XI

1

Robert Cavenish hacía varios años que vivía en la calle alta del Bosque de San Juan, en la misma casa, que le gobernaba un competente matrimonio…, un tal señor Elliot y su mujer, dos ancianos que miraban por la casita como si fuera su propio hogar, y cuyo orgullo era que a Cavenish no le faltara ninguna comodidad.

A la tarde siguiente de la reunión en el estudio de Manaton, Ian Mackellon vino a ver a Cavenish, alrededor de las ocho y treinta. El más joven sacó un juego de ajedrez de bolsillo.

—He colocado las piezas como las dejamos la noche pasada —declaró.

Cavenish torció el gesto.

—De seguro. Se puede creer en un escocés para recordar los detalles de un juego. No sé por qué no me hacía a la idea de continuar esa partida. Era suya, de todos modos.

Mackellon desplegó la cartera que contenía las piezas en miniatura.

—Sabe usted que tengo la rara sensación de que todo lo de anoche formaba una especie de esquema: una partida de ajedrez con piezas vivientes. —Cavenish se movió, sintiéndose incómodo en la silla.

—Puede ser, pero yo no puedo considerar a los seres humanos como las piezas de un tablero. Cuanto más pienso en las cosas, más incómodo me siento con todo aquello.

—¿Por qué? —Mackellon disparó su brusca pregunta, y estudió luego con los ojos atentos al otro. Al fin, él mismo continuó—: Desde las siete cuarenta y cinco hasta las nueve en punto de anoche, usted y yo estuvimos, uno frente al otro, ante un tablero de ajedrez: durante el mismo espacio de tiempo Manaton y Delaunier estuvieron, uno frente al otro, también a la vista, en una plataforma para modelos. —Hizo una pausa, y luego añadió—: Desearía que Rosanne hubiera estado en el estudio todo el tiempo, también; pero creo que usted tenía razón al insistir en que los hechos debían ser relatados tal y como ocurrieron y no desfigurados.

—Sí, no me arrepiento de insistir en esto: lo que me llena de inquietud es la forma en que Manaton quería desfigurar los hechos, como si…

Se interrumpió, y Mackellon terminó la frase por él:

—… Como si creyera que Rosanne tenía algo que ver con el asunto.

—Esa es… una suposición odiosa. Bien sabe Dios que desearía yo sacar a Rosanne de ese ambiente de falsedad que rodea a su hermano y a todos sus asuntos. No puedo soportar a ese Delaunier.

—¡Vamos, cómo es eso! Por medio de Delaunier entabló usted conocimiento con los Manaton. Delaunier es un jugador de ajedrez de primera categoría, aunque no es un actor de primera fila. Nunca se le ocurrió a usted detestarlo hasta que lo vio en contacto con Rosanne Manaton. A propósito, me sorprendería el que Delaunier no viniese por aquí esta tarde, a una hora o a otra. Le he visto durante mi almuerzo; se dio una vuelta por mi pensión y estuvo perorando; ahora está representando el papel de detective.

Cavenish frunció el ceño.

—Ese maldito es capaz de representar cualquier papel. ¿Qué tiene que ver con eso, en todo caso?

—Ni más ni menos que cualquiera de nosotros, pero uno se interesa sin poderlo evitar. No creo tener un cerebro tan privilegiado como para borrarlo todo de mi memoria y pretender que no me interesa. Hay una cosa que me impedirá olvidar el momento en que aquel burro pretencioso, el de la especial, se lanzó de cabeza contra nosotros, arrastrando por el brazo a aquel muchachito de cara grasienta. Son de esas cosas que se nos graban en la cabeza. Usted sabe que todos estábamos convencidos de que el joven Folliner no tenía nada que ver con eso. No era más que un sentimiento, creo yo, porque estaba herido, parecía inexperto y vestía el uniforme caqui.

—El señor Delaunier, señor.

La señora Elliot abrió la puerta, y entró en el cuarto Delaunier tras de ella.

—Buenas tardes, señores. ¡Hola, con que terminando la partida! ¿Todavía dura? —Y sus ojos estudiaron las piececitas de ajedrez—. Mueven las negras y dan mate en cuatro jugadas —dijo—; pero las negras no han movido aún. Las piezas están como estaban cuando dejaron ustedes la partida anoche.

Cavenish asintió con la cabeza y cerró el estuche.

—Le he entregado el juego a Mackellon.

Delaunier se rió.

—Le toca jugar a usted, ¿no? Eso es una equivocación. Yo seguiría esta partida, si fuera usted; y conseguiría tablas, al menos.

Mackellon sonrió; sus ojos color avellana brillaron.

—Tiene usted una condenada buena memoria, Delaunier.

—Sí, al menos en lo que al ajedrez se refiere, tengo muy buena memoria. Bueno, he andado recorriendo el teatro del crimen y han surgido muy pocos puntos interesantes nuevos. Cada vez me inclino más a creer que ese pomposo agente especial tiene la clave del asunto.

Cavenish no dijo nada, fuera de indicar una silla al lado del fuego. Mackellon se sentó en el borde de la mesa y empezó a llenar su pipa.

—¿Por qué? —exclamó con aquellas sucintas y gruesas maneras suyas.

Delaunier se instaló cómodamente en la silla y encendió un cigarrillo.

—El nombre del «Caballero Especial» es Verraby… el señor Lewis Verraby. Es muy conocido en el barrio, según parece. Tiene la agradable costumbre de adquirir, lo más barato posible, terrenos para construir, para hacer una fortuna edificando casas de pisos que alquila lo más caro que puede. Esa manzana de Vernon Hill es uno de sus mayores crímenes… una mancha en el paisaje, y tres metros y medio por seis a cada inquilino con una renta de 120 libras al año, con calefacción y agua caliente.

—Es interesante, pero no veo que tenga conexión con el asunto —dijo Cavenish.

Delaunier se rió.

—Entonces usted no será nunca detective. Todo lo concerniente y en contacto con un caso es importante. —Se interrumpió, y preguntó luego—: ¿Notó alguno de ustedes, amigos, si el agente especial o el soldado llevaban guantes ayer por la tarde?

Cavenish indicó que no con la cabeza; pero Mackellon respondió inmediatamente.

—El agente especial llevaba guantes… de piel de cerdo, con botones forrados de lana, que probablemente costarían dos guineas el par. El joven Folliner es de suponer que llevaría un par de mitones: conservaba puesto el de la mano izquierda; no llevaba el de la derecha.

—Muy bien, muy bien —dijo Delaunier—. Volviendo a la «falta de conexión» que insinúa Cavenish, hace algunos meses que el señor Verraby compró un par de casas en Hollyberry Hill, las adyacentes a la de Folliner. Parecía una adquisición sin sentido… dos casas viejas, que apenas valía la pena reconstruir, si no se tuvieran en cuenta las costumbres del señor Verraby. Si compró dos casas en esa manzana, es muy probable que sea el propietario de las restantes, que están desocupadas. No es, sin embargo, propietario de la número 25… aunque es muy cierto que quisiera serlo.

Mackellon estaba observando a Delaunier con atención sonriente.

—Ya adivino adónde va a parar; pero es un motivo traído por los pelos. A propósito, ¿de dónde sacó usted todo esto?

—Sobre el lugar, querido amigo, sobre el lugar. Indague siempre en el bar más próximo. La taberna de Hollyberry estaba en plena ebullición. (Entre paréntesis, todavía tienen allí Martini seco… Una rareza en estos tiempos). Ahora les pregunto yo, dando por sentado que el señor Lewis Verraby sea el propietario de esas tan desagradables reliquias de la época victoriana que constituyen los números 23 al 29, inclusive, de Hollyberry Hill, ¿no creen ustedes que es probable, para decirlo suavemente, que en alguna época se haya aproximado al propietario del número 25 con propósito de adquirir esa indeseable propiedad?

Mackellon, cuyos ojos estaban alerta, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Sí, si sus conjeturas previas sobre la compra de las propiedades adjuntas son ciertas, estoy de acuerdo.

—Es muy ingenioso —intervino Cavenish—; pero dudo de que el jurado se convenciera con semejante motivo.

—Eso me pregunto yo —dijo Delaunier lentamente—. Reunamos todo lo que sabemos acerca del muerto…

—… que es casi nada en mi caso —dijo Cavenish secamente—. Yo sólo sé que es el propietario de la casa de los Manaton.

Delaunier se volvió hacia Mackellon.

—¿Puede usted añadir algo a esto?

—Solamente lo que me han dicho los Manaton: que Folliner era un viejo avaro y miserable y que sus hábitos domésticos eran de naturaleza bastante desagradable.

—Sí; era un viejo avaro y miserable —repitió Delaunier—. ¿Cree usted que un hombre semejante aceptaría una oferta razonable por su casa? Probablemente sabía que su casa era como una isla, en el centro de una manzana ya vendida. Sostendría su precio, cosa de lo más irritante para un especulador en terrenos… Un avaro… ¿No es ésta la clave?

—Quizá, pero dudo mucho que se pueda sostener su teoría —dijo Cavenish—. También es bueno recordar que hay una ley contra la difamación.

—¡Bah! —resopló Delaunier despreciativamente, y siguió luego—: A mí sólo me interesan los «contactos», por decirlo así. Tomen a todas las personas, aparte la policía, que estuvieron en casa de los Manaton a una hora u otra de la tarde de ayer. ¡Nómbrelos! —ordenó a Mackellon, que efectuó la enumeración.

—Los tres aquí presentes, además de Manaton y su hermana, la señora Tubbs, Neil Folliner y el señor Verraby… a no ser que incluya usted a este último entre la policía.

—Oh, para los propósitos de este argumento, no. Ahora, ¿cuántas de esas personas habrán tenido trato directo con el finado? Los Manaton, en la relación natural entre inquilinos y propietario; la señora Tubbs, que trabajaba para el viejo Folliner… más por caridad que por la ganancia, me parece; Neil Folliner, pariente del muerto; el señor Verraby, probablemente en relaciones comerciales con él.

—Siga —dijo Mackellon, y Delaunier alzó la vista hacia él rápidamente.

—He agotado la lista, creo; ¿o tenía usted alguna relación con el muerto?

—No, yo no la tenía y creo que Cavenish tampoco… ¿pero usted, por casualidad, no se cruzó nunca con él? ¿No dijo usted que había estado en el estudio cuando lo tenían anteriores inquilinos? ¿No vio usted al viejo Folliner entonces?

Delaunier sonrió entre dientes.

—Tiene usted una condenada buena memoria, Mackellon, como me acaba de decir a mí hace un rato. Sí, yo conocía un poco a los inquilinos anteriores… En la actualidad, fui quien le habló a Bruce del estudio cuando estaba preocupado, y andaba de un lado para otro, tratando de buscar un local donde pintar. Este tiene el mérito de que todos sus cristales están intactos… que es algo así como una rareza en esta época. Probablemente le advertí también que el propietario era un viejo sórdido, que no haría el menor arreglo ni decoración alguna. No pude llegar más que hasta ahí; pues, que yo sepa, no he puesto nunca la vista encima del señor Folliner. Es una pena, ya que el mayor número de contactos añade complejidad al diseño.

Robert Cavenish hizo un movimiento de impaciencia.

—No puedo soportar tranquilo esa manera de hablar, Delaunier. No tiene nada de divertido un asesinato, y el hecho de que suceda cerca de uno, como por casualidad nos ha ocurrido con éste, no es una excusa para tomarlo con esa ligereza.

Las oscuras cejas de Delaunier se arquearon.

—Usted sólo encuentra placer en los cadáveres de las novelas, mon cher —replicó dirigiendo sus vivaces ojos oscuros hacia la biblioteca de Cavenish—. ¿O lee usted a Michael Innes por su estilo literario y a Dorothy Sayer como admirador de su erudición enciclopédica? Vamos, ¿no cree usted que se está contradiciendo? En este caso particular, un anciano muy discutible ha sido muerto de un tiro: era muy viejo, y su vida no tenía valor para nadie, a lo que juzgo. Considero todo el asunto como un problema… un dibujo, podría decir incluso. El hecho de que estuviéramos en sus cercanías sólo le añade, a mi modo de ver, un interés más intenso.

—Yo no creo que Cavenish —intervino Mackellon— se preocupe por el fallecimiento del señor Albert Folliner más que usted o que yo. Lo que le disgusta es ver envueltos a sus amigos en un interrogatorio de la policía.

La mirada de Delaunier era burlona.

—Sus amigos —repitió lentamente—. Bueno, Cavenish podía haberle prestado un servicio mejor a la señorita Manaton persuadiéndola para que obrara de acuerdo con el punto de vista de su hermano. Esto no podía haber perjudicado a nadie. La única verdad que importa es la concerniente al asesino; y, acerca de esto, la señorita Manaton no tenía ninguna prueba que ofrecer. ¿Qué utilidad tiene que ese admirable detective derroche su inteligencia meditando sobre la inspección del oscurecimiento que hacía Rosanne? Todos nosotros podíamos haberle dicho eso, porque no tenía nada que ver con los hechos.

Cavenish se sonrojó y su rostro, habitualmente tranquilo, se endureció al responder.

—Yo dije antes… —empezó— y lo vuelvo a decir ahora… que procurar alterar la verdad es causar un mal; es un juego de locos, además, aparte de su aspecto ético. Usted olvida también que la misma señorita Manaton no quiso ni que se hablara de escamotear la verdad, ni en su beneficio, ni para conveniencia de otros.

Delaunier se encogió de hombros, una sonrisa distendió bruscamente sus móviles labios.

—Como usted quiera, mon cher, como usted quiera. Habla usted de la conveniencia de otros. La conveniencia habría sido para la señorita Manaton sola… aunque podía haber atenuado la ansiedad de su hermano y la de sus amigos. En cuanto a mí, cela m’est bien egal.

—Usted habló de que el detective… —intervino Mackellon—, el inspector jefe Macdonald…, era inteligente. En esto estoy de acuerdo con usted. No conocí nunca a un hombre que me pareciera menos loco o con menos tendencia a enloquecer. No me parece persona capaz de cometer ningún error notorio; pero, si hubiera llegado a descubrir que habíamos estado tratando de alterar los hechos, probablemente no hubiera creído lo demás que le hubiéramos dicho.

Delaunier asintió con la cabeza.

—Sí, sí, comprendo su punto de vista. A propósito, ¿han visto ustedes a Manaton hoy?

—No, en absoluto —dijo Mackellon—. Cavenish y yo hemos tenido que dedicarnos a nuestro trabajo. El único tiempo que tenemos disponible es el atardecer. ¿Lo ha visto usted?

—Sí, lo he visto, y estaba de un humor insoportable. Había dicho que quería seguir con el retrato de Richelieu; pero cuando llegué, dispuesto a posar por su conveniencia, Bruce dijo que no se sentía con ganas de trabajar. Rosanne estaba fuera; si no, tal vez podría haberle hecho entrar en razón. En cuanto al retrato… se puede ir al diablo. Yo no puedo molestarme en andar corriendo de aquí para allá detrás de él, si se le antoja sentirse malhumorado. Bueno, si no les veo a ustedes otra vez antes del interrogatorio… supongo que nos llamarán a prestar declaración.

—Eso depende enteramente de hasta dónde ha llegado la policía en este caso —dijo Cavenish—. Es muy probable que la primera sesión no sea más que una formalidad necesaria. Se limitarán a las pruebas de identificación del cadáver y del descubrimiento de su muerte; luego suspenderán la sesión. Ninguno de nosotros posee pruebas directas que presentar sobre los dos puntos primordiales. Llamarán a Verraby, a Neil Folliner y a la señora Tubbs…; ésta fue la última persona que vio con vida al hombre. Desde luego puede ser que nos citen, caso de que el Coroner decida reunir todas las pruebas disponibles. Yo colijo que el interrogatorio será llevado a cabo mañana por la mañana; así que, si nos necesitan, lo sabremos esta noche. Buenas noches, Delaunier. Ha hecho usted bien en venir.

—No del todo, no del todo. Buenas noches, señores. Recuerde, Mackellon, que para cuando haya tiempo me ha prometido usted otra partida. ¡Buenas noches!

2

Después de marcharse Delaunier, se produjo un silencio entre Cavenish y Mackellon.

—Bueno —dijo al fin éste—, deduzco que su irritación anterior contra este mozo no se ha disipado.

—No, es verdad —dijo Cavenish—. Puede que yo sea poco razonable. Tenemos cierta tendencia a juzgar a la gente por el ambiente. Un hombre puede ser bastante aceptable, dadas ciertas circunstancias, y enteramente inadmisible en otras. Delaunier, como jugador de ajedrez o como actor, puede ser un tipo interesante. Pero cuando comienza a exponer sus puntos de vista sobre el asunto de anoche, reconozco que no me gusta. No se saca nada estableciendo una analogía con las novelas de detectives: las dos cosas no tienen nada de común, a mi modo de ver. ¿Qué opina usted sobre eso?

—A mí me interesa, pero en una forma más impersonal que a usted —dijo Mackellon—. Lo que me gustaría sería llegar a conocer la opinión y reacciones de aquel individuo del departamento de investigación. ¿Por qué entró en el estudio? ¿Qué piensa él de todo esto? ¿Nos creyó a alguno de nosotros, o cree que todos le estuvimos contando una cuidadosa sarta de embustes? Me dio la impresión de que estaba extraordinariamente interesado: no sólo escuchaba lo que se le decía, sino que estudiaba al que estaba hablando con fría y objetiva atención. Debimos parecerle toda una serie de tipos raros. ¿Se le había ocurrido esto a usted?

Cavenish se movió intranquilo en su silla.

—Sí, claro que se me ocurrió; pero pensé que el inspector jefe era un individuo de inteligencia poco común: me pareció que se hacía cargo y que interpretaba la situación inmediatamente, sin sorpresa ni incredulidad.

—Fiel a su nacionalidad, no pestañeó siquiera: es un escocés o descendiente de escoceses. A propósito —Mackellon hizo aquí una pausa, golpeó su pipa y volvió a llenarla—. ¿Qué sabe usted exactamente de los Manaton?

De nuevo hubo otro silencio.

—Exactamente lo mismo que usted… —opinó Cavenish por fin—; amén de unas cuantas palabras que Rosanne ha deslizado, y que no repetiré.

Mackellon miraba el fuego mientras fumaba.

—Usted se acuerda —dijo luego— de que Delaunier nos invitó a ir a sus habitaciones una tarde para jugar dos partidas de ajedrez. Yo jugué con Delaunier y usted con Manaton. Desde entonces se me han ocurrido algunas cosas. Nosotros nos quedamos charlando alrededor del fuego, después que nuestras partidas concluyeron. A mí me pareció que Manaton era inteligente en muchos sentidos, pero tenía extrañas lagunas en sus informaciones acerca de los acontecimientos corrientes.

—Sí —dijo Cavenish secamente—. Es verdad. Yo no me fijé mucho en él entonces. Es un buen jugador de ajedrez. Esto es todo lo que me importaba de él… aunque no tan bueno como Delaunier, desde luego. Este tipo casi le sigue en categoría. ¿Se le ocurrió a usted alguna vez, como se me ocurrió a mí, que Delaunier y Manaton pudieran estar en combinación para proponernos jugar por dinero? Sin embargo, no lo hicieron. Luego fuimos juntos al estudio una tarde; y, después que llegué a conocer a Rosanne, dejé de criticar a su hermano.

Cavenish habló con toda sencillez y Mackellon asintió con un movimiento de cabeza.

—Exactamente. Yo le deseé a usted suerte y se la deseo todavía. Rosanne Manaton me gusta. Me parece muy cuidadosa, y debe llevar una vida infernal con ese hermano suyo: lo aprecia muchísimo y se esclaviza por él, para mantenerle en el buen camino.

—¿Entonces cree usted que es un pervertido?

—No del todo. Es inquieto y se emborracha muy fácilmente. No es que sea un borracho que haga eses y arme escándalo; pero la bebida le vuelve abandonado y absolutamente irresponsable. ¿No le ha pedido dinero prestado a usted? Me lo parecía. Ese dinero habría ido a parar a la taberna más próxima. No hace más que beber whisky del bueno, mientras le dura el dinero. Le presté una vez, y Rosanne me pidió que no volviera a hacerlo —Mackellon se levantó y estiró sus largas piernas—. Cuando Macdonald nos hablaba en el estudio a nosotros, tuve la sensación de que había comprendido un poco de todo esto, sin que nadie le dijera una palabra.

—Eso es una exageración, sin duda —dijo Cavenish—. El inspector jefe es un observador ejercitado, y como tal puede colegir un montón de cosas que se le escaparían a un observador ordinario. Desde luego, me pareció que Bruce Manaton se comportó mucho mejor que de costumbre cuando habló con Macdonald. Estuvo razonable, explícito, y hasta cortés… una cualidad que no siempre se advierte en él.

Mackellon se rió.

—Diga que por lo general es inaguantablemente grosero. Bueno, si no se siente con ganas de jugar una partida, me voy a casa. Tengo algunas operaciones que comprobar.

—Muy bien —Cavenish se levantó y se quedó jugando con unas astillas que había sobre la chimenea. Cuando Mackellon se volvía hacia la puerta, el más viejo dijo:

—Usted no ha dicho lo que venía a decir, ¿verdad?

Mackellon se detuvo junto a la puerta.

—No, me parece que no, por el momento… pero quizá sea bueno también dejar algo por decir. Reconozco que desearía no haber llegado a conocer nunca a Delaunier ni a los Manaton, pero supongo que usted no siente lo mismo.

—No —dijo Cavenish tranquilamente—; yo no.

3

Después que Mackellon se hubo ido, Cavenish volvió a coger su libro y trató de leer, pero se dio cuenta de que no podía fijar la atención en él. Después de haber leído tres veces la misma página, sin captar el significado de una sola palabra, dejó el libro y determinó salir a dar un paseo y tratar de librarse de aquella desusada intranquilidad que le dominaba.

Se puso el abrigo y salió silenciosamente de la casa. Era una noche negra, sin luna, y estuvo en la puerta de la calle hasta que sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad. Mientras estaba allí, Cavenish experimentó una repentina sensación de inquietud. No tenía más que unas nociones muy vagas sobre los procedimientos de la policía, y se preguntaba si él, Mackellon y Delaunier iban a ser puestos todos «a la sombra». ¿Estaría la policía vigilando sus movimientos y se habría dado cuenta de que los tres habían celebrado una consulta previa esta tarde? Cierto sentido de cautela, latente en el espíritu sensible y cuidadoso de Cavenish, le advirtió que sería más prudente volver adentro otra vez que andar vagando por las calles tras el oscurecimiento. El pensamiento le irritó, y dio un paso hacia fuera, decidido a pasear y alejar el malestar que lo poseía.

Cuando llegó a la vía principal se volvió hacia el Norte, en dirección a Hampstead. La atmósfera estaba despejada esta noche; un cortante viento del Norte le dio de frente; podía ver las luces indicadoras del tráfico en el cruce de calles que había más adelante —avenida Circus y Plaza de Malborough—: las luces verdes brillaban bajo sus protectores con sorprendente intensidad. El tránsito de vehículos era muy reducido por la ancha avenida, y todavía más escaso el de peatones. Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, Cavenish apretó el paso, porque encontraba que el ejercicio mitigaba su sensación de incomodidad. Cuando llegó a la Cabaña Suiza, vaciló en el cruce de calles y luego torció a la derecha, que conducía a la avenida de Fitzjohn y a Heath. Cuando empezó a subir la larga cuesta, se confesó que sabía muy bien adonde iba. El sentido común podía ordenarle que se mantuviera lejos, pero algo más fuerte que el sentido común le espoleaba en dirección a Hollyberry Hill.

Cavenish, como Rosanne Manaton sabía, era poeta de corazón. Tras la fachada del hábil organizador y del trabajador consciente aparecía un espíritu que jugaba con la música de las palabras, y mientras marchaba repetía mentalmente el ritmo y la melodía de uno de los más melodiosos poetas. Si se le preguntase su opinión sobre Swinburne, Cavenish habría dicho:

—Todo es sonido, sólo hábil sonido, sin ningún otro significado. Pero, mientras con grandes zancadas iba subiendo la colina, su imaginación se complacía en el ritmo de Atalanta.

“Where shall we find her, how shall we sing to her,

Fold our hands round her knees and sing;

Oh that man’s heart were as fire and could spring to her,

Fire, and the strength of the streams that spring”.[8]

Su imaginación iba demasiado ocupada con el verso para ser analítica, y ninguna sensación pasajera de ridículo le movió a reírse ante la idea de un hombre de mediana edad, un consciente oficial del Home Office, subiendo a paso largo la avenida de Fitzjohn, en medio del oscurecimiento, al compás de la música retozona de Swinburne.

Cerca de la cima de la colina, torció a la derecha, siguió su camino a través de varias callejuelas hasta que llegó a Hollyberry Hill y dobló ante la puerta de la casa número 25 hacia el estudio. Aun frente a la entrada vaciló, y luego, irritado por sus propias vacilaciones, llamó a la puerta del estudio. Salió a abrir Bruce Manaton, quien, sin importarle los reglamentos del oscurecimiento, abrió la puerta de par en par sin correr ninguna cortina, así que Cavenish se quedó aturdido por el resplandor repentino de la luz.

—¡Maldito sea! ¿Qué quiere usted? ¿Dónde está Rosanne? —le preguntó exigente el pintor—. ¿Dónde está?, le pregunto.

4

Cavenish entró y cerró la puerta del estudio. Frente a él, en el extremo opuesto, estaba el gran lienzo blanco con el dibujo del cardenal, ahora manchado a rayas, embadurnado con rojo vivo, bermellón, escarlata de cadmio, carmesí de alizarina y sombras violeta cobalto. A Cavenish le pareció una cosa completamente disparatada: un experimento o la obra de un lunático, no sabía precisar cuál de las dos.

—¿Dónde está ella? —demandó otra vez Manaton. Había dejado su blusón azul de pintor, y tenía aún la paleta en la mano, embadurnada con espesos y brillantes chafarrinones de pintura roja.

—Yo no sé dónde está, Manaton. ¿Cómo voy a saberlo? No he visto a Rosanne desde que la dejé aquí anoche. Mejor será que me explique usted lo que quiere decir.

—Ella salió, inmediatamente después del té, a hacer unas compras, según dijo. Ese hombre estaba aquí… Macdonald. Andaba registrando el local, escudriñándolo todo. Rosanne salió justo antes de que comenzara: ella sabía que iban a registrar… y no ha vuelto. ¡Dios! Me volveré loco si no averiguo dónde está.

—¿No le ha dicho a dónde iba, ni cuándo pensaba volver?

—No, ya se lo he dicho. Salió, y nada más.

—Si usted está realmente preocupado por ella, ¿por qué no avisa a la policía? Si le ha ocurrido algún accidente, lo sabrá.

Manaton arrojó su paleta y se rió con furia que no contenía ninguna alegría.

—¡La policía! —tronó—. ¿Está usted burlándose? Lo que me temo es precisamente que esté con la policía. Esa es una de las locuras que suelen cometer. Le digo a usted que no puedo avisar a la policía. No sé dónde estará, ni lo que estará haciendo, ni por qué… —Dio una patada, furioso, en el suelo, y gritó—: En cuanto a usted, maldito condenado, si no hubiera sido por usted no habría necesidad de nada de esto. Con su conciencia puritana, pobre imbécil… como sabía que estaba usted bastante seguro… Si le hubiera aconsejado a Rosanne que dijera que estaba aquí dentro, con nosotros, esto no habría ocurrido nunca. La culpa es suya.

Cavenish se quedó estupefacto, sin saber qué replicar.

—Está usted equivocado —protestó—. Sabe muy bien que está equivocado. Usted quería proteger a Rosanne con mentiras…

—¡Sí, maldito, sí! Yo quería protegerla, con mentiras o como fuera. ¿No sé yo lo que hace ella por mí? ¿Hay algo que no haría yo por ella? Usted me pone enfermo con su manera de charlar. ¡Váyase, le digo! ¡Salga!

—¡Le digo que no quiero irme! Necesito saber dónde está Rosanne…

Sus palabras fueron interrumpidas por la carcajada estentórea de Manaton.

—¿Qué dónde está ella? ¡No está aquí!, ya se lo he dicho. ¿No anduvo Macdonald registrando todo el local, centímetro por centímetro? ¡Pregúntele a él! Rosanne no está aquí. ¡Vaya y pregúntele a Delaunier! Quizá él lo sepa.

Robert Cavenish se sintió desalentado, desalentado y con la muerte en el alma. Quedarse allí era inútil. Se retiró y empezó a pasear de arriba abajo la oscura carretera, pensando, discutiendo consigo mismo, desalentado e indeciso.