VIII

1

Después que Reeves hubo dejado la oficina del guardián de la defensa antiaérea, volvió al número 25, entró por la puerta de la calle y se encaminó al fondo de la casa. El sendero había estado enarenado alguna vez, pero ahora se había convertido en algo que Reeves describía como un «barrizal». La arena hacía mucho que había desaparecido o se había enterrado en el renegrido suelo de Londres, y existía, además, otra razón importante para que este sendero ofreciera un aspecto ruinoso. El servicio de aviación había venido para desecar la excavación, y habían estado dragando con sus mangueras por la parte trasera del jardín. Reeves entró, pasó por la puerta principal y se dirigió al estudio, cuya entrada quedaba sólo a unos dos metros de distancia de las ventanas del piso bajo de la casa. Cuando estudió la distribución, le pareció probable que el estudio hubiera sido construido originariamente para uso del propietario del número 25, y creía natural que hubiera habido un camino cubierto de acceso desde la ventana francesa de la casa al estudio. El extremo más distante del estudio, donde estaban la cocina y el baño, probablemente era un aditamento posterior. La ventanita de la galería del estudio, donde dormía Rosanne, quedaba al mismo nivel que la ventana del primer piso de la casa.

Reeves recorrió toda la extensión del estudio y advirtió que Bruce Manaton le miraba desde una ventana…, le miraba con resentimiento, como si le exasperara esta intrusión en sus dominios privados.

La excavación no tenía ahora agua; estaba trazada como una trinchera profunda, pero sus paredes se habían derrumbado por falta de apoyo y tan sólo era un hoyo informe, fangoso y maloliente flanqueado por los montones de tierra arcillosa que sacaran los que cavaron. Los habían acumulado contra el muro norte del jardín, y el resultado había sido que éste casi se había derrumbado.

Reeves siguió, pasó la puerta de la parte trasera del estudio, hasta que llegó a la tapia divisoria entre el jardín y la casa de la avenida Sedgemoor. La tapia tenía cerca de dos metros y medio de altura y se hallaba en muy malas condiciones. Reeves encontró fácilmente un boquete en la obra de ladrillo, que le ayudó a subir; y un momento después, con la agilidad de un mono, se sentó a horcajadas sobre la tapia y miró hacia el otro jardín. Se encontró cara a cara con una encolerizada mujer de cierta edad, armada con un rastrillo, y su mirada era tan agresiva que se preguntó si utilizaría el rastrillo para saltarle a la cara.

—Joven, esto es un atropello —declaró ella, y su voz era de un bajo tan profundo que Reeves quedó verdaderamente sobrecogido.

—Me parece que esa expresión es un poco fuerte, señora —protestó con amabilidad—. No estoy haciendo más que un pequeño reconocimiento. La verdad es que me gusta su jardín. Yo soy un poco jardinero también, en mis horas de ocio, y es un verdadero placer ver un lugar tan bien arreglado.

Reeves, cuando quería, generalmente se las arreglaba para decir lo más oportuno, y su alabanza espontánea (aunque bien calculada) produjo precisamente el efecto que quería. La enérgica señora dejó en tierra su rastrillo y miró a Reeves con la mayor amabilidad. A éste le pareció que debía andar alrededor de los sesenta años; su estado civil, solterona independiente; su salud era estupenda, y su carácter, de los que inspiran un «santo terror».

—Estoy muy orgullosa de mi jardín —replicó con voz tonante, echando hacia atrás su trasquilado cabello blanco con una mano llena de barro—. Es admirable cómo crecen aquí las cosas. Mis rosas son un verdadero espectáculo en verano, ¡pero la forma en que el vecindario lo destroza todo es lamentable, lamentable! —reiteró ella—. Hubo un tiempo en que éste era un vecindario agradable y muy respetable, ¡y vea usted ahora! Los crímenes abundan a las mismas puertas de una, no se respeta la vida privada, y todo se desprecia y se destruye. Puedo pasar por alto las bombas…, todos estamos unidos en esto…; pero el crimen, y la corrupción, y lo deshonroso…, es demasiado.

—Tiene que ser un gran trastorno para usted, señora…, y la vista de esas casas en ruinas debe ser muy deprimente.

—De lo más deprimente. No cabe duda, muy deprimente —dijo ella—. Una vez tenía un enrejado colocado en esa tapia, que estaba agradablemente cubierto por mis poligonáceas, pero aquel ser miserable que vivía en el estudio insistió en que tenía que echarlo abajo. Decía que le privaba de luz…, ¡valiente tontería! Desgraciadamente la tapia no es mía. No pude hacer nada.

—Es una pena —respondió Reeves con simpatía—. He oído que, hace algún tiempo, usted tuvo muchos disgustos con el inquilino del estudio.

—¡Disgustos! Estos artistas son todos lo mismo, no tienen la menor noción de la responsabilidad ni de la decencia. Podría contarle a usted cosas que apenas parecen dignas de crédito.

Mientras la formidable señora seguía tronando, Reeves examinaba el lado más apartado de la tapia. Ya no tenía ningún apoyo de hierro que facilitara el escalarla; pero estaba completamente seguro de que no tendría ninguna dificultad para conseguir un hueco donde afirmar el pie. Observó que el sendero del jardín del otro lado estaba cuidadosamente embaldosado con trozos desiguales, de piedra, y en los intersticios había plantadas arabis, aubretia y otras plantas pequeñas. Hasta donde le alcanzaba la vista había una puerta con rejas que separaba el jardín del acceso a la avenida Sedgemoor.

—Nosotros tenemos que oír historias muy raras en nuestro trabajo —dijo él—. Pertenezco al DIJ, señora.

—Ya lo veo. Supongo que los detectives tienen que escalar tapias y hacer otras cosas raras —contestó ella.

Reeves respondió con una inclinación de cabeza.

—Imagino que no la habrán molestado demasiado nuestros interrogatorios, señora. Sé que es muy enojoso que le hagan a uno preguntas innecesarias.

—No me han ocasionado ninguna molestia…, al menos por parte de la policía. Llamó un inspector, un hombre fuerte de mediana edad, muy amable y respetuoso; pero como yo estaba fuera la noche pasada, no me encontraba capacitada para prestarle ayuda. Estuve en el servicio preventivo de incendios, como hago habitualmente una vez por semana.

—A mí se me ocurre que usted podría ayudarme un poco en otra forma, señora —continuó Reeves—, si quisiera responderme a unas cuantas preguntas. ¿Podría decirme cuándo le resulta menos incómodo? Se lo agradecería.

—En cualquier momento, cuando usted quiera —respondió ella—. Salgo pocas veces. Mi nombre es señorita Stanton, y esta casa se llama «Ítaca». Un nombre clásico, escogido por mi querido padre.

—Un nombre muy hermoso —dijo Reeves con tacto—. Me gustaría visitarla más tarde, señora, y le pido disculpas por haber escalado su tapia. A veces tenemos que proceder como monos amaestrados, en el cumplimiento de nuestros deberes.

Gesticulaba al hablar, mostrando una excelente fila de dientes blancos en su cara flaca y angulosa; y la señorita Stanton estalló en una profunda y alegre risa.

—Usted parece un mono educado e inteligente —replicó—. Alguna vez le enseñaré mi jardín. Tengo eléboro en flor y Winter sweet.

—Es admirable, ¡en un jardín de Londres! —dijo Reeves.

Se deslizó de la tapia por donde había trepado, y se cepilló los pantalones, permitiéndose una risa silenciosa y llena de regocijo.

«¡Qué maravillosa vieja niña! —se dijo—. ¿Qué diablos será eléboro? Tengo que averiguarlo».

Pasó de nuevo por delante del estudio, donde Bruce Manaton lo volvió a mirar desde la ventana, y siguió su camino hasta la puerta de la calle de la casa número 25.

2

—¿Está dentro el inspector Jenkins? —preguntó Reeves al agente que estaba de guardia en la puerta.

—Sí, ahí está; y el inspector jefe también acaba de entrar.

Reeves entró y subió las escaleras hasta el dormitorio del viejo Folliner. Jenkins, en unión de un empleado de su departamento, estaba examinando todavía el sinfín de papeles que habían estado empaquetados dentro del enorme armario. Macdonald estaba de pie junto a la ventana.

—Me acaban de llamar mono inteligente y educado —dijo Reeves—. ¿Me puede decir usted lo que es el eléboro?

—Rosas de Navidad —replicó Macdonald prontamente—. ¿Ha sido ella también la que le ha llamado eso? Ya le he visto haciendo un número sobre la tapia del jardín.

—¡La de cosas que yo he hecho en nombre del deber! —gruñó Reeves—. El caso es que he dado con un lugar donde obtener informaciones.

Le hizo un cuidadoso resumen a Macdonald de todas sus andanzas, y terminó diciendo:

—¿Qué me dice de esto? ¿Tendré que darme una vuelta por la casa Bickford y seguiré esta antigua pista?

—Creo que sí —contestó Macdonald—. Probablemente encontrará usted que sus registros se perdieron en los bombardeos, que su conductor de equipajes está ahora prisionero en el Lejano Oriente y que nadie oyó nunca el nombre de Stort en ninguna parte. Ahora, muchachos, escúchenme un poco y luego me harán el favor de confiarme cualquier idea que se les pueda ocurrir.

Reeves se sentó en el sillón del finado Folliner, Jenkins se quitó los lentes y Macdonald se recostó contra la ventana, y expuso:

—Ayer por la tarde entraron por lo menos tres personas en este cuarto. Una fue la señora Tubbs, que salió de la casa alrededor de las ocho y media y pasó a ver a la señorita Manaton, dejándole una llave sobre la mesa de la cocina. La señora Tubbs no regresó a su casa hasta las nueve y quince, precisamente cuando habían terminado de transmitir el boletín informativo de las nueve. Vive en Myrtle Place, o sea cerca de diez minutos a paso normal; pero admitamos que la niebla era muy espesa. El señor Verraby, de acuerdo con su propia declaración, entró en la casa después de las nueve. Según el vigilante, pudo llegar a esta casa hacia las nueve menos cinco. Neil Folliner dice que él entró aquí «justo después de las nueve», lo que debe de ser bastante exacto, de acuerdo con el cálculo del soldado Brown.

—Según lo que demuestran los fotógrafos —intervino Jenkins—, es evidente que las huellas de las pisadas de Neil Folliner están superpuestas a las de Verraby. Verraby entró aquí primero, lo que está de acuerdo con las horas que indica.

—Sí. Creo que podemos dar por sentado lo siguiente: Tanto Neil Folliner como Verraby declaran que cuando ellos llegaron, el cofre estaba tirado en el suelo y vacío. Según resulta de las investigaciones de Jenkins en los papeles del difunto, éste había convertido en dinero efectivo sus propiedades, salvo esta casa; y sus transacciones se extienden a un período de cerca de diez años. Al comienzo de este período tenía una cuenta bancaria en el City y Westminster, pero retiró todo su dinero de los depósitos en 1938. No hay pruebas que demuestren lo que hizo con él.

—Lo metió en su cofre —dijo Jenkins—. Apostaría cualquier cosa a que eso es lo que hizo con él, y pasaba todas las noches unas horas felices contando sus billetes. Supongo que habría deseado tenerlo en oro (los avaros aman el oro), pero no pudo conseguirlo, y tuvo que contentarse con los billetes.

—Es una presunción razonable —dijo Macdonald—. En todo caso, por el momento vamos a suponer que el dinero estaba en el cofre y que el asesino se lo robó.

—Un segundo —interrumpió Reeves—. ¿Mataron al viejo con su propia pistola?

—Sí. Sobre esto no hay duda. Han sido examinadas la bala y la recámara del arma, y prueban que fue un tiro de la pistola hallada en el suelo. La pistola la compró el viejo Folliner en 1930…; el recibo está entre los papeles. El reconocimiento del cadáver demuestra que le golpearon primero en la cabeza, y le dispararon el tiro después.

—Así es —afirmó Jenkins meneando su sólida cabeza—, y de aquí se puede sacar otra deducción: que él reconoció a la persona que entró en el cuarto y por eso no le disparó. Necesitaba tener la más absoluta certeza de que no recobraría el conocimiento, y le denunciara después.

—Me parece una deducción razonable —dijo Macdonald—. Desde luego, se puede trabajar sobre diversas variantes: es posible que le disparase el tiro una persona y que otra robara sus valores.

—Es posible, pero yo no lo creo —replicó Jenkins—. El asesino recogió su botín…, de esto no me cabe la menor duda. Por el momento tenemos tres posibilidades: una es la señora Tubbs; otra, el señor Verraby, y la tercera, Neil Folliner.

—Cuatro —dijo Reeves—. La cuarta es la señorita Manaton.

—No hay ningún rastro de ella —respondió Macdonald—. Desde luego, Neil Folliner llevaba botas del ejército, que son muy pesadas y dejaron impresiones en el húmedo linóleo. Verraby tenía suelas de goma, que también dejan una marca característica. La señora Tubbs se sabe que entró en la casa para desempeñar sus obligaciones habituales.

—¿Con cuánta aproximación se puede fijar la hora de la muerte? —preguntó Reeves.

—Este es un punto sobre el cual los peritos médicos no pueden precisar nunca… —replicó Macdonald—, al menos, con exactitud de minutos. Se ha probado con demasiada frecuencia que se equivocan. El forense llegó aquí a las 9,40…, esfuerzo muy notable, teniendo en cuenta la noche que hacía. Dijo que la muerte había ocurrido dentro de la hora anterior a su visita; puede que hiciera algo más de una hora, puede que algo menos.

—¿Así que existe la posibilidad de que la señora Tubbs pudiera haberle disparado antes de salir de aquí?

—Sí. Es una de las varias posibilidades.

—Aunque lo niega, ella sabía que Neil Folliner iba a venir; y podría haber dejado la postal a mano para que fuese encontrada.

—Sí. Todo encaja perfectamente, pero ¿por qué pasó por el estudio cuando se fue de aquí?

Jenkins sacudió la cabeza, frotándose pensativo su hirsuta barba con su grueso pulgar: —No podía haber hecho eso, jefe. Tenemos que considerar la naturaleza humana tanto como las probabilidades. Si la señora Tubbs hubiera matado al viejo Folliner y le hubiera robado el dinero, no habría ido al estudio a charlar con la señorita Manaton como hizo. La señora Tubbs se habría ido directamente a casa y habría ocultado el dinero antes que nada. También es probable, incluso, que negara haber estado esa tarde en el número 25; habría inventado alguna historia acerca de la espesísima niebla, y diría que se había perdido. Luego hay otra cosa: el tipo ese de zapadores…, Brown…, dijo que la oyó canturrear cuando se iba para casa. ¿Creen ustedes que se habría hecho notar cuando regresaba si hubiera tenido la idea de hacer semejante trabajito? En el terreno de la medida del tiempo y de la mecánica del asunto, admito la posibilidad de que la señora Tubbs pudo haberlo hecho. Desde el punto de vista del sentido común y del sentir humano, en este caso…, yo no lo creo.

—Lo que dice está bien, amigo… tiene sentido y todo lo que quiera, pero no siempre se puede medir a las gentes con el sentido común y el sentir humano. Tiene que reconocer que la naturaleza humana se sale a veces de los carriles. Mientras tanto, vale la pena tener presente que la señora Tubbs pudo haberlo hecho y que tenía una gran intimidad con la señorita Manaton. Ella (la señora Tubbs) llevó un paquete a la cocina del estudio cuando fue a hacer su visita: eran arenques. Lo sé porque los he visto. Podría haber otros arenques, además; aunque, si los había, no logré dar con ellos, y les aseguro que realicé durante la noche un buen trabajo en aquella cocina.

—Creo que en cierto modo Jenkins está en lo firme —dijo Macdonald—. Aparte del hecho de que la señora Tubbs parece ser una de las personas más decentes que Dios haya creado nunca, pienso que Jenkins se anotó unos tantos con los otros puntos que señaló. Tomemos ahora la otra posibilidad…: Verraby. La sospecha que le alcanza es la siguiente: él llegó a la casa cinco minutos antes que Neil Folliner, le disparó un tiro al viejo, después de haberlo golpeado en la cabeza, y se apoderó del contenido del cofre. Cuando oyó los gritos de Neil Folliner, al subir las escaleras, casi debió de desmayarse del susto. Es de suponer que se ocultó detrás de la puerta y dentro del dormitorio, y esperó los acontecimientos.

—Esto no me parece muy probable, jefe —interrumpió Jenkins—. ¿No es más verosímil que Verraby saliera afuera y se quedara esperando?

—Parece más natural que haya sido así; pero si hubiera hecho eso, la luz del dormitorio se habría reflejado en la pared de fuera y se habría visto desde las escaleras; Neil Folliner, que estaba en la oscuridad, habría visto la luz, y no la vio. Su declaración fue que la escalera estaba a oscuras y que vio luz por debajo de la puerta.

—Considerémoslo otra vez —dijo Jenkins—. Me gusta que mis suposiciones no se salgan del marco del sentido común. No puedo concebir a Verraby esperando, con la luz encendida en semejante forma. No podía saber que era Neil Folliner el que subía las escaleras; podía haber sido cualquier otro. Casi me parece adivinar que Verraby ya había salido fuera del dormitorio antes de que Neil Folliner entrara en el vestíbulo, y que se ocultó tras alguna puerta del rellano de la escalera; luego entró de repente e hizo lo que ya sabemos.

—Perfectamente. Eso es bastante razonable —dijo Macdonald—. En cualquiera de los casos, Verraby tendría el botín en su bolsillo. No tuvo ninguna oportunidad de esconderlo en esta casa, y si fuera así, lo habríamos encontrado.

—Se lo metió en el bolsillo —dijo Reeves con convicción—. Por eso dejó a Neil Folliner en el estudio y salió a telefonear él mismo en lugar de enviar a Manaton o a uno de los otros. Verraby puede ser que tenga los nervios firmes, pero no el temple suficiente para arriesgarse a charlar con un superior, teniendo un gran fajo de billetes robados en su bolsillo. Podría habérsele ocurrido preguntar a alguno: «¿Qué es lo que tiene en el bolsillo, compañero?».

—Sí —añadió Jenkins riendo entre dientes—, puede ocurrir. Pero es extraño que el mismo Verraby hiciera aquella llamada telefónica. No cabe duda de que ha sido su única oportunidad para esconder el botín. Tiene razón Reeves al decir que a Verraby no le hubiera gustado entrar en la sala donde tenía que hacer la acusación con el botín en su bolsillo.

—Muy bien. ¿Puede alguno de ustedes, entonces, sugerir dónde lo escondió Verraby? Recuerden que no perdió mucho tiempo en ir a la cabina del teléfono, ni en volver al estudio después de telefonear. Lo hizo, en efecto, todo lo rápidamente posible. Si estuviéramos en los buenos tiempos de antes, podría llevar preparados cuando entró un par de sobres grandes, y echarlos en un buzón del correo… Esta treta se ha practicado con frecuencia…, pero ahora no sirve. Recogen esa correspondencia del buzón a las 5,30 de la tarde y no vuelven a retirarla hasta las 8,30 de la mañana, y el señor Verraby no depositó ningún documento de interés en los buzones de correos por delante de los cuales pasó la pasada noche.

Jenkins meditaba.

—Sí, es un buen problema —dijo—. ¿Dónde diablos pudo haber escondido él el paquete con una negra noche de niebla? No hay escondites dispuestos en las calles. ¿En el buzón de alguna casa vacía?

—Ya pensé en esto. He tenido a Bolter y a Willing haciendo indagaciones por todas las casas vacías ante las cuales pudo pasar durante ese tiempo. No hay rastro de nada, y eso que el suelo estaba bien húmedo y blando para que quedaran las huellas de pisadas. Recuerden que Verraby volvió al estudio sin haber perdido ningún tiempo en su recado, y se quedó allí hasta que apareció el agente de la policía local; luego fue directamente al puesto en el furgón. Del puesto se marchó directamente a su casa…, esto también lo sé. Si ocultó la cosa, no ha tenido oportunidad de recogerla. No la tenía encima cuando estuvo en el puesto de policía…, el Superior se fijó en este detalle. Es un hombre muy educado y competente. Me figuro que a ustedes les gustará saber que sus conjeturas psicológicas en esta controversia resultaron acertadas.

Jenkins se rió por lo bajo, pero Reeves se sentó con un fruncimiento en su cara que indicaba concentración de pensamiento; su angulosa barbilla descansaba sobre sus puños cerrados.

—Neil Folliner no llevaba el paquete encima; y si lo hubiera tirado, a estas horas ya lo habríamos encontrado… ¿no es por esto por lo que ha hecho bombear usted la excavación? Verraby tampoco se lo llevó. Jenkins dice que no cree que la señora Tubbs se apoderara de ello; en todo caso, en su casa no está. Ustedes saben que, en este asunto, todos los caminos llevan al estudio. Todos ellos estuvieron en él a una hora o a otra. ¿Qué apuestan ustedes a que el botín está allí también? ¿Ha salido hoy alguno de los Manaton?

—Ninguno de ellos —replicó Macdonald.

—Bueno. Ninguno de los tres que salieron la noche pasada sacó nada consigo. Los hemos visto. Me parece que se impone pasarle un peine fino al estudio.

—No estará de más —dijo Jenkins—. Es muy molesto para los inquilinos, desde luego; pero no tendrán más remedio que soportarlo.

Reeves todavía continuaba contemplando el espacio.

—¿Valen sus pensamientos un penique? —preguntó Macdonald.

—Yo podría preguntarle a usted lo mismo, jefe —respondió el joven riendo—. Me doy cuenta de que está incubando unas cuantas ideas; pero preferiría que me dejara llegar a ellas por mi propio camino. Cuando usted me expuso aquello de que el último inquilino del estudio…, ese asqueroso llamado Stort…, tuve cierta sensación de que usted creía que el reparto no estaba completo en este acto…; es decir, que no estaban presentes todos los actores.

Jenkins se rió con una risa intensa y jovial:

—¡Usted, con sus suposiciones psíquicas, siempre se va un poco más allá de lo evidente! Ha encontrado huellas de tres personas distintas que estuvieron en esa casa durante algún tiempo ayer por la tarde, ¿y todavía anda usted buscando los rastros de un cuarto?

—Los he buscado perfectamente —replicó Macdonald—, y no he encontrado ninguno. Y, sin embargo, merece la pena que mientras tanto recuerde esto. Las huellas de las pisadas que hemos obtenido pertenecen a hombres que llevaban un calzado pesado, y las suelas de sus botas, o zapatos, estaban húmedas y negras, con esa especie de humedad renegrida y pegajosa que siempre se adhiere cuando hay niebla en Londres. Es perfectamente posible que alguien con zapatos secos pudiera haber subido las escaleras sin dejar señales de su paso.

Jenkins reajustó sus lentes:

—Comprendo que la cosa más útil que puedo hacer es proseguir con mi trabajo de secretario —bromeó—. Hay que revolver cosas acumuladas durante cincuenta años en ese armario. En el estrato superior están todos los que yo llamo documentos impersonales… resguardos de negocios y transacciones. El vejete no parece que haya tenido ningún contacto humano durante años; pero, al ir trabajando, tengo la idea de que encontraremos cartas que puedan indicarnos algo acerca de él. ¡Animo, Reeves! Puedo conseguirle una colección completa de personajes dramáticos para que la añada a su lista de visitantes invisibles. Éste es un trabajo que le conviene a un hombre de mi peso. Sentarme y conseguir las pruebas en los papeles. Lo de trepar por las tapias y cosas así lo dejaremos para usted…; el trabajo de mono, digamos.

Macdonald interpuso aquí una pregunta:

—De acuerdo con el estado presente de sus averiguaciones, ¿le parece que se puede encontrar una suma considerable de dinero en alguna parte según esas premisas?

—Sí, jefe —asintió con la cabeza Jenkins—. Durante los diez años últimos el viejo realizó operaciones e inversiones como para juntar varios miles de libras. Conservaba copia de la mayoría de sus transacciones…, y le aseguro que no es una broma el intentar descifrar su escritura y sacarle el sentido. No hay pruebas de lo que hizo con el dinero: hasta donde he alcanzado a ver no lo invirtió, no compró nada; y no puedo creer que se lo diera a nadie. Sus únicas salidas fueron contribuciones e impuestos. Tendría que pasar yo en cualquier momento por la oficina de impuestos internos; hubo un tiempo en que mantenía correspondencia bastante animada con ellos. Trataré de sacarles una especie de informe para mañana; pero, por lo que he podido ver hasta el momento, el difunto tenía varios miles de libras… en alguna parte.

—En su cofre —murmuró Reeves.

3

Me gustaría echarle una mirada otra vez a esta casa mientras todavía es de día —dijo Reeves cuando Macdonald y él dejaron a Jenkins con su trabajo de oficina.

—Muy bien. Vamos a darle juntos una vuelta. Será una experiencia divertida para usted —dijo Macdonald—. Empecemos por arriba.

Reeves examinó en seguida, antes de subirlos, los peldaños de las escaleras: había huellas patentes de pies en el húmedo y espeso polvo que cubría las desgastadas tablas; todas aparecían juntas en el lado del pasamanos.

—Sí, el polvo tiene su utilidad —dijo Macdonald—. Esas huellas son nuestras. Nadie más ha subido estas escaleras desde hace varias semanas, meses probablemente. El polvo lo cubre todo como una mortaja, y muestra todas las pisadas.

Había cuatro habitaciones —dos al frente y dos al fondo en el segundo piso—; una escalerilla conducía al desván del tejado.

—No tiene objeto el trepar hasta ahí —dijo Macdonald—. El desván está vacío, con excepción de un par de sillas rotas y alguna porcelana hecha pedazos. He hecho vaciar los depósitos… no tenían nada más que hollín.

Miraron por dentro de cada uno de los pequeños dormitorios: los cuatro estaban vacíos, con las paredes mohosas y manchas de humedad; las puertas y frisos resquebrajados y descascarillados. Reeves fue hacia una de las ventanas de atrás y miró hacia el tejado del estudio —planchas de hierro acanalado con mucha falta de pintura—. Parecía haber habido alguna vez un mástil para una bandera en el alero del estudio, junto al cañón de una chimenea. El mástil yacía abandonado sobre el hierro del tejado, y unos cabos de cuerda todavía festoneaban el alero y colgaban flotando un metro o dos por el muro abajo, golpeándolo ligeramente con el viento. Era el abandonado y melancólico aspecto de un feo y descuidado edificio. Más allá, Reeves podía ver el jardín de la avenida Sedgemoor, donde la señorita Stanton todavía estaba trabajando con su rastrillo.

En el primer piso había también cuatro habitaciones —dos dormitorios grandes con pequeños roperos que se comunicaban con ellos— y además un baño antiguo y un lavabo. El único cuarto amueblado era el dormitorio del señor Folliner.

—El viejo lo vendió todo, excepto lo que contenía su propio dormitorio, y por semejante desecho ni siquiera los traperos habrían dado un penique —dijo Macdonald—. Todo pedazo de palo roto de los muebles, cajones de embalar o cualquier otra cosa que pudiera arder lo utilizó para encender fuego. No es esto muy propicio para que nadie esconda aquí algo apresuradamente. Quedan las chimeneas y debajo de las tablas del piso… hemos rebuscado por todas partes.

En el piso de abajo, en el vestíbulo, conservaba una reliquia, un reloj muy antiguo y destrozado. Evidentemente había sufrido un pequeño terremoto, porque su esfera estaba rota; los tableros, resquebrajados, y la puerta, perdida. Reeves miró dentro de la caja: el péndulo estaba desprendido, las pesas y las cadenas faltaban.

—Vendió las pesas y las cadenas y estaba en vías de quemar la caja —dijo Reeves—. ¿Quedó algo de la maquinaria?

—Sí, pero está enmohecida y convertida en un bloque sólido que ni siquiera el trapero la querría… y el viejo Folliner no es de creer que diera cosas al Ejército de Salvación —añadió Macdonald—. No hay nada oculto entre la maquinaria.

Pasaron por las habitaciones del piso bajo y miraron las alacenas, fijándose en que el carbón estaba descargado ahora en lo que una vez había sido un retrete, y que todos los accesorios de la instalación eléctrica habían sido retirados de los cables. La habitación grande, que había sido el salón de la casa, con grandes ventanales que miraban sobre lo que en otros tiempos fuera jardín, debió de ser en épocas pasadas una hermosa sala. Ahora sus mugrientas paredes estaban afectadas por brochazos de pintura, con manchurrones sobre frescos que había debajo.

—¡Hola! —dijo Reeves—. Éste es el cuarto que la amiga de Stort debió de habitar. ¿Lo decoró él para ella? ¿Y qué significa esto, en tal caso?

Se acercó a la pared y trató de descubrir la naturaleza de las pinturas que había debajo.

—Había una serie de retratos en la pared, al parecer —declaró Macdonald—, algunos pintados y otros al carboncillo… y alguien los ha pintarrajeado encima. Tengo que preguntarle a la señora Tubbs si sabe algo acerca de esto.

—Valiente diversión… —dijo despacio Reeves mientras continuaba mirándolos—. ¿Se cansó la amiga de la decoración… o no la permitió el viejo Folliner?

—Es la única habitación de la casa que conserva algo de interés —continuó Macdonald—; pero aquí no hay nada que sirva para ocultar cosas. Venga, vamos a las cocinas, y verá usted lo que los sirvientes de hace cincuenta años tenían que soportar.

Una escalera con peldaños de piedra conducía al húmedo y horrible sótano. Había una cocina grande y oscura, con el piso de piedra, mohosa e infestada de cucarachas. Un enorme fogón herrumbroso ocupaba por completo uno de los lados, y un aparador, el otro. La ventana, con fuertes barrotes, estaba cubierta de negruzcas matas de siemprevivas que apretaban sus hojas contra los vidrios cubiertos de telarañas. La rejilla del fogón estaba llena de desperdicios quemados, sobre todo papel. Macdonald sonrió entre dientes al ver a Reeves extasiado ante los negruzcos restos.

—No me parece que sea esto ceniza de billetes de banco —dijo—. En todo caso no son cenizas recientes. Tienen semanas, por lo menos. Voy a traer a algún compañero para que saque todo esto y lo analice. Si trato de removerlas se van a desintegrar.

Reeves se acercó a la rejilla; su fina nariz se encogió un poco y sacó su linterna para echar un rayo de luz sobre las cenizas.

—¿Qué le parece a usted que es? —preguntó.

—Por lo que veo y sin tocarlo —declaró Macdonald—, son los restos, entre otras cosas, de un grueso lienzo. Quizá la «amiga» utilizaba las obras de arte que le sobraban a su protector para calentar el agua del baño. Me parece que este fogón es el único medio de calentar el agua para el descomunal baño antiguo que hay arriba.

—¡Caramba! —dijo Reeves—. Bueno, esta cocina es una «Cámara de los Horrores» de buen tamaño.

—Venga a ver el fregadero, es muchísimo peor; y hay una carbonera y otras maravillas, todo con varios escalones para bajar hasta ellas… y recuerde las comidas y la porcelana que tenían que ser transportadas por esas retorcidas escaleras de piedra hasta el comedor —dijo Macdonald—. Las jóvenes sirvientas de los primeros años del siglo XIX conseguían la paga de 12 libras al año por el privilegio de trabajar en una casa como ésta.

—Y se proclama que la era victoriana fue la dorada edad de la prosperidad y de la felicidad —dijo Reeves mientras entrometía su curiosa nariz en la «carbonera y otras maravillas»—. Una cosa tengo que decir sobre los inquilinos que bajaron a esta morada de bienaventurados; y es que no dejaron muchos desperdicios tras ellos.

—Barrido, ya que no adornado —murmuró Macdonald—. Uno de los beneficios que esta guerra ha otorgado a la humanidad sufriente… es que ha liquidado los restos de una centuria. Apenas una bagatela, por trivial que parezca desdeñable para un mercader de desechos: papeles, trapos, botellas, huesos, cajas…, es decir, los pingajos inmortales: borlas de polvos, polveras, remiendos, biblias, cartas de amor…

—¿Cuánto tiempo le parece a usted que hace que no ha sido abierta esta puerta? —preguntó Reeves estudiando la puerta trasera, que ostentaba dos fuertes cerrojos, una pesada cadena y una llave descomunal.

—A juzgar por la hiedra de afuera, por lo menos dos primaveras —dijo Macdonald—. Quienquiera que viniera a esta casa entró por la puerta principal y salió por el mismo camino.

—En otras palabras, poseía la llave —dijo Reeves.

—No es imprescindible —replicó Macdonald—. Pudieron ser recibidos por otros, o encontrar la puerta abierta. Bien, habiendo visto la exposición completa —una residencia de época casi sin muebles—, ¿quiere usted aventurar un cálculo aproximado sobre la fortuna actual del señor Folliner?

Reeves se volvió y estudió el semblante impenetrable de Macdonald.

—Ya hice mis suposiciones —replicó—. Ahora me gustaría ocuparme del señor Stort. Quisiera saber por qué su amiga convirtió en un estercolero esas pinturas murales.

—Muy bien. Siga con eso y avise si necesita ayuda. ¿Por dónde piensa comenzar?

—Por el terror sagrado de la avenida Sedgemoor… ¡la dama del rastrillo! ¿Rosas de Navidad dijo usted que eran aquellas flores? Siempre creo en la eficacia de mostrar un interés inteligente.

—Muy buen principio, pero no lo exagere. A los jardineros les gusta hacer preguntas. ¡Buena suerte!