo verdadero tiene que ser real.
—¿Quién es su oponente? —me interesé a continuación refiriéndome al contrincante de aquella partida.
—Se trata de un oficial de nuestro ejército que se encuentra en el frente luchando contra los comunistas. A pesar de que partió hace más de un año, la partida sigue viva. Todos los días dedico un rato a pensar en mi próximo movimiento, y ahí es donde está la grandeza de este juego, pues las combinaciones que ofrece son tantas que en todo este tiempo no he repetido mentalmente el mismo movimiento una sola vez. En cierta manera, el Gô es un ser vivo por sí mismo, y lo es porque forma parte de la vida. Si tú sufres, él sufre; si tú mueres, él muere…
—Ya que habla de posibilidades, ¿qué será de Norah si me ocurre algo? —me interesé.
—En ese caso, para usted habrá terminado la partida. Pero no le estoy pidiendo que represente el papel de un patriota, sólo quiero que tome unas cuantas fotos de Yenán desde el suelo que nos ayuden luego a bombardear el lugar desde el cielo. Por ejemplo, saber dónde viven los líderes comunistas, Mao Tse-tung y Zhou Enlai, no estaría de más. Y también el emplazamiento exacto de los arsenales y de los depósitos de combustible. Ese tipo de cosas.
Las palabras de Fukuda me recordaron otras de Leon cuando trataba de justificar su atrabiliario comportamiento: «Una guerra es la lucha desesperada por no morir, pero a veces sobrevivir no basta para sentirse vivo. Es necesario tomar partido».
Salí del Tun Wen Collage convencido de que yo era la única persona de Shanghai que no mentía, al menos deliberadamente. Luego, mientras caminaba de regreso a casa bajo un sol abrasador (en el transcurso de mi entrevista con Fukuda los negros nubarrones habían desaparecido), traté de encajar las fechas que me permitieran establecer alguna clase de vínculo entre Leon y Nube Perfumada. Norah me había dicho que Leon se había echado una amante a los dos meses de llegar a Shanghai procedente de Alemania. Aunque si no me fallaba la memoria, también había insinuado que tal vez tuviera más de una amiguita, algo muy común entre los occidentales. Por otra parte, Nube Perfumada había sido esclava sexual del ejército japonés durante algo más de dos años, desde febrero de 1941 hasta primeros de mayo de 1943. Eso suponía que durante ese tiempo había estado fuera de la circulación, puesto que las «mujeres confort» trabajaban en exclusividad para los militares japoneses y tenían prohibida las relaciones sociales, como medida de seguridad. De hecho, si Nube Perfumada había logrado librarse de la «casa de consuelo» era precisamente porque los japoneses le habían propinado una soberana paliza y dado por muerta después de descubrir que padecía de sífilis. Luego una persona anónima había dejado su cuerpo malherido delante de mi consulta. Como todo esto había tenido lugar hacía unos cuatro meses, veinte días antes de que los Blumenthal fueran confinados en el «área determinada para apátridas», cabía la posibilidad de que la relación entre ambos hubiera comenzado entonces. Desde luego no recordaba haberlos presentado, aunque cuando se trataba de una relación mixta, las presentaciones estaban de más, puesto que se tendía a ocultarla. Pero había algo en esta hipótesis que la echaba por tierra: Nube Perfumada padecía de sífilis, con lo que la probabilidad de que hubieran mantenido una relación bajo esas circunstancias resultaba harto improbable. Nadie en su sano juicio se acostaba con una sifilítica, al menos a sabiendas. De manera que lo más probable era que Nube Perfumada y Leon se hubieran conocido mucho antes, que hubieran mantenido una relación intermitente a lo largo de todos estos años. De lo que estaba completamente seguro era de que Norah no conocía aquella relación, pues de lo contrario jamás hubiera permitido tener como criada a la amante de su marido, aunque sólo hubiera sido por una cuestión de amor propio.
Conforme el sol iba reblandeciendo mi cerebro, me costaba más trabajo creer que Fukuda tuviera razón con respecto a las actividades «delictivas» de Nube Perfumada, «Lady Warrior» o como quiera que se llamase. Aunque si analizaba su biografía con la suficiente frialdad, las piezas del rompecabezas podían encajar. Cualquier persona que hubiese pasado por una «casa de consuelo» y que hubiera sido obligada a comerse a un semejante, tenía motivos suficientes para implicarse políticamente con aquellos que combatían a sus torturadores. Además, yo no conocía todas las facetas del carácter de Nube Perfumada, que al parecer había ocultado bajo una gruesa capa de superficialidad e inocencia, a lo que había que sumar los antecedentes familiares. No en vano, su padre y su hermano llevaban más de tres años en las filas del Ejército Rojo. Con todo, Nube Perfumada seguía siendo para mí una víctima, incluso en el supuesto de que hubiera tomado parte en el asesinato de Leon. Luego estaba el episodio del robo de la caja fuerte. Si como parecía conocía la combinación, le habría bastado con abrir la puerta, coger lo que había en el interior y volver a cerrar la caja. Procediendo así yo no me habría percatado del robo. ¿Por qué entonces me había golpeado con la sartén? ¿Por qué había dejado abierta la puerta de la caja fuerte? Todo parecía indicar que detrás de aquella «teatralidad» había alguna clase de mensaje.
Cuando llegué a casa, me ardían la cabeza y los pies, y en mis sienes retumbaba el nombre de Walter Czollek como un eco.