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X
1
A la hora del té del día siguiente al de la interrumpida reunión en el estudio, Rosanne Manaton estaba comenzando a dar muestras de tener los nervios de punta, cosa poco común en quien el dominio propio, por habitual, constituía una segunda naturaleza. Al levantar una taza con su platito para ponerla en el estante, tropezó su mano en el borde y la preciosa taza se estrelló en mil pedazos contra el suelo.
—¡Maldición! —exclamó con energía y sin pizca de vergüenza; luego tuvo que morderse los labios para no llorar—. Domínate, no seas burra —se dijo.
Las últimas dieciocho horas habían sido de prueba. Después de dejar Macdonald el estudio la noche anterior, Bruce Manaton se había negado a irse a la cama. Rosanne subió a su dormitorio de la galería, pero no fue capaz de dormir al darse cuenta de que su hermano andaba paseando sin descanso por el estudio. Bruce no apagó la luz hasta las tres de la madrugada, y hasta entonces se mantuvo Rosanne despierta, creyendo oír ruidos abajo.
Por la mañana, Bruce estaba profundamente dormido, y no quiso levantarse hasta cerca del mediodía; así que Rosanne no pudo arreglar el estudio. Después de comer tarde y mal, Rosanne le indicó a Bruce que debería salir y dejarle tiempo para arreglar el lugar. Negose él a hacerlo, mientras vagaba incansable de aquí para allá, e interrumpió a Rosanne, sin dejarle hacer nada.
Al cabo de un rato, se le metió a Bruce en la cabeza empezar a revolver un cajón que contenía herramientas viejas y materiales de trabajo —un revoltijo de tubos de pintura antiguos, brochas y carboncillos, utensilios para grabar en madera, bloques, tintas de imprimir, colores en pasta y en polvo, y todo el heterogéneo arsenal de trastos reunido por un artífice. Bruce Manaton era de lo más descuidado en sus costumbres que imaginarse pueda, y lo desordenaba todo en cualquier momento. Si empezaba a buscar cualquier material, libros, telas o papeles, el resultado era siempre el mismo, una caótica confusión. Rosanne era una criatura cuidadosa y activa que se pasaba la vida trabajando para restablecer el orden en las cosas de su hermano… y por cierto que era una ingrata tarea. Al verlo enfrascarse en el viejo cajón, Rosanne le llamó desde el otro lado del estudio:
—¿Te puedo ayudar en algo, Bruce? Entre esos bártulos casi no hay más que cosas de desecho; está bien para dárselo al Ejército de Salvación.
—Que el diablo se lleve al Ejército de Salvación; no quiero que se tire ninguno de mis cachivaches; son bastante difíciles de conseguir las materias primas ahora. ¡Al infierno!… ¿Qué es esto?
«Esto» era una caja de polvos rojos, uno de esos desagradables magentas vivos, derivados de las anilinas por la química moderna. Se desfondó la caja, y una columna de polvo se volcó sobre la confusión del cajón y los pantalones de franela de Bruce Manaton, sobre sus manos y el piso.
—¡Al infierno! —murmuró otra vez.
—¡Oh, por Dios, deja eso; déjame limpiarlo! —gritó Rosanne—. Vas a ensuciar todas las cosas si no tienes cuidado, y esa mancha no sale. Es un color asqueroso.
—Es un color condenado pero bonísimo; tiene algo que suelta patadas —replicó Bruce, y Rosanne se rió.
—Tus pantalones darán prueba de esas patadas durante el resto de su existencia —dijo ella—. Supongo que querrás quitártelos. Sal y sacúdelos en el jardín, a ver si se les va bien el polvo. Yo no quiero lavar, ya lo sabes; esto déjamelo a mí. Voy a barrerlo. Si le cae un poco de agua encima estamos listos; hay aquí polvo suficiente para ensuciar el piso entero. Puedo tolerar algunos colores, pero éste no.
Salió Bruce dejando un rastro del penetrante polvo al moverse, y Rosanne trajo una escoba de retama y se puso a limpiar con ahínco el odiado color. Cerró el cajón con llave, determinada a entendérselas con su contenido cualquier día. Cuando volvió su hermano, le dijo:
—¿Por qué no sigues con el retrato del cardenal? Puedes vestir el maniquí; Delaunier dejó su traje aquí. No te queda mucho tiempo si quieres terminarlo para la exposición de febrero.
—Maldito sea el retrato del cardenal. Te digo que estoy harto de esa patochada. No es bueno, nunca será bueno. No es un cuadro, no es más que un pésimo alarde de ilustración. Detesto pensar en él.
Rosanne no respondió en seguida. Terminó su barrido, recogió la caja de polvo y la vació en la estufa; luego se fue hasta el caballete y lo colocó de manera que la luz diera en el dibujo al carbón.
—Estás equivocado —le dijo sosegadamente—. Es un buen trabajo…, uno de los mejores que te he visto hacer. Si fuera un simple borrón me daría cuenta. Tiene fuerza, y los planos están bien logrados. Si no sigues con él, serás tonto e irresoluto.
Dejó el lienzo, fue hacia su mesa y encontró un cigarrillo, que encendió; luego se sentó en el borde de la mesa. En ese momento pasó Reeves por fuera.
—Otra vez esos condenados policías… —murmuró Bruce Manaton—, están visitando con demasiada frecuencia este lugar.
—¡Oh, no te preocupes por la Policía! —gritó Rosanne desdeñosamente—. ¿Qué nos importa? Sea lo que fuere lo que sucedió… no habiendo sido aquí… no tiene nada que ver con nosotros, ¿no es cierto? ¿No estabas tú aquí dentro dibujando a Delaunier, cuando fue asesinado el viejo?
Bruce Manaton giró rápidamente.
—Si dijeras que tú estabas aquí dentro también, Rosanne, no habría nada de qué preocuparse. ¡Oh, infiernos! Tienes una buena opinión de mí, ¿verdad? Tú crees que, puesto que yo sé que estoy seguro, no me preocupa un bledo por ti, o por otro cualquiera.
Rosanne estaba sentada muy tranquila, observándole.
—¿Tú no creerás, por casualidad, que lo hice yo, Bruce?
Él se acercó a ella y le puso las manos en los hombros.
—No, querida mía. No estoy tan loco. Puedo ser un corrompido, Rosanne, y un derrochón…, puedo consentir que trabajes por mí, y que te disgustes por mí…, pero me doy cuenta. Oh, querida mía, me doy cuenta. ¿Crees que me gusta verte trabajar como una asistenta, y privarte de todo lo que necesitas, sólo para apartarme del arroyo, al que pertenezco? Tú eres digna de algo bueno. Yo, no. Si no fuera por mí, habrías sido algo en tu vida.
Rosanne, al darse cuenta de que estaba temblando, se deslizó de la mesa y de la garra de los dedos de él. Trató de responder con ligereza.
—Bruce, yo creo que hay algo morboso en esta atmósfera. ¿Qué es lo que nos ha vuelto a todos tan desatinados para que nos estemos atacando los nervios uno al otro? ¿La Policía ante la ventana? —Se rió un poco conmovida y añadió—: Tú y yo no necesitamos entregarnos a muchas protestas de afecto. Nos comprendemos los dos bastante bien, sin necesidad de todo eso. A mí me importa un comino tener la Policía ante la ventana, Bruce. Lo que me preocupa es tener chamarileros dentro, como sucedía antes… ¿No puedes seguir con ese retrato? Yo creo que se venderá, va a ser una estridente y magnífica pincelada escarlata, como el Zuavo de Van Gogh. Hay algo en el dibujo que llama la atención. Es mucho más fino que un retrato de Delaunier. Oh, sigue con él.
Bruce Manaton, a tientas, cogió de la mesa el último cigarrillo de Rosanne.
—Perfectamente, Rosanne, seguiré con él. ¡Y que Dios nos permita, cuando esta condenada guerra termine, salir de este país de la niebla y volver a Italia, al sol! ¡Cómo detesto esta asquerosa niebla, este lodo y hollín, esta suciedad pardusca!
—Mira tus manos, Bruce; suciedad, pero no pardusca; manchas, pero no hollín. Querido, te advertí que el polvo rojo manchaba mucho.
Bruce Manaton se contempló las manos: estaban pegajosas con el sudor, y la pintura en polvo había teñido sus palmas de un rojo cereza.
—«Si fueran los mares todos de color carne» —citó él, y Rosanne se volvió a reír.
—«Vete, lava ese inmundo testigo de tus manos» —citó ella a su vez—; o, si lo prefieres, «deja que todos los hombres me den su mano ensangrentada: primero la tuya, Catulo; ahora, Cayo Casca, la tuya».
—¡Oh, por Dios! —gritó Manaton.
—No seas asno —le advirtió rápidamente Rosanne—. Generalmente te gusta recitar. Voy a hacer un poco de té. Tendrás que tomarlo sin azúcar, porque te la has tomado toda ya. Tengo que salir a hacer algunas compras, pero primero tomaremos el té.
Entró en la «cocina-baño», puso en el fuego la olla, y estaba preparando los cacharros para el té, cuando se le cayó la taza.
—¿Qué has hecho? —inquirió Bruce después de mirarla un momento.
—He hecho añicos la taza más bonita que tenía. Ahora ya no nos quedan más que tres, y una no tiene asa. ¡Qué vida! Vete y sigue con tu trabajo, Bruce, déjame sola.
Él salió y cerró la puerta, y Rosanne esperó a que hirviera la olla. Mientras tanto bajó una caja de lata del estante y la abrió. Era un especiero antiguo que contenía cajitas para guardar clavo y jengibre, canela y nuez moscada, hojas de laurel y granos de pimienta. Rosanne la utilizaba ahora para esconder el dinero. Bruce todavía no la había descubierto. Sabía ella, por amarga experiencia, que si su hermano se enteraba de dónde guardaba su dinero «se lo pediría prestado» —como había tomado prestado su último cigarrillo—. Había cinco billetes de una libra en la latita del clavo, uno de diez chelines en la de nuez moscada y cinco chelines y seis peniques en la de canela. Sacó dos billetes de una libra, se los metió en el bolsillo, y volvió a colocar en su sitio la lata.
Justo cuando la olla hervía, oyó Rosanne voces en el estudio, y ladeó la cabeza para escuchar; luego se oyó un portazo y hubo otro silencio. Con la bandeja de té en las manos, Rosanne entró en el estudio.
—¿Era la voz de Delaunier? —le preguntó a su hermano.
—Sí —asintió—. Quería venir a posar, pero no le necesito. No sé por qué, pero su visita me produce repugnancia. Está tan condenadamente poseído de sí mismo…
—Tú eres un asno, ¿no es cierto? —replicó Rosanne—. La luz es aún muy buena durante una hora; estás preparado para pintar, vuelve tu modelo… y sales ahora diciendo que su vista te repugna.
—Bueno, así es. No te preocupes, Rosanne, seguiré con el fondo. Tengo una idea para él: una sombra oscura con una cruz luminosa en una esquina. Descubrí un efecto interesante cuando tú tenías abierta la puerta de la cocina ayer noche.
—¿De veras? Y me echaste maldiciones por haber abierto esa puerta. Esto, querido, es té chino, y los últimos bizcochos Romilly que quedan en el mundo, así que hazles los honores debidamente.
—¡Virgen María! ¿Cómo has conseguido té chino?
—Lo tenía reservado. Betty Mountjoy me dio un poco hace meses, auténtico «God Lap San Suchong». Lo guardé como un tesoro para un caso imprevisto, y en cierto modo hoy me parece justificado tomar un poco. Todo parece nublarse y creo que una taza de té decente puede levantarnos el ánimo a los dos. Es una lástima que no esté aquí Robert Cavenish, él sabe apreciar el té chino.
—¿Cavenish? —El rostro moreno de Bruce Manaton volvió a sus cavilaciones—. Te gusta, ¿no es cierto, Rosanne?
—Sí, me gusta. Tiene sensibilidad, es veraz y bueno y no se somete a la voluntad de nadie; no es tampoco persona de ideas rutinarias y mezquinas. ¿Sabrás que escribe buenos versos, Bruce? No le digas que yo te lo he dicho, pero Cavenish es un poeta ignorado. ¿No es un poco conmovedor? Trabaja todo el día en los informes del gobierno en el Home Office, y es capaz de escribir luego poesías que se pueden comparar con las de T. S. Eliot.
—¿Cavenish? ¡Santo Dios! Sé que es un buen jugador de ajedrez…, ¡pero poeta! Supongo que serás la única persona en el mundo que lo sabe. ¿Por qué no te casas con él, Rosanne?
—Porque: a) él no me lo ha pedido; b) yo no querría, aunque quisiera él. No sirvo para casada. Si hubiera querido casarme, ya podría haberlo hecho. ¿Quieres un poco más de té?
Bruce empujó su taza.
—Yo tengo la culpa de todo —dijo ásperamente.
—No te lisonjees —replicó Rosanne—. Discurro por cuenta propia. ¡Cielos! ¿Qué es eso? ¿Vuelve Delaunier? Si es así, voy a decirle que se quede a posar, y tú seguirás con eso, con repugnancia o sin ella.
2
No era Delaunier. Cuando Rosanne abrió la puerta del estudio apareció Macdonald. Era bastante gracioso que el primer pensamiento que le pasó por el cerebro fue: «¡Qué limpio parece!». Macdonald, alto, arreglado, con un traje oscuro bien cortado, cuello inmaculado y corbata negra, producía un chocante contraste con Bruce Manaton, que no se había afeitado aquella mañana.
—Es usted el inspector jefe, ¿no es cierto? ¿Quiere ver a mi hermano? Entre.
Acompañado desde la puerta por Rosanne, Macdonald vio el estudio a la luz del día, con su sombría miseria no suavizada por el juego de las luces y las sombras. Bruce Manaton contemplaba al hombre del Departamento de Investigación, con su mirada hostil de costumbre.
—Buenas tardes —dijo Macdonald—. Lamento tener que molestarle a usted de nuevo.
—Necesidad obliga —dijo Rosanne, y sonreía al hablar. Macdonald correspondió con otra sonrisa.
—Cuando el diablo guía —remató él su observación, añadiendo—: el diablo nos guía a todos lo mismo a mí, a usted y al mundo entero, en esta época.
—Eso es verdad —dijo Rosanne—. ¿Le gusta a usted el té chino? Todavía queda un poco en la tetera.
—Sí, claro que me gusta mucho —dijo Macdonald—; pero no es cortés beberse el té chino de los demás, en estos días.
—Bueno, aquí está; si le gusta, puede tomarlo. La otra taza no tiene asa, pero eso no es raro en estos tiempos. Siéntese.
Rosanne parecía tranquila, animada y oportuna, y seguía hablando mientras cruzaba el estudio para buscar la taza en la cocina. Bruce, sentado y encogido en su silla, inquirió bruscamente:
—Ese jovencito, Neil Folliner…, ¿cree usted que fue él quien hizo el disparo?
—Todavía no lo sé —replicó Macdonald—. Estamos estudiando aún todas las posibilidades.
Volvió Rosanne, sirvió una taza de té y se la pasó a Macdonald.
—¿Qué le parece el estudio que está haciendo mi hermano del cardenal? —le preguntó.
Macdonald le ofreció su pitillera, y Rosanne aceptó un cigarrillo.
—Gracias. Bruce se acaba de fumar el último que me quedaba.
Taza en mano, Macdonald fue hasta el lienzo, se paró delante de él y lo estudió mientras sorbía el té con delectación.
—Es imposible para uno que no es experto —comentó al fin— interpretar el valor artístico de un trabajo como éste; yo creo que es un gran dibujo. Me parece que no solamente es un retrato muy llamativo, sino que es una composición impresionante también. Aun el diseño tiene profundidad, masa, algo más que simples líneas.
—Usted quiere decir que es tridimensional —dijo Rosanne—. Ha hecho usted un comentario muy atinado. Imagíneselo con el escarlata y el cereza, y la cara de cejas negras de Delaunier. ¿Le gustaría comprarlo una vez terminado?
—¡Rosanne, por favor! —protestó su hermano—. El inspector jefe no ha venido aquí para comprar un cuadro.
—Ni tampoco para tomar té chino —replicó Macdonald—; pero, una vez aceptado el té no veo por qué razón no he de disfrutar con el cuadro. No lo ha hecho usted todo en una sola sesión, ¿verdad? —le preguntó a Manaton.
—No, en dos. Bosquejé el conjunto, dándole las proporciones principales, el martes, y añadí los detalles, la cara y las manos, la noche pasada. ¡Maldita sea! Podría haber sido mi mejor cuadro, sólo con… ¡Bueno! ¿Qué ha venido a decirnos usted?
—Temo haber venido a servir de estorbo. Suponemos que le han robado al viejo señor Folliner. No sabemos todavía quién ha sido el asesino ni el ladrón; pero sabemos que hay tres personas que estuvieron en esa casa ayer noche, y que estuvieron también en este estudio.
—¿Quiénes son esos tres? —demandó Rosanne.
—Usted ya lo sabe. El joven Folliner, el agente especial y la señora Tubbs. Hemos registrado la casa y no hemos encontrado nada. Buscamos en el jardín y desecamos la zanja, como usted sabe; pero tampoco dio resultado.
—¿Y ahora quieren ustedes registrar el estudio? —dijo Rosanne—. Bueno, regístrenlo. Yo no tengo nada que oponer. Si encuentran ustedes algunos escarabajos —y los encontrarán— mátenlos, por favor.
Los labios de Macdonald se contrajeron.
—Yo no creo que mi hermana —aclaró Bruce— se refiera a los «escarabajos disecados»[7], inspector jefe. Es demasiado bien educada.
—Estoy seguro de que lo es —replicó Macdonald—, pero yo me entenderé perfectamente con los escarabajos, si encuentro algunos.
—No puedo comprender, de cualquier manera, su idea —continuó Bruce Manaton— de efectuar un registro aquí. Ni el joven Folliner ni el de la especial tuvieron la más mínima oportunidad de ocultar nada mientras estuvieron aquí dentro. Todos les estuvimos observando, éramos cinco, y la cosa es absolutamente imposible. En cuanto a la señora Tubbs…, bueno, no lo creemos.
—No hay nada como mirar los hechos cara a cara, Bruce —la voz de Rosanne era tranquila y clara—. Yo estaba fuera en medio de la oscuridad la noche pasada, y la llave de la puerta estaba encima de la mesa de la cocina.
Por lo que a mí se refiere, digo «busquen», todo lo a fondo que sea posible. —Se volvió y miró a Macdonald—. Pero me pregunto… ¿si yo fuera la culpable, habría tenido el descaro de dejar esa llave sobre la mesa, sólo para parecer inocente?
—No lo sé —dijo Macdonald—. Me atengo principalmente a los hechos, como usted verá. Es un hecho que usted no anduvo con la llave desde que la señora Tubbs la tuvo en sus manos. Las impresiones que había en ellas eran fragmentarias, pero muy claras. No eran huellas suyas. No soy un experto en impresiones digitales; pero la diferencia entre las rayas de sus dedos y las de la señora Tubbs es muy marcada.
—¡Que el diablo me lleve! —Había un alivio evidente en la voz de Bruce Manaton—. Y yo que quería arrojar esa maldita llave a la fosa… —siguió—, y lo hubiera hecho, si no fuera porque Rosanne no me dejó. Díganos, ¿quiere que salgamos de aquí mientras registran esto?
—No, por cierto. Procuraremos causar las menores molestias posibles. Yo he conseguido un auxiliar muy diestro, es una mujer; lo dejaremos todo exactamente como estaba.
—Se va a divertir usted un poco cuando se meta con los materiales de mi hermano —dijo Rosanne—. Probablemente no tiene la menor idea de lo sucio, revuelto y confuso que resulta eso. Ahora va a descubrirlo. No va usted a estar tan limpio cuando haya terminado.
—Creo que conozco tanta suciedad, revoltijo y confusión como cualquiera en el mundo, y bastante más que usted, señorita Manaton —replicó Macdonald—. El trabajo de detective le lleva a uno a lugares extraños, la mayoría de los cuales no están limpios, ni cuidados, ni son agradables. He estado en estudios al lado de los cuales éste parece el salón de un académico. En cuanto a las cocinas… ¿ha visto usted la del número 25?
—No, gracias a Dios. No la he visto, con la habitación del viejo me bastó. Yo tengo que salir, inspector jefe; o si no, no tendremos qué cenar. Le dejaré a usted para que escudriñe bien todo el lugar. No me preocupa lo que puedan ver ustedes, aunque sería enteramente lo mismo si me preocupara. Bien lo sé.
—Una mujer detective examinará sus objetos personales, señorita Manaton, ya que ha dado usted su permiso. Ya sé que es desagradable que escudriñen nuestra intimidad, pero este es un registro muy impersonal.
—Gracias. Comprendo lo que usted quiere decir, pero dudo que haya mujer alguna en el mundo que tenga menos objetos personales que yo, puede examinarlos usted mismo, por lo que a mí respecta. —Señaló la galería con la cabeza—. Ahora voy a hacer unas compras, y le dejaré a usted para que trabaje a gusto. —Se volvió hacia Bruce—. Tú también puedes seguir con ese cuadro. Se me ha ocurrido de repente que quizá llegue a ser de valor, aparte de sus posibilidades artísticas.
Se interrumpió, le hizo una inclinación de cabeza a Macdonald y salió por la puerta de la cocina. Un momento después la vio Macdonald pasar por delante de la ventana, subiéndose el cuello del abrigo.
3
Bruce Manaton estaba de pie ante su lienzo, con mirada reflexiva en sus ojos y un profundo frunce de concentración en la frente. Macdonald, plantado en el centro del estudio, con las manos en los bolsillos, observaba la distribución general. Su amplia estructura, semejante a un granero, corría de Este a Oeste; el extremo Oeste era el más próximo a la casa. El hierro acanalado del tejado estaba cubierto con algún material como amianto, ahora manchado y descolorido. La luz norte entraba sesgada hacia el extremo este. En el extremo oeste había una pequeña galería, a la que daba acceso una escalerilla: una cortina —o más bien varias cortinas de diferentes materiales— ocultaba la galería del piso; que de otra manera tendría solamente un pasamano sostenido de trecho en trecho por unas barras. La puerta de la cocina estaba en el extremo más apartado, en la esquina sudeste del estudio. La estufa, una estufa de hierro pasada de moda, estaba colocada de tal manera, que el tubo de hierro de su chimenea subía hasta el tejado, pasando por encima de la galería. Había una chimenea empotrada en la pared del Oeste, debajo de la galería, y Macdonald adivinó por la disposición general que la galería había sido añadida algún tiempo después de terminada la obra general, y que la estufa de hierro hacía inútil la chimenea original. En el espacio que quedaba debajo de la galería había un sofá-cama y una cómoda con cajones, así como cierto número de cajas, caballetes viejos, lienzos, marcos de cuadros, una pequeña prensa de imprimir, carpetas de guardar dibujos y montones de libros, la mayoría apilados en el suelo contra la pared. La puerta del estudio que daba a la calle estaba en el rincón noroeste, debajo de la galería, y tenía un biombo y una cortina para ajustarse a las prescripciones del oscurecimiento.
Macdonald se fijó en la disposición del conjunto muy rápidamente, comprobando la impresión que había obtenido la noche anterior, cuando la diferente iluminación había hecho que le pareciera el lugar más grande y misterioso. Ahora, a la luz gris del atardecer, el estudio parecía tenebroso y sórdido.
—¿Qué habrá querido decir ella?
Bruce Manaton todavía estaba de pie examinando su lienzo, y Macdonald volvió a la cuestión, tratando de adivinar a qué se referiría la última observación que hizo Rosanne al marcharse.
—Supongo que su hermana quería decir que su cuadro iba a adquirir un valor sensacional, por decirlo así —deslizó Macdonald—. No es frecuente que un pintor y su modelo sean llamados como testigos en un proceso por asesinato. Si no fuera por la guerra, habría tenido usted una multitud de fotógrafos aquí pidiéndole facilidades para sacar fotografías de su lienzo, de usted y del modelo.
—Eso es lo que faltaba —dijo Bruce—. Ya detestaba yo la perspectiva de ese maldito asunto antes, pero ahora me produce náuseas. ¡Oh, infiernos!, ¿quién está ahí?
—La gente de mi departamento —dijo Macdonald—. Necesito un electricista para conseguir una luz adecuada. Salgo un minuto a darle explicaciones.
Se dirigió a la puerta y recibió a un hombre y una mujer, mientras que Bruce Manaton, de pie, los contemplaba. La mujer —una linda criatura de aspecto juicioso, vestida con un traje bien cortado y un elegante sombrero— fue directamente, ante una palabra de Macdonald, hacia los escalones que conducían a la galería, y el hombre se dirigió al extremo en que estaba la cocina.
—Quiere examinar su caja de fusibles y demás —dijo Macdonald—. No queremos fundirle todos los plomos. Se trata de lo siguiente: en un caso como éste, no deseamos perder tiempo, ni fastidiarle a usted con un registro detallado de todo. Teniendo una luz adecuada, es posible decir si las cosas han sido movidas recientemente, el polvo depositado nos dice muchas cosas. No le molestaremos revolviendo los libros, las cajas y cosas por el estilo que evidentemente no hayan sido movidas ni abiertas hace semanas. Un investigador experto puede determinar esto con una mirada.
Manaton asintió con la cabeza.
—Ya lo veo. A usted se le ha metido en la cabeza que alguien entró aquí y escondió algo entre mis bártulos. Bueno, tal vez no sea imposible. Es extraordinario lo poco que se da uno cuenta de los actos de otro, si no se está fijando en ellos.
—Así es. Pregúnteselo a cualquier nigromante. Su éxito depende del hecho de que poca gente pueda fijarse en más de un hecho a la vez. Mientras termina el electricista de tender un cable, ¿quiere usted decirme algo que por casualidad conozca sobre los inquilinos anteriores de este local?
—No sé nada de ellos, sino que eran unos sucios perros miserables. Pregúntele a Rosanne. Todos los sumideros estaban atascados y había una inmundicia de siglos por todas partes.
—¿Dejaron algo interesante, cuadros o algo por el estilo?
Bruce Manaton dio un bufido.
—Si hubieran dejado algunos lienzos, podía estarles agradecido. ¡No tiene usted idea de lo difícil que es conseguir ahora una cosa así! —Indicaba el lienzo que estaba en su caballete—. ¿Por qué le interesan a usted los últimos inquilinos? —añadió.
—Porque se me ocurre que los últimos inquilinos pueden haberse interesado por su excéntrico amo de casa. Había varios cuadros que me interesaron en las paredes de una de las habitaciones del piso bajo de la casa número 25. Creo que son retratos. Han sido embadurnados, pintados con grotescos brochazos.
Manaton se quedó parado, frunció la cara y meditó.
—No sé nada de ellos —dijo—. Yo no los pinté, si es eso lo que usted anda tratando de averiguar.
—No, eso no se me había ocurrido. Por lo que de ellos queda, me atrevería a decir que están muy por debajo de su categoría. Yo únicamente me preguntaba si el inquilino anterior habría dejado un autorretrato por ahí tirado. Si uno de los frescos de esa casa representaba al señor Stort…, bueno, ha sido muy cuidadosamente borrado, esto es todo. No se preocupe si apagamos ahora las luces, luego podemos continuar.
4
Mientras Macdonald buscaba, Bruce Manaton paseaba incansable, de un lado para otro, por el estudio, observándolo todo.
El electricista había tendido arriba un cable, y llevaba una lámpara portátil de aquí para allá, cuyo hiriente resplandor arrojaba una viva luz blanca por todos los rincones. Su rayo implacable descubría polvo y telarañas, hollín y manchas, y Manaton empezó a comprender lo que Macdonald le había dicho de que sería capaz de decir si las cosas habían sido recientemente movidas. Si el rayo en todas partes era penetrante y revelador, así era también el trabajo de los dos agentes. Ligeros, hábiles y asombrosamente tranquilos, el inspector jefe y su ayudante «inspeccionaban» con una minuciosidad y eficacia que no permitía que se les escapara nada. Bruce Manaton agarró el tablero de dibujar y empezó a diseñar una composición con un lápiz de carpintero.
—Detectives en acción —le dijo a Macdonald—. Usted consigue unos condenados efectos de luz muy extraños con ese equipo suyo: ¡Dios mío! Imagínese que yo hubiera ocultado algo en ese lugar, y tuviera que estar aquí desamparado y observado mientras usted buscaba. Y se iba acercando cada vez más. Desvariaría hasta volverme loco, loco de remate… Esa chimenea fue cegada hace años, dicho sea de paso. Con todo, fue una maldita idiotez colocar esa chimenea.
Estaba efectivamente condenada con una plancha de metal claveteada por todo su alrededor. Una vez realizado el registro, se dirigió Macdonald a la parte principal del estudio y contempló los bocetos de Manaton.
—¡Dios!, cómo me gustaría poder dibujar así; es inconcebible cómo lo hace usted, parece una especie de milagro.
Los bocetos representaban a Macdonald y su ayudante registrando un rincón; sus figuras eran negras siluetas, mientras el blanco resplandor de la lámpara portátil se expresaba de algún modo por contraste con lo negro de las sombras producidas.
—Bueno, yo he tenido diversas experiencias en el curso de mi carrera de detective —dijo Macdonald—; pero nunca me han hecho un dibujo estando en funciones.
—Y a mí me han pasado algunas cosas raras durante el curso de mi carrera de pintor —replicó Manaton—; pero nunca he estado en mi estudio con la Policía escudriñando mis cosas. Pero tenga cuidado con esa caja: hay un montón de pintura en polvo de un rojo muy virulento que se ha volcado dentro, y es de la que no sale. Creo que la mancha no desaparece nunca.
Macdonald y su ayudante no tuvieron un «trabajito fácil» en el estudio. Aparte de la confusión de los materiales de Bruce Manaton, los diferentes pertrechos estaban muy dispersos. Dos camas sin demasiada ropa, un par de mesas, media docena de sillas, cierta cantidad de porcelana y cristal y la batería de cocina: el lugar estaba amueblado con lo estrictamente necesario y nada más. La mujer detective, que habían enviado a la habitación de la galería para revisar el cuarto de Rosanne, apenas perdió tiempo en su tarea. Le dijo después a Macdonald:
—Todo lo que posee cabe en un maletín de fin de semana de buen tamaño. Ni libros, ni cartas, ni cuadros, ni chucherías, ni cosméticos, ni comodidades de ninguna clase.
—Bien, ¿encontró usted algo interesante? —le dijo Bruce Manaton a Macdonald cuando éste hubo terminado.
—Desde el punto de vista del detective, nada —contestó.
El pintor hizo un mohín no exento de malicia, pensó Macdonald.
—La respuesta es amarga, entonces. Yo no puedo decir que estoy encantado de haberle visto, pero sí estoy contento de que todo haya terminado, y asunto concluido. Me alegro de que mi hermana se quitara de en medio mientras estaban ustedes con el registro. A mí no me ha quedado mucho orgullo. Es un lujo sin el cual los que no tenemos un penique estamos mejor; pero Rosanne todavía no ha perdido algunos complejos burgueses. —Hizo una pausa y añadió luego—: Me gustaría decirle algo más, sólo por ser usted quien es. Ayer por la tarde, después que se llevaron por la fuerza a ese pobre diablo, al soldado, en el coche celular, volvimos a hablar de todas las cosas. Rosanne dijo que había estado fuera cuando el oscurecimiento. Yo quería que declarase que había estado aquí dentro con nosotros, durante todo el tiempo. Todos lo habríamos jurado, incluso Cavenish, con su gran sentido de la ética. Pero ella no quiso. Prefirió decir la verdad. —Se inclinó hacia Macdonald con los oscuros ojos fulgurando en sus profundas cuencas—. Si usted cree que Rosanne tiene algo que ver con el asesino, o el ladrón…, bueno, que Dios le ayude. Sería el tonto más sediento de sangre que jamás haya imitado a un ser inteligente.
Macdonald no se inmutó, y sus ojos grises encontraron la furiosa mirada del otro.
—Yo podría aventurar otra pregunta, aunque no creo que usted me la conteste —dijo—. ¿Por qué está tan deseoso de que se establezca que su hermana no salió a comprobar el oscurecimiento ayer antes de dar las nueve de la noche?
Como no esperaba que le contestara Manaton, se volvió hacia la puerta añadiendo: —En mi trabajo hay que hacer muchas cosas que se pueden considerar repugnantes, según las normas usuales de la vida. Solamente una cosa las justifica, el hecho de que los crímenes, los crímenes de bajeza, envidia, malicia y violencia, son lo más repugnante de todo. Entretanto, les agradezco a usted y a su hermana que me hayan hecho posible llevar a cabo una tarea necesaria sin protestas por su parte. Me doy cuenta de todo lo que esto implica.
Manaton dio un profundo suspiro, y tiró algo al piso. Eran los fragmentos de un lápiz que había hecho pedazos entre sus dedos.
—Espero, por Dios, que usted haya terminado —dijo.