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XII
1
Cuando Macdonald dejó la casa del señor Verraby hizo a pie el camino hasta Hollyberry Hill, y llegó allí en el momento en que Robert Cavenish se disponía a entrar en el número 25 y llamaba a la puerta del estudio. Macdonald oyó el estallido de Bruce Manaton cuando abrió la puerta; el inspector jefe paseó en silencio por el costado del estudio y se quedó junto a la ventana debajo de la luz del Norte, desde donde Manaton había observado a Reeves cuando pasaba por delante esa misma tarde.
Todo el furioso discurso de Manaton se podía oír desde fuera de la ventana; Macdonald ya había visto que la causa de esto era que esa ventana tenía una rendija abierta. Oyó a Cavenish cuando salió y cómo golpeó la puerta furiosamente detrás de él: Cavenish se encaminó lentamente hacia la carretera; sus pasos eran los del hombre que duda sobre lo que debe hacer, y poco después empezó a pasear insistentemente, arriba y abajo, por fuera de la casa, cien metros en una dirección y cien en otra.
Macdonald se quedó donde estaba, meditando. Durante el registro efectuado en el estudio esa tarde había dado instrucciones a la mujer detective a sus órdenes para que se cerciorara de un hecho que él había observado antes, ese mismo día. Porque quería averiguar ese punto fue por lo que había esperado hasta la hora del oscurecimiento para hacer el registro. La detective Caroline Lathon le había dicho a Macdonald que era facilísimo salir por la ventana de la galería del estudio y quedarse de pie sobre el borde: a una persona de estatura mediana, que estuviera así, le quedarían los ojos al nivel de la ventana de la habitación del señor Folliner. Aun con los postigos de esta habitación cerrados, el vigilante de la defensa antiaérea había tenido motivos para quejarse de que la luz salía por un agujero de los mismos. La señora Tubbs lo solucionó pegando papel en el agujero, pero Macdonald había hecho quitar ese papel.
En seguida se vio de un modo evidente que cuando la luz estaba encendida en el dormitorio del señor Folliner —y el viejo tenía una desagradable bombilla sin pantalla— era posible ver el interior de la habitación desde la ventana de la galería del estudio. Si cualquiera hubiera sido lo bastante curioso como para querer obtener una vista más precisa del ocupante del dormitorio, habría sido muy fácil poner una plancha desde el antepecho de una ventana a la otra y quedar en pie junto a la del señor Folliner. Recordando el relato de la señora Tubbs sobre cómo Stort pintó al señor Folliner, y también las quejas de la señorita Stanton sobre la costumbre que tenía aquel caballero de extralimitarse, Macdonald pensó que era más que probable que Stort hubiera representado así el papel de espía y que, teniendo a la vista la ocupación del señor Folliner por las noches, Listelle había entretenido a la gente del café con sus cuentos sobre el tintineo de las monedas. Macdonald dudaba que hubiera habido muchas monedas… Hacía casi treinta años que las monedas de oro estaban fuera de circulación; también se daba cuenta de que el hombre del cuadro no pudo haber sido observado desde que fueron impuestas las restricciones del oscurecimiento, así que ni Bruce Manaton ni su hermana habrían tenido ninguna ocasión de espiar al señor Folliner.
Deslizándose a lo largo de la pared del estudio, llegó Macdonald al extremo del mismo más próximo a la casa: aquí la cuerda que había pertenecido al mástil de la bandera oscilaba sin objeto sobre su cabeza. Fue a buscar una escalera de mano que había traído, la extendió silenciosamente y, después de escuchar durante uno o dos segundos, trepó por la escalera y tiró de la cuerda. No estaba suelta: algún peso no muy grande resistía la fuerza que él hacía; si hubiera continuado tirando podía haberlo arrastrado con la cuerda, pero la soltó tras un tirón de prueba, dejándola oscilar como antes; luego se bajó y quitó la escalerilla, metiéndola dentro de la puerta trasera de la casa.
2
Después de volver a colocar la escalerita en su sitio, Macdonald miró su reloj: las manecillas luminosas marcaban las nueve y treinta. Salió a la calle y escuchó en la oscuridad. Robert Cavenish todavía estaba allí, paseando despacio y ruidosamente unos cien metros para un lado y para el otro. Mientras Macdonald esperaba, un hombre surgió silenciosamente de la oscuridad y se acercó a él.
—Ward, señor. No se ha acercado nadie más… Sólo ese tipo que anda paseando arriba y abajo. El inspector Jenkins está dentro todavía. Dice que ya casi ha terminado.
Murmuró estas palabras cerca del oído de Macdonald, que contestó también en voz muy baja.
—Muy bien. Continúe alerta. No será fácil: podemos estar aquí toda la noche para nada. Busque a Reeves, que venga; puede informar más tarde. Drew está de servicio en la cabina telefónica. Yo le voy a decir a ese otro que se vaya a casa.
Ward se perdió en la oscuridad, y Macdonald esperó hasta que Cavenish llegó a la altura de la puerta. Entonces le salió al encuentro y le abordó.
—Señor Cavenish, creo que será más prudente que se vaya usted a su casa. No puede obtener nada bueno paseando por aquí, de un lado para otro, con esta noche tan fría.
Cavenish hizo un alto.
—El inspector jefe, ¿no es cierto? Siento interrumpirle, pero ando muy preocupado.
—¿Qué es lo que le preocupa?
—Rosanne Manaton. Su hermano no sabe dónde está.
—Quizá ella no quiera que él lo sepa. En todo caso, usted no puede hacer nada. Mejor es que se vaya para casa. Esta noche preparo mi batida y no quiero tener gente haraganeando por aquí.
—Ya lo veo. ¿Quiere decir que, si no me voy, tomaría usted medidas para alejarme?
—Eso es. Atienda mi consejo… váyase a casa, quédese allí, y ponga en orden sus pensamientos junto al fuego de su hogar. Tendrá usted que prestar declaración mañana.
Hubo una pausa, Macdonald podía oír al otro respirar aceleradamente.
—¿Usted sabe dónde está ella… Rosanne? —manifestó por último Cavenish.
—Sí, lo sé. Ahora, le digo una vez más, váyase mientras es fácil irse. Buenas noches.
—¿No quiere decirme…?
—Le he dicho a usted todo lo que tenía que decirle.
—Comprendo. Entonces, buenas noches.
Cavenish dio la vuelta y se encaminó rápidamente hacia el Sur. Macdonald volvió al número 25 y entró por la puerta de atrás: sus goznes se movieron silenciosamente ahora, y en la oscuridad no podía ver nadie que estaba ligeramente entornada. Esperó dentro, esperó como había hecho cientos de veces para ver si un «empujón» resultaba certero.
Un cuarto de hora más tarde, Macdonald se dio cuenta de que alguien se aproximaba a la puerta: pero no era el oído, y mucho menos la vista, lo que advertía a su facultad de detective que alguien andaba cerca. Se detuvo junto a la puerta, ligeramente abierta.
Una voz le habló muy bajito:
—Drew, señor: informes del Departamento. El cuerpo de Randall Stort ha sido recogido en la vía del metropolitano cerca de Harrow.
Macdonald guardó silencio un segundo.
—Vuélvase a la cabina y espere —le ordenó después—. Puede llamar Reeves. Cuéntele lo de Stort y dígale que venga a informar aquí lo más pronto que pueda.
—Muy bien, señor.
La otra sombra partió silenciosamente y dejó a Macdonald solo con sus pensamientos… sombríos pensamientos. En su imaginación veía una serie de cuadros, y el principal era una decoración mural, embadurnada, desfigurada… una porquería de pintura en una pared sucia.
Pasó media hora antes de que oyera otro ruido, esta vez no era en la calle: el ligero roce provenía de la tapia del extremo opuesto del estudio, por donde Reeves había trepado aquella misma tarde. Alguien estaba escalando la tapia… pero no era Reeves. Este lo habría realizado con mucho menos ruido. «Un gato es torpe comparado con Reeves», decían los que habían estado con él en acción. Macdonald se quedó donde estaba, escuchando.
El intruso se deslizó de la tapia abajo por el lado del estudio, no muy diestramente. Macdonald oyó el golpetazo de los pies al chocar con la tierra, y unos cuantos segundos más tarde, pisadas —pisadas muy silenciosas que seguían a lo largo del estudio— y luego unos ruidos en el extremo más próximo a la casa. Entonces percibió algo que se arrastraba con cuidado, la cuerda del mástil de la bandera rechinaba sobre el tejado acanalado. Silenciosamente surgió Macdonald de detrás de la puerta, pero con la misma ligereza retrocedió. Un rayo de luz brilló entretanto en la oscura senda cuando la puerta del estudio fue abierta de golpe.
—¿Quién anda ahí? Rosanne, ¿eres tú…, eres tú? —gritó Bruce Manaton.
Una voz de hombre respondió, baja y apremiante.
—No, no es Rosanne. ¡Cierre la puerta! El resplandor de la luz da en el sendero.
—¡Maldita sea la luz! ¿Qué diablos está haciendo usted? ¿Dónde está Rosanne?
—¡Veinte mil diablos! ¡Usted debe estar loco de remate! Entre y cierre la puerta.
—No quiero entrar…
—Ah, ¿no quiere? Entonces será mejor que entre yo y hable con usted. —La otra voz, muy baja y profunda, tenía una nota siniestra—. Entre y hablaremos allí, amigo. Será mejor para los dos. Rosanne no toma parte en este acto.
Macdonald, atisbando por la rendija de la puerta, vio la silueta de dos figuras contra la luz del estudio. Luego los dos se metieron dentro y se cerró la puerta.
Macdonald dio un salto hacia las escaleras y silbó… una nota corta y clara. Jenkins estaba arriba, y Jenkins era un buen compañero en caso de dificultades. Oyó el silbido de Jenkins como respuesta, y le llamó en voz baja.
—Hay otra reunión en el estudio… venga y quédese por aquí.
Macdonald salió afuera y se acercó rápidamente a la ventana del estudio, a una a la que no le había echado el picaporte cuando ayudara al oscurecimiento aquella misma tarde: se quedó allí y escuchó. Podía oír la voz profunda del recién llegado… un bajo y suave murmullo, pero no era perceptible ni una sola palabra: la voz le llegaba muy apagada. De vez en cuando el irritado staccato de Bruce Manaton lo interrumpía, pero casi siempre con una pregunta… una quejosa demanda de informes que nada significaba para Macdonald. Se quedó allí esperando, hasta que se dio cuenta de que Jenkins estaba a su lado.
—Quédese aquí —susurró Macdonald—. Yo voy a ver si puedo entrar por la ventana de la galería.
Se deslizó rápidamente hasta el extremo opuesto y se sirvió de una corta plancha que había contra el muro para apoyar un pie. Desde aquí podía alcanzar el antepecho sobresaliente de la ventana, y agarrado a él se arrastró en medio del silencio más absoluto. Macdonald había pensado con frecuencia que habría sido un gran escalador como ladrón. Su práctica de alpinista le capacitaba para utilizar cualquier punto de apoyo útil para los pies o las manos, y tenía el equilibrio de un gato.
Allí de pie en la oscuridad, en un saliente muy arriesgado, llevó a cabo la empresa de abrir la hoja de la ventana que la detective Lathon había dejado sin cerrar el picaporte. Era un asunto peliagudo que significaba estar en equilibrio sobre un pie con un mínimo de espacio para encogerse, y cualquier falso movimiento o el menor ruido habrían acabado con su proyecto. La ventana tenía por dentro una pesada cortina de lana: Macdonald se dio cuenta de que tenía una ventaja… la posición en que estaban sentados los dos hombres en el estudio era tal que no podían ver la galería de arriba. Todo lo que tenía que hacer era meterse dentro sin producir el menor ruido. Una vez que logró abrir la ventana, hizo falta toda su habilidad —y sus músculos— para conseguir penetrar. Aunque era fría la noche, sudaba cuando se bajó y consiguió meter un pie dentro; sus músculos estaban tan rígidos que los calambres casi le vencieron.
Cuando al fin estuvo dentro, con los dos pies en el suelo y la cortina del oscurecimiento todavía entre él y el estudio, Macdonald respiró profundamente. El hecho de conseguir entrar sigilosamente le había costado mucho más esfuerzo que trepar a cualquier peligrosa roca, por no decir nada de que fuera bastante más desagradable.
Dejó la ventana convenientemente y se deslizó al suelo, dándose cuenta de que mientras estuvo preocupado con sus movimientos gimnásticos, no había oído conscientemente una sola palabra de la conversación en el estudio. Se adelantó hacia el borde de la galería suavemente y separó un resquicio las cortinas para ver lo que sucedía abajo. Sólo distinguía la parte superior de la cabeza de Bruce Manaton; el otro quedaba debajo de la galería y esto lo ocultaba a la vista de Macdonald; pero una mano estaba extendida sosteniendo una botella de whisky y echando medio dedo de alcohol, que pasó a Manaton.
—Líbrese de esto, amigo; le destrozará rápidamente los nervios. Recuerde nada más que usted no tiene que preocuparse por nada, absolutamente por nada. Las cosas no pudieron salir mejor. Yo le dije que el plan no podía fallar sólo con que usted representara bien su papel… ¡Y por Dios que lo representó bien! La prueba persiste, y es irrefutable.
El bajo y profundo murmullo cesó; hubo otro gorgoteo y la botella de whisky fue inclinada. Macdonald podía percibir el olor del alcohol de los vasos, tan cerca estaba de los bebedores.
—¡Dios mío, yo necesito eso! —siguió el cauto murmullo—. He tenido que hacer todo el trabajo, recuérdelo. —Una sonrisa de bienestar en tono bajo siguió al ruidoso paladeo de un satisfecho bebedor.
—Es casi increíble la forma en que salieron las cosas —siguió—. Me parecía como si estuviera trabajando en una función de títeres, tirando de los hilos, y haciendo danzar a los muñecos… se llegó lo más cerca posible de la perfección.
Bruce Manaton dejó su vaso sobre la mesa con un golpetazo.
—Lo más cerca de la perfección —repitió como un eco, y su voz era torpe, su articulación confusa—. Cerca… pero no perfecto. Yo he estado cavilando que si ese renegado de Stort oye algo de esto, se entremeterá.
—Y si lo oye, ¿qué importa? La prueba evidente persiste. En todo caso no oirá nada. Yo he andado haciendo algunas pesquisas. Stort no va a entremeterse… ni tampoco Listelle. No contarán cuentos ninguno de ellos. Vuelvo a decirle… que no se preocupe. La prueba persiste.
Sonó otra risa apagada debajo de Macdonald, y el tintineo de un vaso.
—Usted y yo hemos obtenido una carta bien pobre hasta ahora en el reparto de los bienes de este mundo —seguía el murmullo—. Ahí tiene; usted… ¿qué sacará con dibujar o pintar? Dudo que haya un pintor, entre toda la patulea que anda por ahí, capaz de superarle en el desempeño de su arte. Vaya a dar una vuelta por las exposiciones modernas… el grupo de Londres, los retratistas, todos ellos. Yo le digo a usted que ni el mismo Augusto John puede hacer nada mejor que ese trabajo suyo que está sobre aquel caballete. ¿Qué ha sacado usted con eso? ¿Qué clase de vida lleva usted? ¡Fíjese en esta cueva inmunda en que estamos sentados! ¿Comodidad, seguridad, reconocimiento de su valía? ¡Bah! Una larga y condenada lucha contra las circunstancias. Le digo a usted que eso me enferma.
Hubo un silencio y luego la voz siguió:
—Algunos hombres están contentos con doblegarse ante las circunstancias, admiten la derrota, transigen con la pobreza… «como el desgraciado esclavo, quien con el cuerpo lleno y el espíritu vacío se mete en cama, atiborrado con el pan de la miseria…». ¡Yo no, amigo, yo no! Yo tengo cerebro, yo tengo valor, y, por el infierno, lo sé utilizar hasta el último recurso.
Un vaso chocó con la mesa, y empujaron una silla hacia atrás.
—«¡Concentra tu valor en el punto vulnerable, y no fracasaremos!». Ahora tenemos que hacer esto. Debemos conseguir sacar esos valores. Hubo que dejarlos tanto tiempo, porque estaba la policía por aquí, pero ahora hay que sacarlos. Lo he estado pensando. Voy a dividirlos en dos paquetes… uno para usted y otro para mí; y los llevaremos al lugar que yo he preparado. No podemos disponer de eso todavía… no hay prisa. ¡Sobre todo no hay que apresurarse! Seguiremos comiendo cortezas de queso y vistiendo andrajos hasta que se extinga esta agitación. Puede ser que mientras termine la guerra. Podemos ir al extranjero. Tengo una ilusión grande por Sudamérica, viviré en cualquier parte donde brille el sol. Usted puede tener su chalet en Capri, o en ese rincón de las proximidades de Barcelona… el porvenir es nuestro sólo con que conservemos la cabeza y nos atengamos al maldito presente.
De nuevo se oyó una sonrisa reprimida.
—Me alegro que registraran el lugar tan bien. Ese huesudo escocés es un diablo eficaz. Supongo que buscaría bien. Me hace reír. Ahora quédese usted aquí, amigo. Yo voy a tirar de la cuerda.
Bruce Manaton se levantó y empujó la silla hacia atrás.
—Yo no le quitaré la vista de encima. Usted es capaz de estafar a su propia madre, estoy seguro. No se imagine que le voy a dejar escaparse con eso.
Su voz era confusa y soñolienta como la del hombre que está a punto de provocar una pendencia a causa de su borrachera.
—No empiece ahora a imaginar cosas raras —replicó el otro—; ¿no he hecho yo todo el verdadero trabajo en esta empresa? Sin mi habría terminado usted su vida como un pintor fracasado… tan cierto como que le llevarán a la fosa. Conmigo, con la combinación de mi ingenio y el suyo, ha conseguido usted un porvenir… ¡Acuérdese del porvenir! ¡Bebamos por el porvenir!… Pero ahora conserve la cabeza. Yo voy a tirar de esa cuerda que está en… Bueno, muy bien, venga si quiere, pero por Dios no haga el menor ruido. Es casi seguro que hay alguno del Departamento de Investigaciones acechando alrededor de esta casa. Apague la luz. Está a un paso ahí fuera, pero no debe oírnos nadie. Recuerde que el único peligro que existe en todo esto está en que nos cojan con las manos en la masa. Tome otro vaso, eso le despabilará.
—No voy a tomar ningún vaso más hasta que sepa que usted juega limpio. Está tratando de emborracharme, con la esperanza de que me vaya a dormir y poder arramblar usted con todo. Pero no, amigo, usted no me hará esa jugarreta… y recuerde lo que le digo… si se trata de hacer trampas le veré en la horca, aunque me cuelguen a mí a su lado.
—¡Tranquilícese!, ¡tranquilícese! No hay necesidad de esas cosas entre usted y yo. Habiendo llegado hasta aquí «sería una lástima malograr tan buen trabajo por una riña». Venga entonces, venga conmigo… pero despacito, despacito… chi va piano, va sano; chi va sano, va lontano. ¡No se olvide, ni el menor ruido!
La luz se apagó y Macdonald quedó en la oscuridad. Oyó cómo dos hombres cruzaban el estudio y abrían la puerta de la calle. Sabía que Jenkins estaba a un paso, y que Ward y Drew permanecían afuera, alerta. Alcanzó la ventana de la galería, abrió una rendija y esperó. Recordaba un reloj del tiempo de su abuelo sin las pesas: una cuerda, una polea y dos buenas pesas: un cañón de chimenea vacío y un envoltorio, que sabía atado al extremo de la cuerda, saltando briosamente sobre el borde del ancho protector de la chimenea, mientras la cuerda quedaba libre y las pesas descendían por el cañón de la chimenea. Ahora el desenlace del proceso se acercaba.
Silencioso junto a la ventana, oyó Macdonald cómo colocaban muy suavemente un cajón contra la pared del estudio. Luego alguien subió sobre el mismo, y se produjo el golpeteo de la cuerda en el tejado, después el ruido de un tirón fuerte de algo que se arrastra: más tarde un topetazo y una rasgadura, como si un bulto saliera rozando el protector de la chimenea; por último, un chasquido. Un momento más tarde los dos hombres volvieron a entrar en el estudio.
Macdonald oyó cómo cerraban la puerta de la calle, y la luz se encendió de nuevo. Estaba a punto de bajar los escalones de la galería para hacerles frente, cuando una palabra de Bruce Manaton le hizo detenerse. Había alguna cosa más que deseaba saber. Manaton fue otra vez a por la botella de whisky.
—¿Y qué le pasa a Rosanne? —inquirió de repente.
El otro lanzó una exclamación de impaciencia.
—¡Rosanne! ¿Qué le pasa? Ya le dije que ella no entra en esta operación.
Manaton habló todavía en tono más bajo, la voz se arrastraba, tartamudeando un poco.
—Salió de aquí… hacia la oscuridad. ¿Qué es lo que sabe?… Ella adivinó… usted sabe… se asomaba a la puerta con demasiada frecuencia… Si al menos comprendiera. Yo lo he hecho por ella…
Su voz se arrastraba en medio del silencio, y Macdonald se quedó quieto; por vez primera sentía un poco de piedad. El otro hombre permanecía silencioso, y luego una fea blasfemia brotó de sus labios.
—… Rosanne… si nos descubre, la estrangularé con mis propias manos, la…
Macdonald bajó las escaleras de un salto. Sabía lo que iba a ocurrir ahora. Manaton, borracho, fuera de sí, agarró la primera arma que encontró a mano… el sifón que estaba sobre la mesa. Antes de que Macdonald pudiera intervenir, el otro le arrancó violentamente el sifón y lo estrelló contra la cabeza del pintor. La ciega y furiosa borrachera cedió ante el golpe mortal. Bruce Manaton se encogió, y Macdonald le sostuvo al desplomarse contra el lienzo embadurnado de rojo con el retrato de un hombre vestido de cardenal.
3
Reeves siempre experimentaba un sentimiento de satisfacción si su día terminaba con la culminación de un caso. Había hecho el viaje de vuelta de Harrow maldiciéndose amargamente. Por naturaleza no era un fanfarrón, sino cauto, reticente y muy trabajador. No podía olvidar su propia voz diciendo: «no se me escapará por listo que sea». Y tenía la sensación de que le habían chasqueado; pero también la íntima convicción de que a Macdonald no lo habría eludido de semejante manera. «Nuestro engañabobos le encontraría un sentido a esto». Era una creencia firmemente arraigada en la mente de Reeves.
Recorrió el camino desde la estación de Funckley Road hasta Hollyberry Hill a grandes pasos, y estaba a punto de empezar a dar el parte a su ayudante —el policía de la cabina telefónica— cuando oyó un ruido penetrante que fue para él como una punzada: el agudo silbido de un policía.
—¡Está sucediendo alguna cosa, caramba! —fue su reacción inmediata. De puntillas, tanto mental como físicamente, avanzó Reeves hacia el número 25. Oyó el ruido de una reyerta y algunas palabras en el jardín; un golpe hueco le indicó que alguien había sido derribado en la pared; se agachó un poco; con los hombros cuadrados y los puños dispuestos, se le veía danzando casi en las sombras de la pared. En ese momento vio la negrura de una pesada figura que venía agazapada hacia él, un hombre que corría para salvar su vida, gruñendo al tiempo que corría. Reeves se le acercó con la sensación gozosa de ejecutar una acción heroica que borrara su reciente frustración. Le salió al encuentro deteniéndolo con un golpe en lugar estratégico, y el fugitivo cayó pesadamente en el resbaladizo pavimento de Londres, mientras Reeves se revolvía como una anguila y se colocaba a horcajadas sobre su prisionero.
La voz de Drew salió de la oscuridad.
—¿Lo has cogido? El jefe está dentro.
—Sí. Lo he cogido —dijo Reeves—, y bien que he gozado con la captura. Esta tarde me debía algo, pero todo está arreglado ahora.
4
En el estudio, Jenkins, un poco jadeante, encontró a Macdonald.
—Lo había agarrado por el cuello, pero se escapó… y fue a caer en los brazos de Reeves. Así fue. Es un recio muchacho nuestro Reeves; así era yo cuando tenía su edad. Caramba, ese tiene mal aspecto, jefe.
—Sí. Está listo.
Macdonald estaba de pie mirando el cuerpo de Bruce Manaton.
—Me parece que yo debía haber evitado esto, Jenkins; creo que podía haberlo evitado, pero no quise. Será más fácil de soportar en esta forma para Rosanne.
Jenkins asintió con un sobrio movimiento de cabeza.
—Sí. En esto tiene usted razón… pero yo no siento compasión por el otro sujeto. Caí en la cuenta de que era a su padre a quien había matado; el mundo se sentirá mejor libre de ese par de bribones. He terminado con los papeles del viejo. Era un diablo, viejo y cruel.
—Así que, a lo que parece, era también su hijo —opinó Macdonald.