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XII
1
Reeves que se había entregado a la empresa de encontrar al anterior inquilino del estudio de Manaton, decidió, para comenzar, hacer una visita a la señorita Stanton en la avenida Sedgemoor. Quería averiguar qué aspecto tenía el señor Randall Stort, y creía adivinar que la señorita Stanton era una persona observadora.
Tocó la muy alta campanilla de la puerta principal de Ítaca, devanándose los sesos en el esfuerzo de recordar dónde había oído antes el nombre de Ítaca. «Una de aquellas historias… argonautas o algo así…», fue todo lo más que pudo ahondar en sus recuerdos cuando le abrió la puerta de la calle «el santo terror» en persona. Iba vestida con un severo traje sastre, tenía su blanco cabello alisado hacia atrás y muy apretado contra la cabeza y puestas ahora unas gafas con montura de asta, lo que todavía hacía que inspirase más terror… Reeves le habló con la adecuada humildad.
—Buenas tardes, señora —la saludó con respetuoso tratamiento—. ¿Podría usted dedicarme unos minutos de atención y responder a algunas preguntas? Supongo que no tendrá inconveniente.
—En absoluto. Yo nunca estoy demasiado ocupada cuando se trata de cumplir con mi deber —tronó la señorita Stanton—. Entre. Estaba a punto de tomar el té. Ya está hecho, así que puedo ofrecerle una taza durante su interrogatorio.
—Es usted muy amable, señora.
Se frotó las suelas vigorosamente en la alfombra de delante de la puerta, arriesgando un paso en la superficie del suelo del vestíbulo, que parecía un espejo: esperaba no dar un resbalón. Por alguna misteriosa razón, la señorita Stanton había conseguido una vez más hacer que un competente detective se sintiera tan tímido como un niño pequeño.
—Entre. Siéntese.
La señorita Stanton sabía siempre muy bien lo que quería. Le indicó el camino introduciéndolo en un comedor pasado de moda, cuyos sólidos muebles de caoba brillaban a fuerza de lustre. Un mantel, bordeado de encaje, cubría un extremo de la larga mesa, y sobre él estaba dispuesto el té para una sola persona. La señorita Stanton buscó otra taza, un plato y una cucharilla en el aparador, y sentose a la cabecera de la mesa.
—Bien, joven, ¿qué es lo que quiere saber usted? Tome una tostada —dijo mientras servía con la tetera de plata.
—Gracias —dijo Reeves y continuó inmediatamente con la voz entrecortada con la cual presentaba sus pruebas ante los tribunales—: Yo desearía saber qué aspecto tiene el señor Randall Stort, el inquilino anterior del estudio que limita con su jardín.
—¡Ah! —exclamó la señorita Stanton con voz profunda y triunfal, mientras le pasaba a Reeves una taza de té muy caliente y muy cargado, al que le había puesto azúcar. (El té estaba exactamente como le gustaba a Reeves, y la tostada era excelente).
—Me alegro mucho de saber que alguien está tratando con inteligencia de descubrir ese deplorable crimen —dijo la señorita Stanton—. El señor Randall Stort es un hombre alto, con tendencia a la obesidad, de cara pálida y aspecto poco saludable, cabello negro, largo y lacio que le cae en un mechón sobre la frente como el del propio demonio, y ojos oscuros. Yo diría que anda alrededor de los cincuenta. Tiene una marca de nacimiento en el cuello, debajo de la oreja derecha, y es zurdo. Le puedo proporcionar a usted todos estos detalles porque fui a verle a su estudio para decirle lo que pensaba sobre su proceder al atravesar mi propiedad sin permiso. Créame que no atenué mis palabras. Tengo la satisfacción de saber que una mujer, al menos, le ha dicho en su cara todo lo que pensaba de él.
Había un resplandor de triunfo en los ojos de la señorita Stanton, y Reeves se rió para sus adentros.
—Ha sido usted muy valiente, señora… y su puntual descripción tendrá mucho valor. ¿Sabe usted algo más sobre el señor Stort, o el señor Listelle, que vivía con él?
—Conozco los chismes que corrían entre el vecindario —declaró—. Desgraciadamente, con tanta gente como se ha ido de Londres aterrorizada por las incursiones aéreas, no quedan muchos para confirmar lo que le digo. Sólo puedo asegurarle que tengo una memoria muy exacta y que no me gustan las conversaciones maliciosas. Durante la última temporada que el señor Stort tuvo el estudio —antes de que comenzaran los bombardeos, por supuesto— vivía una mujer en el piso bajo de la casa número 25 de Hollyberry Hill. Me parece probable —como se lo parecía a otras gentes— que fuera la querida del señor Stort. Sé que él solía trepar hasta su cuarto directamente desde el estudio, porque se lo he visto hacer. Estaba constantemente en la casa de ella, no trataba de disimular su intimidad. ¿Le extraña a usted ahora que deseara yo tener un enrejado sobre mi muro divisorio? —concluyó indignada.
—Claro que no, señora —dijo Reeves; y siguió—: ¿sabe usted algo sobre el señor Folliner mismo?
—No, nada que pueda tener interés. Hace muchos años que vivía en esa casa. Durante ese período su casa y las de los lados se deterioraron rápidamente. Me dijeron que era muy pobre; pero si eso era así, no puedo comprender por qué no vendió la casa. Era una propiedad libre de toda carga, y antes de la guerra pudo haberla vendido por una buena suma. ¿Quiere usted otra taza de té?
—Muchas gracias, señora —dijo Reeves sosegadamente—. Nosotros deseamos encontrar la pista del señor Stort y descubrir dónde vive ahora…, es decir, si es que vive todavía.
—Oh, caramba, claro que está vivo todavía —replicó la señorita Stanton con animación—. De esto estoy segura.
Se levantó, se dirigió a un mueble que había en un rincón del cuarto y volvió con un ejemplar del Morning Mail.
Indicó un dibujo en una esquina del diario.
—Fíjese que está firmado con un jeroglífico que parece «Rand» y un largo rasgo. Esto debe significar Randall, creo yo; pero el asunto es que la rúbrica es la de Stort. Ya le dije a usted que fui a su estudio. Sus dibujos estaban clavados en un tablero, no dibujos pequeños, como éste; sino muy grandes, hechos con trazos rápidos y audaces (evidentemente reducen sus dibujos para publicarlos), y vi la firma. Es inconfundible. Reconozco que el trabajo es inteligente; grosero, quizá, pero vigoroso… un poco como el mismo Stort.
—¡Señorita Stanton —dijo Reeves—, usted es una maravilla! No sé ni cómo empezar a decirle lo agradecido que estoy.
—Muy amable… ¿Puedo preguntarle por qué? —demandó ella.
—Porque usted me ha ahorrado una semana de trabajo pesado, irritante y aburrido —dijo Reeves—. Si no hubiera sido por usted y sus notables facultades de fina observación, probablemente habría seguido la pista por medio de las oficinas de Bickford hasta ir a parar a alguna casita abandonada en el campo, y así hasta que el rastro desapareciera. Vea usted —continuó—, no tenemos nada en absoluto en contra de Stort… nada. Necesitamos dar con él para interrogarlo; y si por casualidad anda haciendo algo que no debiera, probablemente se habrá cambiado de nombre y no será fácil encontrarlo, pero con los informes que usted me ha dado, seré capaz de encontrarlo en un dos por tres.
—¡Buen Dios! —replicó la señorita Stanton—. ¡Usted me sorprende! Estoy muy satisfecha al pensar que puedo ser útil y ayudar en algo. Espero también que usted no permitirá que el señor Stort se pase de listo, como hizo con sus colegas de este vecindario —añadió severamente—. Había tomado la costumbre de utilizar mi jardín como atajo para llegar a su estudio. Lo he visto con mis propios ojos… siempre por la noche, muy tarde. Me quejé de esto a la Policía; y, por supuesto, el señor Stort lo negó. La Policía, creo que hizo algunos esfuerzos para cogerlo in fraganti…, pero desde luego no lo consiguieron nunca. Era demasiado listo para ello.
—Le prometo a usted que no se escapará por listo que sea, señorita —dijo Reeves—; aunque si consigo encontrar su pista con bastante rapidez para que sea útil será sólo gracias a usted, señora, y muchas gracias por este delicioso té —continuó—. Nunca he tomado una taza más deliciosa. Espero que alguna vez me mostrará sus rosas de Navidad.
—Ah, mis rosas de invierno —dijo llena de orgullo—. Venga por aquí.
Reeves fue conducido al salón del fondo de la casa, y le enseñaron un jarroncito de cristal donde media docena de insulsas flores blancas reposaban entre sus bellas hojas verdes. La señorita Stanton las contemplaba con aire de entusiasmo casi maternal.
—Me alegra mucho que le gusten —dijo—. ¡Tan poca gente entiende de flores!
2
En menos de media hora estuvo Reeves en las oficinas del Morning Mail, en la calle Fleet. Vio al redactor de la sección comercial y le pasaron luego al de la sección de arte, donde le atendió un hombre llamado Brenling. A este hombre —tan ocupado, como ocupada está toda la calle Fleet—, le dijo Reeves:
—Necesito la dirección de un artista que trabaja para ustedes llamado Randall Stort.
—Nunca he oído ese nombre.
Reeves cogió un ejemplar del diario e indicó el dibujo.
—El que dibujó esto —dijo.
—Oh, es él. Su nombre no es Stort, sino Víctor Rand. ¿Para qué le quiere usted?
—Necesito su dirección —dijo Reeves pacientemente.
—No lo conozco. Estoy muy ocupado, además. ¡Eh!, señorita Blake, busque la dirección del colaborador Rand.
—No he conseguido su dirección —replicó la señorita Blake—. Él envía sus trabajos, o los trae, y cobra su dinero de cuando en cuando. Yo no sé nada de esto. Mejor será que indague si sabe algo el contador. El debe tener alguna dirección… en la oficina de Réditos Internos. La gente siempre necesita direcciones.
Reeves fue a la oficina del contador.
—¿Víctor Rand? Oh, siempre anda cambiando de dirección, no puedo estar nunca al tanto de la actual. ¡Qué curioso! Hoy mismo ha venido otro tipo preguntando su dirección. A ver si le es útil ésta: Westways, Wealden Road, Harrow. Es la última que me dio.
—¿Le conoce usted… de vista?
—Sí, es moreno con cara de patata, y un mechón de pelo negro. Bastante desaliñado. —La joven secretaria levantó la vista hacia Reeves—. De la secreta, ¿verdad? ¿Para qué lo quiere usted?
—Nada más que para charlar un rato. ¿Quién era el otro que preguntaba la dirección de Rand?
—¡Quién sabe! Ni idea. Tengo mucho trabajo casi siempre. El otro no consiguió su dirección, si es esto lo que quería usted saber.
3
Eran las seis en punto de la tarde cuando Reeves salió de las oficinas del Morning Mail. Entró en una cabina telefónica e informó a Scotland Yard; luego se fue a la calle Baker y tomó el metro hasta Harrow. Harrow ocupa una gran extensión, y Reeves conocía algún medio mejor que andar vagando de un lado para otro entre el oscurecimiento, buscando una casa sin luz en un camino desconocido. Telefoneó a sus colegas más próximos de la Policía de la capital, y pronto tuvo un automóvil que le llevó muy largo trecho y le dejó en la esquina de un camino oscuro.
—Cuarta casa a la derecha —le dijo el guía—. Esperaré hasta que usted esté dentro; luego me quedaré por aquí.
Reeves apenas podía darse cuenta de la forma de las casitas suburbanas de cada lado: era un camino sin ninguna pretensión bordeado de casas modernas hechas en serie, semiseparadas e iguales.
La cuarta casa de la derecha —en el «Camino del Oeste»— mostraba una estrecha fachada blanca, de tipo rústico, y ventanas negras. Ni el más mínimo resplandor de luz velada animaba al visitante a creer que allí había ser viviente alguno para responder a una llamada ante la puertecilla del frente. Reeves llamó sin apremio, con una llamada «no oficial» cuidadosamente calculada. No hubo respuesta, por lo que a la puerta de la calle se refiere; pero los agudos sentidos del detective lograron percibir que dentro de la estrecha casita había alguien. Volvió a llamar, y después de esperar un rato más, se abrió la puerta. Una voz de mujer, saliendo de un pasillo casi enteramente oscuro, preguntó:
—¡Eh! ¿Por quién pregunta usted?
La voz era desconfiada y denotaba mal humor, y Reeves se dispuso a actuar de acuerdo con esto.
—Por el señor Víctor Rand. Vengo de las oficinas del Morning Mail.
—¡Oh, condenación! ¿No les ha enviado ese trabajo? Yo se lo recordé, y me dijo que lo llevaría hoy.
—Debe haberse olvidado —dijo Reeves—. ¿Está él en casa?
—¿En casa? ¿A las siete de la tarde? ¡De ninguna manera! Oh, pase, hace demasiado frío para quedarse hablando a la puerta.
Reeves avanzó un par de pasos y se quedó esperando, mientras la puerta se cerraba detrás de él y accionaban una llave de luz. Entonces pudo ver a la mujer que le había recibido. Era muy joven, pero delgada y de fatigado aspecto, embutida en una blusa escarlata, muy ceñida, y con pantalones azul marino. Su rubio cabello, con rastros de haberse peinado con complicados rizos a la moda, estaba ahora tan alborotado como si acabara de levantarse, y el escarlata del lápiz de los labios hacía parecer más blanca su cara.
—¿No es el colmo? —gruñó ella—. Este es el único trabajo que ha conseguido y no puede tomarse la molestia de hacerlo llegar a tiempo. Pase.
Reeves la siguió por el pasillo hasta una habitación, en el fondo de la casa. Le dio a otra llave la mujer y se produjo una fuerte luz blanca, cuyo resplandor hizo parpadear a Reeves después de las tinieblas anteriores. La habitación era mucho más grande de lo que se hubiera supuesto, dado el tamaño de la casa —debía ocupar casi todo el piso bajo—. Las paredes estaban mal pintadas de blanco, y había dibujos colgados en ellas, unos al carbón y otros en color, retratos audaces, vigorosos. Todas las caras tenían algo parecido: eran llamativas, ávidas, desagradables y burlonas.
—Oh, no las mire, a mí me dan náuseas —dijo la muchacha—. Sus dibujos para el Mail estaban en uno de esos rollos… rollos de cartón. Tenemos que encontrarlos por alguna parte. ¡Dios!, ¡en qué estercolero ha convertido él esto!… ¿No le molesta?
Reeves sacó un paquete de cigarrillos Player, y le ofreció uno.
—Oh, usted es una persona decente. Yo estoy en la ruina y el viejo brujo no quiere darme más crédito. Es el colmo —continuó quejosa—, aunque tiene bastante inteligencia. Mire todos esos trabajos. Otros tipos hacen dinero con la mitad de su cerebro. Dios, si yo pudiera hacer eso, dibujar en esa forma, sacaría dinero de un modo o de otro.
Se recostó en un diván que había arrimado a una de las paredes y apartó a patadas pilas de papeles sueltas sobre las tablas desunidas del piso. Había muy pocos muebles en la habitación… un pupitre de dibujante cubierto con desordenados materiales, diarios y revistas, colillas de cigarrillos y platos sucios; un par de sillas, un caballete, una plataforma para modelos, hileras de lienzos viejos y carpetas.
—Me doy cuenta de que es un estercolero —dijo la muchacha, mientras aspiraba él humo de su cigarrillo ávidamente—. Yo traté de conservarlo decente cuando vinimos, pero me harté, estoy descorazonada. Habría conseguido algún trabajo para mí, si no hubiera estado enferma. Cuando mejore un poco, me presentaré para algún servicio de la guerra. Cualquier cosa es mejor que esto.
Reeves asintió con la cabeza.
—Sí, me parece que sí. Yo no puedo encontrar ese rollo de que está usted hablando. ¿Sabe a qué hora vendrá él?
—Oh, muy tarde. Depende de que encuentre gente para seguir bebiendo: no quiere volver aquí mientras pueda divertirse un poco en cualquier otro lado. Digo yo, si encuentra usted esos dibujos, ¿puede dejar el importe de ellos?
—No. Lo siento, pero no puedo. Tiene que pasar por las oficinas.
Reeves se dio cuenta de que su situación en ese momento era irregular. De acuerdo con los reglamentos, debía haber llevado otro agente con él…, pero Reeves no siempre se atenía a los reglamentos. Así que siguió.
—¿Le molesta que mire alguno de esos lienzos? Me interesa la pintura. Algunos pueden ser de valor.
—¡Señor! ¡Claro que sí, mírelos todos! Muchacho, con que sólo comprara usted uno, podría conseguir algo para cenar.
Reeves la miró.
—¿Tan mal está? Bueno, pero debe valer el precio de la cena.
Empezó a examinar los lienzos uno por uno. La mayoría eran retratos, en general sin concluir. Arrimado y de cara a la pared, había un lienzo más grande: después de echarle una mirada, Reeves lo volvió y lo colocó en la mesa.
—¡Por fin, éste es interesante!
Era interesante, ciertamente. El lienzo representaba a un hombre viejísimo, cuya pálida piel se extendía rígida sobre su pelado y huesudo cráneo y una nariz de halcón. Sus ojos estaban profundamente hundidos entre las oscuras sombras de las hondas órbitas arrugadas, y sus estrechos labios apretados formando una dura línea que todavía conseguía ser una sonrisa. La cabeza estaba pintada de tal manera que la estructura del cráneo, debajo de la piel como pergamino, se veía dura y clara. Sus ojos chispeaban en sus órbitas profundas, y las manos, como garras, sostenían algunos arrugados papeles blancos: billetes de cinco libras. Reeves contemplaba fascinado el lienzo. El viejo estaba sentado en la cama y detrás de su cabeza se veía la esquina de la cabecera de una cama de hierro y bronce. Había un cofre sobre sus rodillas, y la remendada colcha de la cama era la misma que Reeves había visto en la del señor Folliner; las perillas de bronce y los adornos de los barrotes de la cama eran los mismos también. Al lado del cofre había una pistola. El título dado al más bien horrible tour de forcé era «Mirando a hurtadillas».
La muchacha, recostada en el diván, miraba a Reeves con ojos calculadores.
—Sí, es interesante, ¿no es verdad? —repitió como un eco—. Debe de valer bastante, sólo que la gente no quiere pagar los cuadros en estos tiempos. Yo creo que si lo exhibieran en alguna exposición decente, podría valernos un montón de dinero. Mientras tanto, nada perdería cualquiera con comprarlo.
Reeves estaba haciendo rápidos cálculos mentales: bajo su instinto de detective y su clara y tenaz capacidad de pensar latía la fraternidad humana esencial que le había hecho sudar y sufrir fatigas, en un infierno de ardientes ruinas, para rescatar a sus semejantes durante los bombardeos. Se volvió hacia la muchacha.
—Mire, chiquita, ¿está usted casada con él?
Ella no se ofendió por la pregunta. Reeves adivinó que estaba demasiado hambrienta para ofenderse por nada que pudiera conducir a una comida.
—No, gracias sean dadas. Estuve encaprichada con él durante algún tiempo, pero ya estoy harta de esto. ¿Quién es usted, de todas maneras?
—Soy del Departamento de Investigación. Estoy en funciones.
—¡Dios! ¿Qué ha hecho él?
—Yo no sé que haya hecho nada. Quiero hacerle algunas preguntas. Si usted misma me respondiera a una, quizá pudiera ahorrarme muchas molestias. Fíjese, tengo a mi compañero ahí fuera, otro agente. Lo haré entrar, si usted quiere, para que pueda tener un testigo y saber que estoy jugando limpio. No quiero que se mezcle usted en un lío, si no es necesario.
El temor mortal que había brillado en los ojos de ella durante un minuto se apagó.
—Oh, prosiga con sus preguntas —le indicó—. Usted no me preocupa. Es de los decentes. No creo que él haya hecho nada horrible. Es demasiado perezoso, y un miedoso, además. Nunca se arriesgó a hacer nada difícil…, más bien prefiere vivir a cuenta de una muchacha como yo. ¿Qué quiere saber usted?
—¿Cuánto tiempo hace que vive usted con él?
—Ahora hace alrededor de un año. Esta era mi casa… yo pagaba el alquiler. Sólo que he estado enferma.
—¿Cuál es su nombre?
—Jenny Lane.
—¿Sabe usted lo que Víctor Rand (¿no es así como él se hace llamar?), estaba haciendo ayer entre las ocho y las nueve de la noche?
—Sí. Estaba aquí. Había niebla, y tenía demasiada pereza para salir. Aquí estuvo con un par de compañeros más… muchachos de las Fuerzas Aéreas. Él sacó sus cuadros, y ellos trajeron una botella de ginebra. Se la terminó toda antes de que se marcharan.
—Todo está perfectamente claro entonces —dijo Reeves—. Si puede probar que estaba aquí, no tiene por qué preocuparse. No se trata más que de hacerle algunas preguntas. ¿Dónde vivía cuando, usted se juntó con él?
—En el campo. Lo conocí en Brighton. Escapó de Londres a causa de los bombardeos, le producían terror. Pasado algún tiempo el campo le deprimió, y quiso volver de nuevo a Londres, y así lo hice también. Yo había conseguido algún dinero y nos vinimos aquí. Esta era hace tiempo la casa de mi tía. Nosotros acabamos por convertirla en un estercolero… Luego caí enferma, y fue un verdadero problema. Estoy a punto de acabar con esto, se lo digo claramente. Es divertida la forma en que le estoy hablando. Hace años que no hablaba así…, pero es que estoy harta. Él ha salido y me ha birlado mi último billete de diez chelines antes de irse. Eso hace que una lo vea todo negro, de veras.
—Sí, es un engaño asqueroso —asintió Reeves—. Y si yo le doy a usted otro billete de diez chelines, ¿podrá conseguir algo de comer por aquí cerca, en cualquier parte?
—Señor, claro que sí. Hay una taberna a la vuelta de la esquina donde siempre le dan a uno un bocado. ¿Quiere usted venir, también?
—No; yo tengo que quedarme aquí y ver a Rand cuando venga. ¿Se sigue llamando Rand?
—Firma sus dibujos así; pero no es ése su nombre. Su nombre es Stort, y así figura en la tarjeta de identidad…, ése es su verdadero nombre, el otro es sólo un seudónimo.
—¿Le ha oído usted hablar alguna vez de un estudio que tenía en Hampstead?
—Oh, le he oído hablar de muchísimos lugares, todos muy hermosos y grandes. Estudios en París, en Chelsea y cosas así. Imagínese usted, es inteligente…, no digo que no lo sea; pero es perezoso hasta los huesos. Creo que estaba bastante bien antes de la guerra, pero ahora la gente no quiere cuadros; y luego, hasta la limitación del papel; así son las cosas.
—Sólo una pregunta más —dijo Reeves—. ¿Rand ha mencionado alguna vez a un tal Listelle?
—¡Oh, Listelle! Casi me muero de risa con él. Se quedaba rígido del miedo que tenía a las bombas… Se fue de Londres a escape y vivía en una casita apartada varios kilómetros de todo poblado; pero un Jerry descargó todas sus bombas una noche y estallaron precisamente sobre esa casa; ese fue el fin de Listelle… se puede decir que murió de terror.
—He oído de más de una persona que murió por escapar —dijo Reeves—. Bueno, chiquilla, mire, mejor será que se vaya a cenar algo; parece estar muy hambrienta, pero no mezcle bebidas, y no le diga a nadie que yo le he dado un billete de diez chelines, o me producirá usted un sinfín de broncas.
—No quiero causarle líos. ¡Muchacho, usted es un tipo decente! ¿Sabe que no he hecho ni una sola comida hoy?
—Se le nota en el aspecto —dijo Reeves ásperamente—. No sirve de propaganda para su amigo.
Jenny se echó un abrigo sobre sus delgados hombros.
—¿Se va usted a quedar aquí? El no vendrá todavía, por lo menos hasta las once; pero si viene no vaya a decirle que me contó a mí que era de la «poli». Pensará que le he puesto a usted sobre la pista. De todas maneras, estaré de vuelta dentro de media hora.
Dos minutos después que Jenny Lane hubo salido de la casa, Reeves la siguió en su camino, y encontró a su formal colega esperándole pacientemente a unos cuantos metros de distancia.
—Vaya detrás de esa muchacha y no la pierda de vista, compañero —dijo Reeves—. Dijo que iba a una taberna a cenar algo. Si trata de hacer una escapada, tráigala aquí de nuevo. Puede intentar avisar a su amigo que estoy yo aquí, y no debe conseguirlo.
—Puede ser —replicó el otro prontamente, y se marchó detrás de Jenny Lane.
Reeves volvió a entrar en la casa. Quería estar seguro de que el cuadro estaba a salvo; sucediera lo que sucediera, él tenía que obtener ese cuadro. Mientras esperaba, miró cuidadosamente los lienzos restantes y las carpetas, y sacó uno o dos bocetos que le interesaron. Le habría gustado que tuviera teléfono la casa: quería darle cuenta a Macdonald.
Para pasar el tiempo, se sentó y escribió su relación oficial en el cuaderno de notas, y, al tiempo que terminaba, regresó Jenny Lane.
—Me siento otra —dijo—. Salchichón, albóndigas y budín de manzana…, un verdadero atracón. Le he comprado a usted otro paquete de cigarrillos.
—Gracias —contestó Reeves sonriendo forzado—. Ha sido una buena idea la suya. Me alegro de que cenara bien.
—La vida es divertida —comenzó bostezando Jenny—, ¿no es cierto? A mí antes nunca me habían pagado una cena así. He conocido algunos decentes, sin embargo. En caso de duda pregunte a un policía. Tengo sueño. Creo que me voy a la cama. Cuando venga él, puede contarle usted el mismo cuento que a mí…, dígale que viene de las oficinas del Morning Mail. Usted ya tiene una desenvoltura especial, ¿no es cierto?—, para contar trolas como ésa.
—No era una trola. Era la verdad —replicó Reeves—. Yo salí de las oficinas del Morning Mail a las seis y treinta y vine directamente aquí. Fue de usted la idea de que yo venía a buscar sus dibujos.
—Bien, me importa un comino de todas maneras. Estoy rendida. Por la mañana estaré más despejada. —Volvió a bostezar—. ¡Señor, qué sueño tengo!
—Perfectamente, váyase a la cama —dijo Reeves—. Dígame solamente dos cosas antes de irse, sin embargo. ¿Este dibujo es un retrato de Stort?
—Sí, éste es él…, está igualito, además. Le encanta hacer autorretratos, como él les llama. Dios sabe por qué. No es ninguna belleza.
—No tiene ilusiones al respecto, en todo caso —dijo Reeves, sonriendo ante el implacable retrato—. Dígame también: cuando pasa las tardes en la ciudad, ¿va a alguna reunión particular, o no hace más que andar de un lado para otro mezclándose con todos?
—Es un experto en materia de tabernas, se lo digo sin rodeos. Dice que no hay una en seis kilómetros a la redonda que él no conozca. Un lugar al que, sin embargo, va siempre es a ese café que está junto al Coliseum, donde se puede hacer una comida ligera también, el Flamingo. Allí se junta una pandilla de gente extraña: actores, artistas, periodistas y otros por el estilo.
—Lo conozco —dijo Reeves—. Bueno, usted se cae de sueño, váyase a dormir… y siga este consejo: lárguese de aquí y trate de conseguir un trabajo decente. Tenga un poco más de sentido y no viva con un tipo de esta clase.
—Una muchacha tiene que vivir, ¿no es cierto?
—¿Le llama usted vivir a esto? Yo, no.
—Oh, yo tampoco. Gracias por la cena. Me ha salvado la vida, de veras.
Jenny Lane subió al piso de arriba y Reeves se encogió de hombros. En su carrera de policía había visto muchas como ella, y con el práctico sentido común que era su principal característica le parecía a Reeves que era una pena el que una muchacha fuera tan tonta; él odiaba la suciedad, la sordidez y lo que llamaba «vivir en un estercolero».
Volvió a salir afuera y encontró al sargento.
—¿Marcha todo bien? —preguntó este último—. La muchacha estaba hambrienta…, de eso no cabe duda.
—Ahora ya no tiene hambre —dijo Reeves—. ¿Puede usted, en mi nombre, dar un parte telefónico al Departamento y decirme a la vuelta si hay alguna orden más para mí? Yo creo que será mejor que me quede hasta que vuelva Stort aquí. No quiero que se me escape este tipo.
—Muy bien: voy a llegarme al puesto…, cosa de muy pocos minutos; está sobre la vía principal. Cuando regrese, le informaré.
Reeves volvió a entrar y se sentó, dispuesto a esperar. Su imaginación se volvió hacia la cena. No le vendrían mal las salchichas y albóndigas… y la cerveza. Eran las nueve y media. Fumó, mientras pensaba en el caso y meditaba absorto en los dibujos de la pared cercana, recordando los manchones en los frescos del salón del viejo Folliner. Reunió las raras piezas que había coleccionado para la prueba junto con los detalles que le fueron dados en el informe de Macdonald…, un rompecabezas en el cual las piezas tenían que ser ajustadas. A las diez sonó una llamada cautelosa en la puerta de la calle. Reeves fue a abrir.
—Mejor será que me deje entrar —dijo el sargento.
Reeves le condujo a la habitación brillantemente iluminada y los ojos del sargento se abrieron de asombro en cuanto vio las pinturas de la pared.
—¡Demonio! —exclamó, volviéndose luego a Reeves muy juiciosamente—. Lo siento, compañero, lamento que esto no marche. Recogieron a Stort en la vía a la salida misma de la estación. Debe de haber bajado del tren en mala forma y cayó de cabeza. Los compañeros así lo han informado al Departamento.
—¡Condenación! —dijo Reeves.
—Lo siento, amigo, pero la culpa no es suya. Usted tiene que irse a comer algo y luego informar al compañero que está de servicio en la esquina de Hollyberry Hill.
Reeves se quedó inmóvil y con la cara en extremo abatida. Recordaba lo que le había dicho a la señorita Stanton:
—«Le prometo a usted que no se me escapará por listo que sea, señora».
Reeves se daba cuenta de que se le había escurrido, exactamente lo mismo que a los demás.