Capítulo I

LOS ENCADENADOS

Era un hombre alto, muy alto y un poco inclinado hacia delante como si le hubieran torcido los vientos tempestuosos de una vida más larga que su vida. Su cuerpo daba la impresión, cuando andaba o se movía, de que se le hubieran aflojado todos los tornillos y que de un momento a otro fuera a deshacerse. Usaba un viejo chambergo negro con huellas de sudores de muchos años. Y trajes oscuros, mucho más grandes que su cuerpo, que le hacían parecer un muñeco inmenso y extraño. Brillaba su ropa casi cegadoramente por una roca de años, pero sobre todo las solapas que parecían barnizadas par las cenizas de muchos cigarros mezclados con incontables gotas de ojén o cazalla, caídas en un beber precipitado y nervioso. Se afeitaba pocas voces y se suponía que se lavaba de vez en cuando, más por tradición que por higiene. Por ello, cuando se quitaba el chambergo podía verse su pelo enmarañado de meses y meses con canas y caspa, y una cara delgada y larga, con ese color que tienen las casas de los puertos de mar. Y sus dedos de la mano izquierda parecían de oro viejo. No era ni viejo ni joven, posiblemente unos cuarenta y cinco años, pero daba la sensación de caminar rápidamente hacia la vejez. Su mujer, María, siempre enlutada y siempre guapa, era el marco lujoso de aquella miseria humana; y para ella, aquel hombre no era otra cosa que la garantía de un mal comer y la tapadera de muchas cosas nauseabundas. Y dos hijos todavía pequeños, a los que él abrazaba frecuentemente y en silencio con aquellos brazos inmensamente largos que parecían dos ramas carcomidas de un viejo árbol. Vivían en una callejuela en las proximidades de la Glorieta de San Bernardo, en una casa sórdida y revuelta, con telarañas, polvo y montones de libros y periódicos tirados por todos los rincones. Pero era un gran hombre por su sinceridad, un buen periodista y un magnifico revolucionario, con Marx o sin él, porque para él la revolución era como una amante enloquecedora, perpetua.

Se llamaba Eduardo Torralba Beci.

Fue el primer amigo de Enrique en el Partido, porque todavía en el Partido la amistad no había sido asesinada.

Enrique no recordaba cómo surgió aquella amistad. Quizá se iniciara un día cualquiera de aquellos en que, ya noche, abandonaba el local del Partido para encaminarse al café de Los Mariscos, allá en la calle Ancha de San Bernardo, en el que se hablaba horas y horas de la revolución, se gritaba contra un dictador casi patriarcal, sobre cuyos hombros la monarquía cimentaba la esperanza de sobrevivir, se tomaba café u ojén, agua o cazalla, se pintaban garabatos horribles en los mármoles amarillos de sus viejas mesas, siempre atormentados por el ruido, porque era ruido, de una orquesta de mujeres delgaditas y pálidas, tristes y de movimientos lentos y delicados, a las que se aplaudía de vez en cuando para que tuvieran la oportunidad de sonreír, dejar de tocar por unos instantes y dar la oportunidad de un breve descanso a aquella colmena confusa y miserable. A este café, con olor a tabaco y orines, acudían los comunistas, los policías de Martínez Anido, las prostitutas de las cercanías y parejas de novios que esperaban la hora de poder entrar al Cinema X, que tenía una bien merecida fama de no encender las luces sin previo aviso. Acudían a él los comunistas por una razón de importancia: uno de los dueños, un tal José, que era a la vez camarero y socialista, con un gran parecido a Canalejas, les daba crédito ilimitado en nombre de la incipiente solidaridad proletaria. El otro amigo, el segundo y gran amigo de Enrique en el Partido, lo fue un tal Cruz Urchurrutegui, de Pamplona y sastre, delgado, pequeño y calvo, desinteresado y heroico, sin más ambición en su vida que hacer la revolución y después morirse.

El tercero se llamaba Pablo Yagüe, repartidor de pan, medianamente inteligente, pero brutal y ejemplarmente tenaz.

Los demás eran jefes o camaradas simplemente. Porque era imposible ser amigo de Juan Andrade, uno de los dirigentes de entonces, un gigante que decían tuberculoso, de voz engolada y soberbia incontenible, listo e intrigante, que usaba bastón y sombrero, que andaba siempre de un lado para otro con un montón de periódicos y revistas debajo del brazo, que era funcionario del Estado que quería destruir, y que vivía con unas tías solteronas, viejas y con un buen pasar que hacían más llevaderas las andanzas de su sobrino por el campo de la revolución; ni de un tal Arévalo, del Sindicato de Artes Blancas, bajito, cabezón, nervioso y de una petulancia casi grotesca; ni de un César R. González, minúsculo y con aire de hortera, que se las daba de teorizante para eludir faenas peligrosas y que no tenía otros méritos, si a esto se le puede llamar méritos, que ser hijo de Virginia González, una de las capitostes de la escisión del Partido Socialista Obrero Español, allá por el año 1919; ni de Vicente Arroyo, ebanista, borracho y cornudo; ni de Evaristo Gil, panadero de oficio que ocultaba su ignorancia en un silencio preconcebido y casi permanente; ni de Vicente Galaza, otro panadero que creía que para ser un buen revolucionario había que amasar y cocer pan; ni de Egocheaga, funcionario del Mercado de la Plaza de los Mostenses, charlatán, teatral y un revolucionario de café con leche; ni de Gonzalo Sanz, una miniatura de hombre que contaba que se había acostado con la Kollontai y que era el entretenimiento infantil de la mujer del bueno de Torralba; ni de García Atadell que «vivía» para la revolución y de lo que su madre ganaba lavando; ni de los otros que andaban desperdigados por el resto de España: Leandro Carro, Perezagua, Hollejos, Acevedo, barbón y romántico; Maurín y García Quejido, en plena vejez, inútil e inaguantable… Se podía ser amigo de aquellos tres y de los de abajo.

De los otros, sólo camarada.

* * *

La madre pronto descubrió la cosa. Aquellos libros de portadas rojas, aquel siempre Rusia y Lenin en sus páginas, aquella seriedad prematura de su hijo, aquel alejamiento de la casa y de los suyos, de los auténticamente suyos y aquel llegar cuando las estrellas ya andaban de retirada, no engañaron a aquella mujer que tanto sabía de la vida. Durante mucho tiempo no dijo nada. Miraba y sufría. Sólo al abrirle la puerta, al llegar en las madrugadas de silencio y frío, se limitaba a decirle en un murmullo para no despertar a los demás: «En el hornillo tienes la cena». Sólo una vez en que el hijo habló en la mesa de la revolución, le respondió como si quisiera abofetearle: «Desde que tengo uso de razón oigo hablar de lo mismo. Y seguimos lo mismo: pobres y ricos. Los ricos arriba y los pobres abajo. ¿Por qué os empeñáis en cambiar el mundo si Dios que pudo hacerlo de otra manera lo hizo así?…» «¿Y Rusia?, preguntó él…» Le miró de arriba abajo: «¡Qué sabes tú de lo que pasa en Rusia!». Y por mucho tiempo no hablaron más del asunto.

Enrique no hizo caso de esto.

No se daba cuenta aún de que el Partido había comenzado a romper la cadena sagrada que une a los hijos con los padres.

* * *

Estaban solos y sentados frente a frente en una mesa del café.

—¿Me quieres decir, camarada Torralba, qué es lo que hacemos?

Torralba se quitó de la boca un cigarro pleno de saliva, miró al techo como si mirara al cielo y después, bajando la cabeza y mirando fijamente el cigarro que se consumía, comenzó a hablar.

—Escúchame bien, que la explicación por corta es difícil… España políticamente es una nación partida en dos mitades. Lo es desde hace mucho tiempo por fortuna para nosotros… Pero ninguna de las dos mitades es la nuestra… ¿Comprendes?

—Sigue…

—Si fuéramos fuertes podríamos lanzamos contra esas dos Españas y destrozarlas. Pero somos débiles porque todavía somos pocos y aún no hemos conseguido que la mayoría nos crea y nos obedezca. Mas esto no quita para que tengamos que luchar contra ellas, aunque, eso sí, de una manera prudente, tenaz e implacable; haciendo que el pueblo pierda la confianza en ambas Españas, haciendo que este pueblo choque contra ellas para debilitarlas, haciendo al mismo tiempo que ellas choquen entre sí y ayudando a la parte más débil a resistir para que la lucha sea más continuada y sangrienta hasta que se debiliten, mejor dicho, hasta que se desangren… Entonces, camarada, llegará nuestro turno… ¿Vas comprendiendo?…

—Sigue

—Es todo.

—¿No te molesta el que te pregunte algo más?

—No.

—¿No crees que será muy largo y difícil acabar con el rey?

—No.

—¿Por qué, Torralba?

—Porque es el rey quien está acabando con el rey.

—No comprendo.

El hombre grande, el hombre que todo lo sabía hizo un gesto como de cansancio, miró a Enrique, luego al reloj, después continuó hablando.

—¿Has oído hablar de Marruecos?

—Sí.

—¿Y de un general que se cree Dios?

—Sí.

—¿Y del desastre de Annual?

—Sí.

—He aquí tres cosas magníficas para acabar con un rey, mejor dicho, con la monarquía que es tanto como acabar de una vez con todos los reyes. Ellos dicen que Marruecos es vital para España… Allá ellos… Para nosotros, Marruecos es una sangría de nuestra juventud y de nuestra economía nacional, pero, por nosotros, que esa sangría continúe aunque públicamente pidamos que termine de una vez. Y para ahogar el clamor popular contra ese despilfarro de vidas y dinero, para ocultar las responsabilidades de ese permanente fraude a la nación, han puesto al frente del país al general Primo de Rivera que ha acabado con la libertad, que ha desesperanzado e irritado al pueblo y, posiblemente, a la otra mitad de España, a la suya… Que siga… No se dan cuenta, lo cual es bueno para nosotros, que han hecho de ese general el enterrador de muchas cosas…

Le miró.

Aún dejó traslucir la duda en su mirada.

—No importa, camarada… Estas cosas son difíciles de comprender… Estudia… Piensa… Lee a Lenin… Y ayuda al Partido a desmoralizar al Pueblo, a enfrentar a las dos Españas, a reclutar gentes entre el rencor y la miseria… Es una labor dura y larga, de auténticos topos, pero hoy por hoy no hay otra cosa que hacer.

—Sí.

—Cuando no se tiene la fuerza suficiente para destruir algo de un golpe, hay que ablandarlo… ¿Comprendes?

—Sí.

El café se había quedado sin gente y frío. Torralba se levantó de la silla y avanzó hacia la puerta. Enrique siguió a la sombra gigantesca.

—Salud.

Y se alejó.

Desde el quicio de la puerta del café le vio marchar calle arriba en un andar vacilante, de angustia o marinero. Sintió una gran admiración por aquel hombre que sólo vivía para ablandar lo que había que destruir. «Hay que ser como él». Comenzó a caminar. Y cuando su sombra se fundió con lo negro de la noche, cuando por el silencio que le rodeaba se creyó solo, se dejó llevar y comenzó a pensar.

«Marruecos».

«Annual».

«Primo de Rivera».

Hubo un momento que creyó comprenderlo todo y sonrió. Luego se quedó serio y pensativo… «Tendré que hacer lo que me ha dicho: Estudiar, no hay más remedio que estudiar… La revolución no es una obra de tontos».

—Buenas noches, mamá.

—Sobre el hornillo tienes la cena.

La campana de un reloj cercano dio dos campanadas. No las oyó… «Anual»… «Primo de Rivera»… Dibujó una sonrisa mientras abandonaba la mesa… «Ellos nos ayudan… Habría que darles las gracias»… Llevándose violentamente las manos a la boca ahogó una carcajada: sin darse cuenta, empujado por aquella mecánica mental del Partido, había pasado brillantemente su aprendizaje en táctica y cinismo.

* * *

—¿Por qué te gusta tanto Pío Barajo, camarada Urchurrutegui?

—Porque Baroja es el descontento.

—¿Nada más que por eso?

—Y porque odia a los curas, a la Guardia Civil y a los piojos.

—¿Son muy importantes los piojos?

—Cuando estés en la cárcel o en los calabozos de la Dirección General de Seguridad lo sabrás.

Enrique rompió a reír.

Y comenzó a leer a Pío Baroja.

* * *

—¿Por qué te has hecho comunista, camarada Yagüe?

—Por dos cosas: porque la revolución rusa es la que más me gusta; y porque el Partido Comunista es el único que puede hacer otra igual en España.

—¿Estás seguro? —le preguntó para también estar seguro él.

—Sí.

—¿Has pensado en si se puede tener esa seguridad absoluta?

—No.

—¿Por qué para ti todo es sencillo, fácil, mientras que para mí hay cosas difíciles, terriblemente difíciles?

—No pienses.

—¿Se puede vivir sin pensar?

—¡El Partido piensa por nosotros!

—¿Y nosotros…?

—¡Obedecer!… ¡Obedecer!…

Se quedó solo. Sintió que se había hundido en algo que no sabía todavía bien qué era. Pero tenía ganas de cantar mientras subía por la calle de Amaniel y miraba casi sin mirar la Plaza de las Comendadoras y el convento del mismo nombre que parecía dormir.

Y comenzó:

«Arriba parias de la tierra,

en pie famélica legión…»

De haber tenido el valor de romper el embrujo de aquella mística salvaje y de mirarse muy adentro, hubiera visto su alma acurrucada y triste, con ganas de llorar como sólo las almas saben hacerlo. Pero él no sabía bien lo que era la libertad. Y estaba demasiado entusiasmado para darse cuenta de que había comenzado a caminar arrastrando unas cadenas que no hacían ruido, pero que habían encadenado su corazón y su pensamiento. Siguió cantando acompañado del eco de sus pasos. Llegó hasta el portal de su casa y llamó al sereno. De la oscuridad surgió una luz que fue acercándose lentamente, danzando de un lado para otro.

—Buenas noches, señorito.

Miró la sombra y la luz.

Y contestó de mala gana a aquel que le llamaba «señorito».

—Buenas noches.

Escuchó el ruido de una llave vieja en una cerradura vieja. Se hundió en el portal empujando a la oscuridad con la llama de una cerilla delgada y larga. Mentalmente volvió a cantar y cuando llegó ante la puerta de su casa se dio cuenta de que respiraba agitadamente, de que el corazón latía demasiado aprisa. Respiró profundamente y recordando la canción de guerra que había cantado en el camino murmuró como si de golpe hubiera comprendido todo: «Es la música de la gran ofensiva… La canción que impide ver la muerte… La marcha que convierte en fuerza un odio de siglos… Nuestros camaradas de Rusia no han olvidado un solo detalle».

Y cuando se abrió la puerta se hundió en la casa. Pero ya no pudo continuar cantando. Ni tan siquiera mentalmente. La mirada de la madre era todavía más fuerte que su pasión rabiosa y ciega por la revolución.