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IX
1
Cuando le dejó Reeves, Macdonald, mientras observaba su itinerario de trenes, reflexionó rápidamente que todavía le quedaban una o dos horas, que podía dedicar al asunto de Listelle. Reeves andaba sobre la misma pista, aunque Stort era su objetivo inmediato. Macdonald pensaba que podía haber una posibilidad, muy remota desde luego, de que si Stort y Listelle habían vuelto por las inmediaciones del estudio, este último podía haber hecho una visita a su antigua guarida del Dragón Verde. Más de una vez le había sucedido que algún perseguido, de quien se sospechaba que volvería por su vecindario, se había metido a tomar un vaso en la taberna de costumbre. La tentación de hacer eso, en ciertos casos, parece irresistible, como si la vieja costumbre de «entrar a tomar otro vasito» fuera más poderosa que toda cautela. Ya se habían hecho averiguaciones en El Perro Manchado, que quedaba más a mano; pero sin resultado.
Por lo avanzado de la tarde pensó que no era hora propicia para acercarse a una taberna con idea de obtener informes; pero Macdonald, que ya había caminado hasta la calle Alta, y había encontrado la callejuela corta donde estaba situado El Dragón Verde, se dirigió hacia la puerta lateral de la casa y tocó el timbre. Abrió la puerta una señora de cabello gris, robusta y de cara placentera, vestida con un traje de época de satén negro, el amplio pecho adornado con cadenas de oro, medallón y un enorme broche con un camafeo.
Su cabello gris estaba peinado con relleno y sujeto con peinetas tachonadas de diamantes, y en conjunto su aspecto era una muestra perfecta de habilidad. Era un cuadro de los primeros años del mil novecientos. A Macdonald le agradó a primera vista. Antes de que pudiera hablar se dirigió a él en tono de reproche.
—No puedo hacer nada, querido. Ya se lo dije antes. No es cosa de que se acostumbre usted a venir a molestarme en esa forma. Tiene que conseguir el turno a su hora, como todos los demás.
—Perfectamente, pero yo no he venido a molestarla por eso —repuso Macdonald alegremente.
—¡Señor! —replicó ella—. Le he tomado a usted por otro muchacho. Siempre me acosa. Me parece tonto, y por eso me enojo cuando viene a molestarme por la puerta lateral. Me van a dar un disgusto…, es una broma pesada, pero no hay nada peor que eso. Ahora dígame: ¿qué es lo que quiere usted, joven?
—¿Es usted la propietaria?
—Sí. Yo y mi chico Jem, que me ayuda desde que mi viejo se fue para casa. —Contemplaba a Macdonald con sus perspicaces y cansados ojos azules—. Si es que no anda usted detrás de una botella de whisky…, y parece que tiene demasiado sentido para eso, usted es uno de la secreta. ¿No es así? No lo digo con ánimo de ofenderle.
—Ni yo lo tomo así, de ninguna manera. Está usted en lo cierto. No se trata de molestarla a usted para nada. Ando haciendo algunas averiguaciones acerca de un hombre que solía venir por aquí a tirar a los dardos. ¿Puede usted disponer de algunos minutos para charlar?
—Pase —replicó ella en seguida—. No me gusta mucho tener a la policía en mi casa, compréndalo; pero parece usted una persona agradable. El primero a la derecha, y cuidado con el gato.
A través de una arcada con cortinas de abalorios, Macdonald pasó a un pasillo estrecho y entró en un recibimiento que era el marco perfecto para la señora Blossom, la propietaria de El Dragón Verde. Desde la araña del candelabro a las flores de conchas sobre la cubierta de la repisa de la chimenea, en la oscura, recargada y reducida habitación existía un anacronismo único. Las paredes floreadas estaban sobrecargadas con pinturas de marcos pesados, ampliaciones de fotografías, pasajes de las Sagradas Escrituras y grabados de tapas de revistas antiguas. En una rápida ojeada Macdonald vio a Wellington reunido con Blucher, Cherry Ripe, Bubbles, Shoeing, el Bay Mare, y la coronación de la reina Victoria. Sobre una mesa había una Biblia familiar y una pila de álbumes sombreados por plantas y flanqueados por cajas adornadas con conchas.
La señora de Blossom cerró la puerta, se sentó con todo decoro en una butaca de brillante crin negra, y ofreció otra a Macdonald.
—¿Dardos? —preguntó—. ¿Es que anda usted detrás de Listelle?
—Precisamente —replicó Macdonald.
—Se lo advertí a mi Jem, «Me llama la atención», le dije, y él contestó que no me extrañara de nada. «Como si usted no supiera nada de él, mamá», me dijo. «Y si él vivió un tiempo en aquel estudio, no tiene nada que ver con nosotros». Pero uno no puede dejar de sentir curiosidad ahora, ¿verdad?, siendo la naturaleza humana como es.
—Claro que usted no puede dejar de sentir curiosidad —convino Macdonald—, y mi trabajo sería mucho más difícil si las gentes no se interesaran por sus semejantes.
—Eso mismo es, jovencito —convino ella—. La vida sería una cosa muy aburrida si todos no pensáramos más que en nuestros propios asuntos. No es que yo sea una entrometida. No ando chismorreando…, no apuesto por esto y por lo otro, no sería bueno para los negocies…, pero me tomo algún interés, llamémosle así. Y tengo facilidad para pasar revista a la gente. He servido en un bar desde que era una muchachita…, y si esto no es un buen entrenamiento para entender la naturaleza humana, no sé qué puede serlo.
—Tiene muchísima razón —manifestó Macdonald—. Debe tener usted un juicio muy perspicaz acerca de la naturaleza humana, señora. ¿Qué me dice usted del señor Listelle?
—Por un lado es demasiado listo; en los demás, una porquería —replicó ella en seguida—. ¿Conversación? ¡Tenía en suspenso a los concurrentes al bar durante horas, sólo con su modo de hablar, con sus historias! ¡Caramba! Pero yo lo echaba cuando se ponía demasiado pesado: sabía que no se podía tomar libertades estando yo detrás del bar. Luego tiraba los dardos que era una maravilla…, poseía verdadera destreza, la mano y la vista perfectas. Tenía la habilidad de manos de un prestidigitador. Había trabajado en un circo cuando joven…, todavía conservaba las mañas; y bueno, vea usted, inteligente como un mono, y sin embargo, no tenía nunca un centavo. Tenía charla para toda la vida; pero cuando vinieron los bombardeos se achicó por completo. Estaba muerto de miedo y salió huyendo. No puedo soportar a los gallinas, y así se lo dije sin rodeos.
—¿Lo volvió usted a ver, entonces, después que se fue de Londres en 1940?
—¡Dios mío! Claro que sí. Siempre daba una vuelta por aquí. En el verano del 41 vino una tarde. «¿Así que todavía está usted viva?», preguntó. «Lo estoy; pero no gracias a usted, por cierto», le dije. «¿Qué anduvo haciendo para ayudar a vencer a ese Hitler?». Me contó una larga historia. Vivió con una caravana en alguna parte cerca de Brighton; luego consiguió un trabajo en Eastbourne, y entonces empaquetó sus cosas y se largó para Bournemouth. Luego él y su amigo el artista alquilaron una casa en el campo, pero no pudo soportar eso mucho tiempo. El campo le deprimía. La última vez que pasó por aquí fue el verano pasado; consiguió una cama en casa de un compañero que conocía él en Grey’s Buildings, aquí mismo, a la vuelta; debió haber un bombardeo la misma noche que regresó. No lo que se llama un verdadero bombardeo, como para levantarme, sólo sirenas y un poco de tiroteo, pero eso mismo le aterrorizaba. Se marchó otra vez, y desde entonces no le he vuelto a ver. Me choca, sin embargo. Él solía vivir en aquel estudio, y yo le he oído decir que el viejo de la puerta de al lado tenía un montón de dinero…, uno no puede dejar de extrañarse…
—No cabe duda —asintió Macdonald—. ¿Vio usted alguna vez al hombre que compartía el estudio con él… a Stort?
—No. No lo vi nunca. Sin embargo, el señor Listelle hablaba de él. Esos artistas son gente extraña. Le diré a usted lo que pienso. El señor Listelle tenía algo de acróbata. Trepaba por cualquier parte, le resultaba fácil. Le he visto dar volteretas como un mono en mi bar. Le eché por eso también. La verdad es que no me gustaba, aunque me hacía reír mucho.
—¿Tiene usted alguna idea de dónde se pudo haber ido cuando se marchó de Londres la última vez?
—No —dijo moviendo la cabeza—. No volví a oír hablar más de él. Bert Brewer puede que lo sepa. Vive en Grey’s Buildings; solía venir por aquí, pero ahora ha conseguido su pensión, tiene una hija en la fábrica de municiones y no trabaja más.
—Perfectamente. Iré a dar una vuelta a intentar convencerle de que me cuente algo. ¿Sabe usted algo de lo que hacía Listelle para vivir?
—Sabía salir adelante: concertaba partidos de fútbol, apostaba en las carreras de galgos…, sacaba un buen bocado en esto; y una vez o dos consiguió trabajar a comisión, vendiendo algo. Trató de colocar parte de su mercancía en este bar… siempre alguna basura… ¡Dios mío! Hay cientos como él; tenemos que conocerlos. Nunca hacen un trabajo honesto y estable; sólo de pasada hacen algo.
—¿No le ha oído usted a nadie nombrarlo desde que lo vio por última vez? Deseo saber si le han visto rondar últimamente por aquí.
—Si fuera así, habría oído decir algo; es maravilloso cómo corren las noticias. Le diré a usted una cosa… dondequiera que esté Listelle, lo verán en algún bar de las cercanías. No puede vivir sin tomar una copa. Es un enigma para mí saber cómo encuentran dinero para eso, en estos tiempos.
Pocos minutos más tarde Macdonald se despidió, agradeciendo a la señora Blossom su amable cortesía, a lo cual la charlatana señora respondió:
—Usted será siempre bienvenido. He pasado un buen rato con la charla. Entre cualquier día cuando pase por aquí; ya sabe dónde tiene su casa.
2
Macdonald se dirigió con paso reposado a Grey’s Buildings, «aquí mismo, a la vuelta», como le indicó la señora de Blossom.
Iba considerando como ejercicio mental una teoría de su propia invención (una teoría que abarcará todas las pruebas), pero necesitaba, antes de exponerla ante las autoridades, una buena cantidad de hechos concretos para poderla fundamentar. Como le ocurría con frecuencia durante una investigación, Macdonald parecía encontrar casualmente «demostraciones al margen» que sólo tenían valor de entretenimientos, aparte de los informes que recogía al paso. La señora Blossom en su recibimiento era precisamente una de esas demostraciones al margen, y lo que en ella recogió animó las meditaciones de Macdonald durante muchos ratos de ocio; pero, como aditamento de todo esto, quedaba el retrato de rara vitalidad que le había hecho de Listelle… Inteligente como un mono, y, sin embargo, nunca tenía un cuarto. Había estado en el circo y todavía conservaba sus habilidades… un poco acróbata, trepaba por cualquier parte… sabía cómo salir adelante…, no podía vivir sin tomar una copa.
Durante el trayecto, Macdonald reflexionaba acerca de cómo iba a dar el paso siguiente. Dependía de Bert Brewer. Si Bert era digno de confianza, sería posible acercársele directamente; si Bert tenía el aspecto de un tipo retorcido, sería necesario andar con cautela. Macdonald sentía más ansia que nunca por conocer a Listelle, y descubrir algo de sus asociados.
Grey’s Buildings resultó ser una de aquellas hileras de casitas de los primeros años del siglo XIX que todavía existen en el viejo Hampstead; viviendas pequeñas de dos pisos, todas en fila, con jardines al frente sin separaciones entre sí. Cada casita tiene su sendero pavimentado, y, aun en enero, puede uno darse cuenta de que los propietarios están orgullosos de sus jardines. Macdonald llamó a la puerta de la última casita, y pronto se encontró bajando la vista hacia un viejecillo diminuto, de cara arrugada y simpáticos ojos azules.
—¿El señor Brewer?
—Soy yo. Si es trabajo de jardinería lo que quiere hacer usted, le digo desde ahora que no puedo servirle. Con mi reumatismo en la articulación de mi rodilla ya no puedo. Lo siento, pero no puedo hacer nada.
—Bueno, si es así, no vale la pena de pedírselo —replicó Macdonald. En seguida adivinó que, aunque el señor Brewer no deseaba servirle en cuanto a jardinería, no se opondría a charlar un rato. Todos sus rasgos revelaban que era conversador. Macdonald se apoyó contra el quicio de la puerta y le ofreció un cigarrillo, que el anciano tomó con alegría.
—Es difícil encontrar alguien que tenga tiempo para echarnos una mano en estos tiempos —prosiguió Macdonald—. El reumatismo debe ser una gran molestia para usted…, pero se las arregla para conservar su jardín en muy buen estado: Es agradable esto.
—Sí. Agradable es. Hace setenta y ocho años que vivo aquí, desde que vine del Este; aunque fue una lucha para pagar la renta algunas veces. Mi esposa era una maravilla…, trabajó hasta que se murió. Estaba orgullosa de su jardín, lo mismo que yo.
Muy poco tiempo le costó a Macdonald llegar a términos amistosos con el viejo charlatán; hasta le invitó a entrar y sentarse al lado del fuego, pensando con toda seguridad que le invitaría a una copita. El Dragón Verde fue pronto el tema de la conversación, y Macdonald llevó a Brewer como de la mano, hasta que le hizo mencionar a Listelle por su propia iniciativa. Parecía que Listelle, más de una vez, le había indicado un ganador. Macdonald era demasiado juicioso para preguntarle cuántos chelines se le habrían ido a causa de los ganadores fracasados. Como por casualidad, el astuto inspector jefe pudo introducir en la conversación que no sólo había conocido a Listelle, sino que tenía mucho deseo de volverlo a ver. Ya entonces la conversación se deslizaba en tal forma que el viejo Bert Brewer no se había dado cuenta en absoluto de que su amable visitante lo había conducido a donde quería; y el viejo prosiguió con locuacidad, excesivamente ansioso por continuar:
—Vino y pasó aquí la noche, porque yo le había dicho que podía ofrecerle una cama, que improvisaría, y que sería bienvenido; durmió en aquel sofá, pero sus nervios no pudieron soportar las detonaciones. Se fue por la mañana. ¿Adónde me dijo que se iba?
El viejo estaba seguro de que Listelle le había hablado de su punto de destino.
—¿Lo sabía su hija? —preguntó Macdonald, pero el viejo negó con la cabeza.
—No. Ella no podía soportarlo. No se sentaba en la habitación donde estaba él. ¿Pero dónde era? Una casa de campo que había conseguido en alguna parte; no tenía que pagar renta, sólo tenía que vigilar un poco la casa y hacer algún trabajo en el jardín. ¡Dios mío, él haciendo de jardinero! No era capaz de distinguir una azada de un rastrillo. Era en el campo, pero no lejos de alguna ciudad y de un hipódromo. Él mencionó ese lugar. No era cerca del mar. No podía soportar el mar.
—Bueno, esto es algo para comenzar —dijo Macdonald—. Veamos los lugares en que hay carreras de caballos: Newmarket, Ascot, Epson, Doncaster, Gatwick, Lewes, Newbury… —Se detuvo aquí porque pareció que el viejo al oír este nombre reaccionó—. ¿Es éste? Newbury de Berkshire queda muy distante del mar.
—Newbury, Newbury —murmuró el viejo Brewer—. Creo que es ése. Newbury. Sí, sí. Dijo que quedaba a unos cuantos kilómetros de distancia. Yo le diré…, su casa estaba en un pueblo que los carboneros solían atravesar al ir a las carreras, y había una gran residencia por aquellas cercanías, donde vivía un duque que convirtió su casa en un hospital. Hubo caballerizas allí, alguna vez. ¿Cómo se llama? No puedo recordar el nombre del pueblo, pero creo que no lo hice tan mal.
—Ya ha hecho usted bastante —dijo Macdonald—; si encuentro al señor Listelle le daré recuerdos de su parte.
Una sonrisa inundó la cara de Bert Brewer:
—Sí, señor; puede decirle que me debe cinco chelines. Le aposté que Destello Dorado…, éste es un buen perro, vaya si lo es…, ganaría en el Reading Stadium, y así fue. Gané siete y seis con Destello Dorado, y si le sacara esos cinco chelines al señor Listelle, creo que le convidaría.
—Bueno, ¿qué dice si yo le doy los cinco chelines y luego se los cobro al señor Listelle cuando lo vea? —dijo Macdonald.
El viejo Brewer estaba encantado.
—Muchas gracias por su amabilidad, señor —dijo con tono feliz—, le quedo sumamente agradecido.
Macdonald se puso de pie como para irse, y luego añadió como si se le ocurriera otra cosa a última hora:
—¿Le oyó usted alguna vez a Listelle decir que jugaba al ajedrez? Soy muy aficionado a ese juego y me pregunto si le habré conocido casualmente ante un tablero de ajedrez.
—¿Ajedrez? No. A las damas o al dominó, sí le he visto jugar; al ajedrez, nunca. Recuerdo haberle oído decir que sólo pensar en el ajedrez le daba dolor de cabeza. Tenía un amigo…, el compañero con quien vivía…, que solía jugar al ajedrez horas y horas, como hacen ellos, sin apartar la vista del tablero. Demasiado lento para nuestro Listelle. A él le gustaba algo más vivo.
—Sí, no es un juego para todos —convino Macdonald—. ¿Y qué ha sido del hombre que vivía con él? ¿Lo sigue viendo?
—No, no que yo sepa. Era un artista. Muy inteligente, creo. Se fue cuando comenzaron los bombardeos; los dos salieron juntos de Londres y marcharon al campo. Me pareció una tontería. No les gustaba vivir en el campo, no tenían ninguna disposición en ese sentido. El campo está muy bien para los que están acostumbrados a él, pero si uno se pasa toda la vida en la ciudad, el campo no hace más que producirle neurastenia.
—¿Así que usted no cree que Listelle se quedara en esa casita del camino de Newbury?
—No es de creer, salvo que diera la casualidad de que tuviera alguna taberna a mano…; pero ¿de qué sirve una taberna si uno no tiene dinero? La cerveza tiene un precio prohibitivo en estos tiempos. Sería un pecado. Sin embargo, ocurre lo siguiente: Si se hubiera ido de esa casa para volver a Londres, juraría que habría venido a verme. Y le voy a decir a usted por qué: a él le gustaba lo que no cuesta, y yo le dije que podía venir y pasar una noche aquí si quería. Me hace reír, y a mí me parece que vale la pena transigir con algunas de sus inconveniencias, si me proporciona un buen momento.
Macdonald asintió. Mirando alrededor de la pequeña habitación pasada de moda, preguntó:
—¿No ha comprado usted una radio, señor Brewer?
—No, señor. Me aburren soberanamente. Me voy a dormir siempre que las ponen. Soy un poquito duro de oído, y no le encuentro ningún sentimiento.
—¿Le gusta leer los periódicos?
—No, sólo para ver los ganadores; y el vecino de al lado, señor Spragge, tiene la amabilidad de decírmelos. No tengo madera de letrado. Me cuesta mucho leer, y mis ojos ya no son lo que fueron.
Pocos minutos más tarde, cuando Macdonald se despidió para irse, el señor Brewer daba cabezadas al lado del fuego, murmurando a intervalos:
—Gracias por su amabilidad.
3
Macdonald regresó apresuradamente a Hollyberry Hill, e hizo una llamada telefónica por el camino a la oficina principal. Si se podía fiar de la memoria del señor Brewer y si Listelle y su casa de campo estaban en el distrito de Newbury, había que transmitir bastantes instrucciones a la Policía del distrito. Las entrevistas con la señora de Blossom y con Bert Brewer podían no llegar a tener importancia como tantas otras… pérdidas de tiempo, desde el punto de vista de un detective, pero Macdonald era un hombre paciente. Muchas veces había basado un caso en fragmentos sueltos, reunidos en conservaciones que parecieron inútiles. En el caso presente estaba tratando de completar una teoría reuniendo posibilidades. «Hacen falta cosas de todas clases para crear un mundo», decía un viejo adagio, y Macdonald encontraba que esas mismas palabras podían aplicarse a cualquiera de sus casos. Cosas de todas clases…, hombres tan diversos como el viejo Brewer y el joven Mackellon, Listelle y Robert Cavenish; mujeres tan varias como Rosanne Manaton, las señoras de Tubbs y de Blossom. De los contactos casuales con gentes sin relación alguna aparente el inspector jefe construyó una teoría, y en el proceso, como dijo alguien de él una vez, «asesinó la imposibilidad, haciendo de lo imposible un trabajo sencillo».