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XV
1
Así que a nosotros dos nos adjudicaron el papel de monigotes.
Ian Mackellon expresaba su desilusión en voz alta y en un tono que hizo sonreír a Macdonald.
—A ningún hombre le gusta darse cuenta de que ha sido engañado —dijo el último—, y a los de Aberdeen, menos que a nadie. Pero no tiene usted por qué sentirlo tanto. Su presencia fue requerida esa tarde en el estudio porque tanto usted como el señor Cavenish eran personas respetables, dignas de crédito y hombres conscientes. Ningún inspector de policía que valga el pan que come podía haber sospechado que ustedes fueron perversos. De ahí su valor.
Macdonald estaba sentado en el estudio, donde había accedido, ante el requerimiento de Mackellon, a darles una explicación del «Crimen del Cardenal», como le llamaba Mackellon. Sentados uno frente al otro, con una mesa de ajedrez en medio, Cavenish y Mackellon escuchaban.
—Creo que ya les conté a ustedes la historia desde el punto de vista del detective —dijo Macdonald.
—Quedamos en deuda con usted, inspector jefe —intervino Cavenish con gravedad—. Ha sido muy amable dedicándonos un rato, a pesar de sus muchas ocupaciones.
Macdonald pescó un destello de malicia en los ojos castaños de Mackellon.
—No tienen que agradecerme nada —dijo—. Mackellon tiene que reconocer que a todos los verdaderos escoceses nos gusta hablar… en ocasiones. Somos callados en otras, sobre todo cuando tenemos un trabajo que hacer, pero hablamos mucho a veces. Acabo de terminar una buena tarea, y puedo descansar un poco ahora… y conversar.
Chupó su pipa un momento y empezó:
—Contaba solamente con estos hechos escuetos: un anciano había sido asesinado de un tiro a boca jarro en su cama. En el suelo había tirados un cofre vacío y una pistola. Habían detenido a un soldado canadiense en el lugar del crimen, y el agente especial que lo detuvo afirmaba que el soldado había venido en línea recta hacia este estudio, como si tuviera alguna deliberada razón. Envié al fotógrafo y al experto en impresiones dactilares a la casa para que hicieran su trabajo y vine luego aquí para observar a los reunidos. Ustedes recuerdan mi entrada en escena, supongo.
Mackellon se rió.
—No la olvidaré nunca. Me gustó la manera con que usted se dirigió a todos nosotros.
—Era una ocasión interesante —dijo Macdonald—. Comprendí perfectamente que al señor Verraby le pareciera un poco extraña la reunión… capaz de todo, según expresó. Delaunier, con su ropaje escarlata, estaba muy dramático. Manaton, con ese temple de pintor y el estudio tan raro, en efecto, que la impresión resultante era de ópera, algo muy alejado de los hechos cotidianos corrientes. Lo que más me chocó fue el contraste entre las dos parejas de hombres que allí vi. Dos eran artistas; otras dos, personas dignas de crédito, cabezas firmes y, según me pareció, ciudadanos conscientes.
—¿Los artistas nunca son dignos de crédito, ni cabezas firmes, ni conscientes? —inquirió Mackellon.
—Claro que lo son —replicó Macdonald—; pero en este caso supuse que Manaton era un desequilibrado: es verdad que procedió bien y habló razonablemente, pero me pareció que hacía un deliberado esfuerzo, como si se estuviera dominando con determinado propósito. Le importaba causarme una buena impresión, aunque no le había importado conseguir igual efecto en el agente especial. Pensando en esto después, me pregunté perplejo si Manaton sería un borracho… un borracho tranquilo y sin escándalo.
—Borracho… —asintió Mackellon— o mareado. Después de haber tomado bastante whisky, como para dejar a cualquier hombre sin sentido, he oído hablar y discutir a Manaton con mucha más lucidez que cuando estaba sobrio.
—Delaunier era un actor —prosiguió Macdonald—: representaba de intento, y era difícil juzgar al hombre detrás de su comedia. Bien, luego vi el retrato de Bruce Manaton. Era bueno… me pareció, muy bueno. También había oído hablar de Delaunier, y sabía que ninguno de los dos había triunfado, un pintor desconocido, un oscuro actor… los dos con energía y habilidad. Por añadidura, estaba la hermana de Manaton… reservada, fría, firme, y determinada a no decir nada en absoluto; observaba, y esperaba… una persona difícil de valorar. Era clarísimo que, siendo hermana de Bruce Manaton y al mismo tiempo una mujer con sensibilidad y sentido del orden, debía haber llevado una vida difícil. Las hermanas de los hombres como Bruce Manaton soportan una vida muy penosa si tratan de conservar el respeto de sí mismas, como sucedía a Rosanne —Macdonald hizo una pausa—. Estoy deteniéndome mucho en esto, pero tengo interés en mi propia recapitulación de este punto. Vi este estudio y la cocina que hay allí. Observé los esfuerzos de una persona para mantener la delicadeza y la decencia de la vida… limpieza, orden, gracia… y por otra parte, que al hermano no le preocupaba la miseria. Estaba acostumbrado a ella. La hermana, no.
Cavenish habló aquí en su forma sobria y consciente.
—Me alegra que observara usted todo esto. Yo también lo vi. Rosanne Manaton ha luchado en situaciones muy difíciles; pero no se quejó nunca, ni se abandonó jamás.
—Bien, esto es todo lo que había —dijo Macdonald—. Les tomé declaración a ustedes: declaración que se limitó al hecho de que los cuatro hombres habían estado en el estudio, unos a la vista de los otros, toda la velada. Delaunier estuvo muy explícito sobre esto, incluso reprodujo los movimientos de la partida de ajedrez. Sin embargo, mientras posaba por la tarde, Delaunier se había movido por el estudio de vez en cuando… los jugadores de ajedrez estaban acostumbrados a esto y no siempre lo notaban. También había un maniquí tirado en el suelo. Yo me limité a tomar nota de las posibilidades. La señorita Manaton se había asomado al estudio varias veces: ella también había estado fuera para inspeccionar el oscurecimiento. No tenía nada que decir… y la llave de la casa del señor Folliner estaba sobre la mesa de la cocina.
De nuevo hizo una pausa Macdonald y luego continuó.
—No necesito abrumarles con todos los detalles de nuestro registro en la casa: los elementos de juicio principales eran la pistola… propiedad del viejo Folliner…, un cofre vacío y una postal de Neil Folliner en la que anunciaba la visita a su tío aquella noche. Consideré la postal como la primera pieza de convicción. Daba la fecha del crimen. El viejo fue asesinado aquella noche porque su sobrino iba a venir, y ese sobrino podía pagar por otros. Fue una suposición de mi parte, pero resultó cierta. El hombre que dejó la postal, para que nosotros la encontráramos, se excedió en sus cálculos. Fue una equivocación. Lo primero que me pregunté es: «¿Quién puede haber recogido esa postal?». La respuesta era clara… la señora Tubbs o los inquilinos del estudio. En esta época en que gente inexperta despacha el correo, con mucha frecuencia sucede que cartas para direcciones distintas se depositan juntas en el mismo buzón. Era muy probable que la gente del estudio pudiera recoger cartas del nuevo cartero… o cartera… y conseguir las dos correspondencias, la del estudio y la de la casa. Me pareció que esa postal podía haber caído en manos de la gente del estudio, mientras que era muy improbable que el señor Verraby la consiguiera. Otro detalle derivado de esa postal.
Se volvió hacia Cavenish.
—Usted recordará que le pedí que escribiera exactamente cuanto Neil Folliner había dicho en el estudio. Le pedí a Mackellon que hiciera lo mismo. Ustedes dos escribieron que Neil Folliner había dicho: —«Le escribí al tío para avisarle que iba a venir esta tarde».
Bruce Manaton afirmó que Folliner había dicho: «Le envié al tío una postal…», así que alguien en el estudio conocía la existencia de ella.
Mackellon asintió con la cabeza.
—Sí —dijo—, en detalles como éste es donde se pierde el embustero. He sostenido siempre que es muy difícil mentir de un modo consistente y salir adelante con la mentira.
—Es la pura verdad —asintió Macdonald—; siempre es verdad que en los pequeños detalles es donde el mentiroso da el resbalón. Pues bien, éstos son los pequeños detalles. La señora Tubbs había dejado la llave del señor Folliner en el estudio, no una, sino varias veces. La gente del estudio podía haber sacado muy fácilmente una duplicada, y también haber recogido la postal de Neil Folliner. Sigamos luego con la declaración de la señora Tubbs. Ante todo, a mí me gustó… me gustó a primera vista y de todo corazón. Siempre encarnará para mí el espíritu que hace de los encogidos y pequeños habitantes de Londres uno de los más grandes caracteres del mundo.
—Tiene usted razón —concedió Mackellon—. He pensado muchas veces que es la señora Tubbs quien realmente está derrotando a Hitler. El no entiende a la señora Tubbs. Puede usted llamarle a esto sentimentalismo, si quiere, pero es verdad.
—Tiene mucho de verdad —dijo Macdonald sobriamente—. Ahora bien: la señora Tubbs había estado conservándole la vida a ese anciano, porque no podía soportar la idea de que muriese de hambre. Yo tengo pruebas, por Neil Folliner, de que eso era verdad… no se trataba de una invención de la señora Tubbs. Ella no habría hecho tal cosa si sospechara que el anciano era rico. Sabía que era avaro, y dijo que le había obligado a que le pagara algo en cuanto tuviera inquilinos en el estudio. Esto era justo: me sorprendió descubrir en la señora Tubbs ideas propias acerca de la justicia, y no eran malas sus ideas. No me pareció probable que hubiera evitado que el hombre se muriese de hambre, para robarle y asesinarlo después: no creí que supiera que era rico ni que hubiera difundido la noticia entre sus amigos. Ella le llamaba pobre viejo mísero; y ésta era su actitud hacia él, una actitud de compasión, que parecía sincera.
—La señora Tubbs me contó entonces, de pasada, una o dos cosas interesantes. Una de ellas fue que el inquilino anterior del estudio, un hombre llamado Stort, había pintado un retrato del señor Folliner, apretando en sus manos el dinero que estaba contando. «Lo hice de memoria, madam», dijo Stort… ¡y la señora Tubbs se ofendió por la familiaridad de aquella palabra! No sabía ella lo interesado que yo estaba con su retrato. ¿Cómo había visto Stort al señor Folliner para poder pintar ese cuadro de memoria, y cómo se le había ocurrido la idea de pintarle contando dinero como un avaro? A propósito, he adquirido esa pintura para mostrarla en el juicio… Reeves la ha buscado bajo tierra para mí. Aquí está la fotografía del cuadro.
Macdonald les mostró la reproducción de «Mirando a hurtadillas».
—¡Señor! ¿Cómo consiguió estos detalles? —exclamó Mackellon.
—Los detalles son absolutamente fieles —contestó Macdonald—. Este es el retrato del señor Folliner sentado en su cama, y fue pintado por un hombre de memoria muy detallista. Stort vio a Folliner sentado en la cama contando su dinero, no una vez, sino muchas.
Macdonald volvió a relatar entonces cómo era posible ver el interior del dormitorio del señor Folliner desde la ventana de la galería del estudio.
—Desde luego, yo estoy situando el hecho del hallazgo del cuadro y del descubrimiento de los medios de «atisbar» fuera del orden cronológico de mis investigaciones; pero la señora Tubbs me contó lo de la pintura la tarde misma del asesinato.
—Así que de hecho sus pensamientos se dirigían cada vez más hacia el estudio —interrumpió sonriente Mackellon.
—Así es —confirmó Macdonald—. Vi cada vez más claro el valor de los dos testigos incorruptibles. Como oí más tarde a Delaunier decir: «la prueba persiste». No quiero fastidiar a ustedes con el relato de mi entrevista con el señor Verraby. En lo que a él concierne, al menos, me hallo conforme con Manaton cuando dijo: «A nosotros no nos gusta». Pero lo dejaremos por el momento. Jenkins trabajó bien durante toda la noche examinando los papeles del muerto… y yo la pasé meditando. A la mañana siguiente vi a Neil Folliner, y luego examiné la casa con detalle a la luz del día. Surgieron tres puntos de interés: uno era la existencia de unos retratos en las paredes de la sala. Estos retratos habían sido pintados muy cuidadosamente y estaban desfigurados; otro fue la existencia de un reloj antiquísimo, sin sus pesas y cadenas; otro la vista del tejado del estudio desde el primer piso de la casa: mostraba un mástil de bandera abandonado y unas brazas de cuerda colgando por las paredes del estudio desde el tejado, junto al cañón de la chimenea en desuso.
Cavenish hizo con la mano un gesto de protesta.
—Aquí es donde yo me pierdo —confesó—. He comprendido todos sus argumentos anteriores, y los he seguido con sumo interés; pero los tres puntos que acaba usted de mencionar me despistan completamente. No sirvo para descifrar enigmas.
—Si hubiera estado usted realizando mi trabajo, se habría hecho las mismas preguntas que me hice yo: ¿Quién fue el asesino? Luego, ¿qué fue del contenido del cofre? Al ir avanzando el inspector Jenkins en la revisión de los papeles del señor Folliner se demostraba cada vez más que había desaparecido una gran cantidad de dinero.
—Evidentemente se preguntaría uno eso —intervino Ian Mackellon—. Suponiendo que los sospechosos fueran Neil Folliner y Verraby, como supusimos nosotros al principio, parecía claro que no se habrían arriesgado a conservar el paquete encima de ellos. Lo habrían tenido que ocultar en alguna parte.
Macdonald asintió con un movimiento de cabeza.
—Así fue. Ahora que yo no limité mis sospechas al joven Folliner y a Verraby… por las razones que en parte les he dicho. Sospechaba que el secreto estaba en alguna parte de la reunión del estudio, por más improbable que pudiera parecer. El problema era el siguiente: ¿dónde estaba el botín? Adiviné que no estaría en ningún lugar muy visible: también parecía cierto que sólo habían dispuesto de muy poco tiempo para ocultarlo. ¿Cómo puede un hombre mantener en secreto un gran paquete de billetes de banco, de tal manera que puedan escapar a un registro de expertos? He sabido de valores escondidos en recipientes como un termo y sumergidos en una cisterna… pero no fue ése el método empleado. Con certeza no lo enterraron, ni utilizaron la zanja. Bueno, había una chimenea que no se usaba, como ustedes pueden ver. Tiene bloqueado este extremo, pero el amplio cañón de la misma está abierto. Allí había una cuerda… que iba desde el mástil de la bandera… y las pesas del antiguo reloj se habían perdido. Me pareció que con tiempo para fijar una polea en el cañón de la chimenea, si se ataban las pesas del reloj a un extremo de la cuerda y eran introducidas dentro del cañón de la chimenea, esas pesas podían elevar un paquete atado al otro extremo de la cuerda y meterlo dentro, ocultándolo en el interior del cañón de la chimenea. Es la idea del arcaico reloj: las pesas hacen el trabajo. Mecánicamente es una idea muy simple. La polea se fija en la chimenea y las pesas bajarán corriendo y elevarán un peso menor que el de ellas: es necesario un pedazo más de cuerda, suficiente para asegurarla por fuera al cañón de la chimenea, de manera que sea posible recuperar el paquete del interior tirando de ese extremo.
—Sí, comprendo esa idea perfectamente —expresó Mackellon—; aunque nunca se me hubiera ocurrido porque las pesas del antiguo reloj se hubieran perdido.
—Ni a mí tampoco, en esa forma —replicó Macdonald—. El trabajo del detective no se basa en brillantes destellos de intuición… Al menos, yo no los tengo. Se basa en la reconstrucción de las posibilidades. Si uno supone que alguien ha ocultado algo, lo único que hay que hacer es considerar cada escondrijo concebible a su disposición, como si uno mismo tuviera que ocultar el objeto. Esto despeja un poco el terreno. Ahora volvamos al principio, a la reunión del estudio. Teniendo presente que la llave de Folliner podía haber sido obtenida por cualquiera de los miembros de la reunión en ocasiones previas, y que se había mencionado una postal, el problema siguiente era cuál miembro o cuáles del grupo podían haber hecho ese sucio trabajo. Desde luego teníamos a la señorita Manaton; pero, si ella hubiera sido culpable, no creo que hubiera declarado que había estado fuera. Podía haber dicho: «pasé en la cocina todo el tiempo, excepto cuando me asomé al estudio», y no habría habido medio de destruir esta declaración. No era ella. Si el grupo del estudio estaba complicado, pensé, como más probable, que alguien mucho más sutil fuera el culpable. La situación me apasionaba. Aquí había cuatro hombres, todos ellos afirmaban que habían estado en el estudio desde las 19,30 horas en adelante, unos en compañía de los otros. Entonces el hecho mismo de que dos de esos hombres fueran ciudadanos conscientes y dignos de crédito me produjo más sospechas que nada. Aparecía muy claro que los jugadores de ajedrez habían sido atraídos para dar una sensación de confianza al investigador; eran impecables. La idea resultaba inteligente.
Mackellon se movía algo nervioso.
—Por favor, no abra la herida —protestó—. Ya he reconocido que fuimos unos monigotes… sólo unos vulgares fantoches, que servimos para una treta e inspirar confianza.
Macdonald se rió entre dientes.
—Yo averigüé su buena fe más tarde, lo reconozco; pero la situación que vi era ésta: dos de ustedes habían estado jugando al ajedrez. Ninguno podía haber dejado el tablero sin que su compañero le viera claramente, y lo mismo el pintor y el modelo. ¿Cuatro hombres conspirando unidos? ¿Y cuatro hombres de baja estofa metidos en esto? No me pareció posible. Entonces, ¿podía el pintor haberse ausentado durante diez minutos sin que los jugadores de ajedrez se dieran cuenta? De nuevo pensé que no. Bruce Manaton estaba de pie frente al lienzo, moviéndose hacia atrás de vez en cuando para obtener un nuevo punto de vista, hablando una que otra vez a su modelo. Estaba directamente en la visual de Mackellon. Él debía haber estado allí todo el tiempo. Finalmente quedaba Delaunier.
—Y nosotros le aseguramos a usted que Delaunier había estado dentro todo el tiempo —dijo Cavenish.
—No. Desde luego, ustedes dos fueron muy conscientes en sus declaraciones —dijo Macdonald—. No pretendieron haber tenido los ojos puestos en Delaunier todo el tiempo: ustedes dijeron —y yo comprobé que era verdad— que habían tenido toda su atención concentrada en la partida. Delaunier es también un jugador de ajedrez: él había jugado con ustedes dos. Sabía que ustedes eran jugadores que se concentraban en su partida; sé que una buena partida de ajedrez puede absorber muchísimo la atención de los jugadores. Delaunier contaba con este hecho. Sabía que ustedes no se darían cuenta de sus movimientos durante los descansos como modelo; sabía también que ustedes tenían cierta vaga conciencia de la existencia de la figura escarlata del cardenal sentado en esa silla. Delaunier aceptó el riesgo… y salió. Una vez, mientras posaba, se levantó para estirarse, se movió hacia el caballete como para examinar el dibujo, se quitó el ropaje escarlata y, con ayuda de Manaton, se lo puso al maniquí. En un instante, ataviado de escarlata, el maniquí estaba sin contratiempos en la silla española, con el sombrero del cardenal sobre su cabeza. El riesgo había sido justificado: los dos jugadores de ajedrez tuvieron los ojos pegados a su tablero, con los cerebros absortos en su partida, con exclusión de todo lo demás. Probablemente los dos jugadores hicieron un esfuerzo consciente para no ver los movimientos del pintor y su modelo; tenían conciencia de la figura escarlata, de los comentarios que hacía el pintor de vez en cuando; la pintura seguía, y la partida de ajedrez también. Al cabo de diez minutos —pasados fuera— Delaunier estaba de vuelta en su lugar. Debía sentirse muy satisfecho. Había realizado sus planes muy cuidadosamente, y le salieron bien.
Cavenish suspiró.
—Desde luego yo debía darme con la cabeza contra la pared —se quejó Mackellon—. Este engaño fue representado ante nuestras mismas narices, y no lo descubrimos. No hicimos más que jugar al ajedrez.
—Usted tiene que recordar —expuso Macdonald— que Delaunier contaba con las cualidades que reconocía en ustedes dos. Él sabía que ustedes se concentraban en el juego. Era como si supiera que cualquier cosa que hicieran ustedes la harían a fondo. Escogió por tanto como testigos a dos hombres de reconocida integridad, reflexivos, personas trabajadoras, cuyo hábito era concentrarse en una sola cosa cada vez. Deben ustedes reconocer que esto denota inteligencia por su parte.
—Oh, inteligencia, sí…, lo es —dijo Mackellon—. Es una clase de inteligencia la suya que nunca olvidaré.
—No se deje usted amargar por eso —aconsejó Macdonald—, y mientras estamos aquí, volvamos a representar el juego. Reeves posará con el traje escarlata de cardenal. Yo seré el pintor. ¿Quieren tratar usted y Cavenish de continuar su partida? Mueven las negras y dan mate en cuatro jugadas. Yo sé que les será imposible abismarse en el juego como lo hicieron aquella noche; pero pueden mantener los ojos en el tablero, y Cavenish debe hacer todo lo que pueda para evitar que lo derroten en cuatro jugadas. ¿Quieren probar?
—Con mucho gusto —dijo Mackellon—. ¡Jaque al rey!, Cavenish.
2
Una figura vestida de escarlata estaba sentada de nuevo en la silla de alto respaldo. Macdonald permanecía ante el caballete.
—Levante la barbilla: un poco hacia la derecha —decía.
El cardenal se levantó.
—Un momento de descanso, amigo mío —solicitó.
Se movió hacia el caballete. Mackellon, con los ojos fijos en el tablero, murmuró: «jaque». Cavenish movió su mano para interponer su caballo entre su rey y el alfil atacante, pero vaciló. Un confuso movimiento escarlata se produjo en la plataforma y llegó a ser parte del conjunto: caballete, silla alta, modelo. El «pintor» dijo:
—Más natural… la cabeza alta… derecho.
—¡Jaque! —murmuró Mackellon de nuevo, tomando el caballo. Hubo un silencio de muerte. El «pintor» permanecía ante su caballete. Mackellon se inclinó hacia adelante sobre su tablero con un destello en sus ojos castaños, y Cavenish meditaba con la mano en alto como si estuviera en presencia de una aparición milagrosa. Luego, bruscamente, agarró su única pieza restante, un alfil, lo movió diagonalmente por el tablero y tomó la reina atacante de Mackellon.
—¡Condenación! —dijo éste de repente—. No estaba pensando en lo que estaba haciendo; es…
—Caballeros —dijo Macdonald—, ¿quieren tener la amabilidad de prestarme atención ahora?
Cavenish sonrió entre dientes.
—Usted salvó mi partida, inspector jefe. Por una vez, la única desde que le conozco, he cogido a Mackellon desprevenido.
—¿Y qué me dicen de mi demostración? —preguntó Macdonald.
Ian Mackellon se reía al mirar a su alrededor. Reeves volvía a estar sentado en la silla del cardenal, y el maniquí se encontraba en el suelo detrás del caballete.
—Sí —declaró Mackellon—. Usted, inspector jefe, ha ganado. Ni aun prevenido, me he dado cuenta de la impostura. ¡Qué fácilmente podemos ser engañados!
3
Macdonald se sentó otra vez al lado del tablero de ajedrez.
—Así que ya han visto ustedes cómo fue perfectamente posible, dadas estas especiales condiciones. Yo medité sobre ello bastante tiempo, y traté de ajustar otras piezas en el rompecabezas, suponiendo que Delaunier fuera el verdadero culpable en complicidad con Bruce Manaton. Allí estaban los retratos embadurnados de las paredes del número 25. Esos indudablemente habían sido pintados por Stort, el inquilino anterior de este estudio. Me pareció que uno de esos cuadros podía muy bien haber sido un retrato de Delaunier o de Manaton, y que habían sido desfigurados para evitar que la Policía los viera y sacara conclusiones de ellos.
—Pero Delaunier conocía a Stort —exclamó Mackellon—. Yo se lo oí decir hace mucho, cuando lo traté por primera vez. Le recordé a él —a Delaunier— este hecho cuando vino a ver a Cavenish la otra tarde.
—¿De veras? —dijo Macdonald—. Usted no podía haber adivinado cuáles serían los resultados de ese recuerdo. Delaunier sabía, en el fondo, que Stort era un peligro para él. Por medio de Stort, Delaunier supo de la costumbre del viejo Folliner de contar su tesoro cuando se creía seguro en la cama. Su mención de Stort agrandó este peligro. Tan pronto como les dejó a ustedes esa tarde, Delaunier fue al encuentro de Stort en su taberna favorita, le hizo tomar bastantes vasos para ponerlo medio borracho, y luego volvió con él a Harrow en Metro. Estaban en un compartimiento vacío, y cuando el tren se paró fuera de la estación, Delaunier abrió la portezuela del coche por el lado opuesto y Stort se cayó, o le empujó sobre la vía.
—¡Oh, señor! —dijo Mackellon lentamente—. Uno no debería decir nunca nada…
—No es propio de la naturaleza humana el no decir nada —declaró Macdonald—. No se preocupe por eso, habría sucedido lo mismo, con toda seguridad, sin su intervención. A propósito, les diré que he perdido un tiempo muy valioso siguiéndole la pista a Listelle, para saber, por último, que había muerto en un bombardeo. Delaunier estaba vigilado, aunque él no se daba cuenta. Volvió directamente aquí; probablemente se daba cuenta de que las cosas se iban poniendo feas… y el resto ya lo saben ustedes.
Cavenish estaba sentado mirando las figuras del ajedrez.
—Yo supongo que Delaunier y Manaton planearon esto sólo por el dinero, por el tesoro del avaro —dijo.
—Sí, lo principal fue eso, aunque hay otros motivos —aclaró Macdonald—. Cuando Jenkins hubo terminado de revisar los papeles del viejo Folliner, encontró la partida de casamiento de Albert Folliner en 1893. Su mujer le abandonó poco después de un año, llevándose con ella a su hijito. Tenemos la declaración de un viejo químico retirado, que vive aquí cerca, según la cual el hijo de Folliner pudo ver a su padre cuando ya tenía unos veinte años, y hay cartas del hijo al padre, pidiéndole ayuda económica, de la misma época. El hijo trabajaba en las tablas… y el nombre que había adoptado era André Delaunier.
—El círculo se completa —dijo Cavenish—. Es una historia espantosa, pero no suscitan lástima ninguno de los dos: ni el padre ni el hijo.
—Esta relación de parentesco no tiene nada que ver con las revelaciones actuales —dijo Macdonald—. Fue descubierta después que las cosas habían llegado a su culminación. Lo más interesante, desde el punto de vista del detective, fue dar con las posibilidades de la reunión del estudio, el descubrir cómo quedaban revalidadas las declaraciones prestadas por dos testigos dignos de crédito. Bruce Manaton había sido aficionado a las drogas hace algún tiempo, asociado con otros degenerados. Su hermana le salvó de hundirse definitivamente y trató de levantarlo y de mantenerlo en pie, pero era un amargado y un fracasado. Delaunier tampoco tuvo éxito en su profesión, e hizo un último y desesperado esfuerzo para tratar de conseguir la riqueza de su padre. Él ideó toda la trama, Manaton era sólo un cómplice. Delaunier tenía una llave de la casa: él fue quien entró, mató al anciano, robó el contenido del cofre, lo metió en una caja impermeable, lo ató apresuradamente a la cuerda y dejó que las pesas, previamente preparadas, hicieran el trabajo de elevar el paquete y meterlo en el seguro escondrijo de la chimenea. Luego volvió aquí dentro, se puso otra vez sus gafas escarlata y reasumió su actitud…, mientras ustedes continuaban jugando al ajedrez.
—¿Y cómo fue lo del ruido del disparo? —preguntó Mackellon.
—No lo sé —dijo riéndose Macdonald—. Nunca creí que lo percibiera nadie desde aquí dentro. Sabíamos que estaban dando señales para la niebla esa noche a la entrada de los túneles. Considerando que el cuarto del viejo Folliner tenía los postigos cerrados y las cortinas corridas, me parece probable que el tiro no fuera más perceptible que las señales para la niebla. La insistencia de Delaunier en decir que lo había oído fue preparada de antemano, o una exageración después. Trató de atraer la atención hacia sí insistiendo en que estaba en escena —por decirlo así— aquí dentro, cuando se oyó el tiro.
Macdonald hizo una pausa.
—Yo no estoy prestando declaración —añadió después— y mi opinión no vale más que la de los otros testigos. A mí me parece probable que Rosanne Manaton oyera el disparo cuando estaba fuera: incluso puede haber oído a Delaunier pasar a su lado en la oscuridad. Por esto es por lo que se escapó… para evitar el tener que prestar declaración. Sabía que, si Delaunier era culpado, su hermano estaba complicado también. Cuando se fue de aquí esta tarde, fue a esconderse fuera, en casa de una amiga, en Great Missenden. Afortunadamente su declaración no es necesaria. Delaunier nos ha facilitado pruebas de sobra. Él mató a Bruce Manaton ante mis propios ojos.
—Gracias a Dios que lo hizo —dijo Cavenish lentamente—. Algún día Rosanne podrá apartar de sí todo este error.
Hubo un silencio.
—¿Sospechó usted —preguntó Mackellon de repente— que nosotros, Cavenish y yo, entrábamos en el complot?
—No, nunca —afirmó Macdonald—. Estuve completamente seguro desde el primer momento de que Delaunier les había elegido a ustedes para representar un papel; y no se equivocó al elegir sus actores. Ustedes eran dos testigos intachables. Con sus declaraciones se sentía absolutamente seguro.
—Don honrados monigotes —dijo Mackellon tristemente.
Macdonald se puso en pie y se rió un poco.
—Cada uno sigue su camino. Si no estoy soñando, su rey recibe jaque del alfil adversario. —Se volvió hacia Cavenish—. ¡Buena suerte!… Y felicidades en el futuro.
—Gracias, muchas gracias —replicó Cavenish.
Y después de esa expresión de gratitud por parte del más viejo de sus «intachables testigos», Macdonald salió del estudio.