Capítulo XVI

LA ANCIANA Y EL CAMINO

Castro se hundió en su despacho de aquella pequeña casita de Pins del Valles. Y se sentó frente a los mapas. Con aquel perro lobo, «Concud», su botín de la batalla de Teruel a sus pies, con su incansable mirar a aquel hombre que disimulaba un cariño que le encadenaba a aquel maravilloso animal. Después de mirar y mirar los mapas pensó en su madre. «Tengo que ir a verla»… «Es lo menos que puedo hacer»… Y abriendo uno de los cajones de su mesa sacó un paquete de café y una botella de aceite de oliva. Y lo envolvió cuidadosamente como si tuviera miedo de que le vieran, porque en la cocina de su casa no había ni café ni aceite…

«Ella primero».

«Nosotros podemos aguantar todavía mucho».

Llegó a Arenys de Mar a la hora de comer. Y llegó hasta aquella calle sin salida, cuyo fondo era una vieja iglesia cerrada, silenciosa, en una espera dramática.

«¡Mamá!»

«¡Hijo!»

Y un abrazo que Castro no hubiera dado de no estar seguro que el Partido no le miraba. Y un preguntar por todos. Y un mirar a aquella casita de pisos relucientes, de una limpieza que daba la impresión de ser una vieja reliquia encerrada al mirar y al pasar de las gentes. Y ella enlutada como siempre, mirándole y mirándole. Y él alargándola el pequeño paquete:

—Tome, mamá.

—Gracias, hijo… Comerás con nosotros… Y tomaremos café… Este café tuyo… Y después, si tienes tiempo, me acompañarás en mi paseo de los atardeceres… No… No voy lejos… Voy despacio y sola, hasta la orilla del mar… Y me siento en el borde del camino… Y miro y miro… ¡Porque si vieras cómo me gusta mirar y mirar hasta que siento que el frío de la noche se acerca…!

—Sí, mamá.

Y llegó Concha. Trabajaba en una fábrica textil. Y comieron con más silencio que ruido. Y después Concha regresó a su trabajo. Y Castro sentado en una vieja silla, en aquella vieja silla en la que tantas veces se había sentado en aquella pequeña casa de Alberto Aguilera, estuvo mirando en silencio, viendo a su madre con su pena prisionera y con su luto recoger la mesa, barrer la sala y después fregar, quemándose aquellas maravillosas manos tantas veces quemadas en una montaña de fregares… Y ella trabajando. Y de vez en cuando mirándole a él de reojo… Después el secarse las manos. Y el pasarse el peine por aquella pequeña y maravillosa cabeza blanca. Y el pañuelo negro sobre sus canas…

—¿Vamos, hijo?

Y salieron de aquella casita que era silencio y pena. Y cuando salieron aquella callecita la madre se detuvo unos momentos y le habló de aquella iglesia cerrada, silenciosa y como muerta sin haber muerto… Y comenzaron a descender por aquel camino ancho, con casas y montes pegados a las casas. Y él llevando del brazo a aquella mujer de negro que caminaba mirando la tierra… Y las gentes mirando. Porque sabían la pena de aquella vieja mujer. Y sabían, porque todo se sabía, quién era aquel hombre que la llevaba cuidadosamente, con ese mismo cuidado con que se enseña a caminar a los niños.

—¿Se cansa, mamá?

—No, hijo… Tu madre nunca se cansa… Nunca se cansa de nada…

Y siguieron.

Y cruzaron la carretera, Y entre la vía férrea y el mar se sentaron. Frente a frente. Y silencio. Sólo el mar y el viento hacían ruido. Él encendió un cigarro. Y comenzó a mirar el mar. Ella solamente miraba aquellas paralelas de hierro entre las cuales y también a sus lados empezaba a crecer esa hierba que es el comienzo de la agonía y el anuncio de la muerte, Esas hierbas que deberían llamarse «las hierbas del abandono». Y sin hablar. Mirando y mirando.

Y ella suspiró hondo.

—¿Cómo va la guerra, hijo?

—Bien, mamá.

—Bien… Bien… Pero, por aquí ya no pasan trenes como otras veces con tanques y cañones, con camiones y aviones…

—Llegan por otro lado, mamá.

—¿Por otro lado?… Sí… Sí… Por otro lado… Claro, claro, hijo. «Ellos» ya sabían que pasaban por aquí, ¿verdad que ya lo sabían «ellos»?

—Sí, mamá… Ya lo sabían…

—Y yo que estaba tan preocupada porque no veía pasar trenes… Pero, los trenes llegan… ¡Claro que llegan!… Pero, llegan por otro sitio… Claro… Cuantas tardes perdidas… Hubiera podido estar zurciendo calcetines, cosiendo la ropa de tu hermano Carlos para cuando termine la guerra… ¡Cuántas cosas podía haber hecho!… Cuántas… Pero me gustaba tanto ver pasar los trenes… Yo sé que la guerra es horrible… ¡Horrible!… Pero ¿qué sé yo de estas cosas?

Él callaba.

Y ella mirándole con aquel mirar que hacía bajar los ojos.

—Hijo, yo te creo cuando me dices que ahora los trenes pasan por otro sitio… Sí, hijo… Tú lo sabes mejor que yo… Pero tu madre sabe otras cosas, hijo.

—¿Qué cosas, mamá?

—Muchas cosas, hijo… Fíjate, por ejemplo, una de las cosas que sabe muy bien tu madre… Tu madre, hijo, como todas las madres, conoce ese terrible drama de quereros hombres y quereros niños…

—Sí.

—No… De esto tú no sabes nada… Eso sólo lo sabemos las madres… Sólo las madres…

—Sí.

—Si tú ahora en vez de ser un hombre fueras un niño no estarías ahí sentado tan cerca y tan lejos de mí… Estarías aquí, sobre mi regazo… Y yo mirándote a los ojos te preguntaría: «¿Qué te pasa hijo mío?»… Y tú me lo contarías… Pero eres hombre, tan hombre como yo quería verte… Aunque también querría verte niño…

—¿Y preguntarme, verdad, mamá?

—Sí… Y preguntarte.

—¿Y por qué no me pregunta?… No siempre lo hombre mata lo niño… No siempre, mamá.

—¿Por qué no pasan por aquí los trenes?

Él dejó caer la cabeza sobre el pecho.

—Con tu madre puedes hablar… Decirle tus dudas y tus penas…

—Yo no sé, mamá, por qué no llegan trenes… Tenían que llegar… Nos les había prometido el camarada Stalin… ¿Por qué no llegan?… ¿Por qué no llegan?… No lo sé… No lo sé… No lo sé, mamá… Y la juro, que como usted, yo también quisiera saberlo.

—Una vez te dije hijo mío que para que la revolución sea buena tenía que imitar a las madres… Otra vez te dije que morirían los Castro y los Pérez y los Fernández o como se llamaran o se llamen y no lograrían la felicidad… Tú te irritaste mucho… Y tuve que pegarte… Y no me arrepiento de haberte pegado, hijo… Porque yo te defendía a ti… Y tú, por el contrario, defendías a los Pérez, a los Fernández o como se llamaran, afirmando que así defendías a los tuyos, a los Castro… No… No era defenderlos… Era sacrificarlos…

—Mamá…

—Los que no queréis confesaros con los sacerdotes, tenéis el deber de confesares con nosotras…

—Mamá…

—No, hijo, si no te regaño… ¿Cómo te voy a regañar, hijo?… Tu madre ya no tiene fuerzas para regañaros… ¡No te regaño, hijo!… ¿Por qué te voy a regañar?… Me has traído café y aceite… Me has acompañado como el mejor de los báculos a sentarme en este lugar de la esperanza y la desesperanza… ¡No te regaño, hijo!…

—¿Vamos, mamá?

—Sí, vamos hijo, que hoy parece que tampoco pasarán trenes.

Y comenzaron a caminar cuesta arriba. Inclinada ella. Y la mano de él sujetándola y sintiéndola temblar. Y la gente mirándolos. Y él mirando al cielo y los montes.

Y la pequeña casa.

Y la pequeña iglesia como encogida de miedo.

Y ella y él frente a frente.

Y un abrazo y un beso… Y unas palabras a su oído y un afán de no querer soltarle.

—Y cuídate, hijo, cuídate… Me gustaría que os cuidarais mucho los que aún me quedáis…

—Sí, mamá.

—Tú me entiendes ¿verdad, hijo?… Cuídate mucho… Mucho. Pero cuida mucho más tu honra y tu apellido…

—Sí, mamá.

—Tu honra y tu apellido… No olvides, y, díselo también a tus hermanos, que es seguro que vuestro padre os esté mirando desde el cielo… Darle la alegría de poder decir con orgullo: «¡Esos son mis hijos, mis hijos!»

Y comenzó a andar. Y llegó al coche. Y Pepe, un chico de Alicante que era ahora su chófer, le miró.

—A Barcelona.

Y aquel hombre, silencioso y hundido en un rincón del coche lloró sus lágrimas y a veces sonreía. Era cuando le parecía escuchar la voz de aquella mujer enlutada: «¡Llora, hijo, llora!… También los hombres tienen el derecho de llorar… cuando no los ve nadie».

Y Barcelona.

—Al Comisariado, camarada.

—A tus órdenes, camarada.

Y los centinelas le saludaron… Y comenzó a leer los partes, Y a dar órdenes. Cuando Hierro Muriel salió de su despacho se restregó los ojos con fuerza. Y salió al pasillo. Y luego comenzó a descender lentamente por las escaleras. Y se hundió en el coche.

—A mi casa.

—A tus órdenes, camarada.

Y luego la pequeña casita. Y «Concud» mirándole con ojos de pena, como si supiera cuánto había sufrido su amo en unas horas. Y Esperanza.

—¿La viste?

—Sí.

—¿Qué te dijo?

—Se puso muy contenta cuando vio el café y el aceite.

—Menos mal.

Y se metió en su despacho. Y miró fijamente a «Concud». Y «Contad», mirándole, movía el rabo de vez en cuando.