I

1

El vasto estudio tenía dos puntos iluminados por focos; entre ellos había una extensión de sombras, incolora, informe, vacía. En un extremo del alargado aposento, semejante a un granero, donde la luz se concentraba más potente, había una plataforma para los modelos y una silla española de alto respaldo, colocada sobre la misma, con un biombo de cuero oscuro como fondo. En la silla estaba sentado un hombre ataviado con un soberbio ropaje escarlata y sombrero de alas anchas, de cardenal, en la cabeza.

Las luces estaban dispuestas de manera que iluminaban el rostro pálido y altanero del que posaba, sus desafiantes ojos negros y las cejas abultadas. Bajo su poderosa barbilla cuadrada había un triángulo de púrpura eclesiástica, color magenta, para describirlo con más exactitud. Las mangas, forradas y ribeteadas de seda cereza, formaban un magnífico contraste de color, desacorde y contrapuesto al escarlata nobiliario del hábito. Una mano blanca y poderosa apretaba el brazo de la silla; la otra reposaba en la enjoyada cruz de su pecho.

A unos tres metros de distancia un caballete sostenía un lienzo de dos metros, y ante él, el pintor esbozaba un dibujo a carboncillo. Tenía puesto un blusón azul como de carnicero, que hacía que su pálido rostro, de perfil anguloso, pareciera más pálido todavía. La cara era de líneas pesadas, los ojos hundidos profundamente en las órbitas, intensificadas sus sombras por la potente luz. El pintor y el que posaba, iluminados ambos por el mismo grupo de luces, formaban una sorprendente combinación de colores primarios, desafiante y atrayente a la vez.

En el extremo opuesto de aquel estudio, de unos quince metros, separado del pintor y su modelo por las sombras que reclamaban la mayor parte del espacio, había otro grupo, de tonos más apagados; que, sin embargo, no carecía de valor pictórico.

Junto a la estufa, iluminados por una bombilla eléctrica que pendía encima y cerca de sus cabezas, a ambos lados de un tablero de ajedrez, estaban sentados dos hombres. Uno —el más joven— era un muchacho de tez morena, cuyo cabello brillaba bajo la luz. Se había quitado su chaqueta de lana y llevaba un chaleco, de lana también, verde, bermejo y ocre, y las largas piernas cubiertas por flojos pantalones de pana, de color castaño. Su contrincante ante el tablero de ajedrez era un viejo de cabello blanco, vestido con ropa oscura, holgada y convencional.

Los dos hombres, sentados, con los codos sobre la mesa y las mejillas apoyadas en sus manos, evidentemente se concentraban en el juego. El rayo de luz dirigido hacia ellos estaba velado de modo que su resplandor no se extendiera por el resto del estudio; el humo de sus pipas se retorcía en volutas azules, y los dos jugadores, con el tablero entre ellos, constituían casi motivo para un cuadro, porque la composición era tan precisa que más parecía resultado de la deliberación que de la casualidad.

Durante un gran rato reinó el silencio en el estudio. Los jugadores de ajedrez estuvieron atentos a su partida durante una hora entera, y un «jaque», de cuando en cuando y en voz baja, salía de uno u otro; y luego una pausa prolongada, como si cada cual meditase la jugada siguiente. Robert Cavenish, el más viejo de los dos jugadores, permanecía casi inmóvil; reconcentrado, fruncía sus finas cejas cuando acariciaba las piezas con la mirada. Ian Mackellon, moreno, de extremidades largas, reservado, escocés típico, movía de vez en cuando sus largas piernas, como si tuviese calambres, y echaba a veces una mirada al vivido ropaje del cardenal de la plataforma. Había un destello sonriente en sus hundidos ojos azules, luz bajo sus pesadas cejas, como si el juego marchara bien para él, y contemplaba el tablero con una concentración medio sonriente.

Volviendo al otro rincón del estudio, Bruce Manaton, de pie ante su lienzo, dibujaba con una especie de resolución salvaje, tan absorto en su tarea como lo estaban los jugadores con su partida. A veces, cuando su modelo, cansado, cambiaba un poco de postura, le dirigía una breve reconvención.

—Levante la barbilla, levante la barbilla…, un poco hacia la derecha… —La voz, de tono bajo pero algo irritada, jalonaba el silencio, como los jugadores de ajedrez con su monótono desafío. Y el cardenal levantaba la cabeza y recobraba su postura, siempre con la misma expresión de melancólica altivez. André Delaunier, que era el que tenía las vestiduras escarlatas de cardenal, actor de profesión, estaba muy acostumbrado a posar, pero reclamaba un descanso de vez en cuando.

Una vez, durante la primera hora de la partida de ajedrez, se había puesto en pie, impaciente, sin importarle la irritación de Manaton, y había atravesado con paso majestuoso la oscuridad que se interponía entre él y los jugadores, para situarse detrás de ellos y estudiar el tablero, mientras extendía sus manos blancas y bien formadas hacia la estufa con ánimo de calentarse. Corría el mes de enero; fuera hacía una temperatura por debajo de cero, y la espesa niebla de Londres se colaba en el estudio, como una vaga reminiscencia sulfurosa de la manta mugrienta que envolvía todo el canal del Támesis en quietud nociva.

Mientras Delaunier observaba el tablero, ninguno de los jugadores se dio por advertido de su presencia mediante palabra o movimiento alguno, y el actor seguía en pie con una sonrisa burlona en sus labios al descubrir la celada que Mackellon tendía al más viejo de los adversarios. La brusca voz de Manaton le volvió en sí.

—¡O posa usted o juega al ajedrez! —le dijo—. No se pueden hacer las dos cosas a la vez.

—¡Condenado negrero del diablo! —le replicó Delaunier—. Si no me muevo de vez en cuando, me voy a convertir en una estatua de hielo. Bueno, bueno…, no se enfade —concluyó de buen humor, al ver que Manaton tiraba su carboncillo con gesto irritado. Delaunier volvió a su puesto, atravesando el estudio con zancadas silenciosas; sólo el roce del pesado ropaje hacía perceptible su paso. Se sentó otra vez en la silla de alto respaldo, reasumiendo su posición anterior con la habilidad del actor que recobra su papel tan fácilmente como se coloca una prenda de vestir.

Ninguno de los jugadores de ajedrez se había movido ni hablado durante el intermedio del modelo. Cavenish mostraba, por una mayor profundidad en el frunce de su entrecejo, desconocer la interrupción mediante un esfuerzo consciente; pero Mackellon, con sus ojos medio sonrientes sobre el tablero, no parecía advertir nada, excepto las piezas de marfil y ébano del juego.

—¡Jaque! —volvió a decir.

2

Durante la ejecución de la obra, Rosanne Manaton miraba a veces hacia el estudio desde la puerta de la cocina. Era ésta una habitación más pequeña, construida junto al muro del estudio. La «cocina» era espaciosa en comparación con las cocinuchas que se encuentran en la mayoría de las diminutas viviendas modernas; pero Rosanne, que era una criatura quisquillosa, había mirado las dependencias domésticas del estudio sin disimular su disgusto cuando lo vio por primera vez. La «cocina» era también cuarto de baño, y cuando Rosanne y Bruce Manaton inspeccionaron la propiedad con miras de alquilarla, la cocina-baño, como la llamó Rosanne, casi había sido superior a su determinación de establecerse a cualquier precio en algún lugar que su hermano y ella pudieran llamar suyo. Las paredes desconchadas y desiguales, el baño mohoso y el pisoteado piso infecto, la llenaron de repugnancia.

—Es horrible, Bruce —había dicho.

—¡Oh!, ¿qué importa? Podemos limpiarlo muy pronto. Lo que interesa es el estudio, y éste es estupendísimo —había replicado su hermano.

Fue Rosanne, desde luego, la que hizo la limpieza. Los Manaton no podían ahorrar dinero para decoraciones. Oscilaban permanentemente entre dos iniciales. R. y R. A. «Ruina» y «Ruina Absoluta». Rosanne era grabadora al aguafuerte y en madera, y su trabajo, delicado e imaginativo, había tenido algún éxito económico en tiempo de paz; desde la guerra sus ganancias, y las de su hermano, se habían reducido a cantidades insignificantes. El semiabandonado estudio de Hampstead era recomendable por su baratura, y Rosanne estaba siempre bien dispuesta para arreglar lo que la rodeaba de la mejor manera posible. Ella fue la que fregó y dejó decorosas las paredes de la cocina, volvió a esmaltar el baño y lijó la mohosa estufa de gas. Todavía estaba en el proceso de redecorar el estudio, intolerante con su suciedad y tristeza. Bruce no hacía más que encogerse de hombros y la dejaba hacer. Las paredes mugrientas no le molestaban demasiado.

—Las he visto peores en París —fue su único comentario.

Rosanne, en pie, miraba el estudio y sus ocupantes, intensamente consciente de la calidad decorativa de los dos grupos que había allí dentro, en aquella brumosa tarde de invierno. Ella no pintaba ahora con frecuencia. Su elemento eran las líneas, pero sentía impulsos de permitirse una composición moderna en la cual los dos jugadores de ajedrez, el pintor y el modelo formarían un conjunto, sin respeto de planos ni distancias. Con una mano en la cadera y otra apoyada contra el quicio de la puerta, Rosanne Manaton misma tenía algo para un diseño, aunque ella no lo advirtiese: alta, delgada, de pelo oscuro, enfundada en un traje viejo de esquiar, que se había puesto por ser más resistente al frío, Rosanne era una figura poco común. El traje se ajustaba a su cuerpo largo y esbelto. Muy pocas mujeres, pasados los treinta, quedan bien con pantalones; pero el traje negro de esquiar, con bufanda color escarlata vivo al cuello, sentaba bien a la esbeltez de las largas extremidades de Rosanne, como su cabello negro, muy apretado, realzaba la forma de su cabeza. No era hermosa, pero poseía esa cualidad que se describe mejor con la palabra gracia. Cada movimiento de su cabeza, o de sus manos o pies, tenía la misma característica de belleza, equilibrio y eficacia. Se movía siempre con algún propósito, con una economía de esfuerzos tal que ninguno de sus movimientos era superfluo.

Mientras estaba plantada mirando el interior del estudio y meditando acerca de sus posibilidades pictóricas, su hermano volvióse irritado del lienzo y le gritó:

—Por Dios, entra o sal; pero cierra esa condenada puerta. Hay bastante corriente de aire aquí dentro… y me molesta el cruce de luces.

Rosanne se retiró a la cocina y cerró la puerta tras ella. Estaba acostumbrada a la irritabilidad de su hermano, así como a sus frecuentes groserías, y no se dio por enterada de su pendenciero humor. Bruce era siempre muy desagradable cuando estaba trabajando.

Volvió Rosanne a su comida; se había comprometido a preparar la cena de los cinco para las nueve en punto. Los jugadores de ajedrez y Delaunier habían aportado cada uno una ración de algo para «echar en la olla», y Rosanne estaba logrando un sabroso guisado con toda la mezcolanza de cosas traídas por los otros, añadidas a la carne y legumbres que ella había comprado. Aunque cocinaba muy bien, detestaba hacerlo; pero con el raro sentido común que la caracterizaba, se resignaba a ello para evitar que Bruce derrochara sus escasos ingresos en comidas de restaurante. Rosanne, aparejada íntimamente con su naturaleza de artista, tenía un sentido del orden que hacía que no pudiese tolerar lo que llamaba «embrollos de dinero». No le molestaba mucho la pobreza, pero no podía soportar la sordidez de las deudas no pagadas ni el constante pedir prestado que le parecía tan natural a su hermano.

Mientras estaba de pie junto al hornillo de gas, observando cómo hervía a fuego lento su olla, alguien llamó con los nudillos en la puerta de la cocina que daba al sucio jardín en que estaba construido el estudio. Rosanne cubrió con una pantalla la bombilla eléctrica antes de abrir la puerta. Los reglamentos del oscurecimiento eran una pesadilla para ella, porque su impaciente hermano los olvidaba de continuo, y la amenaza de que los multaran pendía siempre sobre sus cabezas.

Abrió la puerta cuidadosamente y dijo:

—¿Es usted, señora Tubbs?

—Soy yo, querida —replicó una voz animosa con el acento de los arrabales de Londres; y una mujeruca encogidita pidió permiso y se coló en la cocina.

—¡Señor! Casi me da algo al verla a usted arreglada de semejante manera —dijo la señora Tubbs—. Parece usted su hermano, o su espíritu. Le conseguí dos pares de magníficos arenques de un carrito, al pasar. No se puede comprar ningún alimento más barato que los arenques, ni de mejor gusto tampoco.

—¡Usted es un encanto, señora Tubbs! Siempre presta algún servicio…

—Dios la bendiga, querida, es lo más natural. No se moleste en darme las gracias. Sólo he entrado a decirle que vendré mañana a echarle una mano en el fregado. ¿A qué hora podrá hacer salir a su hermano de casa? Él no se puede estar quieto y yo no puedo soportar a los hombres dando vueltas a mi alrededor cuando estoy trabajando, es la pura verdad.

—Saldrá mañana por la mañana a las diez, señora Tubbs.

—Eso me viene muy bien, querida. Tendré tiempo de entrar a echarle una mirada a mi viejo cargado de achaques y luego pasaré una o dos horas junto a usted, que usted también desea.

—Me alegraré muchísimo de que venga. El piso de este estudio es interminable, y la mayor parte todavía está asqueroso. Siento que sea una labor ingrata para usted; y aunque me avergüence, no me es posible pagarle mejor.

—Bueno, bueno, eso no es nada, querida. Ahora me va bien con mi viejo en el P. B. I., el mismo con quien estaba antes, y mi hija trabaja en las municiones. «Mamá —me dice—, ¿por qué no te quedas en casa, como una señora, ahora que yo estoy ganando bastante dinero»?, y cosas por el estilo…, pero Dios la bendiga, querida, a mí no me va eso de quedarme en casa. Siempre anduve trabajando y ya estoy acostumbrada. Y para lo poco que me toca aburrirme allí… —apuntó con su índice significativamente sobre el hombro— no es por lo que él me pague, que con eso no se mantendría una pulga, sino porque no puedo soportar la idea de que viva solo, sin que nadie vaya a ver si está vivo o muerto.

Rosanne se estremeció un poco.

—¿Habla usted del viejo señor Folliner? Me pareció horrible. Fui a verle cuando mi hermano y yo tomamos el estudio, y experimenté la misma sensación que cuando veía cucarachas negras en este piso, arrastrándose. Es un miserable, además, ¿no es cierto?… Un viejo horriblemente avaro.

—Es cierto que es todo eso, querida, y más todavía. Y encima cada vez se vuelve peor. Se le rompe su viejo y tacaño corazón cada vez que se separa de un penique. Sin embargo, lo que yo digo es que todos nos convertiremos en «viejos horrorosos» con el tiempo, si llegamos a esa edad. Yo lo conocí hace diez años y no era tan malo entonces. Sea como quiera, siempre le digo a mi marido: «Alf, voy a verle», y lo apartaré de mí con mis propias manos, acostándolo, si se me muere encima, pero no me paso sin verlo. No se le puede dejar solo de esa manera, un día y otro día.

—Bueno, usted es una persona muy servicial. No habría mucha gente que se tomara molestias por él. Usted tiene más caridad cristiana que yo, señora Tubbs.

—No me mencione esas dos palabras, querida. La caridad no la puedo soportar, y en cuanto a cristiana, soy una verdadera atea. No he entrado en una iglesia desde que acristianaron a mi primer hijo, y se murió antes de cumplir el año, y yo me dije: ¿qué se saca de bueno con esto? Bueno, tengo que marcharme. Por la mañana la veré, y acuérdese de poner los arenques con avena, tal como yo le dije. ¡Demontre! ¡Qué noche de perros! No es como para andar fuera de casa.

El animoso cuerpecillo de la vieja se escurrió por la puerta y Rosanne se quedó meditando durante un momento, maravillada ante la bondad y simpatía de la señora Tubbs. Le parecía a Rosanne que había más bondad auténtica entre los pobres analfabetos que entre los intelectuales que posaban para su hermano.

Antes de servir la sopa, Rosanne decidió salir a dar una vuelta para ver si el oscurecimiento del estudio era verdaderamente absoluto. Había puesto cortinas en la gran ventana del Norte y siempre desconfiaba de que sirvieran a su propósito. Velando otra vez la luz de la cocina, salió silenciosamente al jardín, y la niebla la envolvió estrechamente como una manta.

3

—¡Qué bien huele, Rosanne, y por Dios que estoy hambriento! ¿A quién se le ocurrió traer la cerveza? ¿A Delaunier? Buena idea. Bueno… ha sido una suerte. La necesitábamos.

Los cinco reunidos estaban sentados alrededor de una mesa, cerca de la estufa, y Rosanne, con Delaunier a su derecha y Cavenish a su izquierda, estaba sirviendo el estofado. Se detuvo un momento, con el cucharón en el aire, y escuchó.

—Alguien anda por ahí afuera. Estoy segura de que he oído a alguien cuando he salido hace diez minutos.

—¿Por qué sale con una noche como ésta? —preguntó Delaunier—. Los mismos infiernos no podrían ser peores. La niebla es lo que más detesto en el mundo.

—He salido para ver si se notaban grandes resquicios de luz en la ventana del Norte —dijo Rosanne.

—No hay por qué tener miedo a los bombarderos en una noche como ésta —indicó Cavenish—. La niebla los inmoviliza por completo.

—Yo no les tengo miedo a los bombarderos. Lo que temo es que nos echen una multa de cinco libras, cuando no tengo con qué pagarla —replicó Rosanne—. Ya han venido a quejarse aquí varias veces los vigilantes de la defensa aérea.

—Oh, al infierno con ellos —dijo Bruce con impaciencia.

—Diría —intervino Ian Mackellon— que hay lío ahí fuera. Voy a salir a ver lo que es. Quizá algún vigilante de la defensa aérea haya dado un traspiés en la zanja.

—Déjelo que se ahogue, entonces. Esa condenada porquería está de agua de la lluvia hasta los bordes —replicó Manaton.

Mackellon se levantó de un salto en el preciso momento en que alguien golpeaba a la puerta del estudio. Bruce Manaton se puso en pie, jurando enojado.

—¡Apaga la luz grande antes de abrir la puerta! —gritó Rosanne.

—¡Qué vida! —dijo Cavenish, y sus ojos encontraron los de Rosanne con amabilidad y simpatía.

Delaunier se quedó sentado y quieto en su sitio, soberbio con su ropaje escarlata de cardenal, pero con un vaso de cerveza en la mano, que parecía cosa extraña y antinatural en contraste con las ropas eclesiásticas. Un altercado tenía lugar en la puerta de entrada del estudio.

—Aquí no hay ningún teléfono, así que es inútil venir con prisas y exigencias. —La resonante voz de Bruce Manaton se oía claramente—. Nosotros somos unos pobres pintores vapuleados por la pobreza, no unos plutócratas con teléfonos. Si quiere usted telefonear vaya a la oficina de correos… tome la primera calle a la derecha y luego la tercera a la izquierda.

—… representante de la ley… reclamo su colaboración… —tartamudeaba una voz sin aliento en respuesta a la impaciente tirada de Manaton.

—¿Qué ha hecho el pobre diablo, de todas maneras? —intervino Mackellon.

Rosanne dio un salto y corrió hacia la puerta. Una cortina impedía que la luz llegase a la puerta de la entrada, y en la oscuridad vislumbró la confusa figura de un hombre alto, de cabeza gris, vestido de azul marino, que parecía estar sujetando a un muchacho, de caqui; este último, con la cara sebosa, se apoyaba jadeante contra la puerta.

—¿Por qué no pasan adentro y se explican? —preguntó Rosanne—. Si ha ocurrido algún accidente, haremos lo que podamos para ayudarles.

—¿Accidente? Se ha cometido un cobarde, afrentoso y deplorable crimen. —El hombre grande del traje azul estaba recuperando su aliento—. Yo necesito ayuda, y tengo el derecho de requerir la colaboración de todo convecino para que me asista en el cumplimiento de mi deber. Yo he detenido a este malvado…

—Oh, déjese de necedades, y no me venga con esa monserga —dijo Manaton con petulancia.

—Bueno, lo haya detenido usted o no —intervino rápidamente Rosanne—, ¿por qué no entran y cierran la puerta? Él parece medio muerto, de todas maneras.

—Me he torcido este condenado tobillo, así que no me puedo tener de pie —dijo el muchacho de caqui—. Si no fuera por esto, podría haberme escapado.

—Ustedes son testigos de esta afirmación —dijo el hombre de cabeza gris—. Entre tranquilamente ahora. La resistencia no conduce a nada. Usted está detenido, y le advierto que cualquier cosa que diga se puede hacer constar por escrito y ser utilizada como prueba.

Empujó al soldado adentro y cerró la puerta de golpe. Rosanne vio que llevaba uniforme de agente especial, era grande, de aspecto sano, y debía tener unos sesenta años. El soldado daba un respingo cada vez que intentaba poner un pie en el suelo y no se podía mantener parado.

—En todo caso, ya que está adentro, déjelo sentar —y Mackellon le ofreció una silla.

Delaunier se adelantó a zancadas con su traje escarlata de cardenal, y su aparición añadió el último toque de fantasía al grupo; el soldado, meditabundo, paseaba su mirada de la figura escarlata a Rosanne, alta y delgada, con su negro traje de esquiar.

—Esto no es real…, yo debo estar soñando —dijo—, o estoy loco o… todos parecen estarlo.

—¿De qué diablos se trata? —preguntó Manaton.

—Se ha cometido un crimen en la casa contigua a este estudio —replicó el agente especial—. He detenido a este hombre… le he detenido in fraganti…, y tengo que dejarlo en lugar seguro antes de requerir ayuda. ¿Hay aquí una bodega o algún cuarto donde poderlo encerrar? Recuerden que les hago a todos ustedes responsables de él.

—Pero ¿a quién ha asesinado? —inquirió Manaton.

—Le aseguro que no he asesinado a nadie —estalló el soldado—. ¡Maldito lo que sé del asunto! Al viejo lo ha matado algún otro…; yo, no.

Rosanne advirtió su acento canadiense; era muy joven, agraciado y de piel curtida, pero estaba pálido y descompuesto.

—¡Silencio! —ordenó el agente especial—. ¡Nada de discutir! Le he preguntado, señor, por una bodega u otro cuarto apropiado para encerrarlo. No tengo tiempo que perder en discusiones.

—Y yo no tengo bodega, ni siquiera un cuarto para encerrarlo —replicó Manaton bruscamente.

Cavenish habló por primera vez:

—Vea, señor. Es inútil hablar de encarcelar en un estudio que no tiene una sola puerta como es debido. Deje a este mozo aquí mientras va usted al teléfono, o encuentra a otro oficial. Aquí estamos cuatro y no podrá fugarse. Es evidente, además, que no está en condiciones de escaparse: si apenas puede ponerse en pie, menos podrá correr.

El hombre grande de cabeza gris pareció ablandarse por la voz reposada y el continente grave de Cavenish.

—Sí, sí. Eso es verdad… —dijo menos campanudamente—; pero comprendan mis dificultades. Estoy solo…, el agente compañero mío está enfermo, y necesito ayuda.

—Desde luego…, y lo mejor que puede hacer es ir y telefonear a su puesto, dejando aquí al detenido —replicó Cavenish—. Usted conoce probablemente la situación mejor que nosotros…; todos somos recién llegados…, y conseguirá la cooperación que necesita más rápidamente si lo explica usted mismo. No nos escaparemos…, y su detenido no puede fugarse.

—Todo esto es muy anormal —dijo el agente especial.

—Mi idea de la normalidad no consiste en tener asesinos a la hora de la cena. Por lo que a mí concierne, cuanto antes consiga usted la asistencia que necesita, mejor. Yo quiero mi cena.

—Su ligereza está fuera de lugar, señor. Es un asunto muy serio —bramó el enorme agente especial.

—¿Cree usted que no nos damos cuenta de su seriedad? —intervino Rosanne—. Es horrible… para todos nosotros.

—Vea, señor —interrumpió Ian Mackellon rápidamente—, nada de subterfugios: ¿quiere usted que salga uno de nosotros e intente encontrar un teléfono, o va a ir usted mismo? Como dice Cavenish, puede usted dejar al muchacho bastante seguro aquí, con nosotros cuatro para vigilarlo; pero no necesitamos proceder como si fuésemos los protagonistas de una novela rusa, y hablar de ello toda la noche.

—Yo mismo iré al teléfono…, pero ustedes serán responsables de mi detenido hasta que yo vuelva —replicó el hombre grande pomposamente—. Tengo que preguntarles sus nombres antes de dejarlos, y… ver sus documentos de identidad.

—El cerebro oficial en funciones —dijo Bruce Manaton suavemente.