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La historia de los judíos en Shanghai se remontaba al año 1844, cuando un miembro de la familia judía de origen iraquí de los Sassoon llegó a la ciudad para hacer negocios. A los primeros judíos llegados de Bagdad, le siguieron otros procedentes de España, Portugal y la India y, por el origen sefardí de la mayoría, eran conocidos como «Sephardim». A este selecto grupo de pioneros no sólo pertenecían los Sassoon, sino también los Hardoun y los Kadoorie, tres de las familias más ricas e influyentes de la ciudad.
A comienzos del siglo XX, con la revolución rusa, había llegado a Shanghai una segunda oleada de emigrantes judíos procedentes de Rusia. Eran los llamados «rusos blancos», por cuanto que estaban en contra de los comunistas, que se identificaban con el color rojo. En 1939 conformaban una comunidad de aproximadamente cinco mil miembros. La mayoría trabajaba en negocios de poca monta y copaban algunos trabajos, como el de conductores de autobús.
La tercera oleada comenzó en 1934 y se prolongó hasta 1941, coincidiendo con las leyes antisemitas promulgadas por los nazis y con la entrada de Italia en la guerra. A los judíos llegados durante ese período se les conocía como «asquenazíes».
Sólo entre los meses de agosto de 1938 y 1939, habían llegado a Shanghai diez mil judíos «asquenazíes» procedentes de Alemania, Austria y Polonia, entre los que se encontraban Leon y Norah Blumenthal. Algunos de ellos habían tenido que huir sin tiempo siquiera de poder hacer las maletas.
La aglomeración de refugiados llegó a ser tal que los propios representantes de la comunidad hebrea pidieron a las autoridades japonesas que prohibieran la entrada de nuevos refugiados, puesto que la capacidad económica de las instituciones que prestaban ayuda financiera y material estaban al borde de la quiebra. Con todo, otros tres mil judíos habían logrado entrar en Shanghai después de que las autoridades cerraran las fronteras.
Lo más curioso era que muchos de estos judíos se habían establecido por su cuenta en el distrito de Hongkew, puesto que se trataba de gente humilde con escasos recursos económicos, el mismo que los japoneses habían elegido para crear el «área determinada para apátridas». Allí, al norte del canal de Soochow Creek, en el espacio que iba desde Gonsping Street hasta Zhoushan Road, habían erigido un centro de negocios que era conocido como «Little Vienna». Aunque ni siquiera la presencia de los judíos había bastado para lavarle la cara a la zona, una de las más afectadas por los enfrentamientos entre chinos y japoneses del año treinta y siete. Muchos edificios, los lilong característicos de Shanghai, grupos de casas de vecindad con patios interiores, aún conservaban las huellas de aquel episodio en forma de trozos de fachadas desmoronadas, hileras de ventanas sin cristales, mazos de cables que colgaban como serpientes sin cabezas y tuberías que el frío o el calor hacían gemir y el viento ulular, y que servían de madriguera a toda clase de roedores. Los estudiosos de este tipo de arquitectura aseguraban que los lilong de Hongkew y de otros barrios de Shanghai representaban la confrontación entre la cultura china y la occidental. Las bombas japonesas habían acabado con dicha confrontación, y también con el modo de vida y de organización de esta clase de espacios.
Después del edicto que obligaba a los judíos sin pasaporte a recluirse en el «área determinada para apátridas», los lugares para vivir o establecer comercios quedaron restringidos a Chaofoong Road, Muirhead Road y Den Road por el oeste; el río por el este; East Seward Road y Wayside por el sur, y el límite de la Concesión Internacional por el norte.
Desde el punto de vista administrativo, existía una asociación (llamada SACRA) encabezada por judíos rusos que se encargaba de la intendencia del gueto, pero estaba controlada de facto tanto por el oficial Ghoya como por el director general de la Oficina Japonesa para Asuntos de los Apátridas, un tipo llamado Tsutomu Kubota.
Entrar en el gueto de Hongkew era lo mismo que adentrarse en un zoco donde el espacio parecía no existir y el abigarramiento no te dejaba respirar ni pensar con claridad. Claro que en Hongkew no había fruslerías que comprar. De hecho, no había casi nada que comprar o vender en las actuales circunstancias. Al menos, legalmente. A pesar de lo cual, seguían abiertos algunos cafés al aire libre, como el Corso Garten, el Thal’s o el Mascot Roff Garden, en la azotea del antiguo Broadway Cinema, donde todavía se celebraban bailes nocturnos. Los judíos «apátridas» preferían pasar el día sentados en una terraza antes que hacerlo en las habitaciones que tenían asignadas.
En un espacio que no superaba los dos kilómetros cuadrados, habían sido recluidos veinte mil judíos «apátridas» entre cien mil residentes chinos. En total, más de mil familias judías habían sido repartidas en ochocientos once pequeños apartamentos, que a su vez sumaban un total de dos mil setecientas sesenta y seis habitaciones. Eso equivalía a que en cada estancia vivían una media de entre siete y ocho personas. Las habitaciones eran pequeñas y sucias, y carecían del equipamiento más elemental, de modo que conforme las condiciones de vida fueron empeorando, se agudizó el hambre y se propagaron la viruela, el tifus y el cólera, que se cobraron la vida de trescientas personas durante los primeros meses de confinamiento.
Todas las mañanas, justo antes de que el sol saliera, un carromato recorría las calles del gueto para recoger los cadáveres de quienes habían muerto durante la noche. Algunos eran depositados en las aceras envueltos en papel de periódico y atados con cuerdas.
Para colmo, la propia solidaridad entre los judíos se había deteriorado, y cuando uno de ellos cometía un robo era linchado por su propia gente sin ninguna conmiseración.
No fui verdaderamente consciente de lo que estaba ocurriendo en el «área determinada para apátridas» hasta que, tras superar el control de entrada al gueto, comencé a cruzarme con gente desnutrida y sucia que, cuales fantasmas errantes, imploraban algo que echarse a la boca, mientras los más pequeños vigilaban ojo avizor las basuras de los puestos de comida chinos. Niños a los que los comerciantes locales trataban de ahuyentar al grito de: «¡Fuera de aquí, Tiu-Kiu-Tao!» Tiu-Kiu-Tao era el nombre por el que se conocía a los judíos entre la comunidad china, y la expresión significaba literalmente: «Extractores de tendones», en alusión a los sacrificios sangrientos que practicaban los hebreos con los animales.
Me vino a la memoria el recuerdo del Gólem, pues quienes allí vivían semejaban criaturas artificiales, autómatas despojados del alma que vagaban sin rumbo ni esperanza por entre los abarrotados callejones.
En la Ward Road me encontré con el tendero Pikarski, otrora propietario de una próspera tienda de comestibles en esa misma calle, pero fuera de los límites del gueto, y a quien yo le había comprado salami y otros embutidos en numerosas ocasiones. Ahora que se había visto obligado a desprenderse de su negocio, los efectos de la desnutrición empezaban a ser evidentes en su organismo, así que le propuse que me acompañara al Corso Garten, justo detrás de la comisaría de Muirhead Road. Allí le invité a dos vasos de «Obi», un zumo de manzana envasado muy popular en aquellos días, le entregué una cuarta parte del dinero que llevaba encima y le di una cajetilla de cigarrillos My Dear.
—Me gustaba más fumar Capital A —señaló con añoranza.
Se refería a que prefería fumar tabaco americano o canadiense, como la marca Capital A, antes que fumar los cigarrillos My Dear, que eran fabricados en Shanghai por los japoneses.
—Otro día le traeré una cajetilla de Capital A. Se lo prometo. Se siguen encontrando en el mercado negro.
—No malgaste su dinero en cigarrillos, y la próxima vez que venga a visitarnos traiga algunas medicinas —se desmarcó.
—¿Cuánto hace que no prueba bocado? —le pregunté para hacerme una idea de cuál era la situación.
—No es una cuestión de tiempo, sino de cantidad —me respondió—. Existe una fundación caritativa llamada «Kitchen» que sirve comida a los refugiados. El problema es que sólo pueden darle de comer a cuatro mil personas cada día, y en el gueto vivimos cinco veces esa cantidad. No obstante, ayer conseguí una rebanada de pan de nueve onzas y un plato de sopa caliente. Todo un logro. Ahora, gracias a su dinero, podré comprar comida para dos semanas.
A la altura de la sinagoga Oihel Moishe, ya había decidido que haría todo lo que estuviera en mi mano para sacar a Norah Blumenthal de aquel lugar. No en vano, contaba con la autorización del propio Leon para enajenar los bienes de la casa en caso de que fuera necesario. De hecho, no comprendía por qué no me lo había pedido él mismo. Le hubiera bastado con hacerme llegar una nota. Pensé como posible comprador en algún miembro prominente de la comunidad judía rusa o en un hombre de negocios francés, pero dado que mi propuesta no dejaba de comprometer a quien la aceptara, decidí que lo mejor sería ir directamente a la raíz del problema, y eso pasaba por entrevistarme de nuevo con el coronel Yukio Fukuda.
El inmueble en el que residían los Blumenthal era de los últimos de la Ward Road, a una manzana escasa de donde finalizaba el «área determinada para apátridas». Unos números más adelante, se abrían paso los cinco edificios de hormigón de la cárcel de la ciudad, en cuyo recinto habían sido internados más de ocho mil presos, la mayoría de ellos chinos.
En la escalera, me crucé con dos docenas de alumnos de la Yeshiva de Mir (aunque el grueso residía en las antiguas dependencias del Ejército de Salvación), una escuela de rabinos cuyos miembros iban tocados con un solideo. Uno de los jóvenes portaba una menorah cuyos siete brazos emitían destellos dorados. Al parecer, el candelabro era de oro y, por temor a que fuera robado, un miembro de la Yeshiva se encargaba de llevarlo todas las mañanas hasta la sinagoga acompañado de una nutrida guardia pretoriana. Como el de otros muchos judíos asentados en Shanghai, el viaje de esta comunidad de estudiantes, que incluía a docentes y familiares y que sumaba más de cuatrocientos elementos, había sido toda una odisea: la ciudad de Mir, en Bielorrusia, Lituania, Siberia, Manchuria, Japón y, finalmente, Shanghai. Ahora habían encontrado el valor para proseguir con sus estudios incluso en aquellas terribles condiciones en la sinagoga Beth Aharon.
Me sorprendió comprobar que muchas de las habitaciones carecían de puertas, por lo que se podía ver el interior desde el descansillo de la escalera. La lógica indicaba que el hacinamiento de personas fuera parejo al de enseres, pero no era así. Cualquier objeto que no resultara estrictamente necesario para la supervivencia había sido vendido. A lo sumo, se veían estanterías repletas de cazos y de otros utensilios de cocina, colchones, perchas, algún infiernillo con su lámpara de alcohol y alguna que otra silla suelta. En algunos casos, una simple cuerda servía para tender la ropa y también para compartimentar la estancia.
En el gueto de Hongkew todo se alquilaba y todo tenía un sobreprecio, desde el derecho a usar el baño o la cocina hasta una manta o el bacín de los excrementos.
Cuando me encontré con Norah, me impresionó su deterioro físico. Había perdido media docena de kilos (ella, que era de por sí una mujer delgada), tenía la tez demacrada, y el brillo de sus ojos era el propio de alguien con fiebre. Además, gotas de sudor perlaban su frente, y le habían brotado erupciones rojizas en el rostro, los brazos y las piernas. Supuse que se trataba de tifus. Golpeé en la puerta abierta antes de atreverme a entrar.
—Kadima —dijo en hebreo.
—Hola —dije, al tiempo que franqueaba el umbral de la puerta.
—No te acerques, Martín. Tengo piojos —me dijo.
Y sin darme tiempo siquiera para reaccionar, añadió:
—¿Está muerto, verdad?
Nunca me había sentido más lejos de ella, a pesar de la cercanía. Era como si hubiera levantado un muro entre ambos. La misma pared que le servía para aislarse, para disponer de su propio espacio dentro del gueto. En mi cabeza resonó una frase de Leon: «Norah ha decidido vivir dentro de una ficción, y para lograrlo ha creado un mecanismo para interpretar y dar sentido a su vida». Viéndola ahora estaba claro que había sido atropellada por el mundo real, donde los antiguos salones de baile del Hotel Majestic eran utilizados actualmente para celebrar juicios sumarios a espías o traidores.
—Sí —respondí.
De la misma manera que la tortuga reacciona frente a ciertos estímulos externos ocultándose en su caparazón, el rostro de Norah respondió a mi revelación con una expresión de ausencia, como si su espíritu se hubiera replegado a un lugar remoto. Lejos de aquella sórdida habitación donde la tristeza era aún más pesada que el sofocante calor. Luego se pasó ambas manos por el cráneo. Un gesto parecido al que las mujeres realizan cuando quieren escurrir el cabello después de haberlo lavado, y que en el caso de Norah le había servido para volver a la realidad. En ese instante caí en la cuenta de que también había perdido su cabellera ondulada. Me pregunté qué había sido de la «chica de calendario» de unos meses atrás. Ahora ni siquiera tenía la oportunidad de preocuparse por su aspecto. Era como contemplar una rosa a la que le hubieran sido arrancados los pétalos.
Al bajar la cabeza, conté ocho delgados colchones en el suelo, situados en círculo en torno a una pequeña estufa que también servía de hogar.
—¿Dónde han encontrado su cuerpo? —prosiguió el interrogatorio.
—Cerca del hipódromo —respondí.
—¿Cuándo me entregarán su cadáver?
Por alguna extraña razón, pensé que detrás del deseo de Norah por dar sepultura a Leon se escondía su necesidad de constatar que había muerto de verdad.
—Como castigo, será enterrado en una tumba anónima —mentí.
—¿Sabes si lo enterrarán desnudo? —me preguntó a continuación.
Me encogí de hombros. Bastante tenía yo con haber reaccionado a tiempo.
—Los judíos enterramos desnudos a nuestros muertos —aclaró—. Supongo que he de sentir compasión por él.
Ahora fue ella la que inclinó la cabeza.
—Leon tenía una amiguita —añadió—. Una de esas Shanghai girl que vuelven loco a los occidentales. Imagino que la muchacha se habrá cansado de él, ahora que no tenía dinero.
Supuse que eso explicaba que el cadáver no hubiera aparecido flotando en el río. Dejar su cuerpo en una de las calles más salubres de Shanghai, a la vista de todo el mundo, indicaba que quien quiera que fuese su asesino, mantenía alguna clase de relación afectiva con Leon, a pesar de la brutal amputación. La existencia de una Shanghai girl en la vida de Leon corroboraba mi teoría del robo de la caja fuerte. Ella había sido la autora del hurto. Seguramente había oído hablar a Leon de lo que allí guardaba, y más tarde había conseguido sacarle la combinación a base de favores sexuales. De manera que bajo la apariencia de un crimen pasional, se escondía en realidad un móvil económico.
—¿Desde cuándo? —pregunté sin ocultar mi sorpresa.
—Desde siempre. A los dos meses de llegar a Shanghai.
—¿La conoces?
—No. Todas esas mujeres son iguales: el mismo maquillaje, las mismas pelucas, los mismos vestidos… Es posible que tuviera varias amantes. Esas Shanghai girls son tan fáciles de conseguir… No me importaba con quien se acostara, puesto que yo me negué siempre a que me pusiera una mano encima. Yo quería a Leon, pero no le amaba.
Y tras tomar un poco de aliento, repitió la frase de siempre:
—Iba a concederme el divorcio en cuanto finalizara esta locura. Ya lo sabes.
—¿Por qué nunca me dijiste nada? —le reproché.
—Porque como decía Leon era el momento de permanecer unidos, y porque si te lo hubiera contado después no me hubiera quedado otra salida que arrojarme a tus brazos.
¿Acaso yo era eso para ella: un camino de salida? ¿No se suponía que su deseo era precisamente arrojarse a mis brazos?, me pregunté.
—¿Cómo lograba salir del gueto? —me interesé.
—Con un pase.
—¿Firmado por el oficial Ghoya?
—¿Por quién si no?
—¿Te lo enseñó?
—No, pero no hacía falta. Hay patrullas japonesas por todas partes y a todas horas. Y están también los Pao Chia. Nadie puede salir del gueto sin papeles. Y quienes disponen de ellos porque trabajan en Shanghai, han de mostrarlos cuando salen y también cuando regresan.
Con el nombre de Pao Chia, palabra cuya traducción del chino significaba algo así como «los guardianes de la casa», se conocía a un cuerpo especial de la policía creado por los japoneses en 1942, y que estaba formado por judíos en su mayoría de origen ruso. A ellos les correspondía vigilar y controlar la entrada y salida de los judíos «apátridas», bajo la supervisión de la SACRA.
—El coronel Fukuda asegura que Leon no tenía permiso para salir del gueto de noche —observé—. Al parecer, llevaba encima un pasaporte ruso.
A Norah no pareció extrañarle el detalle del pasaporte ruso.
—Leon mantenía buenas relaciones con los japoneses, incluso después de que nos encerraran aquí como animales. Siempre ha sabido cómo contentarles. Les buscaba las mejores piezas… Ellos, a cambio, le proporcionaban papeles para que pudiera visitar a su amiguita por las noches.
Me sorprendió oír en boca de Norah lo que Lerroux había insinuado. Empecé a tener la sensación de que me hablaba de un extraño, y también de que Fukuda no me había dicho toda la verdad.
—Hay algo en toda esta historia que no cuadra con el carácter de Leon —observé—. De acuerdo que un hombre puede perder la cabeza por una mujer, ha pasado un millón de veces y volverá a suceder otras tantas, pero ningún padre abandona a su hija… Y tú eras para él como una hija. Además, para obtener dinero sólo tenía que pedírmelo. Ése fue nuestro acuerdo. Si tenía problemas económicos con esa… mujer… podía haberlos solucionado.
—Tal vez yo no fuera una buena hija —dejó caer.
—¿En qué sentido?
—Me refiero a que mi comportamiento no era el que un padre espera de una hija. Y no lo era, no podía serlo porque yo no era su hija, sino su esposa, aunque tampoco llegara a ejercer como tal. Digamos que manteníamos una relación tan equilibrada como pueda estarlo la mente de un esquizofrénico. Si hubiéramos vivido en la Grecia clásica, nos hubiéramos ganado a pulso ser los protagonistas de una tragedia de Sófocles, Esquilo o Eurípides… La hija adoptiva que se convierte en esposa de su padrastro sin sentir amor… —aclaró.
—Comprendo.
—Un día le reproché nuestra situación —continuó—. Le hice ver que los judíos con dinero viven mucho mejor en el gueto. Incluso pueden permitirse ir a bailar al Mascot Roof Garden. Pero me dijo que por ahora eso no era conveniente, que lo mejor era no llamar la atención. Según me aseguró, los japoneses piensan sacrificar a unos cuantos judíos de vez en cuando para contentar a los nazis, y van a escoger a sus víctimas entre quienes se hayan significado de alguna manera en el gueto. Ya sabes lo que les ocurrió a esos judíos polacos…
Norah se refería a media docena de judíos que, al ser conminados por las autoridades japonesas a recluirse en el «área determinada para apátridas», reivindicaron su condición de ciudadanos polacos. «Nosotros no somos apátridas. Polonia es nuestra patria», argumentaron. La respuesta de Fukuda fue ordenar que les cortaran la cabeza. Una medida que satisfizo sobremanera a los nazis.
—Una cosa más. ¿Sabes qué guardaba Leon en la caja fuerte de vuestro dormitorio?
—¿Guardaba?
—Anoche alguien entró en la casa y se llevó lo que había en esa caja —reconocí.
—Creo que lo que había en esa caja eran documentos. Pero Leon nunca me habló de qué clase de papeles se trataba. Tú lo has dicho, yo era para él como una hija, y hay asuntos de los que un padre no habla con su hija… aunque sólo sea para no preocuparla.
—En cambio, me temo que habló con su amiguita más de la cuenta sobre esa caja fuerte —apunté.
—Primero le robó el corazón y luego le vació los bolsillos —dijo sin amargura—. Como dice un proverbio chino: los hombres se vuelven perversos al hacerse ricos, en cambio, las mujeres tienen que ser perversas para alcanzar la riqueza.
—Voy a sacarte de aquí —me descolgué.
Norah se tomó unos segundos para ordenar sus ideas. Después de todo, yo venía de un mundo que había dejado de existir para ella, y la posibilidad de volver a él se le antojaba remota. Hasta que de pronto cayó en la cuenta de que yo era, en efecto, el único vínculo que le quedaba con ese otro mundo. Pierre, su compañero de baile del Hotel Majestic, había desaparecido de Shanghai sin dejar rastro, el joven Pascal Dagnan-Bouveret se había suicidado, la escritora Emily Hahn y su mono Mr. Mills habían sido hechos prisioneros por los japoneses cuando capturaron Hong Kong, el poeta Sinmay Zau había vuelto a hacerse cargo de su mujer e hijos, y Leon acababa de morir. Eso me convertía en la única persona en quien podía confiar.
—Cuando era pequeña, mi padre me contó un día que a las personas les seguían creciendo las uñas después de muertas —expuso—. En cuanto tuve uso de razón, jamás consentí que mis uñas crecieran demasiado, por temor a que ese detalle me acercara a la muerte. Ahora, en cambio, me he dejado crecer las uñas… Tal vez signifique que ya he empezado a morir, que ya es demasiado tarde… De hecho, en ocasiones no sé si estoy viva o muerta. Para mí ya ni siquiera existe el tiempo. La única noción clara que tengo es la del dolor y el sufrimiento.
—Voy a sacarte de aquí —repetí.
—¿Me lo prometes? Aunque ya hace tiempo que he dejado de creer en promesas…
Su voz sonó mucho más grave, como si hubiera perdido la dulzura de antaño.
—Confía en mí. Tengo un plan.
—¿Qué clase de plan?
—Voy a canjear las antigüedades de Leon para comprar tu libertad.
—¿Vas a canjearlas?
—Digamos que pienso sobornar al coronel Fukuda a cambio de que te conceda la libertad. Aunque tal vez tengas que hacer alguna concesión.
—Me encuentro demasiado fatigada para seguir tu razonamiento —reconoció.
—Me refiero a que tal vez tengas que casarte conmigo —le solté de sopetón.
—Creo que esta fiebre me está provocando delirios. ¿Has dicho casarnos?
—Si te casas conmigo te convertirás en ciudadana española. Además, soy el cónsul de mi país en Shanghai. Gozarías de inmunidad.
Norah exhaló un hondo suspiro antes de decir:
—Siempre pensé que terminaría casándome contigo cuando Leon me concediera el divorcio o muriera, pero nunca imaginé que fuera a suceder tan pronto ni en estas circunstancias.
—Ahora recoge tus cosas. Voy a llevarte al hospital del gueto. Tendrás que quedarte allí hasta que consiga el salvoconducto para sacarte de este lugar.
—¡Oh, sí, el hospital! ¡Me pesa tanto la cabeza! —exclamó.
Y tras unos segundos, añadió:
—Hay una pregunta que me atormenta desde que me vi obligada a casarme con Leon. ¿Sólo algunas cosas nos vienen impuestas o, por el contrario, la vida entera es una imposición? Acabas de pedirme que me case contigo, sé que estás enamorado de mí y no dudo de la sinceridad de tus sentimientos, pero detrás de tu petición también hay una imposición, ¿no crees?
—En este caso, la obligación es un mero complemento del amor que siento hacia ti. A veces, las imposiciones de la vida, como tú las llamas, nos perjudican; otras, en cambio, nos ayudan.
—Vivir es sacar el mejor partido, incluso cuando la vida no merece la pena —apuntó Norah.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. Es sólo una frase de mi amiga Emily Hahn.
Estaba tan débil que tuve que cargarla en brazos hasta la calle. Luego la acomodé en un rickshaw y caminé al lado del vehículo mientras le sostenía la mano.
En algún momento del trayecto elaboré mentalmente una lista de los medicamentos que iba a necesitar para curar su enfermedad: soluciones inyectables de cloranfenicol, antipiréticos, antiinflamatorios y pastillas de cloro para el agua. Además, como no confiaba demasiado en los hospitales de la Concesión Francesa, ahora controlados al cincuenta por ciento por los japoneses, pensé que lo mejor sería preparar una habitación en la casa, donde Norah pudiera estar aislada y reposar.
—¿Sabes? Pase lo que pase, no tengo miedo —me dijo Norah cuando llegamos al hospital.
Volví a apretar su mano, ahora convertida en una frágil pieza de porcelana blanca.
«Yo, en cambio, estoy muerto de miedo», pensé.
Por último, ordené que fuera ingresada en el pabellón de aislamiento, donde los enfermos de tifus compartían espacio con los de difteria.
Después de dejar a Norah en el hospital, fui a buscar a un judío ruso llamado Sherenchevsky, miembro de la policía del gueto, la Pao Chia. Yo había curado a su hija, una pequeña rubicunda de ojos grandes y azules llamada Mania, aquejada de neumonía, y a él de una gonorrea, y desde entonces Sherenchevsky se sentía en deuda conmigo.
Conseguí dar con él en el Chaoufoong «heim» (palabra alemana que hacía alusión a las antiguas casas de refugiados fundadas por las asociaciones sociales que prestaban ayuda a los judíos) de Alcock Road, adonde había ido a realizar un registro rutinario.
Como le había oído decir a alguien, Sherenchevsky tenía cara de tú y cuerpo de usted. En su cara de tú sobresalía un entrecejo surcado de arrugas que le confería el aspecto de una persona profunda y reflexiva, siempre a punto de decir algo de capital importancia. Pero bastaba que abriera la boca para que esa imagen se derrumbara como un castillo de naipes. Entonces su cara de tú se hacía tan visible como una luna llena en un cielo sin estrellas. En algunos casos, su discurso ni siquiera alcanzaba el capítulo de las conclusiones, como si alguien, tal vez sus profesores en la academia de policía, le hubieran preparado para informar sin más.
Cuando le pregunté qué sabía del caso de Leon Blumenthal, me respondió:
—Sólo puedo decirle que recibía un trato especial de parte de los japoneses, y también que no es usted el primero que se interesa por él.
—¿A qué se refiere cuando dice que recibía un trato especial? —proseguí el interrogatorio.
—A que salía y entraba del gueto a su antojo. A veces ni siquiera venía a dormir. Nosotros llamamos «fantasmas» a esa clase de internos, porque aunque se les ve, es como si no existieran. Tenemos orden de hacer la vista gorda. Y de no formular preguntas, claro está.
—Comprendo. ¿Por qué habla en plural? ¿Acaso existen muchos «fantasmas»?
—Media docena quizá. Tal vez alguno más.
Esta vez fui yo quien frunció el entrecejo antes de pronunciar en plural la palabra que Lerroux había empleado para referirse a la relación de Leon con los japoneses:
—Colaboracionistas.
—Así es. Los judíos ultraortodoxos los llaman «Gólems» con desprecio, porque han vendido el alma al enemigo. Por eso resulta extraño que alguien en nombre de Walter Czollek, todo un héroe de la resistencia antijaponesa, haya preguntado por Blumenthal. Esta misma mañana —dijo.
Aunque los emigrantes judíos se habían mantenido al margen de toda actividad política, preocupados exclusivamente por sobrevivir en aquella tierra extraña y remota, un pequeño grupo de ideología progresista mantenía una resistencia activa en contra de la ocupación japonesa. Algunos, como el escritor Hans Shippe (quien había muerto en las montañas de Yimeng como un héroe) o el doctor Jacob Rosenfeld, se habían unido directamente al Ejército Rojo; otros, en cambio, vivían ocultos en la ciudad. Czollek, un berlinés que había estudiado comercio, era uno de los líderes judíos de la resistencia antinazi y antijaponesa, y era conocido como «la voz de la Unión Soviética en Shanghai» por sus alocuciones en una emisora de radio clandestina.
Después de digerir aquella información, pensé que tal vez la organización de Czollek estaba detrás del crimen de Leon y del posterior robo de su caja fuerte, y que, en consecuencia, mis sospechas sobre la implicación de su amiguita eran infundadas, así que pregunté en voz alta:
—¿Un ajuste de cuentas?
—Me temo que no —intervino de nuevo Sherenchevsky—. La persona que ha preguntado por Blumenthal en nombre de Czollek ni siquiera sabía que había muerto. Tenía una cita con él.
El comentario de Sherenchevsky me desconcertó sobremanera. No entendía qué interés podía tener una persona como Czollek por alguien como Blumenthal, salvo que pensara enviarle un mensaje de advertencia. Tal vez Czollek quería decirle a Leon que había llegado la hora de dejar de colaborar con el enemigo. De ahí la cita que al parecer Leon tenía con el emisario de Czollek. Luego la casualidad había provocado la disputa entre Leon y su amiguita, que había acabado con la muerte del primero y solucionado el problema de Czollek. Y para ponerle la guinda al pastel, alguien había desvalijado la caja fuerte de Leon esa misma noche aprovechando que yo había salido. La cuestión era que yo no creía en las casualidades.
Cuando llegué a casa, Nube Perfumada me entregó una factura de la sastrería Chang Seng, firmada por Leon Blumenthal, y otra de la Vienna Beauty Parlor, uno de los salones de belleza más famosos de la ciudad, rubricada por Norah. En Shanghai era corriente ese sistema de pago. Se escribía la dirección y se firmaba un chit, un recibo con valor oficial, y cuando finalizaba el mes, la empresa o compañía que había prestado el servicio enviaba a un empleado para cobrar. Al revisar la fecha de ambas facturas, comprobé que acumulaban casi tres meses de retraso, los mismos que los Blumenthal llevaban encerrados en el gueto. Supuse que tanto la sastrería Chang Seng como la Vienna Beauty Parlor conocían la estrecha relación que me unía con el matrimonio Blumenthal, y como la dirección que figuraba en las facturas se correspondía con el que ahora era mi domicilio, pretendían que fuera yo quien se hiciera cargo de la deuda.
Me lavé a conciencia y me dirigí caminando a las oficinas del consulado, sitas en el número 1149 de la Avenue Joffre, a diez minutos escasos de la mansión de los Blumenthal. Tras poner en orden algunos papeles, que tenían que ver con la reapertura de la oficina comercial de España en su antiguo emplazamiento, un trabajo que estaba resultando arduo por la falta de medios materiales, le escribí una nota al coronel Fukuda solicitándole un encuentro. Para conferirle un carácter oficial a mi petición, utilicé el papel con membrete del consulado.
Le ordené a uno de mis subalternos que sellara los documentos, y en cuanto estuvieron listos me monté en el coche y puse rumbo a Nanjing para entregarlos personalmente en las dependencias del Ministerio de Asuntos Exteriores chino. Cada cierto tiempo, me veía obligado a salir de Shanghai para resolver asuntos consulares, aunque procuraba que mis ausencias no fueran demasiado prolongadas. Además, en Nanjing tenía su sede el gobierno chino, así que tenía que ir una o dos veces al trimestre para tomarle el pulso a la situación política. Nunca me habían gustado los chismes, pero estar al tanto de lo que ocurría formaba parte de mi trabajo. Afortunadamente, Nanjing estaba a tan sólo trescientos kilómetros de distancia de Shanghai, por lo que en un par de días podía estar de vuelta. Que España recuperara su oficina comercial (puesto que ya la había tenido antes de que comenzara la guerra) suponía una nueva prueba de amistad para con el gobierno títere impuesto por los nipones. La orden que había recibido desde Madrid era la de complacer a los japoneses, pero sin comprometer la postura de España de país no beligerante. Lavar y guardar la ropa, como suele decirse. De modo que activar las relaciones comerciales encajaba perfectamente con esa estrategia política. Claro que intensificar mi compromiso (aunque fuera a través de una decisión del gobierno al que representaba) podía resultarme muy beneficioso ahora que había decidido sacar a Norah Blumenthal del gueto.
Por un lado, yo adoraba viajar a Nanjing, pero por otro lo detestaba. Ciudad de un verde intenso, con un bosque en el mismo corazón de su centro urbano, era un lugar tranquilo y suave como las pendientes de sus tejados ondulados. Las flores abundaban por doquier, y un sinfín de encantadoras casas de té miraban con ojos de humildes ventanas hacia el canal del río Qinhuai, de cuyas aguas emanaba la fragancia de las plantas perfumadas. Desde mi punto de vista, Nanjing era el paradigma de la ciudad confuciana, levantada sobre unos principios morales y no religiosos. Cada cosa y cada cual ocupaban su sitio sin molestar, como en un puzzle donde todas las piezas encajan, creando un ambiente de apacible armonía. El problema era que los japoneses habían decapitado la moral como si se tratara de una de sus víctimas. Ahora, el rojo encarnado que envolvía la Montaña Púrpura cada vez que el sol se ponía recordaba la sangre de las cientos de miles de víctimas masacradas. Nanjing se había convertido en una ciudad poblada de fantasmas, tanto vivos como muertos, después de los trágicos acontecimientos acaecidos en 1937. No importaba que hubieran transcurrido cinco años, la muerte había impregnado cada rincón de aquella tranquila ciudad. Incluso el trayecto por carretera se había vuelto harto desagradable, ya que la resistencia china había pintado cifras que hacían alusión al número de personas detenidas y ejecutadas por el ejército invasor durante la represión: «6.830» «3.096» «1.657» «7.200» «2.350» «6.670», así hasta sumar más de doscientos mil. En algunos casos, los guarismos eran sustituidos por los nombres de los héroes que habían preferido sacrificar la vida antes que rendirse a los japoneses. Por ejemplo, Tang Shengzhi, el comandante que se negó a entregar la ciudad. Su nombre estaba escrito por todas partes, incluso grabado en la corteza de algunos árboles.
Como cuando llegué a Nanjing ya era demasiado tarde para iniciar los trámites burocráticos, tuve que quedarme un día más de lo que tenía previsto. Me instalé en el Hotel Cathay y fui a cenar al Oriental, un restaurante cuyo chef pertenecía a la escuela culinaria de Huaiyang, una de las más famosas de China. Pedí sopa picante y agria y langostinos de nube blanca (langostinos rellenos de huevo salado de pato), pero en cuanto me sirvieron la comida, empecé a recordar mi paseo matutino por el «área determinada para apátridas». Tuve que fingir una repentina indisposición para que el chef me dejara marchar sin haber probado bocado. Otro tanto me ocurrió durante el sueño. Tuve que pelear con una docena de imágenes llenas de desesperación y de desnutrición, que incluía a niños, mujeres y ancianos tanto chinos como judíos. Por la mañana estaba tan cansado y aturdido que tuve que beberme cuatro tazas de café.
Después de pasar casi tres horas entregando papeles y entrevistándome con funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores, que terminaron de extenuarme, entré a comer en un restaurante donde estaba almorzando la cúpula del partido nazi en Nanjing. Me invitaron a sentarme con ellos. Tuve que aceptar, a pesar de que no tenía humor para las relaciones sociales. El tema principal de conversación giró en torno a John Rabe, un empresario alemán miembro del partido nazi que había salvado a miles de chinos de las ejecuciones masivas llevadas a cabo por el ejército nipón, y que había acabado siendo interrogado por la Gestapo debido a que tuvo la ocurrencia de escribirle al mismísimo Adolf Hitler rogándole que detuviera la masacre. Al parecer, Rabe, con la ayuda de una profesora de escuela llamada Minnie Vautrin y de varios médicos y misioneros estadounidenses, había creado una «zona de seguridad» de cinco kilómetros cuadrados, donde pudieron refugiarse miles de chinos. El Führer jamás recibió la misiva de Rabe. Y en caso de haberla recibido tampoco hubiera podido hacer nada, pues su intervención hubiera puesto en peligro las relaciones con el socio más valioso de Alemania en Asia. No obstante, aseguraron aquellos hombres, si el III Reich tenía algo que reprocharle a los japoneses era que no hubieran cumplido el verdadero propósito que les había llevado hasta China: utilizar el país como puente para atacar e invadir la URSS por oriente, algo que hubiera fortalecido la posición del ejército alemán en el frente ruso.
Pasé la tarde y la noche en la habitación del hotel reflexionando sobre la situación de Norah y mirando mi reloj de pulsera, como si al hacerlo el segundero fuera a correr más deprisa. Al menos, eso era lo que deseaba. Temía que su salud pudiera empeorar, de ahí que me urgiera reunirme con el coronel Fukuda lo antes posible.
En cuanto se levantó el toque de queda a las cinco de la madrugada, me subí al coche y tomé de nuevo la carretera de Shanghai, que a esa hora ya estaba atestada de tráfico. Durante el camino de regreso, pensé que nadie escribiría el nombre de Blumenthal en una carretera o grabaría su nombre en la corteza de un árbol. Ni siquiera Norah. Ni siquiera yo.